El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 193 · otoño 2020 · página 15
Libros

Filosofía de la Economía desde el Materialismo Filosófico

Carlos M. Madrid Casado

Sobre el libro El mito del capitalismo. Filosofía de la moneda y del comercio de Luis Carlos Martín Jiménez (Pentalfa, Oviedo 2020)

cubierta

El presente libro constituye una contribución a una filosofía materialista de la economía política en la estela del Ensayo sobre las categorías de la economía política (1972), así como de ciertos parágrafos de La vuelta a la caverna. Terrorismo, Guerra y Globalización (2004), de Gustavo Bueno. No es casualidad que el autor de este libro sobre filosofía de la economía sea precisamente Luis Carlos Martín Jiménez, puesto que sus anteriores libros son El valor de la axiología. Crítica a la Idea de Valor y a las teorías y doctrinas de los Valores (2014) y Filosofía de la técnica y de la tecnología (2018), estando técnicas y valores entreverados en el campo económico. Estamos ante un libro duro, sin concesiones al lector, al que exige esfuerzo y estudio, pero al que también recompensa con pasajes irónicos, no exentos de sarcasmo, que mueven a la sonrisa, pero en otras ocasiones a la mueca, como la foto de cubierta de Tuca Vieira (Paraisópolis 2008) o las contradicciones capitalistas.

Comienza la obra diagnosticando el mito del capitalismo y desgranando el capitalismo del mito (por usar del quiasmo). Tanto el Liberalismo como el Comunismo realizan una apelación mítica al Capitalismo (con mayúscula), aunque el primero la haga con tintes meliorativos y el segundo peyorativos. Ambas ideologías sustantivan el capitalismo, adjudicándole una identidad y una unidad propias. Pero no existe el sistema capitalista, un único sistema capitalista, sino múltiples sistemas capitalistas en symploké. En otras palabras, el capitalismo internacional no es la suma de los capitalismos nacionales; porque, por la dialéctica de Estados, los diferentes sistemas capitalistas no están en armonía sino en biocenosis, en continua lucha unos con otros (págs. 16-17). Huye el autor de planteamientos metafísicos o, por mejor decir, agustinianos, al estilo de Antonio Escohotado (amigos/enemigos del comercio).

En el libro pueden distinguirse, sin perjuicio de su dualidad, dos tramos: un tramo gnoseológico, que analiza la “ciencia económica”, y un tramo ontológico, que ensaya una verdadera filosofía de la moneda y del comercio.

En la parte gnoseológica, Luis Carlos Martín Jiménez señala que el origen de la economía como ciencia hay que buscarlo en ciertas técnicas contables con monedas, porque es la moneda la que totaliza el campo económico, determinando un cierre técnico (págs. 47 y 62). Estas técnicas contables están relacionadas con la partida doble, las tablas de doble entrada, el empleo del cero y los números negativos, &c. Ahora bien, ¿dónde acaba el contable y empieza el economista? Aún más, ¿dónde acaba el economista y comienza el filósofo? (pág. 29). No resulta posible dar un corte exacto porque la “ciencia económica” no cierra categorialmente, a pesar de que los economistas de profesión presuman de que saben lo que ocurre y ocurre lo que saben (pág. 61). Primeramente, porque la categoría económica está atravesada de ideas que la desbordan, entroncando con otras categorías (como la idea de moneda, que remite tanto a la economía como a la política y, por tanto, es más una idea filosófica que un concepto categorial, pág. 21). Y, en segundo lugar, porque la disciplina económica no está en condiciones de ofrecer teoremas estrictos como consecuencia de la presencia constitutiva de los sujetos operatorios en el seno de la categoría (pág. 60).

Desde las coordenadas de la teoría del cierre categorial, la economía como ciencia oscila entre estados alfa y estados beta. En el plano beta, donde se cuenta con los sujetos operatorios en calidad de agentes económicos, la “ciencia económica” se resuelve en microeconomía y, en el límite, en praxis económica (la economía, en cuanto ciencia humana, dejaría aquí de ser estrictamente ciencia). Por contra, en el plano alfa, donde por medio de la estadística se intenta neutralizar la subjetividad inherente a los sujetos operatorios que forman parte del campo económico, la “ciencia económica” se resuelve en macroeconomía (y la economía, en cuanto ciencia humana, dejaría aquí de ser estrictamente humana). Pero, aún así, la macroeconomía, que es probablemente donde la economía alcanza mayor franja de cientificidad, ha de contar obligatoriamente con la dialéctica de Estados, que es imprevisible y conduce a situaciones inestables, alejadas de cualquier equilibrio económico predicho (pág. 54).

Fue Adam Smith el que columbró el cierre parcial de la ciencia económica en tanto en cuanto se fijó –y esta es la clave– en un único Estado, al observar la rotación recurrente de bienes y servicios (aquí tenemos los términos) entre módulos productores y consumidores (aquí los operadores y las operaciones) en el marco de un Estado por medio de la moneda (aquí aparecen las relaciones) de ese Estado. Con estas figuras puede trazarse una tabla de categorías de la economía como la que construyó Gustavo Bueno en su ensayo de 1972, y cuyo aspecto matricial puede rastrearse ya en el tableau économique de Quesnay o en el modelo de equilibrio de Von Neumann.

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Plano bidimensional en Bueno (1972).

El problema estriba en que no existe una única tabla de categorías económicas sino muchas, porque no existe un único Estado sino una pluralidad de Estados, cada uno con su tabla y su moneda. En atención a esta dimensión financiera, de influencia desmesurada hoy día, Luis Carlos Martín Jiménez añade un tercer eje –el eje de las relaciones monetarias– a los dos ejes que consideró en su día Gustavo Bueno –el eje de los términos y el eje de las operaciones– (págs. 142 y 155). De este modo, la tabla bidimensional adquiere una tercera dimensión, definiéndose una esfera económica tridimensional para cada Estado. El corolario de esta crítica, en el sentido de clasificación, es que toda economía es economía política, pues el mercado depende necesariamente para su recurrencia del Estado (institución de una moneda sigilada, mantenimiento de las cadenas de distribución de bienes y servicios, educación de productores y consumidores, &c.) (pág. 49). El actor principal de la película económica no son, por consiguiente, los egos diminutos (como defienden los liberales) ni las clases sociales (como defienden los marxistas).

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Espacio tridimensional en Martín Jiménez (2020)

En la parte ontológica, se esboza una filosofía de la moneda. La moneda no sería una especie más de dinero, porque históricamente ha destruido todas las demás formas dinerarias empleadas como medio de intercambio (dientes, cuentas de collar, bacalao seco…) (pág. 24). La moneda surge simultáneamente a los Estados-ciudad griegos (pág. 27), y lo hace entonces por varias razones. Por un lado, porque en dicho momento histórico confluyen diversas técnicas que se precisan para la institución de la moneda: técnicas metalúrgicas relacionadas con el oro o la plata (metales idóneos por su escasez para poder ser controlados de manera efectiva) y técnicas gráficas relacionadas con la sigilación (que marca la pieza como propiedad de la ciudad-Estado). Por otro lado, porque las conexiones comerciales dan lugar a relaciones mercantiles (podemos visualizar geométricamente esto como que las líneas comerciales determinan al intersecarse puntos que son los distintos mercados, pág. 88), y la moneda es –como vamos a explicar enseguida– una relación.

El autor desarrolla una sólida teoría de la esencia de la moneda (núcleo, cuerpo, curso). El género generador sería el dinero y la diferencia específica, la marca estatal de propiedad. El núcleo de la esencia monetaria es, como diseccionó Bueno (1972), una variable lógica: la moneda es una variable lógica material (sustituible por bienes y servicios) y formal (sustituible por otras monedas) (pág. 121). El cuerpo lo constituyen las diferentes esferas económicas crecidas en torno a cada moneda. Y el curso viene dado por la dialéctica entre estas esferas económicas, es decir, por la dialéctica de Estados e Imperios, por la Historia Universal, donde la guerra tiene un papel protagonista. En el libro se repasa el curso histórico de la moneda desde Grecia y Roma, pasando por el imperio español y su real de a ocho, hasta la ruptura de los acuerdos de Bretton Woods en 1971, cuando Estados Unidos abandona el patrón bimetálico oro/plata y aboga por una moneda crediticia o fiduciaria, lo que a la postre ha significado que el verdadero patrón es el dólar y que los mercados financieros hayan ganado un volumen insospechado de entonces al presente. Martín Jiménez también apunta que los bitcoins no son, de momento, una amenaza para las monedas estatales, y que si en algún momento lo fuesen, los Estados regularían su uso persiguiendo apropiárselas, estatalizarlas.

Finalmente, el libro concluye analizando diversas nematologías alrededor de la idea de moneda, así como trazando analogías sugerentes entre economía y filosofía (que, no obstante, precisarían de futuro abundamiento). El autor regresa a la polémica sobre el origen del capitalismo, que Max Weber cifró en el protestantismo (una polémica paralela a la que se suscitó sobre el origen de la ciencia moderna con la obra de Robert K. Merton que miraba al puritanismo). Tras elaborar una clasificación de las diferentes posiciones al respecto, pondera la importancia del catolicismo y, sobre todo, como va dicho, de la dialéctica de Estados e Imperios. En este caso, de la Iglesia (tan importante para la revolución comercial medieval) y del imperio católico español contra los imperios protestantes holandés e inglés, pero también contra el imperio cristiano francés, tras el descubrimiento de América y la circunnavegación de Elcano, que supuso la primera globalización efectiva (no en vano, para Adam Smith, en La riqueza de las naciones [1776], los dos hechos más importantes para la economía mundial fueron gestas marinas: remontar el cabo de Buena Esperanza y cruzar el estrecho de Magallanes y el Pacífico para alcanzar las Molucas).

Además, el autor compara el problema de los universales con la cuestión del valor de la moneda, dado que las monedas son –siguiendo un rasguño de Bueno– universales realizados. Si para los realistas el valor vendría dado exclusivamente por el oro o la plata que contiene la moneda, para los nominalistas vendría dado exclusivamente por el signo; pero para el autor, que asume las coordenadas del materialismo formalista, habría que conjugar ambos factores, porque el signo ya es material de por sí, está impreso o sigilado.

Por último, Luis Carlos Martín Jiménez incide en que el factum de que no haya una moneda única, como no existe una lengua única (y, parafraseando a Nebrija, “siempre la lengua y la moneda fueron compañeras del imperio”, págs. 145 y 261), se proyecta ontológicamente en un pluralismo discontinuista como el que, precisamente, sustenta el materialismo filosófico.

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