El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 197 · octubre-diciembre 2021 · página 5
Voz judía también hay

Una ingratitud temeraria

Gustavo D. Perednik

De la invención de la escritura y de la falta de valoración para con una de las raíces de la civilización occidental

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Dos obras relativamente recientes comienzan con la misma negligencia. En ambos casos se trata de autores ingleses: el compositor Howard Goodall y el filósofo Julian Baggini.

Goodall, en la serie televisiva de la BBC Historia de la Música (2013) desgrana la antigüedad musical a partir del lur escandinavo y las proezas egipcias, para luego encaminar a su audiencia a los griegos y cómo “fundaron la civilización Occidental”.

Baggini, prolífico en libros de divulgación filosófica, tituló al último de ellos Cómo piensa el mundo (2018), y le añadió el ambicioso subtítulo de Historia global de la filosofía. Su punto de partida es un enigma (“wonder” en el original) “inexplicado en la historia humana: que la filosofía escrita comenzara a florecer más o menos al mismo tiempo, en diversas partes del mundo completamente separadas”.

En otras palabras, el autor se pregunta por qué el raciocinio maduró paralelamente en regiones muy alejadas unas de otras, en las que irrumpió una paralela creatividad escrita. Planteado el acertijo, Baggini pasa a enumerar las que a su juicio son las flores del pensamiento global:  las Upanishads, Confucio, Tales, y Buda; las matrices  son la India, China, Grecia y Nepal.

Resulta pasmoso cómo en términos geográficos, ambos intelectuales saltean, como muchos otros que los precedieron, la región de Judea, un país que precisamente durante la fértil época celebrada por Baggini fue cuna de una perdurable creación.

El historiador Goodall está probablemente enterado de la prominencia musical de los antiguos hebreos, y que concretamente en el último capítulo de los salmos (fácilmente accesible en centenares de ediciones e idiomas) se explicitan varios instrumentos musicales.

En esa lista se incluyen algunos muy remotos como el arpa y la flauta (Génesis 4: 21), o el pandero que acompañó las danzas de victoria del Mar Rojo (Éxodo 15:20). Podrían agregarse los címbalos y castañuelas que alegraban ceremonias en la época del rey David (2 Samuel 6: 5), y la música que acompañaba el ritual en el Templo de Salomón. Dado que los hebreos migraron por Babilonia y Egipto, también allí se hallaron elementos reveladores de cómo eran sus instrumentos. 

No es fácil entender cómo al historiar la música pueda revisarse sus orígenes sin siquiera mencionar el aporte hebraico. Goodall se circunscribe a los griegos como fundadores exclusivos, y de este modo omite que Occidente tiene dos raíces. No es original en ello, ya que una de esas dos raíces ha sido obstinadamente soslayada a lo largo de la historia.

En el caso de Baggini, es imposible que no supiera del libro del Eclesiastés en particular y de la literatura sapiencial en general, que también fue escrita en la ubérrima época que él glorifica. Podría justificarse su menoscabo con el dato de que los libros sapienciales no constituyen una filosofía estrictamente sistemática, pero tal defecto caracteriza también a las Upanishads y al Buda que ameritan su atención.

Mucha historia de la filosofía ha optado por renegar de sus fuentes hebraicas. Verbigracia, cuando se procuró el linaje de la idea nietzschiana del Eterno Retorno, se hurgó en el mito de Sísifo y en el Timeo de Platón, es decir exclusivamente en las fuentes helénicas. Se omitió así la contribución del Eclesiastés, que parte de la idea de que todo esfuerzo humano es inútil, siempre condenado a la más sórdida infecundidad.

Los primeros versículos de ese libro explican la razón de su pesimismo: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Una generación va y otra viene, pero la tierra permanece por siempre. El sol sale y se pone, siempre regresa». Un pesimismo de la misma cepa que el de Nietzsche.

Resulta pues inverosímil que en las 400 páginas del libro de Baggini, que se extienden también al pensamiento islámico, no quede ni un digno rincón para el pensamiento judío.

La explicación del fenómeno puede reconocerse en un tercer historiador, connacional del mentado dúo. En 1871 Henry Maine sintetizó la gran quimera con un pomposo dictamen: “Nada se mueve en este mundo, a excepción de las ciegas fuerzas de la naturaleza, que no sea griego en sus orígenes”.

Más que las fuerzas de la naturaleza, la ciega parecería ser Europa cuando contempla sus fundamentos culturales. O más precisamente: miope, ya que de la doble raigambre de nuestra civilización, el hebraísmo es omitido y el helenismo ensalzado. Cabe pues revisar la deliberación con la habitualmente se amputa una pata de Occidente, y vale comenzar con la invención de la escritura.

Fenicios navegantes y hebreos escritores

El consabido lugar común de que los fenicios inventaron la escritura es un indicio de la proverbial distorsión. Los fenicios y los hebreos eran pueblos aliados y de origen compartido. En el Tanaj (Biblia hebrea) hay varias referencias a la cercanía y el intenso intercambio entre ellos, por ejemplo en Samuel II o en Reyes I, ambos en los quintos capítulos.  

La gran diferencia entre los dos pueblos es que mientras los fenicios eran eminentemente navegantes, los hebreos constituían una nación que escribía. Mientras los primeros no crearon literatura, los segundos legaron, entre otros acervos, un tesoro de las letras, tal son los veinticuatro libros del Tanaj. Por lo tanto, que fueran los fenicios, y no los hebreos, los inventores de la escritura, resultaría a todas luces llamativo.

Los israelitas estaban alfabetizados ya desde hace tres mil años, según la tesis que ha sido varias veces confirmada en las últimas décadas. En 2005, gracias al hallazgo de una placa hallada en Tel Zayit, de 17 kilogramos de peso e inscripta en alfabeto proto-hebraico, el arqueólogo Ron Tappy verificó que “todos los alfabetos posteriores del mundo antiguo, incluyendo el griego, derivan de su antecesor de Tel Zayit” en las llanuras de la antigua Judea, a cincuenta kilómetros al sudoeste de Jerusalén.

En 2010 volvió a verificarse la temprana alfabetización de los hebreos al descifrarse su más antigua inscripción (del siglo X aec), en un fragmento de cerámica de 15 por 16,5 centímetros. Había sido descubierta un año y medio antes en el valle de Elah. El texto discurre sobre el trato debido a los esclavos, indigentes, extranjeros y viudas, según los mismos parámetros definidos en el Tanaj.

Medio siglo antes, el paleógrafo Solomon Birnbaum advertía sobre la injusticia de denominar “fenicio” al antiguo alfabeto, que es en rigor “paleohebreo” (Las escrituras hebraicas, 1957). 

Es extraño suponer que el padre de la escritura fuera un pueblo de marinos que no produjo obras literarias. Más natural es deducir que, en sus viajes hacia el Oeste y por una necesidad comercial, los fenicios exportaron la escritura, desde sus aliados los hebreos hacia sus vecinos helénicos.

Éstos, a su vez, invirtieron las letras hebreas para poder escribirlas de izquierda a derecha. El motivo del cambio también es lógico. Dado que los hebreos escribían desde muy temprano, habían comenzado en piedra, y quien quiera cincelar debe proceder desde la derecha. Más tardíos, los helenos escribieron en pergaminos, y en éstos, por pulcritud, se requiere invertir el orden.

Así ocurrió que las letras hebraicas (álef, bet, guimel, dalet) devinieran en las letras helénicas (alfa, beta, gama, delta). Siglos más tarde y al norte de Roma, los etruscos recogieron el alfabeto griego y lo latinizaron, y del resultado derivaron casi todos los idiomas europeos. En otro artículo nos hemos detenido en el influjo del hebreo, que no se remite sólo a la escritura sino también a la semántica.

Es cierto que la arquitectura del pequeño Israel de la antigüedad no fulgura como las pirámides egipcias y los zigurats asirios, ni su ingeniería pudo competir con la flota fenicia, pero estos logros de sus vecinos imperiales se opacan ante la cosmovisión de los hebreos sobre la historia y la ética, y ante su creación literaria.

No en vano en 1681 el francés Jacques Bossuet se basó en los dos cánticos del bíblico Moisés para ubicar en los antiguos hebreos el origen de la poesía universal. No sin motivo,  un siglo después los admiraron desde el romanticismo, tanto el alemán como el inglés. Johann Herder (m. 1803) opinó que valía la pena dedicar diez años al estudio del idioma hebreo aunque más no fuera para degustar en su original el salmo ecológico 104, y más tarde los Poetas del Lago opinaron que “la sublimidad es hebrea de nacimiento".

Cisura a las venas hebraicas

El influjo que el libro más extenso del Tanaj ha tenido en la poesía es inconmesurable, y por ello sorprende que la historiografía al respecto sea helenofílica en un grado de omisión culposa. Luis Gregorich es sólo un ejemplo de centenares de antologías poéticas cuando abre la suya (1978) sentenciando que “la poesía más antigua de nuestra cultura ha sido creada por la sociedad griega”.

En un aspecto podemos ser indulgentes. Obviamente en selecciones abarcadoras de la poesía universal siempre primará el gusto personal del recopilador, por lo que no cabría reprocharle su exclusión de Snorri Sturluson o Lord Byron. Pero la negligencia de saltear toda la poesía hebrea, también la del Siglo de Oro Español, chirría más, y la de omitir a Isaías, el rey Salomón, Débora y los otros poetas bíblicos, resulta inadmisible.

Se trata, después de todo, de la creación literaria más influyente de la humanidad; una que abarca dos milenios de la vida nacional de los hebreos, y es uno de los motivos por los que un pueblo que no llega a ser ni el dos por mil de nuestra especie, es frecuentemente sobrepercibido.

A partir de su protagonismo cultural, la savia hebraica nutrió la filosofía, el Derecho, la política, la ciencia. En palabras de Paul Johnson: el Tanaj es la primera fuente de los conceptos esenciales para la civilización como la santidad de la vida, la confraternidad humana, el destino individual, la justicia, la autocrítica, el arrepentimiento correctivo, el avance intergeneracional, el progreso, la igualdad ante la ley, la dignidad del individuo, la responsabilidad comunitaria, el ideal de la paz (Historia de los judíos, 1987).

Una década después, Thomas Cahill resumió el cambio radical que dio a luz a la civilización occidental (Los dones de los judíos, 1998). Para el paganismo la vida era parte de un ciclo interminable de nacimiento y muerte; el tiempo era una rueda que giraba incesante. En contraste, en la visión bíblica el tiempo tiene comienzo y fin; una narrativa hacia un futuro con triunfal desenlace.

El mundo con sentido generó el Derecho hebreo que alimentó el desarrollo jurídico de Occidente, democracia incluída. Cuando los antiguos hebreos superaron su nomadismo no necesitaron de un gobierno terrenal, y la teocracia mosaica de impulso libertario cedió su paso a un sistema semi-anárquico único. Los llamados Jueces (Shoftím) emergían para cumplir con un cometido delimitado (la autodefensa) y su legitimidad caducaba una vez cumplido el objetivo.

A esa época sucedió una etapa de transición encarnada en Samuel. Se pasa del pastoreo a la agricultura; la propiedad cobra importancia; penetran el comercio, el capital y las transacciones financieras. La transformación de la economía fue la ocasión para la revolucionaria demanda de un rey.

Samuel cede ante el reclamo, y organiza la burocracia en lugar de la semi-anarquía; establece la conscripción en lugar del voluntarismo; el gravamen en lugar de la contribución voluntaria. Se pasa de la época de los Jueces a la de los Reyes; nace el Estado, y los pañales de la democracia, dado que el rey israelita no será deificado como sucedió en las naciones vecinas. La institución de los profetas cumple la función de reprenderlos constantemente. En el Tanaj la verdad desagradable nunca se oculta y, a diferencia de la autoglorificación de las literaturas nacionales, los cronistas bíblicos tratan a su propio pueblo con mayor severidad. He aquí otro invento del Tanaj: la auto-crítica, una herramienta para allanar el progreso moral y científico.

Suturar la herida

El Tanaj es también el único texto antiguo que aún puede ser revisado desde el punto de vista científico. No quedó rezagado por la Revolución Científica, plasmada por personas que lo admiraban.

La maltrecha por la ciencia moderna no fue la aportación del hebraísmo, sino la pseudociencia helénica. Que se haya difundido el equívoco de que la ciencia moderna desplazó al Tanaj, resulta de que la escolástica medieval había integrado la Biblia con Aristóteles. Por ello, cuando la ciencia moderna destronó a la filosofía natural aristotélica, muchos creyeron ver un conflicto inevitable entre la cosmovisión bíblica y la ciencia. Sin embargo, la primera precisamente facilitó la Revolución Científica.

Recordemos que en la concepción griega el conocimiento verdadero era el saber matemático. Platón suponía la realidad misma como consistente de ideas puras. Aun la observación de la naturaleza era concebida primordialmente como una búsqueda de formas matemáticas puras en el orden natural.

Pero lo fundamental en la ciencia no es la observación en sí, sino el método empírico en el que la observación se asienta. Los griegos no lo descubrieron porque consideraban que el conocimiento se deduce de principios elementales, y no de explorar el mundo mediante experimento e inducción. 

En contraste, el aporte del hebraísmo consistió en reemplazar la pagana arbitrariedad por la racionalidad del universo, y así pudo la ciencia fundarse en la convicción de la regularidad de la naturaleza. Lo expuso Alfred Whitehead hace un siglo, y en él se basó la tesis de Michael Foster: para que la ciencia naciera era indispensable rechazar la premisa de un universo fortuito y sin sentido.

Newton, Kepler y Pascal, los hombres de ciencia del siglo XVII, dedicaron tanto tiempo a los objetos de interés científico tanto como al estudio bíblico. Newton, el máximo científico, pasó muchos años reconstryendo el plano del Templo de Salomón en Jerusalén, aprendió hebreo y buscó los textos hebraicos originales para traducirlos.

En suma, quitarle al hebraísmo la paternidad de la escritura fue parte de un despojo más amplio que lo privó también de su rol de inspirador de los máximos logros humanos.

La privación abarcó al Tanaj mismo, que a partir del año 200 con la literatura latina Adversus Judaeous, y llegando al nadir en el siglo IV, fue apropiado por el cristianismo europeo para dejar a los judíos exclusivamente lo negativo.

Así lo escribió James Parkes en 1965: “no clamaron para sí el Tanaj en su totalidad, sino los héroes y los caracteres virtuosos , descargando en los judíos los villanos e idólatras, las amenazas y las acusaciones”. Debido a ese proceso global de despojo, a Europa le cuesta reconocer su deuda para con Israel en áreas como la democracia, la literatura, y el pensamiento. El hebraísmo ha sido en general omitido como pilar de la civilización, o mal entendido retroactivamente como una especie de rama de lo helénico.

Por el contrario, Europa sí asume con orgullo el legado de los griegos en mitología, filosofía y leyes. Cuando desgrana el origen de su poesía, reivindica a Hesíodo y Anacreonte, no Cantares ni Salmos. Sus lenguas clásicas son el griego y el latín, pero no el hebreo a pesar de su antigüedad e influencia.  Los libros sapienciales le son enormemente más ignorados que el platonismo. La democracia ateniense le parece la cuna de su política; casi nunca la gesta de Samuel. Su ingratitud la deja huérfana de una de sus columnas centrales.

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