El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 197 · octubre-diciembre 2021 · página 2
Artículos

La Idea de España en Marx

José Luis Pozo Fajarnés

Texto base de la lección pronunciada en la Escuela de Filosofía de Oviedo el 22 de octubre de 2018

La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios (Constitución española, 1812, Art. 1°)

La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales (Constitución española, 1812, Art. 3°)

 
1. La “Nación española” en los escritos de Marx

Es preciso comenzar este primer capítulo por un desglose de las distintas ediciones de los escritos de Marx sobre España. Con el título La España revolucionaria se publican, en el New York Daily Tribune, los primeros ocho artículos escritos por Carlos Marx, aunque sin su firma. Las fechas de esa publicación van desde el 9 de septiembre hasta el 2 de diciembre de 1954. Aunque no será hasta 1929 que se sepa en España su autoría, cuando los recopiló y edito Cenit. Un noveno artículo, de fecha el 23 de marzo de 1855, aparecerá solo en las dos últimas ediciones de estos textos, ediciones que mencionaremos más adelante. En estos nueve artículos hace un recorrido histórico desde el tiempo de los Reyes Católicos hasta la segunda década del siglo XIX, justo el momento en el que se dio el levantamiento de Riego y las convulsiones posteriores. Con estos artículos, Marx quiere presentarnos cómo se había desarrollado la lucha de clases en la España moderna. El título que se le dio a esta serie motivó que muchas de las ediciones de estos escritos sobre España de Marx y Engels se titularán igual.

Nos hemos encontrado aquí con una de las más importantes dificultades, a la hora de interpretar lo que Marx pensaba sobre España. Dificultad que, lejos de ir a menos, crece cuando comparamos las diferentes versiones que sobre los textos de Marx tenemos ante nosotros. Al traducir y dar las pertinentes explicaciones, según su criterio (dado que las escribieron como notas adjuntas en las distintas ediciones), los diferentes traductores e intérpretes que forman parte del cuerpo del denominado “marxismo”, hacen que no podamos hablar de modo diáfano de la idea de nación española en Marx en sentido estricto, sino que tenemos que decir “idea de España en el marxismo”. En la traducción de Manuel Sacristán, de 1960, podemos leer en la introducción de las distintas ediciones de la editorial Ariel (publicadas entre 1960 y 1970), que la traducción de 1929 de Andrés Nin es muy deficiente{1}. Señala, por un lado, que es incompleta, algo que es más que evidente, pues solo aparecen en esa edición los artículos históricos sobre España, escritos por Marx entre septiembre y diciembre de 1954, precedidos por el que trata de Espartero, de agosto de ese mismo año. Por otro lado, afirma algo con lo que no podemos estar de acuerdo o que, por lo menos, debemos de aclarar, que algunas deficiencias de su traducción se producen por pecar de un «ingenuo patriotismo» (RE, 1960: 9). Sacristán, como Marx, y como alguno de los historiadores de la época –en las traducciones de Nin, sobre todo en las notas de Artiles, o en la de Sacristán, uno de los más citados es Antonio Ballesteros– están imbuidos de la nematología que sitúa el republicanismo español como un necesario progreso histórico. Por nuestra parte señalamos que no fue un acierto de Sacristán desechar las clarificadoras notas históricas de Artiles que podemos leer a pie de página. Anularlas, con la argumentación de eliminar el sesgo de patriotismo, deriva en que las apreciaciones de Marx sean sesgadas. Lo son, pese a que Marx da datos sobre España que recoge de textos escritos por diferentes historiadores. En el prólogo de la edición de Cenit, el editorialista señala que Marx conocía el idioma español muy bien{2}, pero ello no implica que para escribir los textos sobre España fuera necesario conocerlo, pues salvo algún historiador español, que al parecer tuvo Marx en cuenta a la hora de informarse sobre la historia española, la mayoría de ellos eran ingleses o habían escrito en francés, idiomas con los que Marx estaba más familiarizado. En el artículo sobre Espartero, que cronológicamente es anterior a los que intitula La España revolucionaria, nombra alguno de los historiadores que conoce: José Segundo Flórez, un historiador español que terminó por afincarse en Francia (Artiles nos da el título de la obra de Flórez que conoce Marx: Espartero, Historia de su vida militar y política y de los grandes sucesos contemporáneos); Agustín Príncipe, redactor de El Espectador (quizá el menos sospechoso de ser antiespañol), al que también se le cita en los artículos; Manuel Marliani, del que dice el propio Marx que es “uno de los más fervientes partidarios de Espartero e historiador de la España contemporánea” (RE, 1929: 49), de su Historia política de la España moderna es de donde Marx toma más referencias históricas. Un texto profundamente negrolegendario{3}. Marliani fue un liberal gaditano, pero de origen italiano y casado con una francesa, al que se le suele señalar como progresista exaltado, y proclive a los intereses de Inglaterra, tal y como comprobaremos cuando, más adelante, atendamos a su defensa de Espartero y su oposición a la monarquía borbónica.

Artiles carga de apuntes históricos la narración de Marx, citando autores que en algunos casos eran contemporáneos de este último, como era el caso de Ramón Mesonero Romanos, y en otros casos no, pues son posteriores, como Pío Zabala o Antonio Ballesteros. Las menciones a estos autores y otros en los que Artiles se apoya para contextualizar las afirmaciones de Marx no son tenidas en consideración por Manuel Sacristán, suponemos que como él mismo asegura, para descargar de patrioterismo su nueva edición. El enfoque de este último adquiere así un sesgo marcadamente doctrinario y, a la sazón, negrolegendario, pues asume las afirmaciones vertidas por Marx en los textos que traduce sin poner pero alguno. Este cariz se verá más que reforzado con las apreciaciones de la nueva traducción que aparece en las ediciones de la editorial soviética Progreso. Sobre todo a partir de la de 1974. Antes de ella hay otras dos ediciones, una de 1961, según señala Pedro Ribas (en el texto que edita sobre los textos de Marx y Engels){4}, con 223 páginas, otra en la que no aparece fecha que suponemos posterior, pues tiene más páginas (258), y en la que hay 15 notas al final, contrastando con las 124 notas de la edición de 1974 y su reimpresión del 78. Suponemos que la posterior edición que señala también Ribas, de 1980, será una nueva reimpresión, aunque no lo podemos asegurar.

Además de las tres ediciones de Sacristán, de las cinco soviéticas y de la primera versión española de la Editorial Cenit, tenemos otras cuatro versiones más reseñables: una edición cubana, de 1975, en la que desaparecen los textos de Engels, salvo el informe que sobre España escribe al denominado “Comité”, un texto recurrente en todas las ediciones salvo en la primera de Cenit, y que lleva por título Los bakuninistas en acción. Esta edición trasatlántica aprovecha la traducción de los soviéticos y conserva casi todas las notas que aparecen en la edición que Progreso hace el año anterior, correspondientes a los artículos y otros textos que publican. En 1978 la editorial Planeta, hace una nueva edición, en este caso ilustrada, por las diversas fotografías que intercala en su texto. La versión, esta vez, es a cargo de un perfecto desconocido, E. B. Clarià, y lleva por título Escritos sobre España. Planeta parece ser que quiso hacer de este texto un best seller, dado el tipo de edición que hicieron y el momento concreto de su publicación, en el que el PCE estaba en boca de todo el mundo, lo que provocó un reflejo electoral, pues en el año anterior tuvo uno de sus mayores éxitos en unos comicios españoles. Aquí los textos se reordenan, pero vuelven a desaparecer las interesantes cartas que Engels dirige -en el periodo que va de 1871 a 1893- a los comunistas Españoles, y que aparecen en las ediciones moscovitas, escritas en español, de 1974 y 1978. En estas dos ediciones, en el epígrafe Marx y Engels. Acerca de la I Internacional en España (pese a que el nombre de Marx aparece en él, la casi totalidad de lo que podemos leer es de Engels) es en el que se ordenan todas esas cartas. Incluyendo además otro escrito de Engels que sí es recurrente en casi todas las ediciones: Los bakuninistas en acción (revueltas que se dieron, en 1873, en Cataluña, Valencia, Alcoy, y otros territorios andaluces, y que son conocidas como La revolución del petróleo).

Veinte años después, con el mismo título, se publica en la Editorial Trotta una edición muy similar a la de Planeta, firmada por Pedro Ribas. La edición continúa la tarea ordenadora, en base a la cronología, que ya incoaba la edición de Planeta. Intercala algún escrito inédito menor, como los titulados Albuera, Ayacucho y Zaragoza-París, y otros dos textos que se añaden a los primeros artículos de Marx sobre España: Junta Central (borrador) y Fragmento inédito (ambos publicados también por una última edición que hace Alianza en 2009 y que firma Jorge de Palacio, la cual solo atiende a los artículos ya publicados por Cenit, a los que añade el noveno de la serie histórica recuperado en la de Trotta, y un par de artículos menores también ya publicados, entre los que está un borrador sobre la “Junta Central”). Ribas también recupera otro artículo de la edición de Sacristán, el titulado Bolivar y Ponte, que había desaparecido en la de Progreso. Pero por otra parte, como sucedía en la edición cubana y en la de Planeta, no aparecen las jugosas cartas de Engels a la I Internacional en España, recogiendo solo el escrito sobre las revueltas bakuninistas, recurrente en las demás ediciones{5}.

Una vez que hemos tenido en consideración las diferentes ediciones y traducciones de los textos de Marx y lo que, a grandes rasgos, además podemos leer en ellas, es momento de recabar lo que nos compete en este trabajo, sacar a la luz la idea que de España tenía Marx, y mutatis mutandis, dado que aparecen a veces jugosos comentarios a estas apreciaciones de Marx -y también de Engels- consideraremos también esa misma idea en los diferentes marxistas que hemos mencionado por ser los que desarrollan los comentarios a estos textos. De manera que podemos afirmar que lo que aquí vamos a sacar a la luz es la idea de España en el marxismo-leninismo.

Los nueve artículos publicados por el Daily Tribune comienzan en las postrimerías de la unificación de los reinos españoles por parte de los Reyes católicos, no en vano Marx quiere recalcar el periodo denomina absolutista. Para nosotros, tal apreciación es errónea ya que lo que trata de hacer Marx es que se exprese, el periodo español de la época moderna, con la conceptualización de lo que pasará en Europa. Eso es algo que no puede llevarse a cabo, pues España desde finales del siglo XV hasta el periodo en que Marx está escribiendo ha sido un Imperio, no un reino al modo del francés o el inglés de los siglos XVII y XVIII, que se ajustan a esa expresión de “absolutismo” que Marx quiere dar a la España gobernada por reyes Austrias y Borbones. Otra de las conceptualizaciones erróneas, que aparecen en el texto de Marx sobre España, es la de “nación”. Marx señala que España es una nación en sentido político, pues no tiene otro modo de expresarla. Pero tal modo de señalar lo que era España, en esos tiempos del origen del Imperio, es errónea, como vamos a demostrar.

Tras la muerte de Fernando el Católico, su hija Juana, que ya era reina de Castilla, fue la primera reina de España, aunque dada su situación mental, el que tendría que llevar a cabo las tareas de tan importante cargo sería su hijo, Carlos, que fue rey pese a que su madre se mantuvo viva muchos años de su reinado (la mayor parte de ese tiempo sin moverse de las dependencias de su castillo en Tordesillas). En el texto de Marx hay una gran confusión respecto del hecho del papel de Carlos como rey de España, que es preciso clarificar:

Cuando Carlos I volvió de Alemania, donde le había sido conferida la dignidad imperial, las Cortes se reunieron en Valladolid para tomarle juramento a los antiguos fueros y coronarlo. Carlos se negó a comparecer y envió a representantes suyos que habían de recibir, según sus pretensiones, el juramento de lealtad de parte de las Cortes. Las Cortes se negaron a recibir a esos representantes y comunicaron al monarca que si no se presentaba ante ellas y no juraba los fueros del país, no sería reconocido jamás como rey de España” (RE, 1974: 10){6}.

Tanto en la edición del 78 de la editorial Progreso, en la que no aparece un traductor de forma nominal, como en la nueva edición de Alianza de 2009, que presenta esa misma traducción, aparece una nota en la que se puntualiza que Marx aquí se confunde, pues las Cortes de Castilla se habían reunido antes de su coronación dos veces. Que, a la que se refiere Marx, es una de ellas, la que se llevó a cabo de enero a febrero de 1518 en Valladolid, que debían proclamar a Carlos rey de Castilla. En las ediciones de Ariel, de Manuel Sacristán, no aparece tal aclaración. En lo que no incide ninguna de las ediciones nombradas es en lo que sí lo hace la primera de las ediciones que podemos leer, la de 1929, de la editorial Cenit. Una edición que está repleta de notas históricas de Jenaro Artiles, que fueron despreciadas por las posteriores ediciones: las de Sacristán, las soviéticas o, la última, de Palacio. Contra lo que apunta la edición soviética, Artiles afirma que el carácter imperial del título que se le da a Carlos en Alemania –la traducción soviética del 78 habla de que se le había conferido la «dignidad imperial»–, no era por el Imperio austrohúngaro sino por el español:

En todo este pasaje advertirá el lector una confusión histórica de bulto, explicable tal vez por la distancia en el tiempo y en el espacio, por la carencia de fuentes informativas directas y porque en la época en que esto se escribió todavía no se había estudiado tan a fondo como lo está hoy aquel periodo de nuestra historia. La negativa de las cortes a jurar a Carlos I no obedecía a esa resistencia del joven rey, sino que tenía raíces más hondas y enmarañadas: los extranjeros que le acompañaban, el vivir todavía doña Juana… Esta fue la razón que más pesó tal vez en los españoles, porque alegaban que, jurando a Carlos, faltaban a la fidelidad jurada a su madre, pareciéndoles más justo reconocerle por gobernador solamente mientras viviera doña Juana. Exigían, además, de él que previamente jurara respetar las leyes y privilegios del reino. Aumentó la intensidad de esta tirantez la presencia de los extranjeros en las Cortes, que provocó, en las de Valladolid los altercados violentos entre Mr. Sauvage, gran canciller en substitución de Cisneros, y Juan Zumel, procurador en Burgos. El 7 de febrero de 1518 fue jurado por aquellas Cortes, después de que había el rey jurado, a su vez, la fórmula que los procuradores le presentaron. Previos parecidos juramentos del rey, y vencidos por el soborno algunos obstáculos, como en Valladolid, en mayo del mismo año fue reconocido en Aragón, y el 15 de febrero del siguiente en Barcelona.

Tenga en cuenta el lector que Carlos I, cuando sucedía lo narrado, no era aún emperador de Alemania; por consiguiente, se refiere Marx, al hablar de que le «fue concedido el título de emperador», a su designación de rey de España a la muerte de D. Fernando el Católico, y el regreso “de Alemania” es el viaje desde Flandes para recoger los frutos del testamento de Madrigalejo. La noticia de la muerte de Maximiliano la revivió D. Carlos en Lérida, en enero de 1519, cuando, después de jurado en las cortes de Zaragoza, se dirigía a Barcelona. En esta población, el 24 de julio supo su elección (RE, 1929: 72-73).

La edición de Progreso habla de “inexactitud de Marx” (RE, 1974: 258), pero de la «confusión» señalada por Artiles a la “inexactitud” por los soviéticos hay más que distancia, incluso podríamos hablar de mendacidad interesada, pues dan un giro de ciento ochenta grados en la interpretación de las palabras de Marx. La justificación del análisis marxista es un hábito que permite esas sutilezas que trastocan la verdad y la transforman, pero que aquí tenemos que sacar a la luz para denunciarlo. Con la anulación de lo apuntado por Artiles, se ningunea el carácter imperial de España, se ningunea la España de los siglos XVI y XVII, en los que era, por sí misma, pues no había título de Austria-Hungría, el mayor Imperio de la historia.

En estos artículos de Marx podemos rastrear lo que entiende por nación. Pero ni la soltura con que hace uso el término, ni la facilidad que el lector medio demuestra en su comprensión, disminuyen un ápice el grado de obscuridad que soporta. El término «nación» necesita ser desbrozado de la carga nematológica que la perspectiva racionalista le ha dado y de la que el también racionalista Carlos Marx hace gala, aunque dándole un sesgo diferente, el derivado de su propio modo de ver la cuestión.

Carlos se sometió; se presentó ante las Cortes y prestó juramento, como dicen los historiadores, de muy mala gana. Con este motivo, las Cortes le dijeron: “Habéis de saber, señor, que el rey no es más que un servidor retribuido de la nación” (RE, 1974: 10).

Es la primera vez que, en esta compilación de artículos de Marx, aparece la afirmación de que España es una nación, pero tal denominación, pese a que en el texto de Marx aparece entre comillas, al modo de las citas literales, no es tal. Esas palabras nunca fueron expresadas tal y como Marx asegura.

En el hoy día famoso libro sobre Carlos V de Alfredo Kohler no encontramos esa afirmación de Marx, ni en ningún otro, Tampoco en textos de enjundia enciclopédica, como por ejemplo el de La Historia de España, dirigida por Antonio Domínguez Ortiz, miembro destacado de la Real Academia de la Historia. Allí podemos leer, respecto del asunto en cuestión, que las ciudades españolas habían solicitado «que el monarca acudiese cuanto antes a hacerse cargo de sus reinos, a fin de que fuesen bien gobernados y evitar que se pudiesen “levantar bolliçios”» (Domínguez Ortiz, 1989: 40). Como podemos comprobar, el texto del artículo no nombra la «nación» española, sino los «reinos».

En la Historia de España de Ramón Menéndez Pidal, el tomo XX lo dedica a la España de Carlos V. En la introducción a este tomo hace mención a esta cuestión. Allí no cita en principio lo que solicitan a Carlos los distintos reinos: «De España recibía Carlos otras llamadas de atención hacia los desestimados reyes antecesores, como la que le dirigió el Consejo de Castilla en 1517, quejándose de la venta de los cargos públicos, y poniendo como ejemplo la exquisita justicia “del Rey y la Reina Católica de inmortal memoria”» (Menéndez Pidal, 1979: XVIII). En esta misma introducción, algo más adelante, podemos leer que los cortesanos de Castilla, preocupados por el mantenimiento del Reino de Navarra bajo el de Castilla, que con anterioridad se le había supeditado de cara a su mejor defensa ante los franceses, expresan la siguiente petición a Carlos I (petición en la que como vamos a poder comprobar no encontramos referencia alguna a la «nación», sino al «reino» y a los «reinos»): «Y si para la defensa desto fuesen necesarias nuestras personas y haciendas, las ponemos, pues este reino es la llave principal de estos reinos» (Menéndez Pidal, 1979: XIX). Comprobamos que aquí no aparece en ningún momento la expresión «nación», al modo en que se trasluce en lo dicho por Marx, que pretende ser una cita de las Cortes de Castilla. Sin embargo, lo que Marx expresa en este artículo está repetido innumerables veces en la red, como si se tratara de una referencia histórica veraz, fidedigna. La verdad de tal expresión la argumenta Marx señalando ad verecundiam a «historiadores»: Marliani, Hughes, Southey &c. La frase la hemos encontrado ya en el texto citado de Manuel Marliani. Y Marliani tampoco habla de «nación» (texto en francés reeditado en Bruselas en 1842): “Rappelez-vous, seigneur, dirent-elles à l’orgueilleux prince, qu’un roi est le mercenaire de ses sujets”. La reiteración de ese argumento tiene como única base la autoridad de Marx, porque los textos citados de los historiadores españoles no negrolegendarios, muy pocos los leen.

La obscuridad del concepto de nación se muestra palpablemente en diferentes lugares de su escrito, En unos aparece la idea francesa de nación, lo que consideramos como «nación política»: «la soberanía reside esencialmente en la nación» (RE, 1974: 37), pero España no era una nación política cuando llega Carlos I desde Bélgica a tomar posesión de su reino, y sin embargo Marx califica de nación a España, aunque pudiera ser, por lo que leemos, que la nación fuera Castilla… El caso es que el hecho de citar a los españoles poniendo ese término como si ellos lo hubieran proferido, es una falsedad. La única justificación de semejante error o falsedad como queramos verlo, es que estaba convencido de que la nación es algo inalterable, que siempre está presente, como una sustancia a la cual se adapta el devenir de un estado o de un reino. Marx ve la “nación” como idea metafísica, no como una realidad que se construye en el seno de una confrontación dialéctica de los Estados, que hizo que España se fuera definiendo como la primera nación –histórica, envolvente– de Europa. Marx la ve, erróneamente, como una referencia que está presente en el ideario de unos revolucionarios, los más concienciados. De manera que mediante la lucha la España de la época se conformara como tal. El tono revolucionario español es para Marx más débil de lo que él, comparativamente a las naciones del entorno, vería como progresividad media. Pero es que Marx considera a los españoles de «segunda fila».

Para corroborar nuestra tesis acudimos a un conjunto de textos de Marx que, de entre todos los que conforman las distintas versiones publicadas, es el que consideramos más relevante, por su compilación y ordenamiento editorial. A partir del año 60, es el que le da el título a toda la obra. Un título –La revolución en España– que la editorial toma del propio Marx, pues así titulaba él mismo esos artículos. El último de ese conjunto de textos históricos aparece por primera vez en la edición de Progreso de 1978. Este artículo -intitulado como “inédito”- leemos una propuesta borrosa de “nación” a la hora de criticar la mala política de Fernando VII. Pese a que estas críticas sean fundadas, ello no es óbice para que desechemos la nematología marxista que se expresa de forma diáfana al hacer corresponder la idea de nación con el ideario revolucionario que ecualizaría España con su vecina Francia:

Los resultados positivos de la revolución de 1820-1823 no se circunscriben sólo al gran proceso de efervescencia que ensanchó las miras de capas del pueblo y les imprimió nuevos rasgos característicos. Fue también producto de la revolución la propia segunda restauración, en la que los elementos caducos de la sociedad adoptaron formas que eran ya insoportables e incompatibles con la existencia de España como nación (RE, 1974: 61).

En la edición de Pedro Ribas encontramos apuntes de Marx extraídos del libro Historia política de la España moderna de Manuel Marliani. Podemos asegurar, en base a su lectura, que cuando Marx escribe “nación” en el resto de la obra de referencia, en algunos casos es porque lo ha leído en el texto de Marliani. De todas formas, Marx no considera que Marliani yerre al denominar a España como nación en los siglos imperiales. Esa idea de nación, tal y como se entiende ahí, se ajusta a lo que Marx también tiene en cuenta. Uno y otro coinciden en lo que es una nación. Nuestra afirmación además está justificada, porque ninguno de los dos distingue entre lo que era España en tiempos de Carlos I y lo que es España en el tiempo de Fernando VII. En ambos momentos leemos que España, o parte de ella, es nación. Si atendemos a esta frase de los apuntes que Marx extrajo del libro de Marliani: “Nuevos atropellamientos contra los derechos de la nación” (Escritos sobre España, 1998. Extractos, pág. 289){7}, la lectura que podemos hacer desde nuestros parámetros es que aquí el hecho de referirse Marx a España como nación no es tan extemporáneo, como cuando se refiere a las palabras de la Junta de Castilla a Carlos I en Valladolid, en 1518. Y no sería nada extemporáneo si se refiriera al periodo posterior a 1812, pero no es así. Atendiendo a la época del reinado de Carlos I, lo que es pertinente señalar es que la política de los Austrias hizo de España una unidad nunca antes conseguida, siendo además los territorios peninsulares el centro del Imperio. Algo que ya era perfectamente entendido por Miguel de Cervantes, cuando sitúa a Don Quijote en La Mancha castellana.

Cervantes, en el Quijote, expresa que España es una nación, por ejemplo cuando le dice Sansón Carrasco estas elogiosas palabras a Don Quijote: “¡Oh flor de la andante caballería! ¡Oh luz resplandeciente de las armas! ¡Oh honor y espejo de la nación española!”. Una frase de la que Gustavo Bueno extrae todas las implicaciones que son de nuestro interés en su libro España no es un mito{8}. Y en la Historia general de España, del Padre Juan de Mariana también leemos que España es una nación (esta llamada a la “nación”, por parte de Cervantes y de Mariana ameritará aclaraciones):

Irritaronse los españoles contra el autor de esta elección que todo lo convertía en su propio lucro, y vociferaban públicamente que después de haber vendido todas las magistraturas y gobiernos, no estaban tampoco seguros los puestos sagrados: que Croy había conseguido el arzobispado de Toledo por el favor de Gresves su tío, y antes de él Bartolomé Marliano el obispado de Tuy en premio de la invención del frívolo símbolo de las columnas de Hércules; eligiendo a los extranjeros en grave injuria de la nación, como si hubiese falta de naturales beneméritos: que todos los empleos públicos y militares eran venales por el abuso que hacía el codicioso viejo de la poca edad del príncipe: que los españoles se veían sumamente despreciados, y que para nada se les atendía, y que no se daba el debido premio a la virtud y al mérito, habiéndose apoderado la ambición de todo y triunfando de la equidad con la fuerza o con el favor. Animados vivamente contra los flamencos comenzaron a despreciar su ministerio, a enajenar los ánimos del amor al rey, y a dar rienda suelta a las lenguas, a ejemplo del vulgo, que una vez irritado no se detiene en hacer y decir las cosas más atroces. De la insolencia se precipitaron fácilmente en la audacia, que es la señal cierta de los males que amenazan a la república. La causa de todo era Guillermo de Croy, de nobilísima familia, llamado Gresves por un señorío de este nombre que poseía en Flandes, pero tan avaro, que su codicia llegó a ser proverbio entre los españoles. El cancelario Juan Selvgio, hombre perverso y de una capacidad extrema, ocupaba el lugar inmediato de la autoridad. No por eso dejaba el rey de ser presa de los demás cortesanos. Estos hombres venales ponían en almoneda todos los honores y empleos, y no había cosa alguna que negasen al dinero, fuese justa o injusta. Estos detestables excesos vinieron a producir una sedición declarada y furiosa, que puso al estado muy próximo a su ruina.

En el principio de este año de mil quinientos y diez y ocho acudieron muchos procuradores de las ciudades a las cortes que el rey celebraba entonces, y en la sala capitular del convento de San Pablo del orden de Predicadores de la ciudad de Valladolid comenzaron a tratar de las cosas del reino. Entraron los flamencos en la sala para asistir a las consultas contra todo derecho y justicia. Pero no sufrieron los españoles esta injuria; y principalmente se opuso a ella con mucho ánimo Zumel, procurador por Burgos, clamando que se vulneraba la libertad de la nación. (Mariana, pág. 632).

Una afirmación que, por otra parte, Tomás García López ha descubierto en este mismo texto, pero referida a Fernando el Católico. Para Mariana es el rey de España que puede ser considerado modelo de monarcas del Imperio español:

Varón admirable, el más valeroso y venturoso caudillo que de muchos años atrás salió de España” (…) Espejo sin duda por sus grandes virtudes en que todos los príncipes de España se deben mirar (HGE, 1850, pág. 607-608).

Pero cuando Mariana señala a España como nación o cuando Cervantes dice en El Quijote que “España es una nación”, no se refieren a la idea de nación política que Marliani y Marx comparten. Cervantes denomina bien a España como nación, por el hecho de verla como el Imperio que es, un sentido que cobra todo su significado al expresar Bueno su sentido histórico a la par que envolvente de lo que antes no era esa misma nación histórica sino dos reinos imperialistas también, y con muchos intereses en común, aunque no todos. Esos intereses solo se identificarían tras los Reyes Católicos y la política expansionista de los Austrias. España es, en este nuevo contexto que leemos en Cervantes, una nación histórica. De manera que podemos asegurar que la España de principios del siglo XVII era una nación, la primera de todas las que se fueron conformando en el transcurrir de la Historia universal:

El escenario del Quijote va referido a España, y a la España histórica, a su Imperio político; pero no de modo inmediato, sino por la mediación de una España intemporal, pero no irreal, sino simplemente vista a una luz ultravioleta, en la que una sociedad civil, dada en un tiempo histórico que habita la península Ibérica, vive según su propio ritmo. Desde esta “mediación ultravioleta” tendremos que intentar interpretar los símbolos alegóricos de Don Quijote, que solo a los lectores más bastos o primarios (aunque se hayan hecho eruditos) pueden parecer transparentes y sencillos (Bueno, EM, pág. 268).

Bueno dedica un capítulo entero de su libro España no es un mito, a dar una interpretación clarificadora de la obra de Cervantes, mediante la que contrarrestaba otras interpretaciones inadecuadas, por incidir en aspectos humanistas, psicologistas o de una ética mal entendida. Nosotros queremos abundar en un argumento geográfico y político pues se adecua a los intereses de nuestro trabajo. Comenzaremos por señalar que Cervantes hace a Don Quijote oriundo de un amplio territorio español, de La Mancha. No nos da datos añadidos, no nos dice la población concreta donde está su casa, ni si ese es el lugar donde hubiese nacido. Don Quijote es de La Mancha, del centro de España, la que se había consolidado tras la unificación de los reinos de Fernando de Aragón e Isabel de Castilla y la conquista de Granada. Además, cuando se escribe El Quijote, Portugal y todos sus territorios ultramarinos, también pertenecen al Imperio (Portugal es parte de España desde 1580 hasta 1640). Si Cervantes localiza a su protagonista en La Mancha es precisamente por ser el mismo centro de España, y por lo mismo, el centro del gran Imperio que era en ese momento. De manera que lo sitúa de un modo epagógico, a la vez que vectorialmente. En lugar de incidir en los lugares de la geografía manchega, situamos a Don Quijote en el centro de España cuando se nos dice que ese centro no es León (el reino donde se originó el Imperio), de donde era el galeote. Que, direccionando ahora hacia el sur, ese mismo cautivo viene de tierras argelinas, donde habitan los piratas berberiscos, que eran en lo que se habían convertido muchos de los expulsados del reino de Granada, de donde se les había expulsado para anexionar esas tierras para el Imperio. Y por último, se da la negación del tercer gran reino que fue envuelto en la nación: el de Aragón. Es en la segunda parte de la novela en la que Don Quijote viaja por las tierras de la que fuera Corona de Aragón. Las direcciones señaladas miran a lo que históricamente no era todavía la nación española pero que en tiempos de Cervantes ya se había conformado como unidad. Y Cervantes sitúa en el centro de esos reinos envueltos por el Imperio a su protagonista, al que como hemos señalado denomina como “espejo de la nación española”: «En una palabra, nos parece (como también les parece a otros intérpretes) que el escenario del Quijote, en cuanto símbolo, nos remite a referencias históricas y geográficas muy precisas. Referencias que podrán ser puestas entre paréntesis, sin duda, si se pretenden mantener las interpretaciones humanistas, éticas o psicológicas. Pero cuando reinterpretamos las referencias históricas y geográficas, entonces se nos imponen, en primer lugar, las interpretaciones políticas del Quijote, que han de girar, de un modo u otro, en torno al significado del Imperio español, del “fecho del Imperio”, si utilizamos la fórmula de la que se sirvió cuatro siglos antes Alfonso X el Sabio» (EnM, pág. 259).

La nación política española tiene su primera expresión en la constitución de 1812, pero la nación española ya existía antes de que se expresase como tal por los compromisarios, por el hecho de decir en su artículo 3° que La soberanía reside esencialmente en la Nación. Para Marx solo hay una idea de nación, que debe necesariamente realizarse, pues el devenir histórico así lo pide por una suerte de ley necesaria, dependiente del desarrollo de las fuerzas productivas, o por el desarrollo de otra causa diferente, el de la lucha de clases (esta doble propuesta puede leerse en distintos textos de este autor, lo cual no dice mucho de una propuesta que quiso ser ante todo “científica”). La nación por tanto es algo que surge en un momento determinado de la historia. Según Marx, por obra y gracia de la burguesía y el sistema capitalista que instauran. Esta explicación metafísica de la idea de nación está totalmente alejada de la propuesta materialista que hemos señalado en el primer capítulo de nuestro trabajo: tal idea solo puede surgir tras una conceptualización clara y distinta, como era la referida al origen biológico de la misma. Una claridad que se mantenía en la idea etnológica, pero que se emborronaba al hacer depender su definición de algo que a la vez adolecía de definición, como es la idea de “pueblo soberano”.

En La revolución en España, Marx hace depender la nación española de un devenir histórico que reconoce como revolucionario, pese a sus altibajos. Denomina al movimiento de defensa contra los franceses, como «movimiento nacional», que quiere independizar la nación española de los intrusos, proclamando la independencia:

De este modo, desde el mismo comienzo de la guerra de la Independencia, la alta nobleza y la antigua administración perdieron toda influencia sobre las clases medias y sobre el pueblo por haber desertado en los primeros días de la lucha. A un lado estaban los afrancesados, y al otro, la nación. En Valladolid, Cartagena, Granada, Jaén, Sanlúcar, La Carolina, Ciudad Rodrigo, Cádiz y Valencia, los miembros más eminentes de la antigua administración -gobernadores, generales y otros destacados personajes sospechosos de ser agentes de los franceses y un obstáculo para el movimiento nacional- cayeron víctimas del pueblo enfurecido (RE, 1974: 16).

Pero ahí no hay nación política en el sentido que hemos dado. La idea de nación que Marx transmite en ese fragmento está por consolidarse. Para Marx, el hecho de que el pueblo español se revuelva es lo que deriva en que pueda llamarse “movimiento nacional” como tal. Marx tiene en cuenta que la nación surgiría como si de un clavel reventón se tratase. Y para que eso sucediera tenía que darse un movimiento que llegase a transformar el absolutismo borbónico en una organización política constituyente, gobernada por los miembros de la burguesía no inoperantes que había reaccionado con ellos.

 
2. España como Nación desde los parámetros del materialismo filosófico

Es pertinente señalar que la constitución española de 1812 no es la que permite que denominemos a España como “nación”. España era una nación mucho antes, pudiendo asegurarse que fue la primera de entre todas las naciones que luego se consideraron como tales. España era una nación histórica. En Cádiz lo que cambia es el soporte de la soberanía que, al considerarse como tal “nación”, se adaptaba a la nueva expresión canónica, la que desde la Constitución francesa de1791 puede denominarse como “nación política”. Esta transformación se deriva por tanto de la desaparición del “Antiguo Régimen” en cada uno de los territorios que devendrán en naciones políticas: “En el sistema ternario que tomamos como referencia, la nación (política), como hemos dicho, se constituye en función de una sociedad política preexistente que, a consecuencia de la evolución interna de su composición social (la aparición de una poderosa clase burguesa, vinculada a la revolución tecnológica e industrial, que logra suplantar el control político detentado por las monarquías y las aristocracias en el Antiguo Régimen) y de su conflicto con otras sociedades políticas, experimentó transformaciones profundas que la condujeron a la sustitución de los antiguos titulares del control político, por unos nuevos titulares representativos de la reciente composición de clases sociales intermedias. Afirmándose éstas frente a las otras clases, como sujetos soberanos del poder político, tomaron muchas veces la denominación de nación, en una nueva acepción, la acepción política”{9}.

Gustavo Bueno ha realizado la propuesta más clarificadora de la idea de “nación política”, atendiendo pormenorizadamente al origen conceptual de la misma. El acceso a estas tesis podemos rastrearlo sobre todo en el libro que acabamos de citar, España frente a Europa, aunque también en otros textos, artículos y conferencias. En este acervo de materiales el profesor Bueno ha tratado el “problema de España” sistemáticamente, y es la base sobre la que nosotros vamos a poder también clarificar la cuestión que hoy traemos aquí, la de reconocer las luces y las sombra que, respecto de esta misma cuestión, podemos leer en los textos de Marx y en las distintas interpretaciones que de esos textos han dado algunos de sus acólitos.

Bueno reconoce que se ha dado a lo largo de la historia distintas conceptualizaciones e ideas del término, ordenadas en ese sistema ternario mencionado. Comenzando por los primeros usos en el contexto de lo que hoy conocemos por Biología, pasando por la Etnología, y terminando por el de la Política. Dado que a algunas de ellas deberemos referirnos más adelante, representamos en el siguiente cuadro el ordenamiento que nos ha dado Bueno de las distintas acepciones de nación:

ESPECIES→
GÉNEROS↓
Nación biológicaCuando nace un organismo viviente completoCuando nace una parte del organismo vivienteNación como conjunto de individuos zoológicos
Nación étnicaGrupos humanos que habitan la periferia del ImperioNaciones étnicas integradasNación envolvente
(Nación histórica)
Nación políticaNación canónicaNación fraccionaria

Este cuadro se ha podido elaborar a partir del análisis que Gustavo Bueno expresa en sus libros y artículos, entre los que cabe destacar, por su exhaustivo desarrollo estos dos textos: España frente a Europa y España no es un mito, pero sin dejar de señalar importantes conferencias que dio desde 1998 y a lo largo de la primera década del siglo actual. El cuadro clasificatorio que aquí plasmamos, está casi completamente desarrollado en el primero de los libros citados, aunque en la conferencia ofrecida el 14 de abril de 2005, que llevaba por título España como nación{10}, hizo algunas puntualizaciones que vienen recogidas en el desglose que hacemos a continuación de cada uno de los géneros y especies, propuestos por Bueno para clarificar la idea de nación:

Nación biológica (Genero 1°)

- Cuando nace un organismo viviente completo (Especie 1ª): Por ejemplo, cuando nace una vaca, u otro animal, antes se decía, y ahora se sigue diciendo, que ha tenido “nación”.

- Cuando nace una parte del organismo viviente (Especie 2ª): Nacen los dientes, el pecho de una adolescente, etc. Gustavo Bueno rastrea en Varrón la siguiente utilización de «nación»: natio dentium (“nación” de los dientes). El concepto nación no es un concepto recto sino oblicuo, pues se define desde una plataforma distinta de la que se produce el hecho (al ver una encía abultada se piensa que van a nacer los diente los cuales son conocidos previamente).

- Nación como conjunto de individuos zoológicos (Especie 3ª): Un rebaño de ovejas le sirve a Bueno de ejemplo (el sentido es por tanto zoológico). Esta acepción nos lleva inmediatamente al segundo género de “nación”, que no es zoológico sino antropológico.

Nación étnica (Genero 2°)

- Grupos humanos de la periferia del Imperio (Especie 1ª): Se aprecia claramente el carácter oblicuo del concepto. El Imperio romano (plataforma desde donde se expresa el concepto) considera una serie de irrelevantes grupos humanos, que hostigan y que no están integrados (aquila non capit muscas), son los «bárbaros», que viven tras las fronteras del Imperio (helvecios, suevos, galos, eburones, britanos...). Estas naciones son también denominadas “gentes” (En el siglo IV, Arnobio de Sicca escribe Adversus nationes y San Jerónimo lo traduce por Adversus gentes). Las gentes son las naciones (étnicas). Para Santo Tomás los gentiles (páganos) son los que no pertenecen a la Iglesia (romana). Por otra parte, el concepto que maneja Federico Engels para hablar de los linajes, en El origen de la familia, es el de «organizaciones gentilicias». Engels señala que el origen del Estado ateniense deriva de una constitución «gentil».

- Naciones étnicas integradas (Especie 2ª): Son las naciones que se integran en el Imperio, o en un reino sucesor. En la Edad Media se llama nación a los grupos organizados que vienen de su lugar de origen. En la Universidad, los estudiantes de un lugar (los aragoneses, los asturianos, los burgaleses…) que van a Salamanca a estudiar. Los estudiantes cuando llegaban se agrupaban en “naciones” pero, una vez allí, la procedencia pasaba a segundo plano. También se agrupaban en “naciones” los comerciantes que iban a mercados lejanos. Estas naciones tenían idioma común pero no teníansentido político, sino todo lo contrario. (Aquí ya estamos situados al final de la baja edad media)

- Nación envolvente (Especie 3ª): Este concepto solo tiene sentido respecto de este segundo género, el de la nación étnica. La nación envolvente podría asimilarse en algunos aspectos a la nación que denominaremos histórica, pero no es lo mismo. Gustavo Bueno pone el siguiente ejemplo para marcar esta importante diferencia: en el poema de la conquista de Almería por Alfonso VII se habla de nacionalidades, pero estas nacionalidades son étnicas. Las nacionalidades étnicas no pueden ser calificadas también como políticas pues el sentido político de nación todavía no ha aparecido. La nación española en la Reconquista se fue conformando como este tipo de nación, como nación envolvente, a la vez que como un Imperio. Los habitantes del norte de los Pirineos, de la futura Francia, empezaron a llamar españoles a los catalanes. Los catalanes serían pues los primeros españoles, pese lo que les pese. Por otra parte, Bueno incide en lo que va ecualizando a todos los españoles (una ecualización que se consolidará del todo con la conquista del Nuevo Mundo). En esos tiempos los españoles estarán unidos solidariamente, estarán soldados por mor del enemigo común a todos, unidos en la lucha frente al Islam. Bueno también señala que se empieza a hablar español porque los castellanos son mayoría, porque son las cuatro quintas partes de todos los que viven en ese Imperio, en ciernes, pero ya Imperio. Al menos esa era la autodenominación que se daban los reyes de la época, empezando por los leoneses y siguiendo con los castellanos. La nación castellana, con su idioma, va envolviendo y luego se ampliará a América (millones de hablantes de español). Ese fenómeno es el primero en toda Europa (España es la primera nación europea en sentido histórico, envolvente. Luego lo serían las demás). Con Nación histórica se entiende lo que sucedió en España y después en otras naciones europeas. La nación histórica española está constatada en “El Quijote”, pues allí podemos leer lo que Cervantes pone en uno de sus personajes, el bachiller Carrasco, que le dice a Don Quijote: «sois el espejo de la nación española». Cervantes escribe esto a principios del siglo XVI. Ni para Cataluña ni para las Vascongadas había nada escrito como esto. Catalanes y Vascos solo tienen reconstrucciones falsas, mitos, como el de Wilfredo el velloso para Cataluña (que quiere narrar un falso origen de la bandera catalana; la de los vascos de todos es sabido que la primera fue elaborada por Sabino Arana). La nación histórica no es nación política. No puede serlo debido a que estamos todavía en la época del Antiguo Régimen, y en tal época la soberanía residía en el Rey. Otro dato en el que incide Bueno, y con el que demuestra cómo se califica a España de «nación», es el del discurso que Luis XIV dirige a Felipe de Anjou y con él a toda España (estamos en el momento histórico en el que los Borbones toman el relevo de los Austrias en la regencia española). En ese discurso Luis XIV dice que España y Francia forman una sola «nación». Bueno afirma sin embargo que este concepto de nación no es político, ni siquiera étnico, es biológico, “nación de borbones”. Más adelante, en el mismo discurso vuelve a nombrar a nombrar a España como nación, pero esa vez lo hace en un sentido ya del segundo género, en sentido histórico. Eso sí, nunca político, como ya hemos dicho pues la soberanía todavía no es popular. A la «nación política» la nombrarán originalmente los franceses en su Asamblea, tras la revolución: «la Nación no recibe órdenes de ningún rey» (se refieren a la «nación política»). Llamar «nación» a una agrupación social y política no es una mera cuestión de palabras, sino que hay historia detrás. Bueno afirma que España fue la primera nación política, ya que España puede considerarse, dada su especial trayectoria entre todos los países de Europa, como una nación política antes que cualquiera de las demás. España, se conformó como nación envolvente a la vez que se hizo un Imperio, el primer imperio globalizador. La nación española empezó mucho antes que su promulgación como tal en las Cortes de Cádiz.

Nación política (Genero 3°)

- Nación canónica (Especie 1ª): Así se entiende la nación desde hace alrededor de dos siglos son las naciones actuales: Francia, Inglaterra, España… La nación española (conformada por todos los españoles de ambos hemisferios) surgirá formalmente –pues de hecho, como ha dicho Gustavo Bueno ya lo era– en la Constitución de Cádiz: «la soberanía reside en la Nación» (art. 3°). En 1809, el diputado de las Cortes de Cádiz Flórez de Estrada escribe: «llamar soberano al Rey es crimen de lesa patria». Sabemos lo que es una nación canónica al atender a los que pertenecen a ella, al ver al ver un carnet de identidad o un pasaporte; cuando pensamos en la nacionalidad de un individuo, del que sea que tenga documentación de un Estado reconocido. Hoy día en España tenemos problemas por haberse introducido un nuevo concepto que choca con el de nación, el de “nacionalidad”. Este término fue acuñado por los constitucionalistas españoles de 1978, y con él se emborrona el que hasta ese momento era claro concepto de “nación”.

- Nación fraccionaria (Especie 2ª): Con este concepto se quiere sustituir el anterior que fue emborronado. Los que defienden la nación (fraccionaria) aseguran que tienen una «nación cultural» previa. Las naciones fraccionarias que aparecen en el contexto de España, y que se autodenominan como naciones (políticas), la vasca o la catalana, señalan que antes eran “naciones culturales”. Ese concepto fue inventado por Fichte, a principios del siglo XIX. Fichte decía que un Estado se justifica como tal por tener una cultura; y que si un pueblo tenía una cultura, tenía que tener un Estado. Los vascos han creado una lengua unificada y distintos mitos; los catalanes a base de la sardana, la butifarra, el cava y Wilfredo el velloso. La lengua de ambas naciones fraccionarias (política según ellos mismos) debe aprenderse por obligación. Esta política llevan desarrollándola desde que tienen un gobierno autónomo, legalizado por la Constitución, y en base a lo que Fichte señaló, sabían cómo debían actuar: primero, construir una cultura, pues al considerarse como tal, el estado automáticamente también surgía, y de ahí a la nación. Pero todo ello es una reconstrucción ficticia, una maquinación secesionista. Es más, como afirma Gustavo Bueno, hoy día no son siquiera una nación étnica, pues la población que fue aumentando por la industrialización se fue mezclando, y allí conviven gentes de todas las nacionalidades étnicas españolas, además de marroquíes, etc. Lo que sucede realmente es, nos dice Bueno, que en la nación política, el componente político no viene de ninguna “nación cultural” previa, sino del Estado del Antiguo Régimen, por lo que la nación política no puede inventarse, no puede construirse a partir de nada. Hacer un llamamiento, por otra parte, al sentimiento no da ninguna razón, sentirse catalán o vasco no significa nada. Las explicaciones psicologistas no son tales. La espuria nación catalana viene del Estado español, no de un estado previo catalán. Ni vascos ni catalanes hubieran sido nada sin haber pertenecido a España (Borrell I, se proclamó duque español. Ramón Berenguer IV, anexionó Cataluña al reino de Aragón por matrimonio. Las cuatro barras rojas catalanas son de Aragón; y de la bandera de Aragón surgirá la española siglos después).

Bueno señala que España se consolida como una nación envolvente, al comenzar su andadura imperial. Así podemos calificar lo que será España, ya en esos tiempos remotos en que los reyes de León eran denominados emperadores. Alfonso III, en 867, era denominado como Adefonsus totius Hispaniae imperator, esto no fue una mera forma de hablar, sino el primer momento de una constante guerra de ampliación de fronteras, de manera que dos siglos después, en 1077, Alfonso VI fue coronado como Imperator totius Hispaniae, título que también ostentó su sucesor Alfonso VII). Los efectos que tiene esta forma de génesis de la nación política son muchos, distintos de otras naciones envolventes, y distintos de otras naciones que tuvieron una trayectoria holizadora muy diferente. Por ejemplo, en Francia se hizo de forma cruenta. La decisión de hablar francés derivó en numerosas ejecuciones. En Francia se hablaban distintas lenguas, denominadas patois, que eran muy diferentes según los distintos territorios. Estos patois, al no ser entendidos por los que habían tomado el poder, eran considerados un peligro, una herramienta para esconder las opiniones y los planes contrarrevolucionarios. Para evitar esa pérdida de control se prohibió hablar en patois y se guillotinó a los hablantes, derivando todo ello en una unificación forzosa del uso de la lengua francesa a todos los ciudadanos de la República recién inaugurada. Lo acertado de tal política, de cara a una consolidación nacional que ha derivado en las características nacionales reconocidas por todo el mundo de la Francia de hoy en día{11}, chocaba con lo absurdo de otras decisiones que tomaron los jacobinos en el poder, como por ejemplo, la de que debían todos vestir igual, y que implicaba un igualitarismo que rayaba con lo ridículo. Incluso la decisión de instituir, en lugar de la religión católica, una suerte de pantomima, acorde con los tiempos revolucionarios, al modo de nueva religión.

En España el tránsito a la nación política fue muy diferente. Si atendemos a los que conformaron las Cortes de Cádiz, observamos que allí se hablaba en español, y el hecho de que en algunos territorios se hablasen otras lenguas{12} no fue óbice para que el español fuese, no solo considerada sino que era de hecho, la lengua de todos los españoles, tanto los de la península ibérica como los del resto del mundo, desde América hasta Filipinas. En las Cortes había políticos liberales, pero también representantes del clero, algunos con púrpura cardenalicia, unos y otros fueron los artífices del transvase de la hegemonía desde el monarca absoluto a la nación. Según nos ha dicho Gustavo Bueno, no por mimetismo con lo sucedido en la Francia de dos décadas atrás, sino por la tradición escolástica. Pues en base a Santo Tomás los jesuitas españoles -el padre Juan de Mariana, Francisco Suárez, además de otros que siguieron su estela- habían desarrollado una fundamentación teológica de lo que hoy día se denomina “soberanía popular”, justificando incluso el tiranicidio. En 1767 Carlos III había expulsado de España a los jesuitas, confiscando además sus bienes, con la acusación de fomentar los desórdenes, como el del motín de Esquilache. Desórdenes que parecían tener anclaje en esas doctrinas jesuíticas.

Las ideas revolucionarias tenían el poso de los jesuitas españoles, algo que desconocía Marx. Los revolucionarios eran los mariannes, los marianos (denominados de ese modo por el padre Juan de Mariana). Sin embargo las ideas, según Marx debían venir de fuera: «Los apoyaba (a una minoría que Marx considera el baluarte burgués de la revolución “nacional”) la parte más culta de las clases superiores y medias –escritores, médicos, abogados e incluso clérigos–, para quienes los Pirineos no habían sido una barrera suficiente contra la invasión de la filosofía del siglo XVIII. Auténtica declaración de principios de esta facción es el célebre informe de Jovellanos sobre el mejoramiento de la agricultura y la ley agraria, publicado en 1795 y elaborado por orden del Consejo Real de Castilla. Existían también, en fin, los jóvenes de las clases medias, tales como los estudiantes universitarios, que habían adoptado ardientemente las aspiraciones y los principios de la revolución francesa y que, por un momento, llegaron a esperar que su patria se regeneraría con la ayuda de Francia» (RE, 1974: 18).

Las ideas revolucionarias francesas, que podemos leer en Rousseau, y las inglesas, que aparecen en escritos de Locke, son de muy diferente calado a las de Mariana. Mientras que las de Mariana tienen un carácter teológico que entronca con el tomismo, las inglesas y francesas no. Su origen puede rastrearse en el nominalismo de Guillermo de Ockham, que va a encumbrar la “idea de hombre” que se expresará como una nueva fuente de soberanía, diferente a la fuente divina, aunque esta no vaya directamente al soberano, sino solo a través de los hombres, iguales ante sus ojos. Las doctrinas que inspiraron lo que prosperó en las Cortes de Cádiz

“…procedía de las muy comunes enseñadas por los escolásticos españoles que eran bien conocidas por los revolucionarios y contrarrevolucionarios, muchos de los cuales eran sacerdotes como Francisco Martínez Marina o Pedro Inguanzo Rivero.

En esta tradición había diferencias notables según se interpretase el poder del pueblo (emanado en todo caso de Dios) o bien transferido al príncipe, en el cual residía la soberanía, una vez celebrado el pacto de sumisión entre el rex y el regnum -era la tradición de Vitoria, Suárez o Molina, paralela a la que consideraba el poder del Pontífice como un poder propio e irreversible una vez elegido por el Cónclave-, o bien según se interpretase que la soberanía del pueblo no era enajenable en el príncipe en su titularidad aunque sí en su función (era la tradición de Mariana, Covarrubias, Vázquez de Menchaca o Alfonso de Castro). En Cádiz, Jovellanos habría seguido la primera tradición; Martínez Marina la segunda, más democrática.

Conviene tener en cuenta que ambas tradiciones escolásticas españolas que influyeron en las disputas de Cádiz, se diferenciaban notablemente del modo de plantear la cuestión por los pactistas europeos no escolásticos, como Hobbes, Rousseau y Kant. Porque mientras que la tradición española partía de un contrato sinalagmático (como era el contrato feudovasallático) entre dos partes, el pueblo y el príncipe, en las escuelas europeas el contrato social tendría lugar entre los individuos-átomos y un tercero, el que asumía el poder.

No ya los contrarrevolucionarios, tampoco los revolucionarios españoles querían destruir la Monarquía. Querían restaurarla, pero sus mismos procedimientos ejecutivos, imprescindibles por otra parte en una situación de guerra, implicaban el desacato a la jerarquía tradicional, les obligaba a reconocer que la fuente de su decisión de restauración, mediante el desacato, no brotaba del rey, que estaba secuestrado, sino de ellos mismos, por la gracia de Dios, y en tanto se reunieran todos –los de ambos hemisferios– en unas Cortes Generales. Por tanto, en sentencia de Flórez Estrada, no sería ya posible dar al rey el título de soberano, porque ello constituiría un crimen de Estado.

Conviene también señalar que, desde el punto de vista histórico filosófico, la gran diferencia entre La Revolución española y la Revolución francesa no venía dada por una simple diferencia de doctrinas académica o escolástica, frente a pensadores seglares (Como Hobbes, Rousseau o Kant), sino por las organizaciones totalizadoras desde las cuales se habían formado estas diferentes doctrinas académicas o escolásticas.

Mientras que la escolástica española estaba implantada en un imperio universal, las doctrinas de los filósofos independientes se suponían emanadas de la razón humana, de la humanidad. De hecho, como hemos dicho, la Revolución francesa, que se presentaba como expresión de esa nación con vocación de Imperio, comenzó por una Declaración de los derechos del hombre, Mientras que la Revolución española comenzó por un reconocimiento universal, como españoles, de todos los que vivían en ambos hemisferios.

El artículo primero de la Constitución de Cádiz, que establece la condición española de quienes viven en el imperio, es fácilmente comprensible en cuanto decisión racional. Sin embargo, es más difícil de entender, por no decir imposible, «la decisión de votar una metafísica Declaración de los derechos del hombre, que quedaba a todas luces fuera de la jurisdicción de la asamblea francesa. Sin embargo, esta Declaración era allí necesaria, entre otras cosas, como justificación implícita de la fuente de donde procedía su autoridad, que ya no podía ser Dios, sino el Hombre, la Razón humana» (El mito de la derecha, págs. 206-8.)

Marx no atiende al papel que la tradición tomista desarrollada por los jesuitas españoles tiene en el ideario de esa burguesía y el clero español. Para Marx solo los primeros son el baluarte del progreso de las naciones:

Lo cierto es que la Constitución de 1812 es una reproducción de los fueros antiguos, pero leídos a la luz de la Revolución francesa y adaptados a las demandas de la sociedad moderna. El derecho a la insurrección, por ejemplo, suele ser considerado como una de las innovaciones más osadas de la Constitución jacobina de 1791; pero este mismo derecho se encuentra en los antiguos fueros de Sobrarbe, donde es llamado “Privilegio de la Unión”. Ese derecho figura también en la antigua Constitución de Castilla. Según los fueros de Sobrarbe, el rey no puede hacer la paz, ni declarar la guerra, ni concertar tratados sin el previo consentimiento de las Cortes (RE, 1974: 42-43).

Que el pueblo se levantase contra el poder establecido tenía en España una tradición que Marx reconoce en sus artículos, y que tiene en los jesuitas mencionados, Mariana y Suárez, la justificación que luego encontrarían los franceses:

La exclusión de las Cortes de los más altos funcionarios y de los miembros de la Casa Real y la prohibición de aceptar los diputados honores o empleos del rey parecen a primera vista tomadas de la Constitución de 1791 y derivadas naturalmente de la moderna división de poderes sancionada por la Constitución de 1812; pero, en realidad, no sólo encontramos precedentes de este género en la antigua Constitución de Castilla, sino que, además, sabemos que el pueblo, en diferentes períodos, se sublevó y dio muerte a los diputados que habían aceptado honores o empleos de la Corona (RE, 1974: 43)

Pero Marx está confundido, pues no atiende a una importante cuestión: por un lado se dio, en el Imperio español en formación, un reconocimiento de derechos a los nobles. Estos derechos fueron diluyéndose, paralelamente a la consolidación del Imperio; por otro lado, los jesuitas españoles teorizaron en base a las ideas de santo Tomás contrarias a la plenitudo potestatis, que el poder del rey no deriva de Dios sino que pasa a través del pueblo. Un pueblo que si está gobernado tiránicamente, estará en su derecho de acabar con el rey. Esta teoría fue exportada por la orden jesuita a los territorios del norte de Europa, y causaron un gran revuelo, pues los textos en que esto estaba expresado se llegaron a quemar públicamente:

El desarrollo de las ciudades y de su comercio interurbano, así como el desarrollo de la industria paleotécnica dará lugar a la aparición de una nueva clase social, la burguesía comercial e industrial, que pondrá en crisis al Antiguo Régimen. La Reforma protestante rompe el monopolio espiritual de Roma. Los reinos se reorganizan, en su contenido social y político, de otro modo. El pueblo comienza a cobrar, gracias al mercado internacional y a la industria un protagonismo nuevo (en gran medida como aliado de unos grupos nobles frente a otros): masas de campesinos se integrarán en las nuevas estructuras, frente a terceros Reinos; desaparecerán nominalmente los esclavos y los siervos y, paulatinamente, incluso entre los Reinos de las repúblicas católicas, el pueblo urbano será concebido como la fuente auténtica del poder político. Como reconocerán los propios escolásticos, Mariana, Suárez, enfrentándose a las concepciones de cuño bizantino-islámico de algunos monarcas protestantes, enseñarán que el poder político viene de Dios, pero que no se comunica directamente a los reyes, sino sólo indirectamente, a través del pueblo, lo que equivale a reconocer al pueblo la soberanía (Bueno, EfE: 112).

Pero después de Cádiz, la España definida en esa Constitución, muy debilitada tras la guerra contra Francia, se romperá. Se recuperó la monarquía de los borbones, y la nación española entró en crisis, una crisis que todavía hoy día no ha terminado. De manera que la lisis -en un sentido terapéutico, aunque aplicado a este contexto- no aparece, pues la destrucción de la nación española, tendente a la transformación de nación política en una nación fraccionaria, ha sido continua en los doscientos años que han pasado tras la Constitución de Cádiz.

Según ha señalado Gustavo Bueno, lo que da unidad a una nación no puede derivar de una ley de la historia, tal y como propone el marxismo. Las naciones solo pueden unirse y consolidarse por una defensa del territorio, de su capa basal. La nación española se fue construyendo así desde el momento originario de la Reconquista. Desde entonces España puede ser considerada como una nación histórica, o mejor dicho como una nación envolvente, que se fue haciendo a la vez que se consolidaba y ampliaba como un Imperio. Solo cuando el proyecto imperial comenzó a frustrarse fue cuando los imperialismos francés e inglés se adueñaron de la situación, imponiendo su modo de ver y organizar el mundo:

En cualquier caso, el imperialismo español no siguió la ruta de los imperialismos depredadores europeos modernos, que crearon la revolución tecnológico-industrial desde supuestos capitalistas. El oro o la plata que inundó a España no fueron regularmente puestos al servicio de empresas organizadas según el modo de producción capitalista, fueron utilizados para la adquisición de productos manufacturados en Europa, o para la edificación de grandes edificios, o para el mantenimiento de los ejércitos imperiales. Según esto, la «decadencia» del Imperio español tendría su raíz en la debilidad «basal» de su estructura (más que en una debilidad «Conjuntiva» o «cortical»). España no siguió la ruta del capitalismo y ello determinó que no pudiera hacer frente a la presión de las nuevas potencias capitalistas (EfE, págs. 362-3).

Concluyendo este primer punto señalaremos que el Imperio español ha sido el protagonista de la historia universal durante más de tres siglos. El siglo XIX español, que es el que con más interés han estudiado Marx y Engels, es el siglo en el que se da su decadencia. El importante hecho de que el Imperio español fue un Imperio generador, no fue tomado en consideración por ninguno de los dos. La filosofía de la historia del marxismo es reluctante a la del materialismo filosófico, y a demostrarlo dedicamos los capítulos siguientes.

 
3. Las coordenadas del marxismo no permiten entender la España revolucionaria

Que el socialismo “es” científico es una afirmación de Engels que buscaba marcar diferencias entre el socialismo utópico y el de Marx. Esta “ciencia”, que iba a llevar al encumbramiento del hombre libre (recuperando así la humanidad perdida en tiempos ignotos), iba a dar sus pasos en todos los lugares del orbe. Y España era uno de los lugares protagonistas en ese camino, tal y como se puede leer en los textos de Marx que son la referencia de nuestro trabajo.

La perspectiva de Marx como vemos está dominada por su idea–fuerza de “progresividad de la historia”, con una meta final, la de la sociedad sin estado. Una meta anarquista que busca su telos inquebrantable: la futura nación, que será la misma humanidad. Esta nematología desarticula todo lo que de positivo en la historia no comprende. Ejemplo de ello es el Imperio español, y su importante conexión con la Iglesia. Marx no reconoce el papel de estas dos instituciones. Pero lo más criticable es que no viera el papel que estaban teniendo los cristianos protestantes en los hechos históricos del XIX, un papel que les ha llevado a tener el protagonismo que hoy día tienen en la política del actual Imperio norteamericano, o en las naciones europeas más fuertes: todos los presidentes de Estados Unidos son creyentes protestantes, salvo una excepción sesgada por el famoso magnicidio. Por otra parte, algunos pastores tienen influencia importantísima en las decisiones políticas de muchas naciones{13}.

Marx arrima el ascua a su sardina, cuando señala que los revolucionarios eran burgueses:

No obstante, si bien es verdad que los campesinos, los habitantes de los pueblos del interior y el numeroso ejército de mendigos, con hábito o sin él, todos ellos profundamente imbuidos de prejuicios religiosos y políticos, formaban la gran mayoría del partido nacional, este partido contaba, por otra parte, con una minoría activa e influyente para la que el alzamiento popular contra la invasión francesa era la señal de la regeneración política y social de España. Componían esta minoría los habitantes de los puertos de mar, de las ciudades comerciales y parte de las capitales de provincia donde, bajo el reinado de Carlos V, se habían desarrollado hasta cierto punto las condiciones materiales de la sociedad moderna (RE, 1974: 17-18).

Pero también cuando afirma que el reconocimiento de los americanos como españoles era una novedad del siglo XIX:

Como uno de sus principales objetivos era conservar el dominio de las colonias americanas, que ya habían empezado a sublevarse, las Cortes reconocieron a los españoles de América los mismos derechos políticos que a los de la península (RE, 1974: 42).

Según la Constitución de Cádiz el territorio de España es el de la Península y otros lugares adyacentes, y también los de América. Resulta extraño que siendo el americano territorio español, no tenga en él españoles, y que sea la constitución de 1812, la que dé por vez primera ciudanía a los que allí viven, por los motivos que Marx señala. Pero aquí debemos hacer un importante inciso, pues en la edición soviética de 1978 aparece una nota al final, con relación a lo que acabamos de señalar del texto de Marx que viene a corroborar nuestra tesis sobre la sobrecarga nematológica que estas nuevas notas soportan, en detrimento de las de la edición de Nin, del año 29:

Según el artículo IV de la Constitución española de 1812, la población de las colonias de España, exceptuados los negros, obtenía la ciudadanía española y los mismos derechos políticos que la población de la metrópoli, entre ellos, el de elegir a sus representantes a Cortes. Haciendo ver que existía una aparente igualdad de derechos en las colonias y en la metrópoli, los liberales españoles autores de la Constitución, intentaban obstaculizar la creciente guerra de independencia empeñada por entonces en las colonias de España en América (RE, 1974: 265).

En primer lugar debemos decir que el artículo cuarto de la Constitución no trata esa cuestión (concretamente dice lo siguiente: «La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen»), el que parece tratar de lo que dicen los soviéticos es el quinto, sin ninguna duda, pues no hay otro artículo que vuelva a este asunto. Por otra parte, las afirmaciones que hacen no son literales ni certeras. Quizá leyeron otra Constitución, la de otro país. Para comprobar la falta de rigor veamos lo que dice el artículo 5° de la Constitución de 1812: «Son españoles: Primero. Todos los hombres libres nacidos y avecindados en los dominios de las Españas, y los hijos de éstos. Segundo. Los extranjeros que hayan obtenido de las Cortes carta de naturaleza. Tercero. Los que sin ella lleven diez años de vecindad, ganada según la ley en cualquier pueblo de la Monarquía. Cuarto. Los libertos desde que adquieran la libertad en las Es­pañas». Ni Marx ni los soviéticos están muy acertados aquí, como hemos comprobado.

Por otra parte es tremendamente chocante el análisis que Marx desarrolla sobre los intereses españoles, pues trata a España como una nación colonialista en sentido estricto, como lo son los países en los que los liberales han alcanzado el poder y sus burguesías han ampliado sus fronteras mercantiles mediante su política colonial. Y los editores soviéticos están faltando a la verdad en este aspecto, pues no se sabe de dónde han extraído ese dato sobre la segregación racial. De los artículos cuarto y quinto, desde luego que no. Además, es en el artículo 22 de la Constitución de 1812 en el que podemos leer algo sobre los negros y su acceso a la libertad, a la ciudadanía española. No de forma directa, pues los indígenas eran «ingenuos» (libres por nacimiento):«A los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en su consecuencia, las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio».

El erróneo punto de vista de Marx respecto de España y su relación con los países que en América se han ido emancipando del Imperio: denomina a estos países colonias españolas:

Sería un error suponer que los liberales españoles comparten de algún modo las opiniones del liberal inglés señor Cobden tocantes a la renuncia de España a sus colonias. Uno de los grandes objetivos de la Constitución de 1812 era conservar el dominio de las colonias españolas mediante la inclusión de un sistema unificado de representación en el nuevo código (RE, 1974, pág. 97).

Cómo es posible que Marx diga que el Imperio español es colonialista, si al analizar la situación revolucionaria española nos dice que no es un capitalista pujante. Solo los países capitalistas son colonialistas por su propia definición. Esto es una flagrante contradicción. Marx tampoco tiene en cuenta la Historia de España: España es todo lo que puede leerse en el artículo primero de la Constitución de 1812, por lo que puede leer en la Constitución de 1812. Marx también habría podido leer en otros muchos documentos que, desde los primeros años de los Reyes Católicos, los territorios de América eran España. Los territorios conquistados, y los que allí vivían y que iban haciéndose católicos, eran españoles. Los que no consideraban a los conquistados cristianos, eran los protestantes del norte. Marx mide con el mismo rasero los colonialistas del norte de América que los españoles que fueron al Nuevo Mundo a ampliar un Imperio que ya era viejo, y que, cómo había hecho el anterior Imperio romano, daba carta de ciudadanía a los nuevos territorios. La diferencia es que el Rey español dio la ciudadanía más rápidamente que los emperadores romanos. Para los reyes del Imperio español, los indígenas eran como los españoles hijos de Dios, y en el momento de su conversión tan españoles como ellos. Los territorios de América no eran colonias, como incomprensiblemente asegura Marx, sino que eran España también.

Dice Luis Carlos Martín Jiménez que los españoles que vivían en los territorios de ultramar no entendieron porque el afrancesado Godoy los trató como a lo que no eran. Los reyes de España anteriores a Carlos IV nunca hicieron concesiones de territorio a otras naciones{14}. Tal actitud era un tratamiento del territorio del Imperio que no se había dado, solo comenzó a darse con la nueva política de los afrancesados, fueran liberales o monárquicos. Por ello resulta muy chocante la opinión expresada anteriormente por Marx, o esta otra que sigue a continuación en el mismo artículo:

En 1811, los españoles llegaron a equipar un considerable ejército, consistente de varios regimientos de Galicia, única provincia de España no ocupada a la sazón por los franceses, para respaldar con la fuerza su política en Sudamérica (RE, 1974: 97).

En el apartado VI de la compilación de artículos históricos, Marx incide en la gran relevancia de la Constitución española de 1812. En primer lugar por considerarla un hito histórico irrepetible:

Ninguna asamblea legislativa había reunido hasta entonces a miembros procedentes de partes tan diversas del orbe ni pretendido regir territorios tan vastos de Europa, América y Asia, con tal diversidad de razas y tal complejidad de intereses” (RE, 1974: 36-37).

La cuestión aquí, es que el asombro de Marx debe matizarse. Él no se percata de lo más relevante, que España, no es solo la nación que en ese tiempo está sitiada por los Franceses, sino que España era una nación histórica que había regido con eficacia esos vastos territorios durante más de dos siglos, y que en ese periodo las razas eran esas mismas que el describe, y que los intereses eran tantos y tan complejos. España había sido un Imperio que no solo lo había regido, sino que lo había generado, mediante la fundación no de colonias sino de ciudades que iban desarrollándose y haciéndose cada vez más grandes en torno a su centro neurálgico: la «plaza de armas» (correlato originario de las plazas mayores que surgirán posteriormente en las ciudades de la España peninsular. Marx, sin embargo, no tiene esto en consideración, y ve España como un Imperio colonialista: España es el territorio español, pero también el que luego señala como focos desde los que llegan los distintos asamblearios, que son españoles. Lo que leemos en Marx es muy diferente de nuestro punto de vista, por tanto. El modo de ver la acción política global de Marx no se separa en este aspecto del que se consolidó, y que depende del modo de ver el mundo dependiente de dos corrientes ideológicas que confluyeron: la del individualismo norteeuropeo propio de los cristianos reformados y la del racionalismo francés, que se extendió como la espuma. Uno y otro conformaron la nematología que anegó la corriente moral y sociológica, y también filosófica, del Imperio que estaba disolviéndose, el español. Este último, deudor del modo de hacer de otros Imperios anteriores, con los que tenía muchas características en común. Nos referimos a los imperios helenístico y romano, y reluctante a los modos de actuación de los modernos del norte, más agresivos, colonizadores, y por lo mismo ávidos de depredar los territorios conquistados, sea de modo belicista o por control de sus economías. El modo de ver de Marx al que nos referimos es este que ve en estos territorios, sobre los que el Imperio ejerce el control, como colonias. Pero España «colonizó» haciendo plazas españolas, haciendo de los nuevos territorios «territorio español». Por ello afirmamos que Marx estaba equivocado al considerar a España un país colonialista. Es más, de su escrito podemos interpretar que el año 1812, al ser más “progresivo”, iba a ser menos “colonialista”, por el hecho de que iba a reconocer “derechos” para los indios. Marx no menciona la importante tradición en la que España fue también puntera con respecto a estas mismas cuestiones. Tampoco menciona a Francisco de Vitoria, que es reconocido como el que sentó las bases des actual derecho internacional, que justificaba una guerra contra los que pudieran rechazar la actividad civilizadora. Vitoria señaló que la conquista de América fue legítima, pues afirmaba, desde sus más firmes convicciones cristianas –católicas, pues el cristianismo protestante no estará después muy de acuerdo–, que esas tierras no podían desperdiciarse al sacarse de ellas provecho para muy pocos, que dado que la tierra es de todos, las nuevas descubiertas con todos sus bienes debían ser usadas para el beneficio de toda la humanidad. Esto era, según Vitoria, lo que justificaba la conquista, y no que los Indios pudieran catalogarse como los infieles. Estas tesis de Vitoria nada tienen que ver con la ideología racionalista de alguien como Maximiliano Robespierre, que era partidario acérrimo de su propio lema: “perezcan las colonias antes que un principio”. Pese a ello, la ideología de Marx está a una gran distancia de las ideas que impregnan un modo de imperialismo generador –más anclado en lo material, en el territorio, que debe de alimentar y dar cobijo a los hombres–, mientras que se acercan a las de Robespierre sin tapujos –que expresan un idealismo descarnado–. La nematología de la lucha de clase es la que hace declinar en este caso la balanza.

Y como la monarquía absoluta encontró en España elementos que por su misma naturaleza repugnaban a la centralización, hizo todo lo que pudo para impedir el crecimiento de intereses comunes derivados de la división nacional del trabajo y de la multiplicidad de los intercambios internos, única base sobre la cual puede crearse un sistema uniforme de administración y de aplicación de leyes generales. Así pues, la monarquía absoluta en España, que sólo por encima se parece a las monarquías absolutas europeas en general, debe ser clasificada más bien junto a las formas asiáticas de gobierno. España, como Turquía, siguió siendo una aglomeración de repúblicas mal administradas con un soberano nominal a su cabeza. El despotismo cambiaba de carácter en las diferentes provincias según la interpretación arbitraria que a las leyes generales daban virreyes y gobernadores; si bien el gobierno era despótico, no impidió que subsistiesen las provincias con sus diferentes leyes, costumbres, monedas, banderas militares de colores distintos y sus respectivos sistemas de contribución. El despotismo oriental sólo ataca la autonomía municipal cuando ésta se opone a sus intereses directos, pero permite de buen grado la supervivencia de dichas instituciones en tanto que éstas le eximen del deber de hacer algo y le evitan la molestia de ejercer la administración con regularidad (RE, 1974: 13).

En este aspecto se debe entender que, en este trabajo, nuestra más relevante tarea sea la de pensar contra Marx. De esta manera consideramos que también lo elevamos de dignidad, pues no solo elogiando sus aciertos se consigue encumbrar a un filósofo, sino también por la potencia de la crítica que se le dedica.

Ni Chateaubriand ni Marx entienden lo que en última instancia justificaba la acción revolucionaria de los primeros años de la década de los veinte, en el siglo XIX. En la reacción a la Invasión francesa sucedida unos años atrás, la idea de soberanía popular no derivaba de lo que habían expresado los franceses en 1791 sino que venía de mucho más atrás, de las enseñanzas de los jesuitas. La animadversión por todo lo que tuviera relación con la Iglesia católica y con todo lo que supusiera tener en consideración el papel de España en la historia universal, no les permitía tener en consideración este importantísimo dato que derivaba en una trayectoria histórica de los sucesos españoles muy diferente a la de los del resto de Europa:

El señor Chateaubriand, en su Congrès de Verone, acusa a la revolución española de 1820-23 de no haber sido más que una parodia servil de la primera revolución francesa, representada en escenario madrileño y con trajes castellanos [la incomprensión de Chateaubriand es patente si atendemos a lo señalado por Marx, pero la falta de rigor en este último es más escandalosa. Una falta de rigor que lo descalifica tanto o más que la que él hace, en tono jocoso del primero, al final del párrafo que vamos a leer]. Chateaubriand olvida que no pueden esperarse que las batallas de los diversos pueblos que emergen del estado feudal de la sociedad y que se mueven hacia la civilización de la clase media se distingan por algo que no sea el peculiar colorido derivado de la raza, la nacionalidad, el lenguaje, las costumbres del lugar y el vestido. Sus reproche nos recuerda a aquellas necias damas viejas que sospechan con fuerza que todas las muchachas enamoradas imitaban sus propios días mejores”{15}. (EsE, 1998, pág. 151).

La única fuerza que mueve la historia, según Marx, es la dialéctica de clases. Cuando escribe los artículos sobre España, en 1955, España le parece el espejo en el que debe mirarse Europa:

Verdad es que los diferentes autores discrepan en cuanto a los detalles de tiempo y circunstancias y a los pormenores del derrumbamiento de la resistencia al golpe de Estado; pero todos coinciden en el punto principal: que Espartero desertó, abandonando a las Cortes, las Cortes a los dirigentes, los dirigentes a la clase media, y ésta al pueblo. Esto da una nueva ilustración sobre el carácter de la mayor parte de las luchas europeas de 1848-1849 y de las que ha habido desde entonces en la parte occidental de dicho continente. Por un lado, existen la industria y el comercio modernos, cuyos jefes naturales, las clases medias, son enemigos del despotismo militar; por otro lado, cuando las clases medias emprenden la batalla contra este mismo despotismo, entran en escena los obreros, producto de la moderna organización del trabajo, y entran dispuestos a reclamar la parte que les corresponde de los frutos de la victoria. Asustadas por las consecuencias de una alianza que se le ha venido encima de este modo contra su deseo, las clases medias retroceden para ponerse de nuevo bajo la protección de las baterías del odiado despotismo. Este es el secreto de la existencia de los ejércitos permanentes en Europa, incomprensible de otro modo para los futuros historiadores. Así, las clases medias de Europa se ven obligadas a comprender que no tienen más que dos caminos: o someterse a un poder político que detestan y renunciar a las ventajas de la industria y del comercio modernos y a las relaciones sociales basadas en ellos, o bien sacrificar los privilegios que la organización moderna de las fuerzas productivas de la sociedad, en su fase primaria, ha otorgado a una sola clase. Que esta lección se dé incluso desde España es tan impresionante como inesperado (RE, 1978, pág. 130).

Años después de escribir la mayor parte de los escritos compilados en La revolución en España, Marx le pasa el testigo a Engels, tanto en la relación de la I Internacional con los comunistas españoles como el análisis de la situación española de los años posteriores a la década de los cincuenta. En marzo de 1873 leemos algo similar a lo anterior expresado por Marx, aunque con importantes matizaciones, en un escrito de Engels sobre la recién inaugurada República española:

Si la república moderna es la más acabada forma de la dominación burguesa, es, a la vez, la forma de Estado en la que la lucha de clases se libra de sus últimas cadenas y que prepara el campo de batalla para esa lucha (…) Ahora bien, para que este combate entre burguesía y proletariado llegue a una decisión tienen e hallarse también suficientemente desarrolladas ambas clases en sus respectivos países, al menos en las grandes ciudades. En España solo ocurre esto en algunas zonas del país. En Cataluña, la gran industria posee, en términos relativos, un alto desarrollo; en Andalucía en otras zonas predomina la gran propiedad territorial y el gran cultivo -propietarios y jornaleros-; en la mayor parte del territorio encontramos pequeños propietarios de tierra en el campo y pequeñas empresas en las ciudades. Las condiciones de una revolución proletaria se hallan ahí, por tanto, relativamente poco desarrolladas, y precisamente por ello sigue habiendo todavía mucho que hacer en España en favor de una república burguesa; esta tiene ahí, sobre todo, la misión de dejar limpio el escenario para la lucha de clases que se avecina (…) Unos cuantos años de tranquila república burguesa prepararían en España el terreno para una revolución proletaria en una condiciones que sorprenderían incluso a los obreros españoles más avanzados. En lugar de repetir la farsa sangrienta de la revolución anterior, en lugar de realizar insurrecciones aisladas, siempre reprimidas con facilidad, es de esperar que los obreros españoles aprovechen la república para unirse entre sí más firmemente y organizarse con vistas a una próxima revolución, una revolución que ellos dominarán. El gobierno burgués de la nueva república busca solo un pretexto para reprimir el movimiento revolucionario y matar a balazos a los obreros, como lo hicieron en París los republicanos Favre y consortes. Ojalá los obreros españoles no les den ese pretexto (EsE, 1998, págs. 242-4).

El ímpetu con que Engels defiende la mecánica revolucionaria incoada por Marx es tan inapelable en la necesidad con que debe suceder como erróneo es. El yerro de su planteamiento la historia lo ha demostrado, esa clase obrera que carga sobre sus espaldas el nuevo “ardid de la razón” -replanteado desde los parámetros materialistas groseros del marxismo- no va a ser protagonista de ningún cambio revolucionario, en ninguna nación desarrollada, ni en las no desarrolladas:

Como hemos dicho, la filosofía marxista surge en el contexto de las críticas al hegelianismo considerado como culminación y fin de la filosofía, de modo que las implantaciones políticas del marxismo tendrán consecuencias en suelo extranjero que repercutirán sobre la propia historia de Alemania. Tales implantaciones no se llevarán a cabo por los creadores de doctrina (Marx y Engels), sino por aquellos revolucionarios que encontrarán el momento y el lugar propicios para aplicar del modo más efectivo las ideas y tesis marxistas, lo que ocurrirá en regímenes agrarios, nunca proletarios, y a través de guerras de imperios, nunca por conflictos de clase (Luis Carlos Martín Jiménez, La implantación política de la filosofía alemana, p. 90){16}.

Con todo, Marx siempre buscó el detonante de una revolución que debería después internacionalizarse. Sobre todo vio este detonante en Inglaterra, dado el desarrollo que en el XIX habían conseguido las fuerzas productivas. Pero la espera se hacía demasiado pesada, pues sus augurios no se materializaban, y la búsqueda de orígenes diferentes llegó a verse en España:

Pero quiero indicar ya ahora que no sería sorprendente si, a partir de una simple rebelión militar (se refiere a la vicalvarada), estallara un movimiento general en la Península, ya que las últimas medidas financieras del gobierno han convertido al exactor de impuestos en un propagandista revolucionario muy eficaz (EsE, 1978, pág. 87).

Una rebelión que luego no tardaría, según la ley de la historia que había descubierto, en trasmitirse, como de una epidemia virulenta se tratara, a todos los rincones de la Tierra:

Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana (Engels, de su Discurso ante la tumba de Marx).

 
4. Marx y la dialéctica de Imperios

Podemos asegurar que sobre España se ha escrito mucho pero la mayor parte de las veces con falta de rigor, tanto histórico como filosófico. Cuestión esta que puede justificarse de alguna manera si pensamos en que España es, como dice Gustavo Bueno, un «problema», y que cuando se ha tratado con el rigor que merece se ha hecho mediante el ensayo filosófico.

Marx como Lenin, o como Stalin, estaba errado en muchos de sus diagnósticos, a ello les había llevado su concepción fallida de la historia. La lucha de clases no es motor de la historia, la historia no discurre necesariamente. La realidad es un contante choque de Instituciones entre las que están algunas de las más importantes, los Estados, a veces conformados como Imperios. El Imperio español en decadencia y el inglés en auge tenían un papel importante en el principio del siglo XIX. Los intereses de ambos, fuera entre sí, o enfrentados contra Francia, chocaron. Esto solo lo entrevió Marx, pero la certeza del análisis la reconocemos en Gustavo Bueno

Por ejemplo, la concepción escolar de la nación política española como fruto de las Cortes de Cádiz, madurada en el curso del siglo XIX, a partir de la Guerra de la Independencia, se dibujaba como una perspectiva errónea. La Guerra de la Independencia contra los franceses no tenía por qué verse como un conflicto territorial entre dos Estados vecinos, el español y el francés, sino como un choque de tres o más Imperios continentales (un choque que podría verse a la manera como tienen lugar los choques o roces de las placas tectónicas terrestres). Inglaterra contra Francia, Francia (el Imperio napoleónico) contra España, y de resultas la alianza entre el imperio español y el imperio inglés, &c. (Gustavo Bueno, “Comunismo” como idea fuerza, de la revista El Catoblepas, 143){17}.

Gustavo Bueno ya había sacado a la luz esta gran anomalía del materialismo histórico (la misma que habíamos leído previamente, en el texto de Martín Jiménez). Una anomalía tan grande, que podemos considerar que tras la caída del bloque del Este, tras setenta años de socialismo en el mundo, la teorización de Marx y de su “primera oleada” (así lo expresa Tomás García López al referirse a los primeros desarrollos del marxismo, entre los que se incluye el propio Engels) deja de tener sentido, dado que se ha demostrado, primero inaplicable en el modo de plantearse en un primer momento, y segundo, inoperante, pues se ha derrumbado totalmente en muy pocos años:

De modo que el supuesto proceso revolucionario universal que se tenía que estar produciendo, sin embargo conduce hacia su definitiva caída y desfallecimiento. Las razones que podemos aducir aquí serán expuestas necesariamente de un modo muy general. Primero, porque la revolución comunista está pensada para el proletariado universal, es decir, para economías políticas industriales con una escala comercial mundial, global, y por tanto, para sociedades cuya conciencia de clase supone el conjunto de los trabajadores (hombres alienados). Sin embargo, ninguna revolución comunista ha sido obrera; todas se han dado en regímenes agrarios, lo que se ha tratado de explicar o asumir de diversos modos. Segundo, porque las revoluciones comunistas no se han dado desde la lucha de clases, sino que se han dado desde la lucha de estados o imperios (IFA, pág. 91).

Gustavo Bueno ha dicho en diversas ocasiones que la dialéctica de Imperios puede ser como el choque de las placas tectónicas. El periodo de la historia española tratado por Max en su compendio de nueve artículos La revolución en España recorre el periodo que va desde la unificación española de los Reyes Católicos hasta mediados del siglo XIX. Los avatares recogidos por él permiten que el lector se percate del conflicto de intereses imperialistas. Cualquiera puede darse cuenta de que España es una de esas placas tectónicas, mientras que las otras son el Imperio inglés, el pujante imperio francés, sin menosprecio de los situados más al oriente europeo, incidiendo -dada la relevancia que tuvo- el de la Rusia zarista, que era en esos años, la representante fuerte del Antiguo régimen. Rusia mostraba un gran interés, según señala Marx, en la situación revolucionaria española, por sus intereses estratégicos de confrontación con el poder liberal cada vez más extendido en Europa:

«Hemos presentado ya a nuestros lectores una visión de conjunto de los albores de la historia revolucionaria de España, como medio para comprender y estimar en su justo valor los elementos de desarrollo que esta nación ofrece ahora a la observación del mundo. Aún más interesante y quizá igualmente valioso para comprender la situación presente es el gran movimiento nacional que acompañó a la expulsión de los Bonaparte y devolvió la corona española a la familia en cuyo poder sigue en la actualidad. Mas para valorar justamente aquel movimiento, con sus episodios heroicos y las memorables muestras de vitalidad de un pueblo al que se creía moribundo, hemos de retroceder a los comienzos del ataque napoleónico contra la nación española.

La causa efectiva de todo ello fue puesta quizá por primera vez de manifiesto en el tratado de Tilsit, firmado el 7 de julio de 1807 y que se dice haber sido completado por un convenio secreto que suscribieron el príncipe Kurakin y Talleyrand. El tratado se insertó en la Gaceta de Madrid de 25 de agosto de 1812, y estipulaba, entre otras cosas, lo siguiente:

Art. 1. Rusia tomará posesión de la Turquía europea y extenderá sus posesiones en Asia tanto como lo considere conveniente.

Art. 2. La dinastía de Borbón en España y la Casa de Braganza en Portugal dejarán de reinar. Príncipes de la Casa Bonaparte recibirán ambas coronas.

Suponiendo que este tratado fuese auténtico -y su autenticidad es apenas discutida incluso en las memorias del rey José Bonaparte, recientemente publicadas-, él habría sido la verdadera razón de la invasión francesa de España en 1808, y las conmociones españolas de aquel tiempo aparecerían ligadas por hilos invisibles a los destinos de Turquía» (RE, 1974, págs. 14-5).

Y en el segundo periodo revolucionario, también encuentra Marx intereses rusos, además de norteamericanos y franceses. Se dibujan con precisión los movimientos de esas placas tectónicas mencionadas, pero para Marx son meras notas en blanco, en la sinfonía de la dialéctica de clases:

En nuestros días, algunos escritores ingleses, aludiendo expresamente a la actual revolución española, han afirmado, por una parte, que el movimiento de 1820 no fue más que una conspiración militar y, por otra, que se redujo a una intriga rusa. Ambas afirmaciones son igualmente ridículas… En cuanto a la intriga rusa, no puede negarse que la mano de Rusia anduvo en los asuntos de la revolución española; que ella fue la primera potencia europea que reconoció la Constitución de 1812 por el tratado de Velikie Luki [El 20 (8) de julio de 1812 se concertó en Velikie Luki un tratado entre el Gobierno ruso y representantes de las Cortes de Cádiz acerca del establecimiento de relaciones amistosas entre Rusia y España, aliadas en la guerra contra la Francia napoleónica, y de reanudación y fomento de las relaciones comerciales entre ambos países], firmado el 20 de julio de 1812; que ella fue la primera en fomentar la revolución de 1820, la primera en denunciarla a Fernando VII, la primera en prender la antorcha de la contrarrevolución en varios puntos de la península y la primera en protestar solemnemente ante Europa contra la revolución y obligar, por último, a Francia a una intervención armada para reprimirla. Monsieur de Tatíschev, el embajador ruso, era sin duda el personaje más destacado de la Corte de Madrid, la cabeza invisible de la camarilla{18}. Había logrado introducir en la Corte a Antonio Ugarte, un pobre diablo de baja estofa, y ponerlo a la cabeza de los frailes y fámulos que, desde su consejillo secreto, manejaban el cetro en nombre de Fernando VII. Por mediación de Tatíschev, Ugarte fue nombrado director general de las expediciones contra América del Sur; y, por mediación de Ugarte, se designó al duque de San Fernando ministro de Estado y presidente del Consejo. Ugarte sirvió de intermediario para la adquisición de buques inservibles en Rusia con destino a la expedición a América del Sur, en pago de lo cual se le concedió la Orden de Santa Ana. Ugarte impidió que Fernando VII y su hermano don Carlos se presentaran al ejército en el primer momento de la crisis. Él fue el misterioso causante de la inexplicable pasividad del duque de San Fernando y de las medidas que hicieron decir en París a un liberal español en1836: “Apenas puede uno resistirse a creer que el Gobierno mismo proporcionó los medios para derribar el orden de cosas existente”. Si añadimos el curioso hecho de que el presidente de los Estados Unidos elogió a Rusia en un mensaje (Se trata del conocido mensaje que el presidente de los EE.UU. James Monroe dirigió al Congreso norteamericano el 2 de diciembre de 1823. En él se proclamaba la llamada doctrina Monroe, enfilada contra los atentados de potencias europeas a los países americanos. Posteriormente, los expansionistas norteamericanos aplicaron esta doctrina para implantar la hegemonía de los EE.UU. en el continente americano) por haberle prometido que no toleraría que España se inmiscuyera en las colonias de América del Sur, pocas dudas pueden quedar respecto al papel de Rusia en la revolución española. Pero ¿qué prueba todo esto? ¿Que Rusia produjo la revolución de 1820? De ningún modo; lo único que prueba es que Rusia impidió al Gobierno español oponerle resistencia. Que la revolución habría derribado tarde o temprano la monarquía absoluta y clerical de Fernando VII es cosa, probada, primero, por la serie de conspiraciones que se venían sucediendo desde 1814; segundo, por el testimonio del señor de Martignac, el comisario francés que acompañó al duque de Angulema durante la invasión legitimista en España; y tercero, por un testimonio que no cabe rechazar: el del propio Fernando VII (RE, 1974, págs. 56-7).

Marx continúa haciendo hincapié en los intereses imperialistas rusos en el artículo que escribe el 25 de agosto de 1854, y que vuelve a titularse La revolución en España, aunque señalando el papel de Rusia ya en el título (En la edición de Progreso, leemos La revolución española y Rusia, la edición de Planeta lo traduce como la hace Sacristán, La revolución española en Rusia. Sin embargo, la edición de Ribas no menciona a Rusia en el título del artículo. La primera mitad del mismo la utiliza Marx para situar el conflicto de intereses imperiales respecto del conflicto que vive España, tras el alzamiento de O’Donell y Dulce en Vicálvaro y las posibles consecuencias que puede tener. Con todo, como podremos leer al final de la extensa cita, Marx desecha que las “razones” de Rusia para influir en los sucesos de la España de 1854 tengan influencia en los sucesos. Lo que genera transformaciones es, como podemos leer, las contradicciones de clase. Solo ellas son “causa” para Marx del movimiento revolucionario{19}:

Algunos meses antes de estallar la actual revolución española decía a los lectores que la influencia rusa intentaba provocar una conmoción en España. Para ello Rusia no necesitaba agentes directos. Ahí estaba el Times, abogado y amigo del rey Bomba, de la “joven esperanza” de Austria, de Nicolás, de Jorge IV, que se indignaba de repente ante las grandes inmoralidades de la reina Isabel y de la corte española. Ahí estaban, además, los agentes diplomáticos del gobierno inglés, a los que el ministro Palmerston engañó fácilmente con visiones de una monarquía de los Coburgo en la Península (EsE, 1998, pág. 95).

La edición de Progreso aclaraba con una nota lo siguiente:

Se alude al propósito de matrimonio, propugnado en 1845, del príncipe Leopoldo Sachsen-Coburgo-Gotha (primo del príncipe Alberto, esposo de la reina inglesa) y la reina española Isabel II, lo que hubiera consolidado la posición de Inglaterra en la península Ibérica. Palmerston, que pasó a ser en 1846 ministro del Exterior, apoyaba por todos los medios este plan, que no llegó a realizarse (RE, 1974, págs. 264-5).

Y en otro artículo publicado unos días antes en el Daily Tribune, Marx señalaba también lo siguiente:

Según el Journal des Débats, se han interceptado en Madrid documentos y cartas que parecen probar indiscutiblemente que la finalidad secreta de los sublevados es declarar vacante el trono, unificar la Península Ibérica en un solo Estado y ofrecer la corona a Don Pedro V, príncipe de Sajonia-Coburgo-Gotha. El solícito interés que el Times se toma por la insurrección española y la presencia simultánea del mencionado Don Pedro en Inglaterra parecen revelar, en efecto, que hay en juego alguna nueva trapacería de la casa de Coburgo. La Corte está evidentemente muy inquieta, ya que se han intentado todas las combinaciones ministeriales posibles, habiéndose recurrido en vano a Istúriz y Martínez de la Rosa. El Messager de Bayonne afirma que el conde de Montemolín salió de Nápoles en cuanto tuvo noticia de la insurrección (RE, 1974, págs. 75-76).

Una vez intercaladas estas notas que hemos extraido de la edición soviética de 1974 continuamos con el argumento de Marx:

Está ya comprobado que fue el embajador británico el que escondió a O'Donnell en su residencia y movió al banquero Collado, actual ministro de Hacienda, a adelantar el dinero requerido por O'Donnell y Dulce para poner en marcha su pronunciamiento. Si alguien duda de que realmente Rusia ha intervenido en los asuntos peninsulares, le recordaré el caso de la isla de León. Numerosas tropas fueron concentradas en Cádiz en 1820, destinadas a las colonias suramericanas. Repentinamente, el ejército estacionado en la isla se declaró en favor de la Constitución de 1812, y su ejemplo fue seguido por las tropas de otros lugares. Ahora bien, sabemos por Chateaubriand, embajador francés en el Congreso de Verona, que Rusia incitó a España a emprender la expedición a Suramérica y obligó a Francia a emprender la expedición contra España. Sabemos por otro lado, por el mensaje del presidente de Estados Unidos, que Rusia le prometió impedir la expedición contra Suramérica{20}: No hace falta, pues, más que un poco de entendimiento para deducir la autoría de la insurrección de la isla de León. Pero añadiré otro ejemplo del vivo interés de Rusia por las conmociones de la Península española. En su Historia política de la España moderna, Barcelona, 1849, el señor de Marliani, para probar que Rusia no tenía motivos para oponerse al movimiento constitucional español, afirma lo siguiente:

“Asoman soldados españoles jurando la Constitución (de 1812) sobre el Neva y recobrando sus banderas de las manos imperiales... Napoleón, en su expedición descomunal de Rusia, se había llevado consigo parte de los prisioneros españoles que se hallaban en Francia; se les alistó en una legión particular; y con el descalabro del ejército francés se pasaron al campamento ruso. Alejandro agasajó y aun galanteó a los soldados españoles, pues los acuarteló en Peterhof, sitio imperial, adonde la emperatriz solía ir a visitarlos. El embajador de España en Rusia... quiso juramentar las tropas a la Constitución, y Alejandro dispuso que fuera el acto solemnísimo; fue la formación sobre el Neva helado y se clamó el juramento ante la corte toda, tremolando las banderas bordadas por la misma emperatriz. Se apellidó el Cuerpo Imperial Alejandro; costeando el erario su nuevo equipo, y embarcándolo en Cronstadt para España. Aquel cuerpo, atenido a su juramento sobre el Neva, zanjó la cuestión a favor de la Constitución misma, alzándose en Ocaña para su restablecimiento en marzo de 1820"

Rusia intriga en la península a través de Inglaterra, a la vez que denuncia a esta ante Francia. Así, leemos en la Nueva Gaceta Prusiana que Inglaterra ha provocado la revolución española a espaldas de Francia.

¿Qué interés tiene Rusia en fomentar conmociones en España? Crear división en el Oeste, provocar disensiones entre Francia e Inglaterra y, finalmente, seducir a Francia para que intervenga. Ya nos dice la prensa anglo-rusa que los revolucionarios franceses de junio construyeron las barricadas de Madrid…

¿Decimos acaso que la revolución española la han hecho los anglo-rusos? De ninguna manera. Rusia solo apoya movimientos facciosos cuando sabe que una crisis revolucionaria está al caer. Pero el movimiento popular real que comienza entonces, resulta ser tan opuesto a las intrigas de Rusia como a la opresora actuación de su gobierno. Es lo que sucedió en Valaquia en 1848. Es lo que sucede en España en1854 (EsE, 1998, págs. 95-97).

Llama también la atención que Marx señale, como algo negativo, que las clases bajas que eligieron a las juntas dieran sobre todo muestras de obediencia. Pero ese modo de ver estaba mediatizado por una idea podo definida de quién debe llevar a cabo la revolución. En el caso de España tendría que ser la burguesía, como en algún párrafo señala con claridad, pero aquí parece que debe ser el pueblo, al menos parece ser el que debía ver con claridad que los dirigentes serían esas clases medias que para Marx debían llevar el curso de los acontecimientos:

Las juntas fueron elegidas por sufragio universal; pero “el celo de las clases bajas se manifestó en la obediencia”. Generalmente elegían sólo a sus superiores naturales: nobles y personas de calidad de la provincia, respaldados por el clero, y rara vez a personalidades de la clase media. El pueblo era tan consciente de su debilidad que limitaba su iniciativa a obligar a las clases altas a la resistencia al invasor sin pretender participar en la dirección de esta resistencia. En Sevilla, por ejemplo, “el pueblo se preocupó, ante todo, de que el clero parroquial y los superiores de los conventos se reunieran para la elección de la Junta”. Así, las juntas se vieron llenas de gentes elegidas en virtud de la posición ocupada antes por ellas y muy distantes de ser jefes revolucionarios (RE, 1974: 19-20).

Y cuando expresa las que para él son virtudes en la Constitución de Cádiz, que huirán podido derivar en un progreso cierto de la España de la época, justifica que ello no se pueda dar porque las fuerzas de progreso se contrarrestan por las del conservadurismo, más que pernicioso, inicuo, del clero:

...podemos descubrir en la Constitución de 1812 indicios inequívocos de un compromiso entre las ideas liberales del siglo XVIII y las tradiciones tenebrosas del clero (RE, 1974: 46).

Pese a que Marx ve la relevancia de ese choque de intereses no lo considera relevante en su teoría, pues para él el motor que hace que la historia cambie es otra lucha, la de las clases. En lo que acabamos de leer, el motor de los posibles cambios es precisamente el movimiento nacional que expulso a los Bonaparte. Marx apunta al pueblo valiente, pero ¿cómo puede el pueblo conseguir tal cometido? En todo este texto y en los demás que conforman el conjunto de toda la obra marxista sobre España no clarifica esta cuestión. Unas veces el pueblo está representado en las cortes, otras por el clero, muchas veces por el ejército. El pueblo unas veces es heroico y revolucionario (RE, 1974, pág. 14), leal (“lealísima nación de doce millones de habitantes”, RE, pág. 56), tenaz (“Lo hemos visto con Napoleón, que llegó a enviar 300.000 hombres a España, los cuales fracasaron una y otra vez ante la tenaz resistencia popular”, EsE, 1998, pág.243){21}; en otras es inoperante y reaccionario por estar imbuido de prejuicios (RE, 1974, pág. 17), en otras, fanático (“Tampoco tenemos motivos para suponer que la población desplegara el fanatismo de los españoles de 1809”. EsE, 1998, pág. 239). Marx hace en muchos casos afirmaciones gratuitas y contradictorias, que lejos de afianzarse con el discurso lo que consiguen es lo contrario, disolverlo.

Por otra parte, el papel que ha jugado en la historia la Iglesia católica puede criticarse de muchas maneras, aunque, en la misma medida o tal vez más, habría también que elogiarlo. Lo que no puede criticársele, dado que es absolutamente falso, que hubieran fomentado la superstición. Todo lo contrario, la contrarrestaron. El racionalismo era necesario en Francia, en Alemania, en Inglaterra, pero no en España, donde el clero católico dirigente, el que asumía los cargos inquisitoriales, era reluctante a aceptar los argumentos relativos a posesiones diabólicas y brujería. Ello además contrasta de alguna manera con el argumento dado por Marx en el que reconoce a la Iglesia como baluarte de la reacción:

El tercer elemento que constituía antiguamente las Cortes, a saber, el clero, alistado desde los tiempos de Fernando el Católico bajo la bandera de la Inquisición, había dejado de identificar sus intereses con los de la España feudal. Por el contrario, mediante la Inquisición, la Iglesia se había transformado en el más poderoso instrumento del absolutismo (RE, 1974: 11).

Y, como es lógico, el cometido político del absolutismo no era precisamente quemar brujas, sino eliminar los enemigos del estado, que eran en esa época, los judíos, los moriscos y los protestantes. Todos ellos interesados, sobre todo los últimos, en debilitar el Imperio. En general, la tradición marxista tomó la idea de «imperio» en un sentido adaptado a su particular visión del mundo y de la historia: el imperialismo sería la forma más desarrollada de explotación. Con ello se oscureció el concepto histórico que podía definir el papel de España en la historia, pues tal y como Roma se formó, ampliando y manteniendo sus fronteras, así se formó y consolidó, a lo largo de los siglos el Imperio español. Y tal y como desempeñaron su papel protagonista en la historia, también lo dejaron de desempeñar. En el caso de España, por el triunfo de otros imperialismos, de cuño depredador, que son los que se ajustan a la crítica marxista. Esta tradición opuso, a los intereses de la clase obrera, los de otra clase, la de los dirigentes de unos imperios depredadores. El materialismo filosófico ha definido el interés de algunos estados, al menos el interés más conspicuo –pues siempre se ha dado una faceta importante de depredación de los nuevos territorios–, como de generación, por el hecho de que han querido ser Universales, y ello es imposible sin la participación de los hombres, al menos de una mayoría de ellos, que debía de ser cada vez mayor: los ciudadanos romanos, los católicos de la civitate dei, y en el caso futuro, respecto de Marx, el hombre del socialismo y el hombre total del comunismo: el «“hombre nuevo”, libre y causante de su propia estructura» (Bueno, 1970: 41).

Marx considera la dialéctica de Imperios, pero no como motor de la historia. Las razones que pudieran tener cada uno de esos Imperios en sus diferentes actuaciones, eran secundarias para Marx. Para él, lo que hace que se produzcan cambios históricos no es esa dialéctica sino la de clases. El primer ejemplo lo tenemos en el primero de los artículos sobre España escritos por Marx:

Si este movimiento tuviera más éxito que la última rebelión de aquella ciudad (la edición de Progreso señala que se refiere al levantamiento de la ciudad de Zaragoza ese mismo año, el de 1854, ninguna otra edición lo señala) las consecuencias provocarían una diversión de la acción militar francesa, constituirían materia de discrepancia entre Francia e Inglaterra y también afectarían probablemente a la complicación existente entre España y el gobierno de los Estados Unidos (EsE, 1978, págs. 81-2){22}.

Pero también en escritos posteriores, como es el ya citado que lleva por título La revolución española y Rusia:

Es evidente que esta insurrección española puede llegar a ser fuente de disensiones entre los gobiernos francés e inglés, y la información de un periódico francés según la cual el general O'Donnell estuvo escondido hasta el día de la sublevación en el palacio del embajador británico, no debe disminuir los recelos de Bonaparte. Existe ya cierta irritación en germen entre Bonaparte y Victoria; Bonaparte esperaba encontrarse con la reina al embarcar de sus tropas en Calais, pero Su Majestad contestó a este deseo visitando a la ex reina Amelia aquel mismo día. Por otra parte, al ser interpelados los ministros ingleses sobre el bloqueo del mar Blanco, del mar Negro y del mar Azov, contestaron que no se efectuaba por la alianza con Francia. Bonaparte ha replicado anunciando esos bloqueos en el Moniteur, sin esperar el consentimiento formal de Inglaterra. Finalmente, como ha producido mal efecto en Francia el embarque de tropas francesas en navíos exclusivamente ingleses, Bonaparte ha publicado una lista de buques franceses aptos para ello y destinados al efecto (EsE, 1978, págs. 95-6).

Con la entrada de los borbones en España en el primer año del siglo XVIII, la dialéctica de Imperios se focalizó de modo muy señalado en el territorio peninsular español. Debemos recordar que Manuel Marliani es proclive a los intereses del imperialismo inglés, algo que podremos comprobar en la cita que tomamos del último bloque de apuntes que Ribas recoge en su compilación y que son las notas de Marx extraídas de la Historia política de la España moderna de Marliani (las citamos tal y como aparece escrito, con los puntos suspensivos, y solo traduciendo las palabras en alemán por las españolas, traducidas por Ribas):

Dinastía francesa… Borbones… desaparece toda política nacional… Se convierte en satélite de Francia… Inglaterra intenta constantemente frenar el influjo francés y lograr el suyo. De ahí las oscilaciones del gabinete de Madrid, entre política inglesa o francesa… Con la paz de Utrech, pacificada la España, la nueva dinastía reconocida en Europa (EsE, 1998, pág. 289).

Engels escribe un artículo en el que analiza las fuerzas armadas españolas para Putnam’s Magazine de Nueva York, en diciembre de 1955. El artículo comienza con una afirmación muy interesante pues inciden en el frente americano de la dialéctica de Imperios que durante el siglo XIX necesariamente tiene como uno de los constantes intereses los del Imperio español:

Por circunstancias especiales, de todos los ejércitos europeos el español es el que reúne más interés para los Estados Unidos” EsE, 1978, pág.153).

A la hora de ir más allá de los datos numéricos en relación a las tropas en cada uno de los territorios españoles, se refiere a ellos de un modo más general, separándolos en un “ejército interior, y en “ejércitos coloniales”. Reconocemos con ello que el papel de España en la Historia Universal no es entendido por Engels, como tampoco lo ha entendido Marx. Como este último, Engels denomina “colonias” a los territorios españoles tanto de América, como de Asia. Por otra parte, las fuentes de las que Engels toma información parecen ser del mismo jaez que las de Marx, algo que se hace evidente como vamos a poder ver:

El aspecto de las tropas españolas no tiene nada de militar. El centinela de guardia se pasea de un lado a otro con el morrión hacia atrás, el fusil echado sobre el hombro y cantando una alegre seguidilla con la mayor sans façon del mundo (EsE, 1978, pág. 156).

Engels ha apuntado que esta descripción es hecha por un autor inglés, diez o doce años atrás. Descripción que, sin cotejarla con otras opiniones, deja escrita en su artículo. Artículo que termina todavía de modo más canicular, con una afirmación del abate de Prat, un afamado francés de la época, que pese a ser enemigo de Napoleón no por ello dejaba de ser negrolegendario respecto de España: “Los españoles son guerreros, pero no soldados”. Lo que culmina el párrafo y el artículo es afirmación de Engels, pues no cita a nadie. Como veremos, el hecho de valorar un pasado militar elogioso, no contrapesa en modo alguno las invectivas del análisis, cuando va más allá de los simples datos numéricos y situaciones en las que el ejército se despliega:

De todas las naciones europeas los españoles son, sin duda, quienes sienten mayor antipatía a la disciplina militar. No obstante, esa nación que ha sido elogiada durante más de cien años por su infantería, podría volver a tener un ejército del que estar orgullosa. Pero para conseguirlo sería necesario reformar no solo el sistema militar, sino también, y más a fondo, la vida civil (EsE, 1978, pág. 157).

 
5. La idea de España en los escritos de Marx es expresión de la Leyenda Negra

Es un acierto de Marx tener en cuenta los siglos de Reconquista en la conformación de España como nación. Lo que no compartimos es que esa nación, que va a ir expresándose, sea la nación política española, tal y como hemos ya señalado. Y tampoco estamos de acuerdo en el papel de sujeto revolucionario que Marx asigna a lo que denomina “pueblo español”:

En la formación de la monarquía española se dieron circunstancias particularmente favorables para la limitación del poder real. De un lado, durante el largo pelear contra los árabes, la península iba siendo reconquistada por pequeñas partes, que se constituían en reinos separados. Durante ese pelear se adoptan leyes y costumbres populares. Las conquistas sucesivas, efectuadas principalmente por los nobles, otorgaban a éstos un poder excesivo, en tanto mermaban la potestad real. De otro lado, las ciudades y poblaciones del interior alcanzaron gran importancia debido a la necesidad en que las gentes se veían de residir en plazas fuertes, como medida de seguridad frente a las continuas incursiones de los moros; al mismo tiempo, la configuración peninsular de país y el constante intercambio con Provenza e Italia dieron lugar a la creación de ciudades comerciales y marítimas de primera categoría en las costas. En el siglo XIV, las ciudades constituían ya la parte más poderosa de las Cortes, las cuales estaban compuestas de representantes de aquellas junto con los del clero y la nobleza (RE, 1974: 9).

Las fuentes de Marx son autores franceses, ingleses e italianos. Ninguno de los cuales se caracteriza por tener en cuenta el importante papel jugado por España en los siglos precedentes. Todos ellos imbuidos de la Leyenda Negra: Hughes, Southey, pero sobre todo Marliani Estos son los más citados en los textos de Marx, aunque no son los únicos, pues también lee Marx autores españoles, aunque proclives también al racionalismo importado después de la Revolución francesa, como es el caso de José María Toreno.

Marliani asegura que Torquemada en los primeros años de su mandato como general de la Inquisición española (mandato que va desde 1480 hasta 1530) hace quemar a dos mil personas (HPEM, pág. 20), Marx, en base a lo que lee en el texto de Marliani colige que “a millares”, tal y como podemos leer en sus apuntes (EsE, 1998. Extractos, pág. 284). El también dominico Deza le sigue en el cargo, aunque solo durante ocho años. Según Marliani quema en la hoguera a 2.580 (HPEM, pág. 20). Un dato también recogido por Marx (EsE, 1998. Extractos, pág. 284). Dice también Marx, siguiendo el texto de Marliani, que el cardenal Cisneros en solo diez años, de 1507 a 1517, quemó a 3.564 personas (HPEM, pág. 21; EsE, 1998. Extractos, pág. 285). Y los que no fueron condenados al fuego, fueron según Marliani terriblemente torturados, alcanzando su número, solo en este corto periodo, a más de doscientas mil. Después de estos tres monarcas Marx no mencionará en las notas recogidas por Ribas a ningún rey hasta el primer borbón, Felipe V. En su reinado asegura que murieron 1.032 en la hoguera, llegando las víctimas del Tribunal hasta 9.992.

Marx repite lo que lee en Manuel Marliani, cuando ahora se refiere al reinado de los “Felipes” (como podemos comprobar, Marx desprecia el periodo más importante del Imperio español de un simple plumazo: el desprecio por los monarcas más relevantes de ese periodo es desprecio de España. Es, Leyenda negra):

Después acá no hubo arbitrio para henchir el vacío hecho en la población por la soberanía y por el tribunal implacable de la Inquisición, soterrando castas enteras de gente en sus lóbregas mazmorras, o abrasándolas por millares en sus hogueras. Arrojándose allá hombres sin cuento, y sabido es que la despoblación es una de las plagas mortales de la España desventurada (EsE, 1998. Extractos, págs. 288-9).

Hoy día ningún historiador serio atiende a esos números señalados, los de Marliani u otros autores críticos, aunque más bien falsarios, de lo que sucedió en tiempos del Imperio español. Si atendemos a lo que nos dice Stephen Haliczer, uno de los profesores universitarios que trabajaron en los archivos del Santo Oficio, podemos señalar que este profesor descubrió que los ajusticiados por la Inquisición fueron muy pocos, y que además no eran torturados del modo en que se ha dicho innumerables veces. Afirma que los inquisidores usaban la tortura «con poca frecuencia» y generalmente durante menos de 15 minutos. De 7000 casos en Valencia, en menos del 2 % se usó la tortura y nadie la sufrió más de dos veces. Más aún, el Santo Oficio tenía un manual de procedimiento que prohibía muchas formas de tortura usadas en otros sitios de Europa. Los inquisidores eran en su mayoría hombres de leyes, escépticos en cuanto al valor de la tortura para descubrir la herejía.

5.1. Desprecio por el papel de España en la Historia Universal

Pese a que tenemos muy en consideración la crítica de Marx a las políticas de la época y a los que las llevaban a cabo, queremos sacar a la luz algunas afirmaciones con las que tampoco podemos estar de acuerdo, por diversos motivos que se conectan entre sí, pues el hecho de que no se ajusten a la verdad depende del modo de ver del propio Marx. Sus interpretaciones ideológicas derivan en conclusiones que se alejan de la realidad que se trata de describir. La «idea de España» que leemos en sus textos, y también en los de Engels, están imbuidos de un modo de ver torticero, el que se incardina en lo que Julián Juderías, años después, denominó “leyenda negra”. Un modo de ver lo que era la España imperial que promovieron sus enemigos y que adquirió con el tiempo rango universal. En lo que toca a los autores de los escritos que leemos en las distintas versiones de Revolución en España, y aunque es necesario destacar a Marx de entre los dos, pues incluso en algunas ediciones los textos de Engels no se consideran, ya hemos comprobado que muchos de sus juicios y valoraciones están en esa misma línea argumental. Como hemos señalado, en los artículos y demás escritos de estos textos sobre España se emborrona, e incluso se anula, el protagonismo que esta ha tenido en la historia universal. Algo que sigue hoy día siendo habitual escuchar cuando sale a colación España y el papel que jugó en la conformación del mundo actual.

Nos preguntamos cómo es posible que el Imperio que escribió durante tres siglos la historia universal fuera construido por los hombres de carácter más débil, o cómo puede ser que, en el periplo al Nuevo Mundo, solo fuera relevante para ellos la búsqueda de riquezas materiales, aunque también espirituales, dada su dependencia de la Iglesia y de los reyes absolutos. Para Marx, esos españoles (“esos iberos”, según sus palabras) del siglo XVI, en lugar de atender a la transformadora “razón individual”, se dejaban “encandilar” por curas y aristócratas. Para Marx esos hombres eran unos débiles hombres del sur europeo:

Eran los tiempos en que Vasco Núñez de Balboa hincaba la bandera de Castilla en las costas de Darién, Cortés en México, y Pizarro en el Perú; en que la influencia española tenía la supremacía en Europa, y la imaginación meridional de los iberos se encandilaba con la visión de Eldorados, de aventuras caballerescas y de una monarquía universal. Entonces desapareció la libertad española en medio del fragor de las armas, de los ríos de oro y de los tétricos resplandores de los autos de fe (RE, 1974: 11).

Afirmaciones como las anteriores son el núcleo de la Leyenda negra, y encontramos, en los textos en que describe los antecedentes de la “situación revolucionaria española” que está analizando, muchos más ejemplos:

También merece la pena subrayar el hecho de que la lenta redención del dominio árabe mediante una lucha tenaz de cerca de ochocientos años dio a la península, una vez totalmente emancipada, un carácter muy diferente del que presentaba la Europa de aquel tiempo. España se vio, en la época de la resurrección europea, con las costumbres de los godos y de los vándalos en el norte, y de los árabes en el sur” (RE, 1974: 9-10).

En la Italia meridional, en el tiempo en el que la hegemonía aragonesa pasó a la de la España unificada, se hacían afirmaciones del calibre que leemos en ese primer artículo de Marx. Se decía en los territorios de Nápoles y Sicilia que los españoles no eran buenos ni auténticos cristianos por estar contaminados por moros y judíos, fuera por causa de las “costumbres” señaladas por Marx, o por haberse dado mezcolanza racial a lo largo de los ocho siglos de lucha contra el imperialismo sarraceno.

Contra las afirmaciones negrolegendarias señalaremos que, desde los primeros tiempos de la Reconquista, la España, que comienza su andadura imperial, toma una distancia cada vez mayor con los anteriores godos, y el genuino carácter que va adquiriendo es el que le da su adscripción a un cristianismo muy diferente al de los anteriores visigodos, que eran arrianos, el cristianismo que le ecualiza doctrinalmente con Roma. Otra de las pruebas de esa total separación de los anteriores “godos” era que desde el origen de lo que se denomina la “Reconquista”, desde el primer reino astur-leonés, se dio una muy diferente organización política respecto de la anterior. Este argumento lo extraemos de Gustavo Bueno, que nos ha hecho ver que las nuevas dinastías abandonan los nombres godos. Los cambian por nombres que serán a partir de entonces habituales, tanto en reyes y emperadores como en los miembros de la nueva nobleza:

“Ahora bien, la principal prueba de que la Monarquía asturiana no se constituyó originariamente como un proyecto de restauración de la Monarquía goda (que, por lo demás, sólo se había asentado plenamente en la Península durante el último siglo y medio anterior a su caída) puede ser también la más sencilla: que ninguno de los nombres regios habituales en la Monarquía visigoda va a ser utilizado para denominar a los reyes de la Monarquía astur. En ésta no encontramos ni Ataúlfos, ni Leovigildos, ni Rodrigos, sino nombres nuevos (al menos en función de nombres reales) como Alfonsos, Ramiros, Vermudos; por cierto, los mismos nombres que seguirán utilizándose en el Reino de León y que se reiterarán también en Castilla (Alfonso IV, Alfonso V, Alfonso VI, etc.). Y, por supuesto, en el Reino de Aragón los nombres de los Alfonsos y de los Ramiros siguieron utilizándose con frecuencia. Un indicio evidente de la koinonia constitutiva de la sociedad política española a lo largo de Edad Media, y a partir de la invasión islámica. Ningún rey de Aragón, como tampoco ningún rey de Castilla, se llamó Ataúlfo, Leovigildo o Recaredo. Pero la ruptura de la onomástica goda regia es una prueba irrefutable de que, desde su origen, la Monarquía astur no quiso concebirse políticamente como continuadora suya (aunque sociológicamente, lo fuera en gran medida). Si lo hubiera querido, sus reyes hubieran tomado obligadamente nombres de reyes visigodos, puesto que sólo de este modo podía expresarse simbólicamente la voluntad de continuidad dinástica. Lo que significa también que la ideología neogótica, aunque muy temprana, sin duda, tuvo un significado pragmático (en el que habría que tener en cuenta los conflictos internos entre los magnates de la nueva monarquía que tenían origen godo y los que pudieron tener un origen distinto); un significado emic que no habría por qué confundirlo con el significado etic de esa monarquía interpretado desde la perspectiva del Imperio. Por lo demás, es obvio que las causas sociales, antropológicas e históricas que determinaron la constitución de la primitiva Monarquía asturiana, desde Pelayo a Alfonso I, son mucho más complejas; pero su análisis no corresponde a este lugar” (EfE, pág. 276).

Según leemos en el artículo Últimas medidas del gobierno… del 12 de septiembre de 1854, Marx hace un juicio gratuito, sobre el periodo más grande del Imperio Español, durante los siglos XVI y XVII, en la edición de Progreso apuntan los editores soviéticos que Marx denomina la época de los «Felipes» (un periodo histórico al que ya nos hemos referido, y que es uno de los más importantes de la Historia universal protagonizada por España, que va de 1556 a 1665, y que son los años de los reinados de Felipe II, Felipe III y Felipe IV):

El Gobierno continúa rodeado del mismo enjambre, de la misma plaga que infesta a España desde la época de los Felipes (RE, 1974: 114).

Mariana fue también crítico con esta época imperial, pero no del modo destructivo y negrolegendario de Marx, sino por su preocupación por el Imperio y su modo de ser gobernado.

Marliani es la fuente marxista negrolegendaria más conspicua. Leemos en los apuntes tomados por Marx, a partir del libro de aquel sobre la Historia de España, que los soberanos españoles -aquí está refiriéndose concretamente a la política de Felipe II- venden cargos a altos precios: “instrumento manejable según el albedrío de una soberanía desenfrenada, y sujeta por otra parte al fanatismo religioso” (EsE, 1998. Extractos, pág. 287). Y la descripción que leemos de ese mismo monarca no se deja uno solo de los matices recogidos por la Leyenda negra:

…el rey de España, aquel Felipe II, verdugo de su hijo, de su hermano y de sus vasallos, robador de todos, transformador de la paz del orbe (HPEM, pág. 29).

El caso de Antonio Pérez, una de las pizas clave de la Leyenda negra, es apuntado por Marx en su cuaderno tal y como lo lee en el libro de Marliani. Lo que lee Marx del texto de Marliani, es una lectura tergiversada del suceso, pues no atiende a lo que realmente sucedió. Las ayudas que recibió Pérez fueron de personalidades muy influyentes, como el Conde Aranda o el duque de Villahermosa. Marliani dice sin embargo que es el pueblo el que reacciona frente a la política de Felipe II, que “se alborota”, y que “arrebata a Pérez de las garras de los inquisidores, y favorece la huida del reo a Francia” (EsE, 1998. Extractos, pág. 287). Esta tergiversación, que adapta el relato a un modo de ver afrancesado, de transformación de los hechos a la mecánica inaugurada por la Revolución francesa, se ajusta como un guante a lo que Marx quiere leer, tomándolo como verdadero. Pero el pueblo aragonés -como si fuera un reflejo de una clase universal oprimida- no es el que se opone a Felipe II, la oposición al rey se da por parte de las Instituciones aragonesas, como la de los fueros (derechos adquiridos históricamente para nobles y otras personas que habían recibido honores), el Privilegio de manifestación (que lo ejercía el Justicia de Aragón) o el Privilegio de los veinte (veinte representantes populares eran jueces de malhechores).

5.2. En España no hubo Ilustración

La burguesía, formada en los lugares en los que la industria y el comercio se había desarrollado, era la que según Marx controlaba la lucha contra la invasión francesa, y estaba apoyada por “la parte más culta de las clases superiores y medias -escritores, médicos, abogados e incluso clérigos-, para quienes los Pirineos no habían sido una barrera suficiente contra la invasión de la filosofía del siglo XVIII” (RE, 1974, pág. 18). Las Juntas provinciales en sus llamamientos a la lucha son definidas por Marx como los bárbaros que se enfrentan al Imperio civilizado:

Los llamamientos que estas diferentes juntas dirigieron al pueblo, si bien reflejaban todo el heroico vigor de un pueblo que ha despertado súbitamente de un letargo prolongado y a quien una sacudida eléctrica ha puesto en estado de febril actividad, no están exentos de esa exageración pomposa, de ese estilo en que se mezclan lo bufo y lo fatuo y de esa grandilocuencia rimbombante que llevó a Sismondi a calificar de oriental la literatura española{23} (RE, 1974: 19).

Floridablanca y Jovellanos representaban un antagonismo perteneciente al período del siglo XVIII que precedió a la revolución francesa. El primero era un burócrata plebeyo; el segundo, un filántropo aristocrático. Floridablanca era partidario y ejecutor del despotismo ilustrado que representaban Pombal, Federico II y José II; Jovellanos era un “amigo del pueblo”, al que esperaba elevar a la libertad mediante una sucesión de leyes económicas, aplicadas con la mayor prudencia, y por la propaganda literaria de doctrinas generosas. Ambos eran opuestos a las tradiciones del feudalismo (RE, 1974, pág. 23).

Como ya señalamos, Pedro Ribas incorpora a los escritos de Marx sobre España algunos apuntes, tomados por este a partir del libro Historia política de la España Moderna de Marliani, que aparecen como “Extractos”. En todos ellos aparecen recurrentemente los mismos argumentos negrolegendarios del historiador, sin que Marx haga siquiera un atisbo de crítica. El hecho de que Marliani hoy no se lea y que el leído sea Marx, hace que tengamos en consideración a este último como el autor negrolegendario. Carácter que se muestra palpablemente en todas las ediciones de sus escritos, pero que por mor de la publicación de los “Extractos”, por parte de Ribas, las conclusiones a las que hemos llegado se corroboran de tal manera, que no queda lugar para la duda (la redacción no tiene nada de depurada, pues son eso mismo, apuntes, para una redacción posterior):

Los españoles carecieron en todo tiempo de un vínculo de comunidad social… nunca tuvo un gobierno… filosofía metafísica o economía política… Las cortes aparecen en el siglo XV como en el XIII, siempre enfrentando y siempre conteniendo, mas nunca adelantando. Se desplomó por no acertar a transformarse según las urgencias de la temporada en que vivía… Los reyes se afanan por un poder cada vez mayor, pero sin otra mira que vivir a lo déspota, pues a ninguno de ellos ocurrió el intento de plantear arreglos y de fomentar mejoras políticas o intelectuales (EsE, 1998. Extractos, pág. 280).

Leyendo directamente el texto de Marliani descubrimos que define a Martín Lutero como “fraile desvalido de Witemberg” (HPEM, pág. 22). Un modo de definirlo tan generoso como falso. Aunque lo peor viene justo después, cuando dice de él, lo que no podemos admitir de ningún modo, pues, es una de las mentiras recalcitrantes que han dibujado la Leyenda negra. Mentiras que son las que han definido la España católica como todo lo contrario de lo que en realidad fue. En lugar de que se le conozca por lo que fue, la cuna de la filosofía moderna y el azote de las supersticiones, se le menciona como todo lo contrario. Es esto último lo que leemos respecto del papel de un Lutero enfrentado al Imperio español y a la Iglesia. Dice Marliani que Lutero “desaletarga la Alemania, asalta de frente a las maldades de Roma y los abusos de la Iglesia, y reentona el cristianismo con los manantiales de la filosofía” (HPEM, pág. 22).

Marx no considera la filosofía española moderna (escrita en latín). No la tiene en cuenta en absoluto. Su desprecio de la política española desarrollada desde la “época de los Felipes” hasta el siglo XIX, es provocado por su conexión con la Iglesia, que para él es una superestructura ideológica de la cual no puede desvincularse ni la burguesía española decimonónica ni la clase obrera y campesina. Marx considera que la Europa del norte se ha desvinculado de la Iglesia y que ha desarrollado lo que Bueno denomina el “pensamiento europeo”. Este pensamiento es para él muy superior al que se dio en España, es más, en España ni siquiera se ha dado modo de pensamiento alguno. Marx no conoce el pensamiento desarrollado en España en latín. Si lo conociera no hablaría en esos términos. Solo reconoce, como toda la corte negrolegendaria, ese “pensamiento europeo” que ve como «la manifestación más excelsa de la vanguardia del espíritu humano, y, en todo caso, la norma del “pensamiento moderno”» (Bueno, El español como lengua de pensamiento){24}. Bueno continúa afirmando que solo quien así lo considera “podrá estar inclinado a devaluar cualquier forma de pensamiento independiente que haya sido mantenido en España” (ELP). El ejemplo que Bueno nos da en este artículo es definitivo:

Por ejemplo, sólo quien considera el atomismo mecanicista como la filosofía más profunda de la Naturaleza alcanzada por el pensamiento moderno (Galileo, Descartes, Gassendi), un pensamiento que había sido capaz de arrinconar definitivamente el hilemorfismo (lo que conducía a revisar, por no decir negar, la teología eucarística), podrá decir que España se mantuvo en las tinieblas (o que en ella la mantuvo la Inquisición), por la tenacidad con la que se defendió, nemine discrepante, durante el siglo XVII y el XVIII el dogma de la eucaristía. Y no sólo por los escritores, en latín o en español (Suárez, Calderón, Gracián, Polanco...); también por los políticos más “avanzados” del siglo XVIII como pudo serlo don Zenón de Somodevilla (ELP).

La interpretación «más adversa» al pensamiento español (interpretación incorporada a la “leyenda negra”, alimentada después por hombres como Montesquieu o Voltaire) es bien conocida: no podría hablarse propiamente de pensamiento español (tampoco de ciencia española); no existió tan pensamiento, ni tal ciencia. Los escolásticos españoles del siglo XVI y XVII son sólo una reliquia de la barbarie medieval (ELP).

5.3. Diferentes argumentos negrolegendarios que encontramos en los escritos de Marx

Otra de las exquisiteces negrolegendarias que dedica Marx a España es el tratamiento que da a su Imperio de adecuarse al modo de producción asiático. Asegura que la monarquía absoluta que se ha dado en España, desde Carlos I hasta Fernando VII, en comparación con las demás monarquías absolutas europeas “debe ser clasificada más bien junto a las formas asiáticas de gobierno” (RE, 1974, pág. 13). Derivando esta información de afirmaciones que eran tan burdas como la conclusión:

Si después del reinado de Carlos I la decadencia de España, tanto en el aspecto político como en el social, ha exhibido todos los síntomas de ignominiosa putrefacción que fueron tan repulsivos en los peores tiempos del Imperio turco, en los de dicho emperador las antiguas libertades fueron al menos enterradas en un sepulcro suntuoso (se refiere a las revueltas de los comuneros; revueltas que suponían más bien lo contrario, pues solo buscaban el interés de algunos castellanos, frente a la maquinaria imperial que se estaba fraguando) (RE, 1974, pág. 11, lo señalado entre paréntesis es nuestro).

También es de suyo señalar que Marx ya expresó el famoso mito de las dos Españas, como vamos a poder comprobar:

Mientras no se trataba más que de la defensa común del país, la unidad de las dos grandes banderías del partido nacional era completa. Su antagonismo no apareció hasta que se vieron frente a frente en las Cortes, en el campo de batalla por la nueva Constitución que debían redactar. La minoría revolucionaria, con objeto de estimular el espíritu patriótico del pueblo, no dudó en apelar a los prejuicios nacionales de la vieja fe popular. Por muy ventajosa que pareciera esta táctica para los fines inmediatos de la resistencia nacional, no podía menos de ser funesta para dicha minoría cuando llegó el momento propicio de parapetarse los intereses conservadores de la vieja sociedad tras esos mismos prejuicios y pasiones populares con vistas a defenderse de los planes genuinos y ulteriores de los revolucionarios (RE, 1974, pág. 18).

Poco antes ya había expresado esta división que enfrentaba las dos Españas que iban a marcar la trayectoria política de los distintos periodos revolucionarios:

No obstante, si bien es verdad que los campesinos, los habitantes de los pueblos del interior y el numeroso ejército de mendigos, con hábito o sin él, todos ellos profundamente imbuidos de prejuicios religiosos y políticos, formaban la gran mayoría del partido nacional, este partido contaba, por otra parte, con una minoría activa e influyente para la que el alzamiento popular contra la invasión francesa era la señal de la regeneración política y social de España (RE, 1974, pág. 17).

Y también leemos lo que dedica al carácter de los españoes, que tacha de “pusilánime”. Esta asunción, por su parte de las insidias negrolegendarias, nos parece todavía más grave, si cabe:

Este es uno de los muchos síntomas de progreso revelados por la última revolución en España; progreso cuya lentitud sólo puede asombrar a los que no conozcan los usos y costumbres de un país donde la palabra “mañana” es la consigna de la vida corriente y donde todo el mundo está dispuesto a decirle a uno que “nuestros antepasados necesitaran ochocientos años para echar a los moros” (RE, 1974: 132).

De Jovellanos señala su lado positivo, como sabio, pero en la línea que resulta habitual, la de la comparación, siempre a la baja, de España respecto de sus progresivamente más civilizados vecinos, devalúa su valía no por sus capacidades sino por el hecho de ser español:

No exento del todo de prejuicios aristocráticos y, por lo mismo, muy propenso, como Montesquieu, a la anglomanía, esta notable personalidad constituía la prueba de que si España había engendrado por excepción una mente capaz de grandes síntesis, sólo pudo hacerlo a costa de la energía individual que poseía únicamente para cometidos locales (RE, 1974: 24).

Por último, señalamos que Marx afirma que el catolicismo español era la fuente de su ignominia e ignorancia. Los responsables provinciales de las Juntas, que tomaron el papel de gobierno atomizado de la España conquistada, son criticados por Marx justamente, pues de la situación en la que se encontraba España en el siglo XIX muchos eran los responsables, pero los argumentos expresados por él no son, a nuestro juicio, los más adecuados. En primer lugar señala que los junteros –menciona las Juntas de Oviedo y de Sevilla– declararon la guerra a Bonaparte y buscan apoyo en los ingleses, pero la apostilla de Marx es negrolegendaria:

Es un hecho curioso que la mera fuerza de las circunstancias empujó a estos exaltados católicos a una alianza con Inglaterra, potencia que los españoles estaban acostumbrados a mirar como la encarnación de la herejía más condenable, poco mejor que el mismísimo Gran Turco. Atacados por el ateísmo francés, se arrojaron a los brazos del protestantismo británico. No es de extrañar que, al retornar a España, Fernando VII declarara, en el decreto restaurador de la Santa Inquisición, que una de las causas “que han perjudicado la pureza de la religión en España hay que buscarla en el hecho de la permanencia de tropas extranjeras pertenecientes a distintas sectas e inspiradas todas en un odio común a la Santa Iglesia romana”» (RE, 1974: 18-19).

Por otra parte, Marx miente al situar en el frente de reacción al pueblo oprimido y a un pequeño grupo de burgueses no afrancesados. En la España tomada por los franceses no solo se puso a la cabeza de la rebelión la burguesía concienciada, sino que muchos dirigentes populares eran curas, monjas, monjes, beatos y otros creyentes que hoy día son considerados héroes españoles. Por ejemplo: el canónigo Baltasar Calvo, que dirigió el levantamiento popular de Valencia, y que luego se propagó a toda España; el religioso Basilio Boggiero, el cura Sas, el Mayordomo de la Hermandad de San Joaquín, Felipe Sanclemente y Romeu, la madre Rafols, de la congregación de las Hermanas de la caridad. Todos ellos fueron relevantes figuras del sitio de Zaragoza…{25}

Vemos pues que Marx arrancaba de los intereses nacionales a los católicos, pues en su modo de ver el mundo, consideraba que, por el hecho de ser religiosos, eran también reaccionarios, o contrarrevolucionarios:

El movimiento, en su conjunto, más parecía dirigido contra la revolución que a favor de ella. Era al mismo tiempo nacional, por proclamar la independencia de España con respecto a Francia; dinástico, por oponer el “deseado” Fernando VII a José Bonaparte; reaccionario, por oponer las viejas instituciones, costumbres y leyes a las racionales innovaciones de Napoleón; supersticioso y fanático, por oponer la “santa religión” a lo que se denominaba ateísmo francés, o sea, a la destrucción de los privilegios especiales de la Iglesia romana. Los curas, a quienes aterrorizaba la suerte que habían corrido sus cofrades de Francia, instigaron las pasiones populares por instinto de conservación. “La llama patriótica -dice Southey- se vio avivada todavía más por el santo óleo de la superstición” (RE, 1974: 17) (…) ¿Cómo explicar el curioso fenómeno de que la Constitución de 1812, anatematizada después por las testas coronadas de Europa reunidas en Verona como la más incendiaria invención del jacobinismo, brotara de la cabeza de la vieja España monástica y absolutista precisamente en la época en que ésta parecía consagrada por entero a sostener la guerra santa contra la revolución?” (RE, 1974, pág. 37).

En los apuntes que Pedro Ribas hace públicos en su edición, afirma una lindeza de la que antes no nos hemos hecho eco, y que ahora traemos a colación porque tiene un sentido inverso, aunque no por ello menos negrolegendario:

Disturbios en Aragón, las Cortes envían diputados al papa, el pueblo mata al primer inquisidor, Pedro Arbues, en la catedral de Zaragoza (EsE, 1998, Extractos, p. 284).

Esta afirmación es una falsedad, a Pedro Arbues no lo mata “pueblo” –tan mentado por Marx en todos sus escritos de forma gratuita- sino un grupo de ocho individuos, todos ellos judíos conversos. En esta misma línea debemos confrontar otras afirmaciones de Marx. Cuando este atiende a la expulsión de los moriscos de Valencia (entre 1609 y 1610), hace responsable a la persona del arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, debido a que, a instancias de este religioso, Felipe III decidió la expulsión. Marx repite la censura que lee en el texto de Marliani señalando que por su acción deshumanizada el papa lo beatifica. Las razones que leemos son burdas patrañas, que apuntan a envidias de los cristianos: “por cuanto su maestría en labranza y artes daba motivos fundados para maliciarlos de trastornadores del sosiego público” (EsE, 1998, Extractos, pág. 288). Pero las razones de la expulsión no eran las esgrimidas, sino otras razones políticas de peso: los moriscos de Valencia eran un peligro para el Estado, debido a que en muchos casos se mostraban como agentes conspiradores de las acciones que, contra las costas españolas, desarrollaban los piratas berberiscos. Por otra parte, Juan de Ribera, se había hecho famoso por mostrarse defensor del catolicismo frente a la pujante marea protestante. Algo que Marx también veía como reaccionario, tal y como hemos podido ya comprobar.

 
6. El papel de Karl Marx en la instauración de la filosofía alemana

El racionalismo moderno, cuya expresión más abarcativa es la que ha conseguido la filosofía alemana, está presente en la vida cotidiana de los que vivimos en lo que a día de hoy es el que se considera por muchos el “mundo globalizado”. El individualismo, propiciado paralelamente por la Reforma protestante, se ha incorporado al modo de entender el vivir cotidiano de esa filosofía. La expresión metafísica de la persona se ha impuesto a la original de la tradición grecorromana. La primera es una ficción ética y política, mientras que la segunda era una consecuencia de la organización institucional a lo largo de la historia. El que vive en una sociedad moderna, vive en un “Estado de derecho”, en base a la expresión de lo que es el Estado en la tradición alemana, pero no solo eso, también se da la pertenencia a un “Estado de cultura”. Y ambas organizaciones son fruto de la ordenación propiciada por unos individuos-átomos sobre los que se han generado y estructurado esos Estados.

Muchas referencias leemos en los escritos de Marx sobre España, en los que se refiere a la libertad del pueblo español antes del absolutismo. Implícitamente reconocemos que la revolución intermitente derivará en esa recuperación o consecución de la libertad individual que era asegurada por la organización de las distintas poblaciones en Ayuntamientos y en Juntas:

La oposición a la camarilla flamenca (la de Carlos I cuando llega a España en 1518) era sólo la sobrefaz del movimiento; en el trasfondo estaba la defensa de las libertades de la España medieval frente a las injerencias del moderno absolutismo (RE, 1974, págs. 8-9).

Carlos I intentó transformar esa monarquía, aún feudal, en una monarquía absoluta. La emprendió simultáneamente contra los dos pilares de la libertad española: las Cortes y los Ayuntamientos (RE, 1974, pág. 9).

Los comuneros llamaron a las armas: sus soldados, mandados por Padilla, se apoderaron de la fortaleza de Torrelobatón, pero fueron derrotados finalmente el 23 de abril de 1521 por fuerzas superiores en la batalla de Villalar. Las cabezas de los principales “conspiradores” rodaron por el cadalso, y las antiguas libertades de España desaparecieron (RE, 1974, pág. 10).

Si después del reinado de Carlos I la decadencia de España, tanto en el aspecto político como en el social, ha exhibido todos los síntomas de ignominiosa putrefacción que fueron tan repulsivos en los peores tiempos del Imperio turco, en los de dicho emperador las antiguas libertades fueron al menos enterradas en un sepulcro suntuoso (se refiere a las revueltas de los comuneros, señaladas previamente) (RE, 1974, pág. 11)

Entonces (en los tiempos de la conquista de América) desapareció la libertad española en medio del fragor de las armas, de los ríos de oro y de los tétricos resplandores de los autos de fe (RE, 1974, pág. 11).

(España es) una nación que recobra su libertad (Marx hace esta afirmación gratuita cuando describe el primer gobierno constitucional español de 1814) (EsE, 1998, 152).

La idea de libertad que leemos en estos escritos de Marx sobre España, es deudora de la filosofía idealista de Kant, pues la idea de libertad de este último se adecua a la del primero. Uno y otro consideran -desde el subjetivismo que caracteriza sus posiciones- que los individuos pueden elegir. Pero los sujetos no tienen tal capacidad. En sentido subjetivo la libertad no existe, es absurdo considerarla, y esto es así desde la primera expresión de tal constructo metafísico por parte de San Agustín, cuando definió el libre arbitrio. No en vano, la doctrina de un agustino, Martín Lutero, está en el fondo de esta desafortunada doctrina. El modo de entender del materialismo filosófico asegura que solo cabe la libertad en sentido objetivo, y esta precisa de un mercado o un contexto similar en la que el sujeto pueda elegir entre diferentes opciones. En la época que Marx asegura que había libertad, esa que fue cercenada por los reyes absolutos españoles, la libertad objetiva que tenemos en consideración era inoperativa. El individuo común de la España medieval, que es en el que señala Marx como “libre”, solo podía elegir en una escala mínima, tanto, que la podemos considerar inapreciable.

Respecto del papel que ha tenido la filosofía de Marx en la penetración de la filosofía alemana en el mundo actual, debemos tener en consideración dos momentos. El momento tecnológico, que articuló un orden político y social en muchos Estados diferentes de todo el orbe, desde la URSS hasta Cuba pasando por muchos países europeos, asiáticos e incluso africanos, como fue el caso de Angola. Todas estas “construcciones” tecnológicas de carácter sociopolítico vieron sus limitaciones muy pronto. Ninguna de ellas resistió los embates de un mecanismo histórico que no comprendían, pese a estar inmersos en él y sufrir constantemente sus ataques, los derivados de la dialéctica de Imperios (todos ellos esperaban unos cambios en las políticas de los países capitalistas, derivadas de lo que ellos consideraban el motor del cambio social: la lucha de clases; pero esos cambios nunca se produjeron. El único motor de la historia es la dialéctica en que están inmersos los Imperios).

Esa dialéctica fue reconocida siempre por el marxismo, el ejemplo de Marx lo hemos visto, al atender a sus escritos, pero ni él ni ninguno de sus epígonos supieron reconocer su significado. No hay más que tener en cuenta lo que para Lenin suponía el imperialismo, pues lo definía como la fase última del capitalismo. A lo largo de este trabajo hemos demostrado como un punto de vista como ese, que ya estaba implícito en Marx, derivaba en no entender lo que había sido España desde el siglo XVI al XIX. Un modo de ver que hoy día sigue presente y que devalúa -como nos ha enseñado Gustavo Bueno- la relevancia de los Imperios en la historia universal. Pero con esta última consideración ya nos habíamos posicionado en el terreno del otro momento, el nematológico (momento que siempre acompaña al previamente expresado: el tecnológico). El marxismo es una filosofía que hunde sus raíces en la tradición alemana, para criticarla en parte, pues, si tal no sucediera, la filosofía de Marx y la de sus epígonos, no podríamos considerarla como verdadera filosofía. Pero también para aceptar muchas de sus ideas, las cuales tendrían diferentes entrecruzamientos, de manera que surgiera un sistema diferente, pero no reluctante a la filosofía que se había desarrollado con anterioridad.

Gustavo Bueno nos muestra una importante parcela de esa adscripción filosófica de Marx, cuando publicó en la revista Sistema, dos importantes artículos sobre los Grundrisse de Carlos Marx:

“La tesis que se defiende en estas páginas se clasifica también, desde luego, en este último grupo de interpretaciones, aunque con una orientación muy precisa: no tanto camina en la dirección de descubrir en los Grundrisse la innegable presencia de una multitud de Ideas filosóficas, y aun hegelianas -totalidad, alienación, objetivación, etc. (es decir, descubrir lo que en términos reductivos se llamaría un «vocabulario hegeliano»)-, sino en la dirección de señalar una idea central por mediación de la cual -como si fuera un primer analogado- las restantes Ideas hegelianas (totalidad, alienación, cosificación, etc.) encuentran su alvéolo en el pensamiento marxista y pierden el resonido metafísico-sociológico que cobran (en Lukács, Goldmann, Kosick) cuando se las deja vibrando aisladas. Esta Idea es, creemos, la Idea de Espíritu Objetivo. Desde ella, por ejemplo, resultará que no es tanto la alienación cuanto la objetivación el tema de los Grundrisse en el contexto de la Idea de producción. Percibimos, pues, los Grundrisse como una obra impregnada de Ideas ontológicas, muchas de ellas de cuño hegeliano y kantiano, y esta presencia es independiente, incluso, de la voluntad subjetiva que Marx pudiera, eventualmente, haber experimentado en el sentido de mantenerse en un plano no filosófico, sino estrictamente histórico-económico”{26}.

Aunque la idea que de un modo constante penetra el sistema marxista es la de “hombre”. De manera que el marxismo puede ser definido sin paliativos como un “humanismo”. Esto puede parecer reluctante, en algunos aspectos, al planteamiento hegeliano, sin embargo recae en la misma sustancialización de la idea de Espíritu objetivo (desprovisto de conciencia) de Hegel{27}, la cual tiene interesantes antecedentes:

“Los antecedentes metafísicos de la Idea del Espíritu objetivo -sin duda la doctrina del entendimiento agente y material de los averroístas, incluido Naudé, cuyo eco llega a la disertación doctoral de 1828 de Feuerbach (De ratione una universali infinita)- o los consiguientes -la idea de Paideuma, de Frobenius, por ejemplo- permanecen también al margen de la disciplina filosófica crítica, en cuanto sustantifican la Idea, dotándola de algo así como de conciencia y finalidad (…) La idea de hombre como “esencia genérica” (Gattungwessen) es seguramente la lejana formulación del joven Marx más próxima a la idea del Espíritu objetivo. Feuerbach, como es sabido, funda aquella idea en la naturaleza del pensamiento (“en el acto de pensar hay un otro en mí mismo; soy a la vez yo y tú, no un tú determinado, sino un tú en general o como Gattung-género-”. O bien: “la ciencia es conciencia de las especies -Gattungen-. Sólo un ser -el hombre- que tiene por objeto su propia especie puede tomar como objetos cosas distintas de él mismo”). Marx, desde sus primeros esbozos, pone en el centro mismo de la Gattungwessenno un mero acto mental, sino al trabajo, como mediador precisamente entre la conciencia genérica y las cosas distintas del hombre mismo: “El objeto del trabajo es la objetivación de la vida genérica del hombre”, leemos en los Manuscritos del 44. Precisamente ésta era una vieja tesis hegeliana: el trabajo es la mediación (Vermittung) entre el sujeto y el objeto y es extrañamiento (Entaüsserung) y cosificación de la conciencia (Vorlessungenzur Realphilosophie): es sabido que Marx, en los Manuscritos, adjudica a Hegel el descubrimiento de la “cara positiva” del trabajo, como esencia del hombre y a la vez constata cómo Hegel no ha advertido la negatividad del trabajo, la alienación”. (G2, pág. 39).

Mientras que las ideas que Marx extrae directamente de la filosofía hegeliana también son vertebradoras de su sistema, y su posterior obra El Capital las expresará de modo diáfano a la luz de los Grundrisse:

«Tratamos aquí de ofrecer una hipótesis, lo más clara posible, sobre la significación de los Grundrisse en cuanto diseño del marco ontológico en que se mueve, realizando o, en parte. El Capital, determinando la posición de este marco ontológico por respecto al sistema de coordenadas configurado por las ideas de Hegel. Este “sistema de coordenadas” -el sistema hegeliano- podrá ser estimado, desde el punto de vista materialista, como irreal, exterior a la nueva realidad definida; pero ni siquiera esta exterioridad lo hace superfluo, como tampoco es prescindible la red de paralelos y meridianos, exteriores a la esfera terrestre, para el conocimiento de la realidad geográfica». (G1, pág. 19). […] «Los Grundrisse no nos revelan sólo los borradores de El Capital, o incluso importantes complementos sociológicos o económicos al mismo, sino que nos manifiestan el marco ontológico en el cual El Capital ha sido concebido. Un marco que, en gran medida, ha sido eliminado de El Capital, como si se nos hubiese querido dar la obra maestra “de cuerpo presente”, sin ningún marco» (G1, pág. 21).

Señala Bueno que en muchos de los quiasmos, con que plasma Marx su pensamiento, es en los que vemos realizadas las ideas centrales de la filosofía alemana que impregna su modo de ver:

Porque en los Grundrisse las cosas corpóreas, los productos, realizan la idea de objeto y los sujetos consumidores realizan la idea de sujeto. Por este motivo los problemas de la filosofía trascendental -trascendentalidad que se define precisamente en torno a la oposición sujeto/objeto- elaborados por Kant, Fichte o Hegel no están eliminados de los Grundrisse, sino realizados, y ni siquiera reducidos. Así, los conceptos de objetivación y alienación, como conceptos propios de la dialéctica misma del Espíritu Objetivo, en su mediación con el Espíritu Subjetivo y la Naturaleza (las cosas). En este contexto parece superficial hablar de la “alienación del hombre” en general y orientar la moral marxista como supresión de la alienación, en nombre de una “autenticidad absoluta”, pero vacía. Porque “alienación” es una idea funcional en el contexto de la Ontología trascendental y la anulación de algunos de sus valores no incluye la anulación de todos los demás (G1, pág. 35).

 
7. La izquierda negra

Las palabras que Bueno dedica a Ortega en La idea de España en Ortega, cuando ve un futuro optimista para España en el seno de Europa, pueden, mutatis mutandis, aplicarse a lo que Marx asegura en diversas ocasiones en sus Escritos sobre España, pues apunta a una transformación revolucionaria que le llevará a la situación de “libertad” que había perdido tras la unificación de los reinos y la llegada del absolutismo: Marx tiene la misma «“visión optimista” de Ortega del futuro de España, a partir de un diagnóstico “negro” de su pretérito»{28}. Aplicamos pues a Marx lo que Bueno sigue diciendo de Ortega:

«Ortega nos manifiesta así, por de pronto, su patriotismo, aunque esta manifestación pudiera ser interpretada como movida por el impulso de compensar el “complejo de culpabilidad” que Ortega habría segregado como autor de un diagnóstico que, aún sin ánimo pesimista, caminaba de hecho por el mismo camino que la Leyenda negra (EO, pág. 13).

Marx se ajusta perfectamente a la “metodología negra”. Una actitud historiográfica definida por Bueno, y en la que pone como ejemplos tanto a la España invertebrada de Ortega, como a “la asfixia o ahogamiento de la actividad científica en España durante los tres últimos siglos, contando desde 1786” que es fruto del ideario krausista de Gumersindo Azcárate. Bueno aclara que la actitud de Ortega y de Azcárate se daba, no por asimilación externa, como era el caso de Marx y Engels, sino por la “interiorización de la leyenda negra”{29}. Marx sería pues la antesala del movimiento negrolegendario que Bueno reconoció en gran parte de la izquierda española.

 
Bibliografía

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——

{1} Nin fue un relevante anarquista y comunista de la época, fundador de partidos como el ICE, de adscripción trostskista, y el POUM que se definía como antiestalinista, y que fue asesinado en 1937 por orden de Stalin. Para más detalles: http://nodulo.org/ec/2003/n021p18.htm

{2} En ese prólogo podemos leer la experiencia del famoso anarquista Anselmo Lorenzo, que lo entrevistó en Londres: «Mi respetable interlocutor (Carlos Marx) me habló de literatura española, que conocía detallada y profundamente, causándome asombro lo que dijo de nuestro teatro antiguo, cuya historia, vicisitudes y progresos dominaba perfectamente. Calderón, Lope de Vega, Tirso y demás grandes maestros… Marx hablaba regularmente, con buena sintaxis…» (RE, 1929: 25-26).

{3} Es posible que el texto de Marliani fuera leído en francés, pues así fue editado en un primer momento, y Marx ya sabía francés, pues había leído a los socialistas utópicos en ese idioma. Según Paul Lafargue: “Marx leía todos los idiomas europeos y escribía tres: el alemán, el francés y el inglés, para admiración de los expertos lingüistas. Gustaba de repetir: “Una lengua extranjera es un arma en la lucha por la vida” Paul Lafargue, Recuerdos de Marx. Puede consultarse en https://www.marxists.org/espanol/m-e/bio/como.era.carlos.marx.pdf

{4} El título es Escritos sobre España Y lo citaremos a partir de ahora como “EsE”.

{5} Falta de rigor del libro de Santiago Armesilla El marxismo y la cuestión nacional española, que al no atender a la Edición de Progreso comete la grave falta de proponer los conflictos que se dan en la España de los años setenta del siglo XIX como un nuevo periodo revolucionario en el que el "pueblo español" sería el protagonista de un posible cambio en la historia. Pero él no es el primero que considera ese periodo revolucionario al que Engels atiende en los textos sobre España, y que sería un quinto periodo revolucionario en los escritos. Remarco "pueblo español" para incidir en algo que el propio autor no tiene ningún problema en afirmar. El hecho de que como Marx y Engels en los textos sobre España, sitúan a la entidad metafísica "pueblo español" como motor de los cambios históricos. Con el afán de recuperar, mediante su propuesta regeneradora, el marxismo español, Armesilla quiere poner como motor del nuevo socialismo, a construir en todo el mundo, al nuevo marxismo reexpuesto por él mismo.

{6} En un fragmento de sus cuadernos preparatorios de los nueve artículos sobre La Revolución en España, Marx se refiere a los fueros como “instituciones populares”, que no nos parece mal, salvo por que no se incide en que estos fueros también preservaban a la nobleza y al clero, que en última instancia eran las que hacían cumplir las leyes expresadas en esos fueros. El hecho de acentuar lo popular de los mismos armoniza con su absurda idea -reiterada en muchos pasajes de su obra, como hemos comprobado- de que en España, antes dela unificación por parte de los Reyes Católicos, el pueblo era libre. Como podemos leer algo más adelante, refiriendose al periodo anterior al siglo XV español: “El primer periodo de nuestra historia es el de las libertades de España” (EsE, 1998, pág. 283).

{7} Pedro Ribas añade en su edición algunas anotaciones de los cuadernos que Marx utilizó para la elaboración de sus artículos históricos sobre la España revolucionaria. Todas las anotaciones, que se ordenan al final del texto como “Extractos”, las hace a partir del texto de Manuel Marliani Historia política de la España Moderna.

{8} A partir de ahora lo citaremos como EM.

{9} Gustavo Bueno. España frente a Europa, págs. 137-8 (a partir de ahora la citaremos en el párrafo como EfE, seguida del número de página).

{10} http://www.fgbueno.es/med/gb2005es.htm

{11} La cercanía de esta estrategia política de los jacobinos, de cara a consolidar la nación política francesa, fue despiadada, y mucho más cruenta que la Inquisición española que instauraron los Reyes Católicos para consolidar la España unificada (La Inquisición ya era una institución consolidada en el Reino de Aragón desde el siglo XIII, al que había llegado por la cercanía que este reino tenía con la Inquisición originaria, la promovida para combatir a los herejes cátaros).

{12} Diferentes lenguas vascas, y también diferentes lenguas catalanas y gallegas. Muy diferentes entre ellas mismas, dado que su uso no estaba normativizado como sí había sucedido con el castellano, que luego fue el español.

{13} El papel de las Iglesias protestantes en la política internacional está desarrollado más en detalle en el artículo del número 45 de El Basilisco: “Fundamentalismos ejercitados y fundamentalismos representados en la Carta Encíclica Pascendi Domini Gregis de San Pío X”, de este mismo autor.

{14} Luis Carlos Martín Jiménez todavía no ha publicado todos sus estudios sobre América, pero estas afirmaciones aquí referidas pueden oírse en la presentación de su trabajo. El enlace donde puede escucharse es éste: http://www.fgbueno.es/act/efo012.htm#s2

{15} Esta cita está extraída del noveno artículo sobre España que Marx escribe para el Daily Tribune de Nueva York, que aparece por primera vez, tal y como ya hemos señalado, en la edición de Pedro Ribas. Solo este y algún pequeño fragmento más, que también encontramos en esta edición, permiten dar algo de valor añadido a la traducción y compilación de Pedro Ribas, la cual citaremos como EsE, 1998, seguido del número de página.

{16} A partir de ahora lo citaremos como IFA.

{17} A partir de ahora CIF.

{18} En la Rusia zarista del XIX ya funcionaba un servicio secreto muy bien organizado..

{19} Subrayamos los términos “razones y “causa” para con ello diferenciar la filosofía de la historia del materialismo filosófico respecto del materialismo histórico, pues este último considera la conexión causal en la historia sin separarse un ápice de la idea metafísica de causalidad. Nuestro sistema sin embargo la desecha, proponiendo un mecanismo causal que sí engrana con las transformaciones al considerar la materialidad pertinente, sin la que la conexión causa-efecto se daría en el vacío, o sea, sería inviable por falta de engranaje. Solo si partimos del contenido material podemos hablar de causalidad eficiente (Remitimos al artículo de Gustavo Bueno Entorno a la doctrina filosófica de la causalidad, publicado en 1992 en la Revista Meta). Pero además con relación a la dialéctica de la historia, no se puede hablar de “causas” en ningún sentido, pues los gobiernos de los estados tienen “razones”, que puestas en marcha son las que pueden transformar el devenir histórico.

{20} Las aclaraciones históricas que la escueta edición de 1929 había llevado a cabo, y que las de Progreso continúan, aunque en este caso, muchas de ellas sesgadas, dejan de hacerse en las posteriores ediciones. En este párrafo las ediciones soviéticas apuntan en dos notas al final (pág. 265) que el Congreso de Verona fue el último Congreso celebrado por la Santa Alianza (1822), y que “el Congreso encomendó al rey Luis XVIII de Francia el envío de tropas para aplastar la revolución en España”, además de que en él “se debatió también el problema de la intervención en América Latina”. También clarifican, respecto del importante mensaje dado por el Presidente Monroe que con él proclama la famosa doctrina en la que a ya hemos incidido.

{21} Este comentario sobre la tenacidad de los españoles es de Engels, en un artículo publicado el 22 de octubre de 1870, en el londinense ThePall Mall Gazette.

{22} Nos referimos al texto de la editorial Planeta de 1978, pues publica muchos de los artículos que veinte años después publicará Pedro Ribas para la Editorial Trotta

{23} Juan Carlos L. Simonde de Sismondi, un ginebrino de origen italiano, al que Marx de vez en cuando tenía a bien citar. Pese a lo complicado que tenía que ser, se mostró amigo de la Inglaterra de la época y de la Francia de Napoleón.

{24} Gustavo Bueno. «El español como “lengua de pensamiento"». El Catoblepas, 20. En adelante lo mencionaremos como ELP.

{25} Se mencionan sobre todo personalidades religiosas aragonesas, debido a que el autor de este artículo es de la Inmortal ciudad de Zaragoza, por lo que ha podido convivir con esos nombres durante muchos años. Los personajes mencionados están en el recuerdo porque muchas calles de Zaragoza llevan sus nombres, para gloria y orgullo de la ciudadanía.

{26} Gustavo Bueno, Sobre la interpretación de los “Grundrisse” en la interpretación del marxismo, pág. 17. A partir de ahora lo citaremos como G1, seguido del número de página, mientras que cuando citemos el texto de Bueno publicado en el número 4 de la revista Sistema: Los “Grundrisse” de Marx y la “Filosofía del Espíritu objetivo” de Hegel, lo haremos mediante G2.

{27} Bueno lo compara a lo que era el “Estado” -como “una sola mente”- para Espinosa (G2, pág. 39).

{28} Gustavo Bueno, La idea de España en Ortega. A partir de ahora EO.

{29} Gustavo Bueno, La esencia del pensamiento español, pág. 77.

El Catoblepas
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