El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 195 · abril-junio 2021 · página 6
La Buhardilla

La fatal fatalidad

Fernando Rodríguez Genovés

De cómo el destino se torna desatino cuando la fatalidad vital degenera en un suceso fatal

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destino

Una expresión muy popular que sintetiza, a mi entender, nuestro presente continuo es la siguiente: «esto es lo que hay…». En su ordinariez, tiene, no obstante, un profundo calado, una profundidad adecuada al progresivo hundimiento de la sociedad bien ordenada, y hasta podría interpretarse como su propio epitafio. La usan legos y togados, gente corriente y adictos a la cultura poco madura; los unos, los otros y los de más allá. Contiene todo aquello que los tiempos exigen: contrariedad, conformismo, ambigüedad, síndrome de impostada superioridad (que intenta ocultar complejo de inferioridad), indefinición. Palabrería y nadería. Una grandilocuencia que, en realidad, no dice nada.

Frase licuada, sus parcas palabras están deshidratadas, liquidadas: proferidas, suenan a una mezcla de amenaza, de impostada autoridad sobre las personas, las cosas y su devenir; escritas, se me antojan descompuestas, desleídas. Lema de nuestro tiempo, revela un sentido terminante (pez que se muerde la cola) e irrebatible, como queriendo decir: «lo tomas o lo dejas», «y ni una palabra más», «ahí lo dejo».

Ese «esto», inicio de la frase, en su vaguedad indeterminada (aunque infectada de determinismo), señala lo que no quiere tocarse con las manos, para no mancharse, ni mojarse. Frase líquida, juega a nadar y guardar la ropa. Igual que un sujeto aquejado de neurosis obsesiva, se lava las manos una y otra vez, porque este Pilatos palabrero desea mostrarse ante los demás como alguien que no tiene las manos sucias. Y, mientras tanto, arrincona todo lo demás. Tampoco se mira al espejo, para así no advertir su descaro.

Ese «hay» que sigue al «esto», ay, anhela la categoría de solución final a cuestiones de cualquier tipo. Sueño ontológico de antología, proclama que la realidad es «lo que hay», lo cual no llega a saberse lo que es.

Frase terminante, no cierra, sin embargo, la puerta al salir de la habitación en que vive encerrada: síntomas de mala educación y de pésima ventilación. De ahí que se pierda en la cadena cadenciosa de los puntos suspensivos, característica de los enunciados abiertos, sin conclusión (aunque aquí con aires concluyentes).

Frase con doble sentido. Porque, más allá de lo real, apuesta por su doble, ser lo que no es ni puede ser: otro, el otro, ser lo que sea o quién sea.

Frase para salir del paso.

Lo dicho: «esto es lo que hay…»: contrariedad, conformismo, ambigüedad, complejo de inferioridad, indefinición. Frase cargada de fatal arrogancia, de fatal fatalidad.

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dicho

Lo que resulta fatal para nuestra existencia es que «lo dicho» sea entendido como un «pre-dicho», uno de los significados del término latino fatum. Mas no el exclusivo. Por ejemplo, la fórmula empleada por autores clásicos, fato fieri omni, puede traducirse como «todas las cosas han sido dichas» o «ha sido predicho todo lo que va a ocurrir». En el primer caso, nos situamos en un fatalidad vital; en efecto, todo está ya dicho. En el segundo, a una especie de «fatal fatalidad», las cuales conducen, cada una por su cuenta y riesgo, a perspectivas distintas del asunto.

Desde la perspectiva del estoicismo y el vitalismo, la fatalidad forma parte de la realidad del mundo, un mundo determinado, objetivo y único, que acepta la pluralidad, pero sin violentar la unidad: «hay muchos mundos, pero están en éste» (Paul Éluard). No elegimos el mundo en que vivimos ni debemos juzgarlo, adoptando una postura resentida y antropomórfica de huida de la realidad.

«Recuerda la totalidad de la sustancia, de la que participas mínimamente, y la totalidad del tiempo, del que te ha sido asignado un intervalo breve e insignificante, y del destino, del cual, ¿qué parte ocupas?»

Marco Aurelio, Meditaciones, V, 24

Friedrich Nietzsche escribe en La gaya ciencia que el conocimiento que produce gozo, el «saber alegre» (o mejor, saber en la alegría), es la voluntad de vivir la vida como es, cuyo resultado –moral superior (altura moral) o moral inferior (moral baja)– no deberá cargarse a la cuenta de la naturaleza de las cosas sino a «nuestra habilidad práctica y teórica para interpretar y coordinar los acontecimientos».

La realidad no es como debe ser, ni como nos gustaría que fuese; es como es. He aquí la fatalidad impresa en la naturaleza; no una fatalidad «fatal», sino inexcusable, por más que los tipos débiles se empecinen, de mil maneras,  en eludir o sortear el destino que se han buscado… Conciben éstos lo real cual bazar de las sorpresas, donde escogen lo que les gusta y descartan lo que no les place. Para mayor ultraje, a semejante modo de actuar lo llaman «libertad». Desconocen que no puede hablarse de libertad sin necesidad.

«Nada hay en la naturaleza que sea contrario a ese amor intelectual [de Dios], o sea, nada hay que se pueda suprimir.»

Baruch Spinoza, Ética, Parte V, proposición XXXVII

También ignora el vulgo raquítico que la grandeza en el hombre consiste  no en soportar la realidad, como si se tratase de un sufrimiento necesario (prefiere, por lo común, los sufrimientos innecesarios), sino en amarla. El amor fati es un amor de facto.

«La  fórmula para expresar la grandeza en un ser humano es Amor Fati: que uno no quiera que nada sea diferente, ni hacia adelante, ni hacia atrás, ni en toda la eternidad. Que uno no se limite a soportar lo que sea necesario y aún menos disimularlo – todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario – sino a amarlo».

Friedrich Nietzsche, Ecce homo

No se confunda, pues, «fatalidad vital» con «fatal fatalidad», pues ésta es mecánica, maquinal, fatalidad nefasta. La «fatalidad vital» invita a la decisión, a optar por una determinada acción de entre las posibles que ofrece el vivir. La fatal, en cambio, aplasta al hombre con el peso de la predestinación, que es una especie de obediencia ciega, opuesta a la feliz aquiescencia de aquélla. La vital fatalidad propende a la afirmación, a decir sí a la vida, con todas sus consecuencias. La fatal, por su parte, balbucea un «sí, pero no», «tal vez», «depende», «nunca se sabe…».

«La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse desde luego en un mundo determinado e incanjeable: en éste de ahora. Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad vital no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo –el mundo es siempre éste, éste de ahora– consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias, y, consecuentemente, nos fuerza… a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida! Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos a ser en este mundo. Ni un solo instante se deja descansar a nuestra actividad de decisión. Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que quiera venir, hemos decidido no decidir.»

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas

Tampoco debería llevarse la reflexión sobre la fatalidad al espacio dogmático y doctrinario del fatalismo, allí donde la meditación prudente se embriaga de teoría general. La fatalidad es un hecho, una realidad de facto. Su no aceptación –o acaso, la insubordinación al caso– adquiere visos de rabieta emocional. También de pataleta intelectual. No ignoro que ha habido (hay y habrá) pensadores y escritores solventes que se han posicionado contra la natural fatalidad, como una forma muy singular de rebelión o quizás a modo de mero «postureo» estético, de pose; actitud comprensible al cabo, la juzgo improcedente, si ambiciona un discernimiento racional.

Este sería el caso de Voltaire, quien en el poema que escribió a raíz del terremoto de Lisboa acaecido en 1755 alzó la voz y protestó amargamente por el hecho de que, a la vista de la enormidad del desastre, la humanidad deba someterse al destino; una diatriba indignada de la que no se salva ni dios: ¿cómo puede existir Dios y permitir semejante devastación? A la hora de clamar contra la justicia natural y la bondad divina, no extraña que el vehemente  filósofo francés optara, en esta ocasión y para este menester, por el género poético, arrebatado, ditirámbico. Por su parte, Thomas Mann aprovecha la oportunidad que le brinda el espacio de una «novela filosófica», como suele caracterizarse La montaña mágica, publicada en el año 1924, para poner en boca del personaje Settembrini un sentimiento próximo a la queja volteriana y tal vez también a la del propio novelista alemán: «Pues la naturaleza es una potencia nefasta, y es mostrarse servil el aceptarla, acomodarse a ella.»

De un modo u otro, independientemente de la contundencia y hasta de la brillantez estilística y narrativa perceptible en ambos ejemplos, se trata de disertaciones que no sería prudente extraerlas del ámbito literario para exportarlas a otros jardines ajenos. Tampoco cabría equipararlas a las argumentaciones que reprueban, con razón, la insensata traslación de la fatalidad en la naturaleza (allí donde procede situarla) al campo de la historia. En esta perspectiva intelectual cabe situar la conferencia «La inevitabilidad histórica», dictada por Isaiah Berlin en 1953 e incluida habitualmente en el libro Cuatro ensayos sobre la libertad, publicada en 1969. Berlin acusa allí las fatales consecuencias para la filosofía de la historia, «lo que sucede en los actos y la conducta de entidades o “fuerzas” impersonales, “transpersonales” o “suprapersonales”, cuya evolución se identifica con la historia humana», cuando se magnifica en ella, por ejemplo, «la influencia de factores físicos, del medio ambiente o de la costumbre». Pero, esa es otra historia…

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Resulta fatal contravenir las leyes de la naturaleza. Principalmente, porque altera el orden de las cosas y el sentido estricto de la justicia. En la etapa presocrática de la filosofía griega, un famoso texto de Anaximandro recogió los términos justos del sentido de la injusticia:

«ahí, de donde deriva la generación de los seres, también se cumple su disolución de acuerdo a una ley necesaria, pues ellos debían expiar recíprocamente la culpa y la pena de la injusticia en el orden del tiempo».

El filósofo de Mileto se refiere al crimen del principio de individuación, que rompe con su multiplicidad la plena armonía de lo Uno. Este referente, aunque aislado, condicionó los posteriores enfoques jurídicos y estéticos del problema. La dike ciudadana (la justicia aplicada en el ámbito ciudadano) fue el resultado de la racionalización y moralización, efecto de la instauración de la polis, de la dike cósmica.

Antígona

La ley dictada en la ciudad a los ciudadanos, y a la que tienen que atenerse para no incurrir en delito, no es tanto de carácter metafísico o cosmológico, sino que es la dike de la polis; justicia políticamente correcta, se diría hoy. El concepto de justicia sagrada, cósmica, es próximo a la significación de pureza, santidad, piedad. Antígona, según queda registrado en la potente tragedia clásica de Sófocles, no será castigada por incumplir un mandato divino –precisamente a él apela al enterrar el cadáver de su hermano–, sino por infringir la norma legal ciudadana dictada por el rey Creonte, quien definía los límites de lo permitido y lo prohibido por ley. La ley en la polis, a diferencia de la ley en la physis, puede acatarse o no. El caso es que Antígona sabe lo que hace y actúa, definiendo el delito cometido como «piadoso», conforme a la norma universal.

He aquí, en su expresión más descarnada, la clave del conflicto por excelencia en la ética, entre lo moral (fundado en el orden natural y necesario: la ley natural) y lo político (fundamentado en la organización del Estado y la contingencia: la ley positiva). Para una moral en sentido iusnaturalista, lo justo, lo bondadoso, lo correcto, apunta hacia un horizonte de universalidad (condición de la individualidad), mientras que la política está marcada por la peculiaridad (concebida para –y aplicada a– las comunidades, no a los individuos).

«Esto quiere decir que todo lo que es, es uno, y que no hay doble de lo único: por tanto, hay que decidirse entre ser “individuo” o no ser, y cualquier otra opción queda excluida.»

Clément Rosset, Lo real y su doble

En el momento en que uno deserta del destino de ser único, de ser individuo, pasa al campo contrario, a su contrario, busca un doble en el que desfigurarse, un otro en el que negarse a sí mismo; es decir, la sombra de lo real, allí donde no rige el orden sino la ordenanza, donde no prima lo original sino la copia, donde la evolución cede su puesto a la revolución, donde la potencia queda eclipsada por el poder, donde no manda el fuerte sino el débil, donde no impera la razón sino la fuerza. Tal traspié resulta fatal para la condición humana. Abandonando la fatalidad de lo natural, los hombres penetran en el campo de minas que constituye la fatal política, a fin de forjar una nueva realidad, alejándose, un paso adelante, dos atrás, de la naturaleza: la fatal arrogancia (Friedrich Hayek).

De esta pulsión deconstructiva deviene todo un abanico de (des)propósitos, cada cual más desatinado, teniendo en común los impulsos de huida, reparación e indemnización, resentimiento, revestidos de «nueva religión cívica» que sustituya la religión de nuestros padres (old religion), llámese aquélla «utopía», «empatía», «altermundismo», «idealismo», «entusiasmo», «voluntarismo», «Nueva Normalidad», llámese como a uno le plazca en la plaza pública.

Del fatal ímpetu, nacen lemas desquiciados: «seamos realistas y pidamos lo imposible», «otro mundo es posible», «de esto salimos juntos». Quieras o no. El argumento racional retrocede, entonces, ante el síndrome de autoridad: «esto es lo que hay…».

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