El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 196 · julio-septiembre 2021 · página 14
Artículos

Las tres degradaciones de la cultura

Martín López Corredoira

El mundo académico, los medios de comunicación e internet

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Famosos ministros de cultura: Abid Raja (Noruega), Hadia Tajik (Noruega), Amanda Lind (Suecia), Maxim Huerta (España)

La cultura ha querido elevar a la humanidad de la mezquindad de sus pobres instintos animales y su conducta utilitarista, sacar al hombre lo mejor de sí mismo –su intelecto– y dejar que brillase como símbolo y orgullo de los logros de nuestra especie. El ideal de la cultura le pareció a nuestra civilización la máxima expresión de sí misma y, siendo así, no necesitaba más fin que lo que ella misma representaba. Pero los sueños no duran eternamente. El hombre sucumbió ante el hombre. Tiempos de industria, de economía, de producción sistemática de mercancías que generan con su venta beneficios que a su vez nos hacen consumidores de otras industrias. Tiempos de cultura industrializada como bien remarcara Theodor Adorno a mediados del siglo XX en su artículo “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas” de la obra Dialéctica de la ilustración escrita junto con Horkheimer. Largamente se lleva augurando el fin de la cultura occidental, mas la muerte de la misma no se produce súbitamente de un día para otro, sino a través de diversas degradaciones de descomposición que la van convirtiendo lenta e inexorablemente en un cadáver.

¿Qué es cultura?

Con el término cultura me refiero aquí a las actividades intelectuales, artísticas, de pensamiento que caracterizan una civilización. A veces se usa también la palabra para referirse a los aspectos de la infraestructura y organización de una sociedad; más o menos, cultura en este segundo sentido sería sinónimo de civilización. Así, por ejemplo, cuando dentro de unos siglos unos arqueólogos encuentren los restos de una lata de Coca-Cola, podrán decir que pertenecía a la cultura occidental del siglo XX-XXI. Distinto sería encontrarse una lata de Coca-Cola que un cuadro de Picasso. El cuadro es una creación cultural en el sentido a que yo me vengo refiriendo aquí –otra cosa es que el cuadro sea una basura o pésimo, pero eso es otro tema– mientras que la lata de refresco no obedece a ninguna creación expresiva-intelectual; es simplemente un útil que cumple otras funciones. Cierto es que, como comentaré en este artículo, cada vez hay menos distancia entre ambos conceptos, porque la cultura-intelectual tiende cada vez más a ser mercancía, como la lata de refresco, pero al menos creo que cabe distinguir a nivel semántico el doble significado del vocablo.

“La Historia universal entraña una competición en el tiempo, una carrera por el triunfo, por el poder, por los tesoros. Se trata siempre de quién tiene fuerza, suerte o villanía suficiente para no desaprovechar el momento. Acto espiritual, cultural o artístico es exactamente lo contrario, constituye en todo caso un salto del hombre fuera de lo inmundo de sus impulsos y fuera de su inercia hacia otros planos: el plano de lo eterno, que significa liberación del tiempo; el plano de lo divino, que es por entero ahistórico y antihistórico” (Hermann Hesse, El juego de los abalorios [novela]).

La representación de la alta cultura

La alta cultura ha sido siempre cosa de unos pocos individuos aislados, separados entre sí por grandes distancias espaciales y temporales. El espíritu de la cultura emerge en las creaciones a contracorriente de su tiempo que alumbran nuevos caminos del intelecto, del arte, de las letras, de la comprensión de la naturaleza y el hombre,… No pertenecen a ninguna escuela, sino que ellos mismos crean su modo de crear. Lo que sigue tras ellos es una larga estela de miríadas de artesanos que copian o imitan o repiten un discurso como loros ante las masas anhelantes de consumir productos de la industria cultural, o bien desarrollan creaciones mediocres, al gusto del consumidor plebeyo. El espíritu de la cultura vive así peor repartido en mil almas miserables que en unas pocas selectas. La cultura se ahoga como un motor de combustión al que el carburador le vierte una mezcla con mucha gasolina. Demasiada gente trabajando en ella la hace ineficaz.

Cultura superior y gran número son dos cosas que se contradicen a priori. La alta educación pertenece sólo a los excepcionales: se debe ser realmente privilegiado para tener derecho a distinción tan alta. Nada hermoso o grande es bueno para todos: pulchrum est paucorum{1}” (Nietzsche, El ocaso de los ídolos).

“La cultura común a todos es precisamente la barbarie (…) nuestro objetivo no puede ser la cultura de la masa, sino la cultura de los individuos, de hombres escogidos, equipados para obras grandes y duraderas” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“Si la cultura es un hecho aristocrático, cultivo celoso y solitario de una interioridad refinada que se opone a la vulgaridad de la muchedumbre, la mera idea de una idea compartida por todos, producida de modo que se adapte a todos y elaborada a medida de todos, es un contrasentido monstruoso. La cultura de masas es la anticultura. Y puesto que ésta nace en el momento en que la presencia de las masas en la vida social se convierte en el fenómeno más evidente de un contexto histórico, la cultura de masas no es signo de una aberración transitoria y limitada, sino que llega a constituir el signo de una caída irrecuperable, ante la cual el hombre de cultura no puede más que expresarse en términos apocalípticos” (Umberto Eco, Apocalípticos e integrados).

Rápidamente saltará algún lector tras leer estos párrafos, rechazando este planteamiento por ser “elitista”. Los descerebrados de nuestros tiempos no piensan, sólo tienen un pequeño conjunto de palabras que articulan como robots sin que haya un pensamiento detrás. Dicen: “¡ah, no, pensar que la alta cultura ha sido cosa de unos pocos, de una élite intelectual, no nos vale, porque es elitista”. No expresan nada más que la propia tautología, no da cuenta esa respuesta de por qué el elitismo es despreciable. Para muchos de los políticamente correctos, es decir, los que no piensan por sí mismo y se limitan a repetir como loros las consignas establecidas, el elitismo es malo porque es elitista y punto, y no tiene más que alegar sobre el asunto.

Sí hay un elitismo en las citas anteriores, ¿y qué? ¿No es mejor reconocer que lo verdaderamente magnánimo es escaso antes que contribuir con la democratización de la cultura a su disolución? ¿O es que acaso temen algunos eso que señalaba Ortega?:

“Hay personas a quienes irrita sobremanera que se hable de selección, tal vez porque su fondo insobornable les grita que no serán incluidas en ninguna selección positiva. Es de su interés enturbiar las aguas y que no se vea claro lo que con el nombre de minoría selecta pretende designarse” (Ortega y Gasset, Cosmopolitismo).

Primera degradación: el mundo académico

Uno de los pilares de la cultura es el conocimiento, y éste halla su administración al máximo nivel en esos templos del conocimiento llamados universidades. Otras manifestaciones culturales encuentran su equivalente administrador en escuelas y organismos de varios oficios: escuelas de arte, conservatorios de música, centros de investigación, fundaciones, museos, academias cinematográficas, centros culturales, &c. A todos ellos se les aplica el mismo precepto: administrar no es crear, y crear con patrones de corte establecidos por el Statu Quo no es arte sino artesanía. Preservar y otras acciones museísticas tampoco es alta cultura, sino labor de oficiantes de segunda o tercera categoría que viven del cuento de la cultura.

Por más museos que se abran, por más interpretaciones que se hagan de las sinfonías de Beethoven (porque los bodrios que producen nuestros compositores contemporáneos no llenan las salas de conciertos), y se hagan másteres y remásteres y tesis doctorales y toda la parafernalia de la industria cultural, todo eso no es más que ruido. Las nueces han sonado en el pasado, entre nuestros clásicos, entre mentes brillantes que han abierto brechas creativas, de entendimiento o pensamiento, de expresión al máximo nivel intelectual de una civilización. Lo que hoy tenemos bajo el nombre de cultura es industria, es vida burguesa, es labor de entretenimiento de masas o modus vivendi de funcionarios de una anodina actividad de baja categoría intelectual. No obstante, hay que reconocer el valor educativo de universidades, museos y otros centros que acercan al gran público las grandes obras. Y, por supuesto, hay que reconocer que se forman buenos y necesarios profesionales en las universidades: abogados, médicos, arquitectos, ingenieros, y otras profesiones muy útiles a nuestra sociedad. Ahora bien, desde el punto de vista intelectual, crear, lo que se dice crear cultura…

Si nos ceñimos al mundo académico, uno se puede preguntar cuándo ha salido algo de gran mérito intelectual de primer orden de una universidad u organismo oficial. Sí hubo profesores universitarios que realizaron grandes obras, pero eso es porque creaban más allá de su deber académico y al margen de éste. Hay casos, sí, como Ortega y Gasset por ejemplo, que daba clases de lo mismo que luego escribía en sus ensayos. Pero son casos excepcionales no promovidos por la atmósfera burocrática universitaria sino por el ímpetu creador libre de grandes personalidades que, a pesar de estar en una universidad, han sabido zafarse del redil y dar luz a sus ideas. Aquel que maneja las ideas como un medio y no como un fin –léase típico profesor de universidad que identifica el pensar con el trabajar para sacar un sueldo, que es en realidad su fin– no penetrará en las ideas del mismo modo que el pensador por libre, y será incapaz de extraer nada interesante de las mismas.

Unamuno, quien fue catedrático y rector de la Universidad de Salamanca a principios del siglo XX, se ganaba los garbanzos con sus clases de lenguas clásicas, una labor bien distinta de la que desarrolló en sus obras literarias y filosóficas. También, por cierto, estaba algo harto de la Universidad como lo demuestran sus palabras en una carta a Ortega y Gasset: “Y me ahogo, querido Ortega, me ahogo; me ahogo en este ambiente de ramplonería y mentira. He pensado seriamente en largarme… ¿a dónde? Pero no, éste es mi puesto”.

Nietzsche, otro filólogo de universidad, no tuvo tanta paciencia y sí encontró a dónde irse, lejos del ambiente nefasto y rancio de las universidades, en su caso tras la experiencia en la Universidad de Basilea en Suiza. Decía éste a uno de sus colegas en una carta: “Con el tiempo he ido reconociendo el acierto de la doctrina schopenhaueriana sobre la sabiduría universitaria. Una verdad absolutamente radical resulta aquí de todo punto imposible y nunca podrá constituirse esto en punto de partida de nada verdaderamente revolucionario”. Se refiere Nietzsche aquí sobre todo al capítulo “Sobre la filosofía de Universidad” del Parerga y Paralipómena de Schopenhauer, donde se afirma que los que enseñan filosofía en la Universidad viven de la filosofía para disfrutar de prestigio y una posición social y económica con que mantenerse él y su familia. Según Schopenhauer, en las universidades se hace filosofía de Estado disfrazada con expresiones abstractas sin sentido, palabrería hueca, y se cierra el paso a todo aquel que vive para la filosofía, por la verdad, y no acepta las reglas de su juego, pues amenaza con destruirlos a todos ellos. Paraliza y no deja ni nacer cualquier pensamiento que vaya contra los intereses de los superiores. Son los profesores sofistas, prostitutas del saber.

Schopenhauer y Nietzsche mostrarían su desencanto con la cultura universitaria en sus obras, como así lo reflejan las citas:

“Sólo aquel que se interesa directamente en una cosa, y que la practica por amor, con amore, la tomará completamente en serio. De esta clase de hombres, y no de los mercenarios, han salido siempre las mayores iniciativas” (Schopenhauer, “La erudición y los eruditos”, Parerga y Paralipómena).

“El pasto, en la cuadra del oficio de profesor, es el que más conviene a los rumiantes. Por el contrario, los que reciben su alimento de manos de la naturaleza, se encuentran mejor al aire libre” (Schopenhauer, “La erudición y los eruditos”, Parerga y Paralipómena).

“En consecuencia, el que esté interesado en el conocimiento, y no en la filosofía del Estado ni en la filosofía de broma, el que esté interesado por tanto en la búsqueda seria y sin contemplaciones de la verdad, que se dirija a cualquier parte menos a las universidades, porque aquí su hermana, la filosofía ad normam conventionis, ejerce el mando y es la que dicta los platos del menú” (Schopenhauer, “Sobre la filosofía de Universidad”, Parerga y Paralipómena).

“…la cultura auténtica desdeña contaminarse con un individuo necesitado y lleno de deseos: sabe escurrirse astutamente de las manos de quien quiera apoderarse de la cultura como de un medio para sus fines egoístas. (…) no cambiéis esta cultura, esta diosa etérea, de pie ligero, por esa útil doméstica que a veces recibe incluso la denominación de ‘la cultura’. (…) una educación que haga vislumbrar al fin de su recorrido un empleo, o una ganancia material, no es en absoluto una educación con vistas a esa cultura a que nosotros nos referimos” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“Nuestros universitarios ‘independientes’ viven sin filosofía y sin arte” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“…interpretad ahora lo que entiendo por institución de cultura auténtica y comprended las razones por las que en la Universidad no reconozco ni siquiera de lejos semejante institución” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

“Quien explica el pasaje de un autor de un modo más profundo que la concepción original, no explica a dicho autor sino que lo oscurece” (Nietzsche, El caminante y su sombra).

“Entre productores y consumidores es deseable que haya el menor número posible de personas, pues los intermediarios adulteran sin pretenderlo el alimento que transmiten; además, en pago a su mediación, exigen demasiado para ellos: interés, admiración, tiempo, dinero y otras cosas de las que privan, consiguientemente, a las personas originales y productivas. Hay que considerar siempre al profesor como un mal necesario, al igual que hacemos con el comerciante; un mal que hay que reducir todo lo posible” (Nietzsche, El caminante y su sombra).

Otras citas de otros pensadores de los siglos XVIII-XX sobre lo mismo:

“Los hombres de letras que han prestado los mayores servicios al reducido número de seres pensantes repartidos por todo el mundo son los sabios aislados, los verdaderos sabios, esos que se encierran en su gabinete y nunca han disputado en los bancos de la Universidad ni han dicho verdades a medias en las academias: y éstos casi siempre sufrieron persecución” (Voltaire).

“Traficaba con opiniones ajenas. Era profesor de filosofía” (Lichtenberg, Aforismos).

“Hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. […] Ser un filósofo no es una mera cuestión de tener pensamientos sutiles, ni de encontrar una escuela, sino de amar la sabiduría lo suficiente para vivir acorde a lo que dicta, una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad, y confianza” (Thoreau, Walden).

“Las academias suelen ser cementerios donde se glorifica a los hombres que ya han dejado de existir para su ciencia o para su arte. Es natural que a ellas lleguen los muertos o los agonizantes; dar entrada a un joven significaría enterrar a un vivo” (José Ingenieros, El hombre mediocre).

“Las ciencias conviértense en mecanismos oficiales, en institutos y academias donde jamás brota el genio y al talento mismo se le impide que brille: su presencia humillaría con la fuerza del contraste. Las artes tórnanse industrias patrocinadas por el Estado, reaccionario en sus gustos y adverso a toda previsión de nuevos ritmos o de nuevas formas; la imaginación de artistas y poetas parece aguzarse en descubrir las grietas del presupuesto y filtrarse por ellas. En tales épocas los astros no surgen. Huelgan: la sociedad no los necesita; bástale su cohorte de funcionarios” (Ingenieros, El hombre mediocre).

“…el absurdo trabajo de profesor de filosofía… es un tipo de muerte viviente” (Wittgenstein, carta a N. Malcolm, 1945).

“Para mí el axioma de Emerson, según el cual los buenos libros sustituyen a la mejor universidad, no ha perdido vigencia, y sigo convencido hasta hoy de que se puede llegar a ser un extraordinario filósofo, historiador, filólogo, jurista y cualquier otra cosa sin tener que ir a la universidad, ni siquiera al instituto […] Por muy práctica, útil y provechosa que pueda parecer la actividad académica para los talentos medianos, yo la encuentro superflua para los espíritus creadores, en los que puede incluso tener un efecto contraproducente” (Stefan Zweig, El mundo de ayer).

No hace falta que explique lo que significan estas citas tan claras. Se habla aquí más bien de la filosofía, pero también es aplicable a otras áreas todo lo que se dice. No son de extrañar estas posturas. Sólo las mentalidades mediocres afirman que las universidades son verdaderamente panaceas del saber compuestas por mentes inquietas. En verdad, los ojos de sus individuos se suelen mostrar chispeantes y sus almas inquietas, pero sólo cuando se habla de una plaza que ganar, un examen con el que alcanzar altas puntuaciones o un ascenso que conseguir. Max Weber afirmaba en La profesión de científico que los métodos de selección de las universidades e institutos hacen que estas instituciones se llenen de mediocres, y que con la influencia norteamericana se estaban convirtiendo, ya a principios del siglo XX, en empresas de capitalismo de Estado, donde se separan los trabajadores y los medios de producción que el Estado pone a su disposición.

Dentro de la academia y el mundo de los profesionales de la cultura, si hubiese algún individuo con ideas realmente valiosas, éste estaría totalmente aislado y olvidado. Salvo raras excepciones, no son los mejores pensadores u hombres de cultura los que destacan, puesto que suelen ser otros los que escriben en los suplementos culturales de los periódicos, los que intervienen en los debates televisivos, los que van de gira por las universidades de verano, los que asesoran a los ministerios, &c. Y, claro, estos hombres públicos, estos mercaderes de la cultura, con lo ocupados que están en sus ajetreos, tienen aún menos tiempo para pensar. Se preocupan más por las relaciones públicas, el tráfico de influencias y el halago a los responsables de las subvenciones del Estado, y son, claro, los que alcanzan la fama en vida como hombres de cultura.

Hay quien piensa que lo que la academia necesitaría es una renovación de vez en cuando y que eso la haría funcionar. Pero la realidad es que el modo de producir difícilmente puede cambiarse, por las propias condiciones sociales que se dan en la misma. Observaba con gran acierto Thornten Veblen, economista y sociólogo del siglo XIX, que en la academia, los que se van acercando al poder social y económico intentan imitar la conducta, privilegios y estilo de vida de sus antecesores. Esto lleva a que conductas muy arraigadas en el ente sean muy difíciles de disipar como no sea reestructurando a golpe de nuevas fuerzas todo lo que se refiere al poder y sus cargos en la academia, una especie de golpe de Estado pero en las universidades. Pensar que las nuevas generaciones que han subido a base de méritos según el actual sistema van a cambiarlo y desahogarlo es erróneo. Es siempre la misma historia: el joven critica las organizaciones gobernadas por un Statu Quo casi anciano; se pasa la vida intentando llegar a la cúpula para poder cambiar las cosas, pero cuando llega ya está cansado y su mente adaptada al sistema, con lo que se limita a imitar la conducta, privilegios y estilo de vida de sus predecesores, al tiempo que lucha por mantener el orden tal y como está ante las nuevas generaciones que vienen empujando detrás de la suya.

Los datos también hablan por sí solos: una minoría de los alumnos de las universidades públicas en España entran en la carrera que escogieron como primera candidata. ¡Qué gran logro el de la democracia, que permite ejercer a todo el mundo el derecho al estudio! Todos tienen derecho a estudiar una carrera, aunque no sea la que se quiere, para poder colgar el título de licenciado en algún lugar vistoso de su casa.

La educación no implica cultura, es condición necesaria pero no suficiente. A quien posee alma de mercader, no hay profesor que le haga entender los valores de la cultura con independencia de la industria. Es la cultura misma la que elige a sus súbditos.

El flujo de la cultura no puede ser encauzado por la mediocridad mayoritaria. La genialidad brota sin esperar a que lleguen las subvenciones del Estado.

Imaginaos, tratad de imaginar por un momento, a Nietzsche, por ejemplo, pidiendo una subvención para escribir y publicar su Así habló Zaratustra. Escribiría un anteproyecto explicando su intención de crear una nueva moral, la del superhombre. El escrito llegaría a manos de mediocres, que se reirían de él antes de llamarle arrogante y mandarlo a paseo. Pensemos en la creación de la obra científica de Galileo Galilei. En su época, la ciencia que se enseñaba en las universidades estaba anclada en el feudalismo (Aristóteles…), reacia a la nueva ciencia. Si todos los científicos de la historia fuesen, no como Galileo, sino como la inmensa mayoría de los actuales, es decir, adeptos a los patrones que les marcan sin desafiar nunca al sistema, no habríamos salido de la edad de piedra.

Uno puede quedar deslumbrado por la verborrea y las colecciones de datos, pero la sabiduría no consiste en eso. Pudieran parecer sabios por lo meticuloso de sus apreciaciones, por la finura de sus correcciones y matizaciones; yo, sin embargo, pienso más bien, como Lichtenberg, que

“Descubrir pequeños fallos ha sido desde siempre el rasgo distintivo de aquellas cabezas que se encuentran poco o nada por encima de la mediocridad. Los sensiblemente superiores callan o sólo dicen algo contra el conjunto, y los grandes espíritus se limitan a crear y no critican”.

Eso hacen los sabios de las academias: corregir pequeñeces; pasan el tiempo discutiendo por cuestiones lingüísticas o por detalles insignificantes. Ahogan con su carga pesada a las almas más inquietas; todo es senil y arrugado en las viejas academias jerarquizadas. Acaban con la paciencia de un santo. Intentan hacer creer que en sus instituciones se hace algo y, por ello, se aferran a la meticulosidad en sus pequeñas cosas. La masificación de los organismos culturales ha contribuido a aumentar esos jocosos y míseros balbuceos de los entendidos: masas que han devorado la poca dignidad que quedaba en el mundo del intelecto.

“Porque el afán de lucro arrastra hacia las universidades y escuelas especiales, y un turbión de gente obstruye todos los caminos y ahoga con su masa las personalidades más enérgicas” (Azorín, La voluntad [novela]).

El deslumbre que produce la cultura oficial viene en parte porque hacen creer a la gente que son los herederos de la tradición de elocuencia en Occidente. Sus filósofos dicen ser continuadores de la obra de Nietzsche; sus científicos continuadores de Newton o Darwin; sus hombres de letras continuadores de la tradición de la gran prosa castellana; sus artistas de la facultad de Bellas Artes continuadores de Miguel Ángel o Beethoven;… Como están continuamente hablando de ellos, puede parecer que la cultura es suya y que ellos son la cultura en vivo. Lo cierto es que si hablan de los clásicos es porque es su negocio y viven de eso. No hay mal que por bien no venga, y gracias a su afán de lucro se consigue que cualquier persona tenga acceso a los clásicos, pero no debemos olvidar que sólo son unos mercenarios que trafican con las obras que los primeros crearon. Aprovechan la grandeza de los hombres magnánimos para vivir a su costa. Las sombras que no tienen un cuerpo propio usurpan el de los demás. Venden libros que no han escrito a los que añaden una introducción y unas notas a pie de página, casi siempre innecesarias, para cobrar su comisión, para robar al autor original lo que la sociedad ya no le puede pagar. Poco se diferencian de los tenderos que venden camisetas o llaveros con fotografías o cuadros de los grandes creadores.

A las consideraciones generales sobre la Universidad en cualquier época y lugar, con excepciones notables, hay que añadir además el declive que la acompaña en nuestros tiempos, lo que hace incluso parecer a la academia de antaño como el parnaso del saber y del desarrollo del conocimiento. Hay incluso universidades que ofertan licenciaturas o grados con cursos sobre fotografía, asistencia matrimonial, gestión hotelera o administración de campos de golf; o cursos complementarios sobre peluquería canina o similares, temas que nada tienen que ver con la cultura sino con oficios profesionales. Y aun en las carreras tradicionalmente serias es evidente que las cosas ya no son lo que eran.

Sin mayores comentarios, creo que los siguientes testimonios explican bien algunos de los problemas de fondo generales:

“Asistimos a un período de rebajas, en que cada vez ponemos más baratos los títulos, los exámenes, las calificaciones, los créditos académicos. […] el nivel tiene que ser revisado una y otra vez a la baja. El absentismo de los estudiantes es cada día más general; su incapacidad o falta de motivación para leer libros (aunque sea el manual de la asignatura), también. Lo de las faltas de ortografía ya ha dejado de ser motivo de escándalo. […] El surgimiento y desarrollo inflacionario de agencias evaluadoras de variado alcance y jurisdicción, hace que la vida universitaria se desenvuelva en un clima cada vez angosto de mediatizaciones que siempre dejan de lado la calidad intrínseca del trabajo realizado y priman en cambio requisitos meramente formales, tales como redacción de memorias, cumplimiento de formularios, preparación de dossiers informativos, visitas de evaluadores, sesiones de discusión, &c. &c. &c. Mi propia experiencia, contrastada con la de otros colegas, es que todo ello sólo sirve para aumentar desproporcionadamente el trabajo administrativo y favorecer a los expertos en los tejemanejes burocráticos” (Juan Arana [catedrático de Filosofía en la Universidad de Sevilla]){2}.

“La docencia no era el único criterio de evaluación. La investigación era otro y, de cara a ascender en tu carrera, más importante. Siendo la docencia cada vez más decadente, la investigación era a la vez una válvula de escape y un medio de asegurarse un ascenso. Los mandamases a cargo de la educación decretaron que la investigación debería ser evaluada, y eso implicaba cuantificar cosas. Qué cosas medir y cómo hacerlo no estaba claro, pero la actitud general fue que cuanto más escribías, mejor eras. Así que el profesorado universitario comenzó a garabatear frenéticamente, produciendo un artículo tras otro como una granja de gallinas ponedoras haciendo horas extra, lo que supuso incluso un agobio creciente para los bibliotecarios que tenían que buscarles sitio. Florecieron nuevas publicaciones y conferencias y éstas últimas pasaron a ser un medio de autopromoción. Poco importaba si tu trabajo sólo lo leían tus colegas y tú. Ahí estaba y eso bastaba. […] Puedes encontrar bastantes profesores con más de un centenar de artículos publicados y maravillarte ante estos paradigmas de creatividad humana. Esta gente, pensarás, se equiparan con Mozart que escribió cientos de piezas de música o más. Y luego te quedas perplejo al ver que, en el mundo moderno, debe de haber muchos Mozarts –casi uno por cada departamento.

La verdad más evidente emerge cuando examinas los títulos de estas superproducciones. Primero, el autor rara vez aparece solo, sino que comparte el encabezado con otros dos o tres. A menudo los colaboradores son estudiantes de doctorado que, de forma rutinaria, están haciendo la mayoría del trabajo sucio trabajando en alguna beca de mala muerte con la esperanza de trepar por este poste grasiento. Si dividimos el número de títulos por la contribución real del autor probablemente se reduzcan esos cientos de artículos a veinticinco. Luego mirando los títulos en sí, verás que muchos de ellos tienen un parecido más que razonable entre sí. Uno dice ‘Análisis de mallas adaptativo’ y el otro ‘Un algoritmo adaptativo para análisis de mallas’. Dividiendo el resto total por la media de repeticiones, reduce nuevamente la lista a la mitad. Mozart desaparece ante tus ojos.

Pero el último criterio a menudo es el más duro. ¿El artículo es importante? ¿Es algo que la gente volverá a mirar y decir ‘Fue un hito’? Aplicar este criterio requiere perspectiva histórica –cosa que no es fácil. Pero cuando se aplica, muy a menudo la lista de cientos de artículos desaparece al completo. Puestas al calor de la investigación forense, esta lista finalmente se evapora y lo que te queda es el conjunto vacío.

En realidad no es nada sorprendente, porque artículos que hayan marcado un hito en una disciplina hay pocos y muy espaciados en el tiempo. Los genios como Mozart son muy escasos y valiosos, pero sus equivalentes Mozarts académicos son muy abundantes y una de las causas que contribuyen al calentamiento global y a la deforestación. Todo este sistema de contar publicaciones como medio de evaluar la excelencia investigadora es pernicioso y completamente absurdo. […] Lo que ahora tenemos en la academia es una situación donde hombres y mujeres inteligentes se prostituyen a sí mismos en aras a un ideal en el que ninguna persona inteligente podría creer. Resumiendo: viven una mentira” (Mark Tarver [profesor de informática]){3}.

Segunda degradación: los medios de comunicación

Con todo, todavía se ven aspectos positivos en la cultura administrada por las universidades. Cierto que no es producto de primera calidad, ni siquiera en las universidades más prestigiosas que viven de la pompa de un prestigio inflado por la propaganda, pero sí hay una seriedad, unas formas de erudición, un rigor en la información que no se ve en las siguientes degradaciones de la cultura, empezando por la promovida por los medios de comunicación: la clásica prensa en papel o actualmente en formato digital, la radio, televisión, &c.

De esos vendedores, filtradores y adulteradores de la información llamados periodistas, cabe señalar muchos males. Agitadores a sueldo, brazo izquierdo del poder político y aliados con las causas que dan pingües beneficios a los dueños de tales medios, haciendo sonar las nueces más fuerte para vender más copias de unos periodicuchos, o subir los ratios de audiencia de algunos programas. Los grandes medios de comunicación de masas –es decir, los que mueven la opinión de la gran mayoría de los votantes– están vendidos a alguna de las fuerzas políticas mayoritarias. Este tipo de situaciones sucede en todos los medios más importantes del ámbito nacional. Ya en el siglo XVIII se descubrió en Inglaterra el ideal de la libertad de prensa y, al mismo tiempo, que la prensa sirve a quien la posee. La libertad de la prensa como ideal puesto en manos de algunos ilustrados de buenas intenciones abrió vía libre a los poderes para competir entre bastidores por la compra de la prensa. La prensa no propaga, sino que crea la opinión libre, y lo que la prensa no cuenta no existe. El filósofo Jean Baudrillard ha señalado que, en una época en la que los medios de comunicación están por todas partes, se crea una hiperrealidad: la cadena de imágenes retransmitidas de una guerra o de cualquier evento quedan como representación ante el pueblo de la realidad misma. Bien señalaba también el filósofo Jürgen Habermas que la opinión pública en una democracia no se configura mediante debates abiertos y racionales, sino a través de la manipulación y del control ejercido por la publicidad en los medios de comunicación.

“¿Qué es la verdad? Para la masa, es la que a diario lee y oye. Ya puede un tonto recluirse y reunir razones para establecer ‘la verdad’: seguirá siendo simplemente su verdad. La otra, la verdad pública del momento, la única que importa en el mundo efectivo de las acciones y de los éxitos, es hoy un producto de la prensa. Lo que ésta quiere es la verdad. Sus jefes producen, transforman, truecan verdades. Tres meses de labor periodística, y todo el mundo ha reconocido la verdad. Sus fundamentos son irrefutables mientras haya dinero para repetirlos sin cesar. […] Cuando se le da rienda suelta al pueblo –masa de lectores– se precipita por las calles, se lanza sobre el objetivo señalado, amenaza, ruge, rompe. Basta un gesto al estado mayor de la prensa para que se apacigüe y serene” (Oswald Spengler, La decadencia de Occidente).

Mas no todo en la prensa es política, y abundan en ella también las páginas culturales. También en otros medios de comunicación se reservan buenos espacios para documentales o noticias relacionadas con el mundo de la cultura. Y aquí es donde entra la segunda degradación, una vulgarización conocida como “popularización”, donde el lema principal es degradar y quitar todas las aristas a los temas culturales que requieran una formación intelectual y un hábito de pensar cuestiones complejas, para que cualquier paleto del último rincón del planeta pueda entenderlo, o creer que entiende algo. La cultura como espectáculo nace también de estas acciones, y el ciudadano medio puede entretenerse leyendo noticias sobre fantásticos descubrimientos científicos, indagaciones históricas, novedades artísticas y… en fin, una amalgama de posibilidades para que el irrespetable público pase el rato y llene su cabeza de pájaros con los que luego hacerse el “enterado”. Esa idea falaz de que el periodismo es una fuente de información veraz y objetiva destinada a un público inteligente{4} no tiene más propósito que la adulación mutua de periodistas y lectores a fin de promover el negocio de los medios.

Esta pseudocultura creada por y para pseudointelectuales ya fue reconocida como tal desde hace largo tiempo. Nuevamente, cabe traer a colación una cita del filósofo del eterno retorno:

“En el periodismo culmina la auténtica corriente de cultura de nuestra época, (…) aun sabiendo que, apenas se arrojara una simiente de cultura auténtica, pasaría por encima de ella inmediata y despiadadamente la apisonadora de esa pseudocultura” (Nietzsche, Sobre el porvenir de nuestras escuelas).

La popularización engendra dos terribles vicios en la profesión periodística que desvirtúan enormemente su labor cultural: 1) superficialidad, 2) fugacidad. El primer aspecto viene dado por la supresión de desarrollos de los detalles, algo en lo que abunda la academia, ese ir al grano que al final se queda en un aperitivo para gallinas y que deja hambrientos a los que están acostumbrados a leer largas horas libros de gran enjundia. Escribir en un artículo limitándose a dos mil o pocas más palabras supone para el periodista quitar toda sustancia y quedarse en la cáscara del fruto, y para el lector olisquear un plato sin poder meterle el tenedor. Calderilla son las reflexiones periodísticas, cosa muy menor. Y al ser una cosa de tan poco valor, lleva consiguientemente a la fugacidad, a la cultura de usar y tirar, de leer hoy una noticia, mañana otra y no acordarse el lector de lo que se escribía la semana pasada. El periodismo no se nutre de las mentes intelectualmente más lúcidas, pues todo lo tocan superficialmente y con rapidez, lo que no permite profundizar en nada. Cierto que llega a muchos lectores una reflexión publicada en un periódico, pero de los muchos miles o millones de ellos, casi ninguno recordará con mayor interés lo que haya leído pasados unos días. Como no sea como propaganda de un libro o un evento cultural, cumpliendo una función tal cual cartelera de cine, la labor de pensamiento y creación intelectual de la prensa y medios audiovisuales es farándula que arde rápido y con mucho ruido y luces para extinguirse en breve, y nada queda de ella con el paso del tiempo.  

La propia elección de temas a desarrollar en los medios es de carácter populista y amarillista, con preferencia por llegar a los muchos en detrimento de las alturas intelectuales. Publicar en la prensa noticias morbosas, para un público inculto y ávido de morralla, es propio del circo al que nos tienen acostumbrados los medios.

Es de señalar también la caída acelerada de la calidad de una buena parte de los medios en las últimas décadas, sobre todo los audiovisuales, en un mundo que va a la carrera por el precipicio de la vulgaridad y en el que la prensa, radio y televisión deben competir en el mercado de las ratios de audiencia o de la tirada en papel o visitas por Internet. Rodeados de propaganda mercantil que todo lo ensucia, afean el espíritu del hombre con sus bajezas mercantilistas. Se da el populismo también en las cadenas públicas, algunas sin propaganda pero que deben justificar su existencia nutrida de impuestos en la cantidad de personas que las siguen. Puede que en otros tiempos se abogase por una televisión que transmitiera al pueblo cultura y lo sacara de su barbarie, en una especie de despotismo ilustrado que aboga por dar lo que se cree que es mejor pero sin preguntar “pueblo, ¿qué queréis?”. Hoy sin embargo el pueblo inculto es el déspota que manda y elige sobre los medios: a aquellos que no ofrecen la suficiente bazofia los castiga con un menor consumo, pérdida clientelar de anunciantes o desconfianza institucional en el caso de organismos públicos, que miran con sospecha de inutilidad aquello que no está al servicio de las demandas del pueblo llano de votantes.

Esto, junto con la acción propagandista política dentro de la ideología de cada cual, son los dos principios fundamentales que acompañan la singladura de los medios en nuestras naciones democráticas neoliberales. No son más que un reflejo de la estructura social político-económica. Hoy en día las cadenas son dadas a divulgar el catecismo de la postmodernidad con ideología de género o su ideario progre,{5} pero se adaptarán como cuerpo sin alma, sin carácter, a cualquier coyuntura social.

No es que el cine sea lo máximo de lo máximo entre las expresiones culturales de la humanidad, pero ha recibido gran atención por parte de los medios de comunicación por ser un arte muy popular, de manera que salen en estos cada poco directores o guionistas o actores a expresar lo que han querido contar con su trabajo –usualmente obras de puro entretenimiento–, como si se tratara algo que abre nuevas puertas a la luz y el espíritu. Miles de intelectuales o creadores hay hoy en día de más valor que los artesanos cineastas, pero no tienen relevancia en los medios sus motivaciones o “lo que han querido contar” por no acercarse a la industrial cultural para las masas, en la que la prensa juega un papel fundamental como engranaje del movimiento mercantil. Con todo, sí que hay en el séptimo arte algunas obras de gran mérito y profundidad que propiamente se pueden llamar cultura antes que circo. Sin embargo también el mundo del cine tiene su decadencia, y su calidad media lleva varias décadas en caída libre.

Un ejemplo notable de declive cultural en los medios es el relacionado con la emisión de largometrajes en la televisión. Hace algunas décadas en España, era común que hubiera en las franjas horarias de mayor audiencia un amplio surtido de algunas de las mejores películas de la historia del cine, incluso existiendo pocos canales. No es por tanto infrecuente entre los nacidos antes de 1980 tener un público que conoce lo más destacado de las artes cinematográficas. Sin embargo, esto ha cambiado muy rápidamente, dado que hoy las cadenas casi exclusivamente emiten producciones de cine comercial de los últimos 20 años –en los que se encuentran muy pocas joyas del cine–, como no sea en ocasiones especiales como las clásicas de Semana Santa o Navidades, y no es raro hoy en día encontrar algún millennial que nunca ha visto una película de antes de su año de nacimiento. ¿Es el pueblo el que demanda películas actuales comerciales? Más bien cabe sospechar de la presión de las productoras actuales del cine, que pujan por colocar sus bodrios en las televisiones para seguir manteniendo en marcha su industria, mientras que los clásicos no mueven tanto dinero entre los intermediarios. No obstante, el círculo vicioso se produce: una vez se educa a la población a consumir basura, ésta pide más basura y rechaza la calidad artística.

También, con la agilización de las comunicaciones por Internet, se ha impuesto en la prensa escrita por medios digitales una evaluación continua de los lectores mostrando su aprobación o desaprobación. Así, hoy en día, casi toda la prensa y revistas digitales, excepto unos pocos medios serios que tienen mejores criterios, ofrecen al lector de sus artículos la posibilidad de dejar sus comentarios on-line y/o valorarlos con un “Me gusta” o “no me gusta”. Tienen gran éxito estas opciones de evaluación popular, dado que la mayor parte de los lectores no pueden desarrollar una crítica más allá del decir blanco o negro, me gusta o no me gusta, y tampoco tienen tiempo ni suficientes neuronas para pensar y escribir algo más profundo. Parece que eso aumenta el número de lectores, porque al vulgo narcisista le gusto ser oído aunque no tenga nada inteligente que decir, y no sólo escuchar. Gracias a estas nuevas tecnologías, los lectores pueden celebrar o destrozar una noticia en cuestión de minutos. Nunca como antes el medio ha podido identificar exactamente lo que quiere su lector, y nunca como antes el lector tiene la capacidad de poder elevar una noticia a ser el tema del día o condenarla al olvido en muy breve lapso de tiempo desde su lanzamiento. A los condicionamientos de los políticos y los intereses económicos, hay ahora que añadir la tiranía de los clicks realizados por hordas de descerebrados que se comportan como suscriptores caprichosos. Esta hiperdemocratización de la cultura está llevando a forzar los contenidos hacia gustos de las mentalidades más plebeyas, que son mayoría en nuestra sociedad. Incluso, un medio tradicional como el The New York Times ha tenido que pedir disculpas a los lectores por publicar un artículo de opinión políticamente incorrecto que los lectores ofendiditos condenaron y criticaron en las redes, originando la mayor caída histórica de subscriptores en un tiempo record.{6} No es novedoso el cómo los medios de mayor impacto son controlados por poderes económicos y políticos que indirectamente dependen de la opinión pública, pero sí es nueva la inmediatez de la respuesta de los lectores y cómo el cuarto poder se arrodilla ante el poder de las masas para elevar o hundir un medio en cuestión de días. Es una “rebelión de las masas” –utilizando la expresión acuñada por Ortega y Gasset en su obra homónima– magnificada y acelerada por las tecnologías actuales, lo que convierte nuestros tiempos en una auténtica tiranía de las turbas, ante las que se arrodillan políticos, periodistas, jueces y lo que se ponga por delante.

Tercera degradación: Internet

Parecería difícil hace unas décadas superar la vulgarización de la cultura promovida por una prensa de calidad menguante. Sin embargo, como pozo sin fondo, la caída ha continuado y se ha dado lugar al nacimiento de una nueva forma de comunicación para la cual no es necesario ni ser académico, ni ser periodista profesional. Bástale a un ciudadano de a pie con pagar una conexión a Internet, hoy por hoy accesible incluso a quien no tiene para comer, y ya se abre un campo para que pueda participar en la creación cultural y ser comentarista de todo el saber de la humanidad en los múltiples modos que la tecnología le permite hacer valer su voz: páginas web, blogs, redes sociales, vídeos subidos a plataformas como Youtube o similares, &c. En pocos años, hemos visto cómo la plebe opina sobre ciencias y sobre artes, aclama o castiga con sus votos las creaciones culturales, organiza eventos, promueve pensamientos para calabazas huecas.

Si bien en la segunda degradación de la cultura los contenidos se vulgarizaron, al menos estaban en manos de un gremio cerrado de periodistas profesionales, más numeroso que el de los académicos y mucho más numeroso que el de los pocos creadores de la alta cultura, pero restringido a un pequeño porcentaje de la población. Con Internet, todos somos creadores, académicos, columnistas, &c. en cualquier rama. Surgen como setas los individuos que cuelgan en Internet sus teorías científicas sin tener apenas conocimiento sobre el tema, lo que supone un ruido de fondo para los investigadores profesionales, y lleva a que confundan a cualquier científico de alta cualificación proponiendo nuevas ideas desafiantes con aquellos. Surgen foros de cualquier tema cultural llenos de majaderos, groseros y maleducados, zafios y patanes. Y estos son luego los que crean corrientes culturales.

“Las redes, entre otras cosas, son el refugio de los mediocres, los resentidos, los fracasados, los ‘ignorantes ilustrados’ que alimentan su intelecto a base de ira súbita, los tiesos que veranean en casa del ‘cuñao’ y echan la culpa de su mugre al gobierno; las redes son el lugar perfecto para desahogarse los tarados, los vagos, los inútiles sin referencias, los tontos de baba con derecho a rebuznar sobre cualquier asunto a 19,90 € mensuales, que es lo que vale una tarifa plana. Evidentemente, el número de usuarios de este servicio (gratuito) es inconmensurable. Si los mentecatos diesen calor no habría invierno” (José Vicente Pascual, “De putas y de idiotas”{7}).

José Vicente se refiere en esta cita a las redes sociales, no a Internet globalmente. No es lo mismo. Internet incluye muchas páginas web de valiosa utilidad, muchos documentos que son fácilmente accesibles, el uso del e-mail, &c. lo que facilita el acceso a la información, y la rapidez para conseguir tal. Las redes sociales, así como los lugares abiertos para que los lectores dejen sus comentarios, parecen creados para que, quien no tiene ni tiempo ni ganas ni talento para escribir algo con cierto desarrollo intelectual, pueda dejar su impronta.

A la opinión pública le han dado un megáfono para chillar e incluso organizarse. Antes, en cada pueblo, había sus “tontos del pueblo” que decían sus tonterías, pero éstas no salían de sus calles. Hoy, los tontos del pueblo han tomado el mundo, y, como son tantos, hacen fuerza los unos con los otros, escuchándose los unos a los otros.

Por otra parte, vemos claramente que muchas redes sociales no son lugares de libre expresión de ideas. Se prefiere que haya mil burros rebuznando antes que alguien que escriba con firmeza y al que no le tiemble el pulso para poner el dedo en la llaga. Por lo general, hay que desconfiar de esos lugares que se declaran panaceas del libre pensamiento si son de alcance a millones de personas. Son lugares de manipulación de masas, con instigadores o agitadores profesionales pinchando a los burros para que rebuznen en una dirección dada.

Los líderes o influencers, youtubers, &c. de estas movidas culturales que arrastran millones de individuos son con frecuencia chavales o jóvenes inexpertos y sin apenas bagaje cultural, aunque hábiles en el uso de las nuevas tecnologías, o promovidos por sistemas de propaganda digital que hacen de sus plataformas meros negocios en los que los inversores hacen sus apuestas.

A menor escala de influencia, los que más participan dejando comentarios por doquier en Internet son en muchos casos desempleados o gente que se aburre en casa sin tener nada interesante que hacer y gasta su inútil tiempo en difundir los prolegómenos de su aburrimiento. Quien tiene un trabajo como académico o periodista, aunque también vuelca contenidos a Internet, lo tiene cada vez más difícil para competir con la gran turba de ociosos volcando basura a Internet, pues son muchos. Bien es cierto que la nueva tecnología ha aportado cosas positivas: desde que la plebe se entretiene volcando en la red sus tonterías, hay muchas menos pintadas en las puertas de los baños públicos.

Los más optimistas piensan que se pueden salvaguardar las naves de la mar embravecida que todo lo traga, y se trata de preservar algunas instituciones de la dictadura de la opinión pública. Sin embargo, las fuerzas degradantes y destructoras dominan sobre las fuerzas regeneradores o aristocráticas de la cultura. Como en todo proceso homogeneizador de un terreno, terminan las cúspides recortando su nivel antes que las llanuras subiendo su altura. Así, es común hoy en día ver a presidentes de grandes naciones enviar sus mensajes al pueblo a través de Twitter y a los censores de Twitter eliminar cuentas cuando el mensaje no se adapta a las ideologías dominantes. También científicos o académicos de la mediana cultura –los de la alta cultura ya no se sabe dónde están, como no se hayan metido en una cueva o abandonado el mundo…– se habitúan a las nuevas tendencias, y vemos hoy en día a aquellos que mueven el cotarro publicitar sus trabajos enviando mensajes a través de redes sociales, chats y otras herramientas propias de adolescentes adictos a móviles. Además, los líderes académicos, absorben indirectamente los dictados populistas a través de la financiación que obtienen de organismos públicos. La interacción política-economía-plebe salpica a todos los órganos del cuerpo social.

No menos afectados han estado los chicos de la prensa con esta nueva involución cultural. Por una parte, el negocio se ha mermado con la substitución de la prensa en papel por una prensa digital cuyos beneficios vienen casi exclusivamente de la publicidad. Por otro lado, hoy cualquiera escribe artículos de opinión y tiene que competir el periodista profesional con toda la turba de columnistas amateur que llenan el espacio virtual. Todavía detentan los profesionales de la información un estatus mayor que les permite participar de los grandes medios tradicionales, pero cada vez se están viendo más arrinconados por la multitud de medios digitales que cuentan con la colaboración gratuita de escritores. Cierto que en el campo de la información las agencias cuentan con más recursos que los ciudadanos de a pie para buscar la noticia. Pero en el campo de la cultura, o más bien de los comentaristas de la cultura, poco puede hacer el experto frente a los enterados. Y en vez de hacerse más aristocráticos para alejarse de las turbas, se unen a ellas, de modo que poca diferencia se aprecia entre los artículos de periodistas profesionales y de otros. En estos tiempos en que ni siquiera hace falta salir de la oficina para buscar la noticia y basta con navegar por la red para ello, el periodismo-basura está en auge, compitiendo en chabacanería con las propias redes sociales.

Si malos son los productores, ¿qué decir acerca de los consumidores? Insisto nuevamente en que Internet de por sí es una herramienta maravillosa, y con un gran potencial para tener acceso a informaciones muy valiosas de un modo muy rápido. La herramienta no tiene nada malo en sí, son los productores y consumidores los que la alejan de ser un gran lugar virtual de cultura. Grandes eran las perspectivas de Internet a principios de los 90, cuando la red era ajena a la turba y de uso exclusivo de profesionales científicos o académicos, pero entonces empezaron a abaratarse las líneas, se popularizó la herramienta de comunicación para llegar hasta al último rincón del planeta, a llenarse de propaganda y ahí se acabó el sueño.

El usuario medio actual cada vez lee menos libros –menos incluso que en la era preinternet– y cada vez dedica más tiempo a lecturas en diagonal en su cacharrito móvil o en su ordenador, conectándose durante una media de 1-2 minutos a cada medio digital. Y las decenas de estupendos artículos que se publican son leídos enteros por cuatro gatos, y olvidados en menos de una semana; mientras, los restantes lectores leen a lo sumo los titulares y un par de líneas de algún artículo. ¿Qué clase de movimiento cultural es éste? Nada… lo de siempre, un poco de ruido, sus banners de propaganda y su inversión en tecnología informática, y a seguir girando la rueda del consumo. Es la cultura del zapping, del saltimbanqui, del enterado que quiere estar en todos los sitios y no está en ningún lado. ¿Qué diríamos de una biblioteca donde vemos entrar usuarios que salen al cabo de unos minutos con las manos vacías? En verdad, como siempre, la cultura está en los libros, y no es de considerar ejercicio intelectual alguno entre quien no tenga tiempo para leerlos y se pase varias horas diarias mirando a la pantalla de su cacharrito saltando de página en página. La cultura que podemos considerar seria y no de chirigota requiere tiempo y concentración en lo que se lee, y no está hecha para los que tienen pereza mental.

Internautas saltimbanquis: pseudocultura de postureo. Cultura de usar y tirar.

Internet es un caballo desbocado. ¡A ver quién se atreve a ponerle de nuevo el bozal a la bestia! Por lo que se ve, nadie, y lo único que se ven venir son algunos grupos oportunistas que ensalzan los valores populistas para poder sacar un puñado de votos o vender sus mercancías. Y le llaman a la plebe “ciudadanía”, con un trato deferente… Nadie se atreve a cerrarle el pico al populacho.

Las nuevas generaciones de descerebrados van ganando terreno. Proliferan como setas el new age, la sabiduría de herboristería o de sectas varias. Las tribus y subtribus urbanas hacen alarde de su modo de hacer civilización. El descerebrado tipo friki pretende que se respeten sus infantiles héroes como a los grandes de la cultura actual; aspira incluso a crear escuela y oficio en torno a películas de ciencia-ficción cuasi-infantiles tipo la saga de Star Wars. Ya no es raro tampoco oírle a algún mozalbete sus desprecios por los clásicos, por los libros, &c., diciendo que todo lo que produjo la humanidad antes de él haber nacido está obsoleto, y enorgullecerse de su barbarie y embrutecimiento, usuales en los adictos a la informática, Internet y las nuevas tecnologías. ¿Y el futuro a corto o medio plazo? El panorama para las próximas décadas pinta aún más sombrío. Todavía no ha tocado fondo la cultura de masas.

“Se avecina un mundo en el que todo el que sea bello será sospechoso. Y todo el que tenga talento. Y el que tenga carácter –afirmó con voz ronca–. ¿No lo comprende? La belleza será un insulto y el talento una provocación. ¡Y el carácter un atentado! Porque ahora llegan ellos, saldrán de todas partes cientos de millones de ellos. Y estarán por todas partes. Los deformes. Los faltos de talento. Lo débiles de carácter” (Sándor Márai, La mujer justa [novela]).

La muerte anunciada de la cultura

Podría haberse previsto el actual estado de las cosas con esta última degradación, no tanto sobre la tecnología como sobre la aplicación de la misma. Al igual que en física se predice una muerte térmica del Universo según el segundo principio de la termodinámica, también en el ente social cabe sacar una ley similar en un sistema donde las partículas son los individuos y el sistema es la sociedad. Para que en el Universo haya movimiento, debe haber diferencias de energía entre sus distintos componentes. Por ejemplo: cuando hay un cuerpo caliente y otro frío, hay transferencia de energía entre ambos. Cuando el Universo llegue a un equilibrio térmico total en todas las componentes, ocurrirá lo que se conoce como muerte térmica del Universo. En ese instante nada estará por encima de nada, todas las componentes permanecerán al mismo nivel, nada destacará porque será monótonamente igual. No habrá transferencias de energía porque todo estará al mismo nivel energético. Será un Universo oscuro, sin movimiento; una representación bastante perfecta de la nada, del no ser. ¿No cabe pensar lo mismo de la sociedad, y en particular de la cultura? Cuando alcancemos ese estado de equilibrio en el que todos participan, todos dicen pensar, todos parlotean, todos tienen derecho a explicar sus memeces a sus congéneres, cuando se termine de crear esa aldea global donde todo y lo de todos es cultura y nada es no-cultura, ya no habrá movimientos ni transferencias de energía, ya no habrá fuentes ni sumideros del flujo intelectual, todo será una sopa social homogénea donde toda genialidad estará diluida en el maremágnum de lo plebeyo.

Se intuye el agotamiento de nuestros tiempos: todo lo importante intelectualmente –no incluyo aquí la tecnología, que es labor de artesanos del microchip y no de pensadores o artistas– ya está hecho, y lo que queda es básicamente parlotear y dar mil vueltas alrededor de los mismos temas. Queda el pensamiento en manos de unos oficinistas a sueldo del Estado produciendo una cultura oficial, y que contra nada luchan y nada tienen que expresar más que su deseo de vivir una vida acomodada y ser consumidor de lo que la industria le ofrece. Y ocurre que cuando las vanguardias encierran una rabieta contra movimientos anteriores y no contienen en sí ningún valor afortunado, éstas terminan cayendo en el olvido total. En la cultura actual se respira un ambiente anodino y desgastado, y la plebe se le une y se mezcla con tal. Todos hablan y hablan, o hacen que hacen o imitan o convierten el hacer cultura en meras repeticiones para las cuales usan siempre los mismos moldes. Falta la chispa que se vio en la Europa del Renacimiento, o el esplendor de los siglos dorados de la literatura, la pintura, la música. El último arte, llamado el séptimo, ha tenido sus momentos de fulgor a mediados del siglo XX, pero languidece también junto a sus hermanos como industria del entretenimiento. Y, mientras, la vorágine de unas masas que todo lo devoran o vulgarizan avanza a pasos agigantados, convirtiendo lo que hay de especial en nuestra civilización en producto de mercadillo, envolviendo con el manto de la oscuridad y la ignorancia toda luz pasada o presente. Sólo nos quedan los clásicos, disfrutémoslos antes de que las hordas de descerebrados decidan destruirlos en un arranque de histeria colectiva.

A lo largo de la historia, hemos visto morir y renacer los distintos movimientos intelectuales, y no responde la situación actual más que a una nueva fase del ciclo. Es un claro síntoma de la desaparición de la cultura llamar cultura a lo que no lo es, como señalaba Hanna Arendt. El Mercado manda. La Televisión manda. Internet manda. Las mayorías manipuladas por los intereses de unos pocos avispados eligen los símbolos de la cultura de la época vulgocrática. Masas que hacen turismo y definen ellas mismas lo que es arte o no según el número de visitas que recibe la obra o con los “me gusta” en alguna página web. La gran desgracia de nuestra sociedad es la de no saber preservar lo que es para las minorías y rendirse a las exigencias de la plebe.

Las culturas muertas podrían redescubrirse en un futuro y asombrar a generaciones venideras dentro de muchos siglos. No obstante, la transmisión de la historia de nuestra cultura dependerá también de la durabilidad de los soportes para la escritura. Las civilizaciones más antiguas dentro de la historia –prehistoria aparte– han dejado sus mensajes escritos en piedra, y estos pueden durar unos cinco mil años. La historia de los últimos dos o tres mil años está plasmada en papel o pergamino, con una durabilidad en torno a unos 500 años, aunque sabemos mucho de los antiguos no por tener acceso a sus escritos originales, sino por las copias producidas por amanuenses, que han circulado durante la Edad Media o más prolijamente desde la invención de la imprenta. Con las nuevas tecnologías digitales, podemos estimar que los soportes durarán unos 50 años siendo algo optimistas, y todo lo que no haya sido copiado y recopiado y adaptado a venideros formatos digitales de forma continua múltiples veces en ese lapso de tiempo terminará por perderse; todo esto suponiendo que en el futuro seguiremos contando con esas tecnologías y que no habrá una vuelta atrás en el uso de ordenadores debida quizá a una destrucción de la civilización. Cincuenta años es un breve lapso de tiempo, apenas da tiempo a invertir tendencias culturales, con lo cual es de esperar que sobrevivirá por algún tiempo la bazofia de nuestra era, que es lo que está constantemente circulando por las redes, para terminar muriendo a largo plazo por no tener punto de comparación con las grandes creaciones de los clásicos; mientras, quedarán enterradas para el olvido eterno las obras de autores más allá de la chusma cultural porque los incomprendidos de una época no tendrán la oportunidad de ser rescatados en un futuro lejano. Quedarán, sí, los restos arqueológicos, tal cual sucede a una cultura prehistórica, y puede que alguien deduzca de tales restos –material de experimentos científicos, restos de circuitos integrados, máquinas,…– que había algo grande en nuestra civilización occidental antes de terminar sus días, si es que queda vida inteligente en el planeta para contemplarlo.

Este texto es una compilación de cuatro breves artículos periodísticos publicados por el autor en disidentia.com: 12, 19, 26-3-2021, 9-4-2021. Exposiciones más extensas del autor sobre el tema en los capítulos “Vulgocracia” y “La industria cultural” (caps. 13-14  [3-4 del vol. II]) de Voluntad. La fuerza heroica que arrastra la vida.

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{1} En latín en el texto original en alemán. Traducción: lo bello es cosa de pocos.

{2} Arana, J., 2003, “Sobre la situación actual de la Universidad. Problemas y soluciones”, LOGOS. Anales del Seminario de Metafísica, 36, pp. 41-48.

{3} Tarver, M., 2007, “Why I am Not a Professor OR The Decline and Fall of the British University”.

{4} Benegas, J., “El mito del periodismo veraz y el público inteligente: otra mentira posmoderna”, disidentia.com, 9-2-2020.

{5} Gabelas, J. A., “Entretenimiento tóxico”, disidentia.com, 18-12-2020.

{6} Augusto Palma, D., “No publicarás”, disidentia.com, 11-6-2020.

{7} Publicado en elmanifiesto.com, 31-7-2017 (actualmente inaccesible en la publicación digital; copia del artículo en El rincón de Yanka).

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