El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 193 · otoño 2020 · página 10
Artículos

El animalismo espiritualista de Fernando Vallejo

John Narváez Espinosa

Se estudia desde el materialismo filosófico la ideología objetivada en las obras literarias de este autor colombiano

Vallejo

0. Introducción

Los estudios disponibles sobre las novelas y los ensayos de Fernando Vallejo soslayan de ordinario la ideología que se manifiesta en las obras de este autor colombiano y que da cuerpo, no sin adherencias teológicas, a su perfil ético y político: el animalismo. La omisión cometida en tales estudios se debe, a mi entender, a que en general la crítica literaria, incluso la que circula en ámbitos académicos, tiene, respecto de su objeto, un marcado carácter doxográfico y hasta promocional antes que propiamente crítico. Bajo esta premisa se advierte, por ejemplo, por qué Diaconu (2013) describe a Vallejo en términos de «sabio neoquínico» (o neo-cínico, identificando el pensamiento de Vallejo con el de Diógenes de Sínope, fundador de la «Secta del Perro»), al que le supone una «autosuficiencia», en el sentido de poder pensar plegándose exclusivamente a la «verdad que el filósofo, como ser autosuficiente, encuentra en sí mismo, sin tener que depender del mundo exterior» (Diaconu, 2013: 165-166). No media gran distancia entre el pensamiento autológico descrito en tales términos y la metafísica gnóstica del «sí mismo» o «yo interior» a la que con tanta frecuencia se recurre para garantizar los privilegios (de marketing literario o de promoción institucional) de estas conciencias supuestamente autogeneradas. Ya Montoya (2007) ha destacado que los apologistas de la obra de Vallejo pertenecientes al gremio de escritores colombianos pasan por alto «las consideraciones racistas, fascistas y misóginas del río del tiempo vallejiano» (Montoya, 2007: 19); aunque, como excepción, se remite a Eduardo Escobar, miembro de la vanguardia nadaísta de los años sesenta, al que Montoya da la razón cuando aquel define a Vallejo como «un sentimental disfrazado de nazi» (23).

Por otro lado, hay que contar con que las ideologías, y entre ellas especialmente las posmodernas, resultan indetectables para las teorías literarias corrientes en la universidad contemporánea, porque dichas teorías suelen compartir intereses con las ideologías al uso, de las cuales, con frecuencia, son meros vehículos o vectores. Sin ir más lejos de lo que aquí nos ocupa, unos denominados animal studies, actualmente en desarrollo en el contexto universitario angloestadounidense, vienen configurándose nada menos que como la articulación «teórica» del animalismo en el interior de diversos campos de conocimiento, entre ellos el de los estudios literarios. Nada nuevo hay en que las instituciones universitarias patrocinen mitologías con empaque científico, como se evidencia en que el mesmerismo en el siglo XVIII, la frenología en el XIX y el psicoanálisis en el XX hayan tenido cabida en organizaciones paradójicamente concebidas para desterrar supersticiones. Acaso el impacto del animalismo en las sociedades y en las mentes contemporáneas quede ilustrado en la conducta de ciertos individuos humanos, como Tom Peters, hombre (Homo sapiens sapiens) inglés que en el año en curso de 2019 ha afirmado ser un perro (Canis lupus familiaris) de raza dálmata, pidiendo (no se indica si a título de reclamación de derecho ante el Reino Unido) su reconocimiento como transespecie{1}.

Precisamente, una demanda de los ideólogos animalistas de las últimas décadas (como Gary Francione, Will Kymlicka y Sue Donaldson) es la de conceder a los animales el estatus jurídico de ciudadanos. Además del mencionado hombre transespecie, una búsqueda de este tenor en internet arroja resultados que hablan, y no necesariamente desde páginas sensacionalistas ni desde libelos irónicos, del matrimonio interespecie y de la familia multiespecie{2}. No parece posible desvincular tales casos (inscritos dentro de lo que el materialismo filosófico reconoce como «locura objetual») de la confusión promovida por los animalistas en torno a la idea y el concepto de persona y de ciudadano. La creciente aparición de partidos políticos de carácter animalista permite suponer que en los próximos años estas conductas oligofrénicas terminarán siendo normalizadas y acaso propiciadas, como resultado de la presión de unos grupos ideológicos que ya forman parte, minoritaria pero efectiva, del legislativo en varios países. Enumero al vuelo algunos partidos de esta denominación activos en la actualidad, indicando lugar y año de fundación: Partei Mensch Umwelt Tierschutz (Alemania, 1993); Partij voor de Dieren (Países Bajos, 2002); Partido Animalista Contra el Maltrato Animal (España, 2003); Pessoas-Animais-Natureza (Portugal, 2009); Equo (España, 2011); y DierAnimal (Bélgica, 2018). Entre los resultados tangibles de estas organizaciones se cuentan, por ejemplo, la prohibición, en determinadas jurisdicciones, de las corridas de toros y de los espectáculos circenses que impliquen el uso de animales. Ahora bien, no hay razones para pensar que de la implementación de leyes de carácter animalista se derive necesariamente una sociedad más «justa», más «armónica», más «compasiva» o más «sensible» que la realmente existente, máxime considerando que el primer cuerpo jurídico basado en postulados animalistas fue el promulgado por el Estado nacionalsocialista alemán, a través de los instrumentos identificados como Reichs-Tierschutzgesetz, o Ley de Protección de los Animales, de 1933; Reichs-Jagdgesetz, o Ley de Caza, de 1934; y Reichs-Naturschutzgesetz, o Ley de Protección de la Naturaleza, de 1935. De manera reiterada, hasta la fatiga podría decirse, Vallejo recrimina a las religiones, y en especial a la católica, por su supuesta falta de piedad hacia los animales (lo que no concuerda con que el animalismo moderno, como veremos, hunda sus raíces en la teología anglicana, y tampoco con que Vallejo pretenda dar lecciones a la iglesia católica en nombre del jainismo a través de la exaltación de Mahavira); pero guarda silencio, y esto no carece de interés, sobre la compasión comprobada que demostraron hacia sus hermanos no humanos los nacionalsocialistas alemanes, al punto de haber sido los pioneros en las legislaciones de esta laya. En el caso de un autor tan versado en sus temas como lo es Vallejo, no debería atribuirse este silencio a falta de información de su parte. Como se verá a continuación, el animalismo en cuanto ideología se fundamenta en la creencia de que los animales, por su condición de seres sintientes (e incluso racionales, como lo ha confirmado la etología moderna), son equivalentes a las personas, un supuesto falso que Vallejo explota de manera aberrante, proponiendo para los animales fueros legales frente a los humanos, como se sintetiza en el siguiente fragmento de Entre fantasmas:

A basar el mundo carajo en una Ley de Protección a los animales con pena de muerte para los humanos. Ley que no incluya por supuesto, como se podrán imaginar, no faltaba más, qué duda cabe, a López el perro ni sus «musiciens», ni sus lombrices intestinales, ni sus piojos, ni sus ladillas, ni sus garrapatas. Sólo animales superiores con sistema nervioso organizado que puedan sentir el dolor. (Vallejo, 1993: 98)

El presente estudio está elaborado desde las coordenadas del materialismo filosófico de Gustavo Bueno, sistema de pensamiento al que he accedido a través de los libros Ensayos materialistas (1972) y El animal divino (1985), del propio Bueno; y a través, fundamentalmente, dado el ámbito académico dentro del cual escribo este breve trabajo, de la Crítica de la razón literaria (2017), de Jesús G. Maestro, un tratado con el que la teoría literaria llega a su cierre categorial, a partir de la aplicación de la filosofía de Bueno al campo de los estudios literarios. Para el conocimiento crítico del animalismo he recurrido a la lección «Veinte años del Proyecto Gran Simio: el animalismo desde el materialismo filosófico», de Iñigo Ongay de Felipe (2013), cuya publicación electrónica incluye el video de la conferencia y su texto base. Gracias al trabajo de Maestro puede establecerse con precisión el papel que desempeña la ideología en la literatura y el tipo de literatura (programática o imperativa) que la ideología determina con su presencia; y gracias al trabajo de Ongay de Felipe puede decirse, en términos materialistas, qué es la ideología animalista. De las referencias animalistas que cita Ongay de Felipe he consultado dos: el primero, la compilación, elaborada por Peter Singer y Paola Cavalieri, de artículos de varios ideólogos animalistas titulada El Proyecto «Gran Simio»: La igualdad más allá de la humanidad (1993); y, segundo, las entradas «Especieísmo» y «Animales, derechos de» del Diccionario de filosofía, de José Ferrater Mora (1979). Por cuanto toca a los libros de Fernando Vallejo, hay que decir que el componente ideológico señalado atraviesa a varios de ellos, por no decir que a todos, independientemente del género literario en que se inscriban: argumentos animalistas se advierten en las novelas que componen El río del tiempo, por medio del apego sentimental que el narrador manifiesta por su perra, la Bruja; en el ensayo La tautología darwinista, en el que se cuestiona, de manera no demasiado clara, la teoría de la evolución, proponiendo que las especies animales se originan por mutación seguida de incesto entre los mutantes; y en las decenas de textos de ocasión, entre conferencias y artículos, que llevan la firma de este escritor colombiano. En el presente trabajo incorporo citas procedentes de las novelas Entre fantasmas (1993), La virgen de los sicarios (1994) y El desbarrancadero (2001); del ensayo La puta de Babilonia (2007); y de la conferencia, leída en la Universidad de Berkeley, «Mi otro prójimo» (2006).

1. La ideología considerada desde el materialismo filosófico

Frente al materialismo dialéctico (o Diamat, la filosofía oficial soviética), de carácter monista, el materialismo filosófico es un pluralismo que estudia al mundo como una ontología especial, compuesta por contenidos discretos o discontinuos, que se vinculan (unos determinados con otros determinados, pero no todos con todos) según el principio platónico de symploké, que establece que «no todo está relacionado con todo». El materialismo filosófico, por tanto, niega que «todo está relacionado con todo» (holismo) y que «nada está relacionado con nada» (megarismo). La ontología especial, que en la terminología del materialismo filosófico recibe también el nombre de mundus adspectabilis, con la nomenclatura técnica de Mi, se organiza en tres géneros de materialidad, a saber: primer género (M1), que corresponde a las entidades físico empíricas, corpóreas (sea, por caso, el agua, también en sus estados sólido y gaseoso); segundo género de materialidad (M3), al que pertenecen las realidades de la «vida interior» o subjetiva, psicológica, pero también orgánica (las asociaciones de ideas producidas en un individuo como consecuencia de la audición de un discurso y el dolor provocado por una apendicitis aguda, en tanto hechos interiores); y tercer género de materialidad (M3), conformado por objetos abstractos, no exteriores, como en M1, ni interiores, como en M2 (la fórmula H2O es una realidad propia de M3, en la que se ha segregado toda subjetividad). Para una mejor intelección de la doctrina de los tres géneros de materialidad, en la que se fundamenta el materialismo filosófico, remito a los Ensayos materialistas (Bueno, 1972).

La ideología puede empezar a definirse como el desarrollo sistemático de contenidos de carácter esencialmente segundogenérico, sobre los cuales se llega a articular ideas o conceptos de carácter terciogenérico, como lo es la noción de «especieísmo» elaborada por los animalistas, de la cual hablaré más adelante. La ideología animalista explota, de manera casi siempre calificable como cursi o sentimental, el dolor de los animales, al cual, por pertenecer a unos seres exaltados por su «inocencia», se atribuye una preponderancia sobre el dolor de los seres humanos, invariablemente considerados como «culpables», como si su separación taxonómica de los animales constituyera una suerte de «pecado original». Los ideólogos animalistas pretenden sustituir la razón antropológica por la razón zoológica o la razón etológica, en virtud de principios que, aparte de ellos, nadie comparte. Un conocido pasaje de La virgen de los sicarios en el que un perro atropellado por un automóvil suscita la compasión furiosa del narrador (quien por otra parte recomienda el asesinato de todos los miembros de la especie humana, si ha de concederse crédito a sus recurrentes imprecaciones en tal sentido) sintetiza la clase de fenómenos a que me estoy refiriendo. Cuando los académicos animalistas presentan sus propuestas concretas para la liberación animal (prohibición de la propiedad ejercida sobre los animales domésticos y de corral, de experimentar médicamente con ellos, de ingerirlos como alimento por parte de los humanos, de concederles el estatus de ciudadanos –a los domésticos– y de gobernantes soberanos de sus territorios –a los salvajes–, caso este último en que las relaciones entre los animales salvajes y los seres humanos se colocarían bajo el marco regulatorio del derecho internacional) omiten que su programa tendría como consecuencias probables el colapso de la actividad económica y la paralización de la investigación científica con fines médicos, por decir lo menos (Ongay de Felipe, 2013).

Los estudiosos y los promotores de libros que ven a Vallejo como un escritor originalísimo solamente están aplicándole un tópico consagrado en la crítica literaria desde el período romántico, durante el cual el autor de literatura cobró el aspecto, que mantiene hasta nuestros días, de una conciencia superior, de un yo absoluto, de un ego trascendental, invariablemente por encima de sus contemporáneos y de la sociedad en la que se halla inmerso. Para la teoría de la literatura basada en el materialismo filosófico, el autor de literatura es un individuo corpóreo que de ninguna manera se encuentra al margen de las ideas que se articulan socialmente. Al estudiar la actitud que para con los animales tiene Vallejo, se advierte que los contenidos de esta índole que se objetivan en sus libros no son producto de su originalidad o su genialidad, sino transposiciones o modulaciones de ideas generadas en la ola animalista contemporánea (iniciada en 1970, con duración hasta nuestros días) y en, lo que reviste todavía mayor interés, las apelaciones, sobre todo por parte de teólogos protestantes ingleses de finales del siglo XVIII, por un trato humanitario hacia los animales, en virtud de su capacidad para sentir el dolor y su condición de criaturas de Dios. Lo que dice Vallejo acerca de los animales forma parte de un cuerpo previo de postulados que asegura la cohesión de grupos de carácter activista que enarbolan a los animales como objetos de interés ético y político. Y es por este hecho de ser compartidas que las ideologías se diferencian de los delirios individuales. Ontológicamente hablando, la ideología es un delirio social que, precisamente para poder transmitirse, se presenta contaminado de razón. Históricamente, la ideología surge en sociedades que ya han sido intervenidas por el racionalismo humano, en las que, no obstante, siguen latentes sedimentos míticos. A la siguiente definición me pliego para hablar de este tema:

Ideología es todo discurso basado en creencias, apariencias o fenomenologías, constitutivo de un mundo social, histórico y político, cuyos contenidos materiales están determinados básicamente por estos tres tipos de intereses prácticos inmediatos, identificables con un gremio o grupo social, y cuyas formas objetivas son resultado de una sofística, enfrentada a un saber crítico (ciencia o filosofía). La ideología incurre siempre en la deformación aberrante del pensamiento crítico, y por eso se enfrenta de este modo con la ciencia y con la filosofía. En efecto, una de las primeras transformaciones históricas que provoca el desarrollo del conocimiento científico es la crítica y la disolución del pensamiento mítico. Aún así, las cenizas de los mecanismos que generan los mitos sobreviven en las sociedades modernas y contemporáneas a la crítica de la razón –pura y práctica– bajo la forma y el contenido de las ideologías. Las ideologías son siempre plurales. Remiten en cada caso a una pluralidad en la que de alguna manera están todas implicadas. No hay civilización sin ideologías. Es una ficción hablar de una única ideología, como es una ficción hablar de un pensamiento único. Las ideologías son representaciones organizadas lógicamente, capaces de expresar el modo en que las personas viven, comunican e interpretan la realidad en que están insertas. Al igual que los mitos en las culturas bárbaras, las ideologías contribuyen en las culturas civilizadas a asegurar la cohesión del grupo social en función de unos intereses prácticos inmediatos, es decir, de unos intereses políticos decisivos. Las ideologías incorporan materiales heterogéneos, desde los que disponen su propia justificación lógica –consecuencia del rigor impuesto por el desarrollo de los saberes críticos– ante las alternativas de otras ideologías opuestas y enfrentadas, a las que excluyen internamente y critican en público. Las ideologías asocian los Ideales (Libertad, Felicidad, Paz…) a las dimensiones psicológicas, lingüísticas, sociológicas…, del ser humano, y convierten en valores absolutos los resultados particulares y relativos que se derivan de tales asociaciones. La idea de la filosofía marxista, según la cual en toda sociedad civilizada hay una ideología dominante que refleja las ideas de estos grupos sociales dominantes, las cuales se las arreglan para imponerlas al resto de la sociedad por procedimientos más o menos coactivos y sofisticados, es hoy día plenamente vigente. Desde la sociología del conocimiento de K. Mannheim (1929) se considera que toda ideología es un fenómeno psicológico, una deformación o error que sufre un individuo o un grupo social en alguna dimensión de su pensamiento. Algo así como un prejuicio o un conjunto sistemático de prejuicios bien organizados y justificados. Como teoría literaria, el Materialismo Filosófico considera que toda ideología es una especie de engaño necesario e inconsciente, una deformación interesada y total del pensamiento. La ciencia y la filosofía, en su ejercicio racional más estricto, confieren a la ideología un sentido crítico y negativo. Se acepta indudablemente que la ciencia y la filosofía no siempre están exentas de contaminaciones ideológicas, pero hay que afirmar rigurosamente que ninguna ideología puede identificarse nunca ni con la ciencia ni con la filosofía, disciplinas a las que aquella siempre reconoce como discursos críticos y subversivos de los intereses propios de una ideología contraria. Se considera aquí que toda ideología es siempre una deformación aberrante del pensamiento crítico, cuya naturaleza es esencialmente científica o filosófica. Esta deformación del pensamiento crítico se advierte –de forma especial en la interpretación literaria– en dos irracionalismos fundamentales: el Idealismo y el Dogmatismo. El primero es una deformación semántica de la interpretación científica; el segundo, su imposición pragmática. Uno y otro son los dos pilares fundamentales de la crítica posmoderna. (Maestro, 2017: I, 1.3.2.2.)

Merece citarse también otro fragmento de la misma obra, Crítica de la razón literaria, este acerca de la relación entre las ideologías y los intelectuales, señalados como los artífices y los agentes de aquellas:

No conviene confundir Política e Ideología. Los intelectuales, casi sin excepción, simulando hacer política solamente promueven ideologías.

Aquí entendemos por ideología el resultado de la fragmentación que las mitologías experimentan como consecuencia del desarrollo del pensamiento racionalista y la investigación científica. La ideología es lo que sobrevive a un mito que ha cambiado de expresión, y que ante la necesidad de preservarse busca nuevas formas de «presentación en sociedad». La ideología es un discurso basado en creencias, apariencias o fenomenologías, constitutivo de un mundo social, histórico y político, cuyos contenidos materiales están determinados básicamente por estos tres tipos de intereses prácticos inmediatos, identificables con un gremio o grupo social, y cuyas formas objetivas son resultado de una sofística. La ideología es siempre una deformación aberrante del pensamiento crítico (ciencia y filosofía). Toda ideología remite al idealismo y al dogmatismo.

Los intelectuales son los principales agentes transmisores y transformadores de ideologías. Dicho de otro modo, los intelectuales son los motores, los transductores, los productores y los traficantes de las ideologías. Esto equivale a afirmar que los intelectuales son los principales deformadores y pervertidores del conocimiento científico y de la filosofía. Se comportan, actúan, hablan, como los sofistas –posmodernos– del mundo contemporáneo. De ahí que, con frecuencia, se les haya considerado, desde las exigencias de la Filosofía y de la Ciencia, como unos auténticos impostores (Maestro, 2017: III, 2.2.)

En el presente escrito sostengo que el animalismo es una ideología que establece una relación de igualdad entre los humanos y los animales, en razón de la cual se pretende dar pie a obligaciones éticas de los primeros para con los segundos, obligaciones que, de ser cumplidas efectivamente, tendrían como consecuencia inevitable el colapso de la civilización, cuyo desarrollo descansa, como uno de sus pilares fundamentales, en el dominio del hombre sobre los animales. No está de más decir, por obvio que parezca, que los animalistas son sujetos operatorios humanos, definibles por su gremialización en torno al postulado antedicho, y no sujetos operatorios animales, ya que estos últimos, por mucho que se les quiera considerar como personas de derecho, carecen de la capacidad política necesaria para reunirse en asambleas y decidir, como en sus conferencias señala Jesús G. Maestro, que los leones deberían dejar de matar y comerse a los antílopes, en consideración de los derechos de los animales, que también cobijarían, por supuesto, a las víctimas del anterior ejemplo.

2. La oposición anacrónica al mecanicismo como fundamento argumental de la ideología animalista

Los materialistas filosóficos del círculo de Oviedo definen, geométricamente, un espacio antropológico intersectado por tres ejes, a saber: el eje radial, en el que se sitúan las relaciones entre los humanos y la realidad físico empírica que los rodea; el eje circular, en el que se sitúan las relaciones de unos humanos con otros humanos; y el eje angular, en el que se sitúan las relaciones entre los humanos y los seres vivientes no humanos, a los que, en virtud de poseer una racionalidad no antropológica, se les atribuye un carácter sobrenatural o divino. Las relaciones entre los humanos y los animales se insertan dentro de este tercer eje, porque, de acuerdo con la filosofía de la religión expuesta en El animal divino (1985) de Gustavo Bueno, los primeros dioses fueron los animales. Con este planteamiento se sustituye la tesis que reconoce el origen de los dioses en fenómenos alucinatorios o psicológicos, así como en hechos propios de la superestructura cultural (en términos del materialismo histórico marxista), por una tesis propiamente materialista que sostiene que los dioses o númenes tienen una base real positiva en las relaciones entre los humanos y ciertos vivientes no humanos. Hay, según esta teoría, unas religiones primarias, centradas en animales con potencias que superan la capacidad operatoria del hombre del paleolítico, animales que vendrían a ser los que están representados en las pinturas rupestres de las cuevas. Las religiones secundarias surgen con posterioridad como resultado de las transformaciones de las religiones primarias a partir del control que ya el hombre ejerce, desde el neolítico, sobre los antiguos animales divinos; en este nuevo estadio, los dioses han evolucionado desde el zoomorfismo hacia el antropomorfismo. Las religiones terciarias aparecen tardíamente, en períodos históricos ya intervenidos por el racionalismo, y se establecen a partir de la crítica al zoomorfismo y al antropomorfismo de los dioses efectuada por la filosofía griega; en este tercer estadio, dios no se identifica ya con un animal, ni con un humano, sino con una idea o un concepto, en lo que descansa lo esencial de los monoteísmos judío, cristiano e islámico. La religión primaria y la secundaria son de carácter numinoso; la religión terciaria es de carácter teológico.

Ongay de Felipe (2013) reconstruye las consideraciones que históricamente se han efectuado sobre los animales, en un curso que va desde la filosofía tomista hasta la ideología animalista del presente, en función de explicar esta última. Me remitiré a lo esencial de esta diacronía a fin de simplificar mi exposición. La teología católica zanjó, por medio de Santo Tomás de Aquino, la cuestión del «alma de los brutos» atribuyendo a estos un «alma sensitiva» distinta del «alma racional» característica del hombre. Planteamiento diferente fue más tarde, en el siglo XVI, el del médico español Gómez Pereira, quien propuso una tesis que gozaría de buena reputación durante los dos siglos siguientes y que envolvería a pensadores como Descartes. Dicha tesis redujo a los animales a simples máquinas desprovistas de hasta del «alma sensitiva» que les había reconocido Santo Tomás. Esta consideración mecanicista de las bestias caería, no obstante, en el desprestigio en el siglo XVIII, como se constata en los escritos de Feijoo, de Hume y de Voltaire sobre esa materia; ello sin perjuicio de que el animalismo del presente se fundamente precisamente en su oposición polémica a este argumento abandonado hace ya largo tiempo por la ciencia y la filosofía, realizando con ello la operación de «matar a un cadáver» (a lo que, por otro lado, Vallejo se aboca sin temor al ridículo, teniendo en cuenta que en La tautología darwinista arremete contra esa teoría de museo que es en la actualidad el creacionismo). El punto central de esta cuestión, según Ongay de Felipe, se resume en que, al negar que los animales sean máquinas, aquellos empiezan a figurar confusamente como personas (y esta será la tesis de los animalistas); mientras que, al negar que los animales sean personas, aquellos empiezan a figurar confusamente como máquinas (y esta será la tesis de los humanistas). Obsérvese cómo tal esquema se patentiza en La puta de Babilonia:

Gústenos o no habremos de terminar aceptando que los animales no son cosas, ni máquinas, ni un manojo de instintos y reflejos; que cada uno es un individuo irrepetible y distinto de los demás de su especie tal y como somos irrepetibles y distintos unos de otros los seres humanos; que no se pueden vender ni comprar; que no se pueden matar por deporte ni con pretextos científicos ni como comida y que matarlos es un acto cruel que conduce a desvalorizar la vida humana; que no son instrumentos de nuestros deseos ni de nuestra voluntad; que pueden sentir el placer, el dolor, la felicidad y la infelicidad como cualquier ser humano y que tienen alma o conciencia o como la quieran llamar: alma perecedera como la nuestra (¡el gordo Aquino creía que teníamos alma eterna!); que no están por fuera de nuestra moral sino que ésta debe incluirlos; que deben tener derechos legales; que el especismo o discriminación con base en la especie es tan inaceptable como el racismo; que existen límites morales en el trato que les damos así como existen en nuestro trato a los demás seres humanos; y que hay que actuar en consecuencia respetándolos. Los derechos del hombre son inseparables de los derechos de los animales. Con un esfuercito de redacción podríamos juntar la declaración de la ONU y la de la UNESCO en una sola. (Vallejo, 2007: 307)

En breve volveré sobre esta cita para detenerme en el concepto de «especismo» (también «especieísmo») acuñado originalmente en inglés, en 1970, por cierto psicólogo del entorno de Oxford llamado Richard Ryder e introducido en lengua española por José Ferrater Mora, a través de su célebre Diccionario de filosofía. Por el momento, destaco el llamado de atención de Vallejo con respecto a que los animales no son cosas, ni máquinas, sino individuos irrepetibles, como los seres humanos; y aun más, con respecto a que son capaces de sentir la felicidad, con todas las dificultades que supone para la filosofía definir la «felicidad», y a que tienen conciencia y alma, esta última perecedera con el cuerpo, como suponía el atomismo o corporeísmo a la manera de Epicuro y Lucrecio. Por otra parte, en la desvalorización de la vida humana como consecuencia del maltrato hacia los animales está operando un sedimento del humanitarismo teológico que constituye, en la periodización efectuada por Ongay de Felipe, el primer despliegue de la ideología animalista, en el que el daño a los animales se interpreta como pecado, porque aquellos todavía son considerados como criaturas de Dios.

Este «humanitarismo hacia las bestias» fue promovido por sectores cercanos al clero anglicano de finales del siglo XVIII en Inglaterra, con escritos de, por dar algunos nombres, Humphrey Primatt, Arthur Broome y Richard Martin, quienes tienen en común la consideración del maltrato hacia los animales como una prueba de impiedad. La compasión por el dolor de las bestias que aquellos enarbolan en sus proclamas no se desvanecerá en el curso de los distintos despliegues del animalismo, sino que los atravesará a todos ellos, llegando, con añadidos y contaminaciones posteriores, hasta nuestro presente. Funciona en la actualidad, por ejemplo, cierta institución, dependiente de la Universidad de Oxford, con el nombre de The Ferrater Mora Oxford Center for Animal Ethics, bautizada así en honor del filósofo animalista español José Ferrater Mora y fundada, en 2006, por el teólogo anglicano Andrew Lizney. El segundo despliegue del animalismo, que va desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, se caracteriza por el activismo y las propuestas de reforma social en torno a la cuestión animal: de esta época datan las «ligas» o «asociaciones», no necesariamente religiosas, por los «derechos» (ya se habla en estos términos) de los animales, así como el vegetarianismo, que se configura como veganismo en 1944 a través de The Vegan Society de Londres. Por último, el tercer despliegue del animalismo coincide en el tiempo con la eclosión de la etología, ciencia en la que anida como un huésped parasitario, y tiene, como hitos editoriales, la publicación del libro Animals, Men and Morals (1971), de Stanley y Roslind Godlovitch y, sobre todo, del libro Liberación animal (1975), de Peter Singer. El contexto geográfico de este tercer despliegue no se limita, como en los dos anteriores, a la Gran Bretaña, aunque los centros desde los que irradia siguen estando dentro del ámbito anglosajón: Estados Unidos, Canadá y Australia. Caracterizan a este período la conformación de movimientos o partidos políticos por la liberación de los animales, las propuestas para la abolición de la propiedad sobre los animales y para la concesión de la ciudadanía a los animales domésticos y las formulaciones de una «comunidad de iguales» como categoría política que arroparía a todos los sujetos sintientes. Sobre la Declaración Universal de los Derechos de los Animales, documento al que Vallejo alude en la cita antemencionada, hay que decir, y no solamente porque tal Declaración constituye la formulación ecuménica del animalismo, que ella fue adoptada en 1977 por la Liga Internacional de los Derechos del Animal y las Ligas Nacionales afiliadas, reunidas en la sede de la UNESCO en París, mas no suscrita por este último ente. Mediante búsqueda en internet puede verificarse que el sitio electrónico de la UNESCO (https://es.unesco.org/) no registra entre sus declaraciones aquella referida a los derechos de los animales, una ausencia que confirma lo que exponen otras fuentes, a saber: que los animalistas actúan de mala fe al atribuirle a su Declaración una sanción oficial por parte de la UNESCO que en realidad no tiene.

3. La reducción de la antropología a la etología por parte del animalismo

El término «especieísmo» es la denominación ideológica ad hominem que en los círculos animalistas se usa para designar a quienes no comparten sus postulados. Como ya se ha dicho, fue introducido al español, desde el inglés, a través del Diccionario de filosofía de José Ferrater Mora. Allí se define del siguiente modo:

Especieísmo: Se ha forjado este término, procedente de la palabra «especie», para indicar la actitud humana según la cual la propia especie, o especie humana, es privilegiada respecto a otras especies, y posee derechos que las demás especies no tienen, o se supone que no deben poseer. El especieísmo es respecto a la especie humana entera lo que es el racismo respecto a una raza determinada; ser especieísta es ser «racista humano».

El especieísmo es una versión del antropocentrismo cuando se interpreta a éste como resultado de un juicio de valor sobre el hombre. Debe observarse que el especieísmo no es necesariamente sólo el reconocimiento de que todos los hombres constituyen una especie de que su ser es «ser especie» en el sentido de Feuerbach. Este reconocimiento puede ser una superación de los intereses particulares de grupos particulares y, por tanto, una superación de todas las formas de racismo, nacionalismo, tribalismo, etc. Pero el reconocimiento del hombre como especie se transforma en especieísmo cuando equivale a la negación de derechos a otras especies que a la humana.

Específicamente, los especieístas niegan los derechos de los animales y, en general, de todos los seres sintientes distintos del hombre. (Ferrater Mora, 1979/2009: 1090)

Entre los intelectuales, los especieístas vendrían a ser los humanistas, que, como se ha indicado, se encuentran en un callejón sin salida que consiste en negar la condición de personas a los animales (asimilándolos a máquinas), frente a los animalistas, que en el mismo callejón niegan la condición de máquinas a los animales (asimilándolos a personas). Remito al trabajo de Ongay de Felipe al interesado en conocer el espacio antropológico tridimensional (y no el bidimensional que comparten, en sentidos contrapuestos, humanistas y animalistas) al que hay que acudir para sustraerse al debate estéril entre dos versiones enfrentadas de la metafísica.

No se trata, adviértase, de dar la razón a los humanistas, pues estos habrían procedido a atenerse a demarcaciones de la «naturaleza humana» que hacen pie sobre una antropología filosófica de predicados meramente autotéticos, en todo caso intragenéricos (según los casos: la racionalidad, el lenguaje, la cultura, &c.) a la que siempre cabrá oponer la evidencia de la etología del presente que muestra el grado ciertamente muy elevado en el que la «racionalidad», el «lenguaje» o la «cultura» humana mantendría relaciones de continuidad tanto genética como estructural con las conductas animales, pero tampoco puede desconocerse la circunstancia, de que el animalismo, sin perjuicio de hacer pie sobre el propio desarrollo de las ciencias de la conducta, se constituye por vía de un reduccionismo descendente de la antropología a la etología que pasa por encima de lo que el materialismo filosófico conoce como «inversión antropológica»: esto es, la diferencia, transgenérica, que separa la agresión intraespecífica de dos colonias de ratas y de dos imperios universales cuyos ortogramas aparecen atravesados por una racionalidad institucional (política, tecnológico-categorial, artística, &c.) que no encuentra parangón en la conducta agonística de los etólogos. Puede sí, por utilizar un ejemplo al que Gustavo Bueno se refiere en varias ocasiones, que las mismas regularidades etológicas que pautan el repertorio etogramático de un gorila (por ejemplo, las paradas intimidatorias, las expresiones de amenaza &c.) sigan operando en un discurso del presidente Nixon, pero lo que tampoco convendrá olvidar, por mucho que ello sea así, es la diferencia que media entre enseñar los dientes y mandar los misiles. Con todo lo que ello implica institucionalmente. (Ongay de Felipe, 2013: s/p)

Nada tiene de casual entonces que Vallejo establezca, si bien a base de meros símiles, una relación de igualdad entre, por ejemplo, las mujeres y las hembras chimpancés. Sin perjuicio del énfasis expositivo, he ahí en sus páginas reproducido el punto de apoyo de la ideología animalista, que, como ya se ha dicho, es la confusión entre la ontología de los animales y la ontología de las personas. Nuestro autor, que se jacta de ser un gramático, también es un retórico muy solvente que, en el siguiente fragmento en el que reduce (hasta la negación) las diferencias entre las especies, nos da un ejemplo de atenuación o lítotes:

Y dejando al perro, compare ahora a su mujer con la hembra del chimpancé y verá que los ciclos reproductivos de ambas son casi iguales y que usted está casado con una casi igual, una semisimia parlante que produce óvulos, tiene menstruación, es fecundada en el coito a través de una vagina y pare después de varios meses de gestación por el mismo orificio por el que la inseminaron. Y ponga a una simia y a su mujer a levantar sendas piedras a ver. Míreles las manos. ¿No se le hacen muy eficaces, muy expresivas, muy parecidas por no decir que iguales? Y míreles las caras, la expresión de las caras. Y por sí le quedan dudas, míreles las caras, la expresión de las caras.

Somos como los perros, los gatos, las vacas, las ratas… Lo que nos separa de ellos y de los restantes mamíferos frente a las coincidencias es insignificante. Hasta tenemos sus mismas enfermedades. Las ratas nos contagian la peste, pero del mismo modo nosotros se las contagiamos a ellas. Y a los perros les da diabetes, como a nosotros, y sobre todo si les sacamos el páncreas para ver si sí les da. Y les da cáncer, como a nosotros. Y envejecen, como nosotros. Y se mueren, como nosotros. ¿A qué entonces la pretensión bíblica de que el hombre es el rey de la creación? Acaso porque sólo el hombre ha desarrollado el lenguaje hablado, el de las palabras, en el que radica su portentosa capacidad de mentir. (Vallejo, 2006: 65-66).

Para cerrar este apartado diré, remitiéndome a la introducción del presente artículo, que la «verdad» sobre los animales que sostiene Vallejo no es algo que este autor «como ser autosuficiente, encuentra en sí mismo, sin tener que depender del mundo exterior» (Diaconu, 2013: 165-166). Vemos, muy por el contrario, que esa supuesta «verdad» proviene de un movimiento de carácter proselitista asociado a un grupo ideológico claramente identificable. A lo sumo, la «originalidad» de Vallejo consistiría en su conjugación de la misantropía y el humanitarismo hacia las bestias; o en la fusión que hace de los postulados animalistas con conceptos teológicos.

4. El animalismo espiritualista de Fernando Vallejo a través de los animales considerados como «prójimos» y «almas corpóreas»

El narrador de las novelas de Vallejo es un misántropo homicida, o por lo menos apologista del homicidio, en quien se intensifica esta cualidad a través de la piedad o la compasión que predica exclusivamente hacia los animales. Y –hay que mencionar esta excepción– hacia su abuela, personaje que en sus libros, según Montoya (2007), simboliza un paraíso perdido, el de la infancia del autor, tiempo en que su padre fue ministro del presidente colombiano Laureano Gómez. Carvallo Robledo (2011), en una crítica ad hominem, describe a Vallejo como un «cretino intelectual» por este sentimentalismo epatante mediante el cual idealiza a su abuela y a los animales, mientras por otro lado injuria a Dios y a su espejo, la especie humana.

Hemos visto que Vallejo atribuye a los animales la posesión de un «alma» que perecería con el cuerpo. En una conferencia a cuyo favor se dice que fue leída en la Universidad de Berkeley afirma, apostrofando a los católicos: «El alma, cabrones, es un epifenómeno de la materia, una entelequia perecedera, humo del cerebro que dura lo que duran las conexiones nerviosas que lo producen y que después, cuando nos muramos, se han de tragar los gusanos o las llamas» (Vallejo, 2006: 75). Ello sin embargo no impide que el narrador de La virgen de los sicarios hable del «almita pura y limpia» de un perro que se eleva «rumbo al cielo de los perros», en lo que ha de verse una designación oblicua, irónica, del «reino de los cielos». Lo que me interesa señalar en esta parodia hecha por Vallejo es que en ella plantea la igualdad entre humanos y animales (por no decir la primacía de estos sobre aquellos) ya no en el plano físico, sino en el metafísico. Las burlas de este autor contra el catolicismo en particular –las cuales se manifiestan incluso en forma de mandamientos que velan por el interés superior de los animales: «Y de paso, por joder, me he inventado una nueva religión con dos preceptos espléndidos, que hacen papilla el verborreico decálogo de Moisés: uno, no te reproducirás; y dos, respetarás a los animales, tu prójimo» (Vallejo, 2006: 77)– muestran que su crítica a la religión se basa en que esta excluye a los animales de la categoría de prójimo. Toda esta bufonada apunta hacia una nueva sacralización de los animales, hacia el estadio de la religión primaria, previo a la revolución neolítica que supuso el dominio de los animales por parte del hombre. Nótese también que, así como la idea de persona presupone un cuerpo de derecho, la idea de prójimo presupone una religión. La originalidad de Vallejo, si así cabe llamarla, en este aspecto ha consistido en dar a los animales una calidad moral de la que estos carecen en las religiones terciarias. A decir verdad, muy poco puede admirarse en una propuesta que pretende regresarnos a creencias rupestres. Ni siquiera puede considerarse como «crítico» al pensamiento de Vallejo, puesto que la crítica se hace a partir de una tesis más potente que aquella a la que se pretende destruir. Y la «crítica» de Vallejo al catolicismo sigue un rumbo parecido a las protestas que harían los adoradores del Becerro de Oro contra el Dios judío. No en vano, frente al alma «pura y limpia» de un perro, Dios resulta ser «la gran gonorrea»:

Puedo establecer, con precisión, en qué momento me convertí en un muerto vivo. Fue un anochecer, bajo las lluvias de noviembre, yendo con Alexis a lo largo de una avenida del barrio Belén por cuyo centro corría una quebrada descubierta, uno de esos arroyos de Medellín otrora cristalinos y hoy convertidos en alcantarillas que es en lo que acaban todos, arrastrando en sus pobres aguas la porquería de la porquería humana. De súbito presencié la escena: un perro moribundo había ido a caer al arroyo. Hubiera querido seguir y no ver, no saber, pero el perro con una llamada muda, angustiada, ineludible me llamaba arrastrándome hacia su muerte. Resbalando, bajo el aguacero, bajé con Alexis al caño: era uno de esos perros criollos callejeros, corrientes, que en Bogotá llaman «gozques» y en Medellín no sé cómo o sí, perros «chandosos». Cuando traté con Alexis de levantarlo para sacarlo del agua descubrí que el perro tenía las caderas quebradas, de suerte que aunque lo sacáramos no había esperanzas de salvarlo. Un carro lo había atropellado y el animal, arrastrándose, había logrado llegar a la quebrada pero se había quedado atrapado en sus aguas al intentar cruzarla. ¿Cómo iba a poder salir de allí herido, destrozado, si se nos dificultaba a nosotros sanos? Los bordes de cemento que encauzaban el arroyo le impedían salir. ¿Cuánto llevaba allí? Días tal vez, con sus noches, bajo las lluvias, a juzgar por su deterioro extremo. ¿Habría tratado de volver acaso, herido, a su casa? ¿Pero es que tendría casa? Sólo Dios sabrá, él que es culpable de estas infamias: Él, con mayúscula, con la mayúscula que se suele usar para el Ser más monstruoso y cobarde, que mata y atropella por mano ajena, por la mano del hombre, su juguete, su sicario. «No va a poder volver a caminar –le dije a Alexis–. Si lo sacamos es para que sufra más. Hay que matarlo». «¿Cómo?» «Disparándole». El perro me miraba. La mirada implorante de esos ojos dulces, inocentes, me acompañará mientras viva, hasta el supremo instante en que la Muerte, compasiva, decida borrármela. «Yo no soy capaz de matarlo», me dijo Alexis. «Tienes que ser», le dije. «No soy», repitió. Entonces le saqué el revólver del cinto, puse el cañón contra el pecho del perro y jalé el gatillo. La detonación sonó sorda, amortiguada por el cuerpo del animal, cuya almita limpia y pura se fue elevando, elevando rumbo al cielo de los perros que es al que no entraré yo porque soy parte de la porquería humana. Dios no existe y si existe es la gran gonorrea. Y mientras el aguacero arreciaba enfurecido y se iba cerrando la noche entendí que la felicidad para mí sería en adelante un imposible, si es que acaso alguna vez antaño en mi ayer remoto fue una realidad, escurridiza, fugitiva. «Sigue tú matando solo –le dije a Alexis–, que yo ya no quiero vivir». Y me llevé el revólver al corazón. Entonces, otra vez, como meses atrás en mi apartamento, Alexis desvió el tiro, que fue a salpicar el agua. En el forcejeo acabamos de caer al caño hundiéndonos por completo en la mierda, de mierda como ya estábamos hasta el alma (Vallejo, 1994/1998: 76-78)

Y atendiendo a que los animales son «prójimos», cuyas «almas» van al cielo –sin menoscabo de que el autor sostenga en conferencias que estas almas son corpóreas y mortales–, también reciben, en la parodia de una misa católica, el sacramento de la comunión, administrado, no por casualidad, por el narrador protagonista desempeñando funciones de sacerdote:

Me iba entonces, tranquilizado al respecto, al sótano, a ver en qué andaba Sam y a darles comidita a mis hermanas las ratas.

—¡Muchachitas, niñas, ya llegué! –anunciaba entrando con un platón de arroz que sostenía con ambas manos–. ¡Vengan, vengan!

De los oscuros rincones del recinto, acudiendo a mi llamado iban surgiendo. Venían de sus moradas de desdicha, las humildes alcantarillas del subsuelo adonde llega la mierda humana pero no la misericordia de Dios. ¿A qué venían? A verme, a saludarme, a quererme. Religiosamente, equitativamente, sin permitir que me armaran tumultos, guardando el orden, arrodillado en el suelo, les iba repartiendo el arroz granito por granito, que les iba dando en las bocas (y oigan que dije «bocas», no «hocicos»), de los que iban saliendo lenguas: las lengüitas húmedas de mis comulgantes a recibir la Divina Forma. Y cierta noche en que estaba en esto, una que se distinguía por lo cariñosa, Maruquita, que se sube, para quedar a mi altura, a la base de hormigón armado sobre la que descansaba Sam, y que se pone a lamerme la mejilla.

—¡Ay Maruquita, qué loca que sos! ¿No te da miedo de que te infecten los humanos?

Mandé la imparcialidad al carajo y le di el doble. No le pidan equidad al amor que el amor es ciego.

—Muchachitas, me voy, hasta más tarde. A las diez viene una belleza del Central Park a visitarnos. ¡Y dejen la pichadera que ya no caben y se acabó el arroz! (Vallejo, 2001: 152-153)

Si en algo se diferencian los demás proponentes del animalismo (por ejemplo los firmantes del Proyecto Gran Simio) y Vallejo, es en que aquellos reclaman para los animales el reino de este mundo, mientras que Vallejo reclama para estos prójimos suyos el reino de los cielos. Menos político que religioso, Vallejo lo que ha hecho es fundir los postulados animalistas con la metafísica católica. De este escritor no puede decirse que sea un ateo, porque se encuentra imbuido, conceptualmente hablando, en una metafísica a la que ataca sin situarse fuera de ella. Los ideólogos animalistas son, en general, idealistas; Vallejo es un animalista espiritualista que, frente a la iglesia católica, ha retrocedido hacia la creencia en un alma corpórea zoomórfica.

Me remito por último a la conclusión de Ongay de Felipe, quien sostiene que el animalismo o es redundante o es absurdo y que no tiene posibilidades de plantearse por fuera de tal disyuntiva. Con ello quiero redondear mi afirmación general sobre el animalismo espiritualista de Vallejo:

Si todo lo que se busca es recomendar el «buen trato» a los animales, entonces el animalismo tendrá un alcance muy similar al de la operación matar a un cadáver (pues ese principio de «buen trato» nadie lo discute, incluso desde el punto de vista de la racionalidad económica), pero, por el contrario, si lo que los animalistas pretenden es, en efecto, incluir a la totalidad de los ovoides z en una comunidad de iguales en la que ya no podrán, en modo alguno, figurar como «propiedad» y sí, en cambio, a título de «ciudadanos libres e iguales», de «miembros de sociedades políticas extranjeras» o de «residentes permanentes», entonces ese proyecto no podrá desde luego ser calificado de redundante, aunque pueda comenzar a comparecer como un programa de todo punto imposible de ser llevado adelante. (Ongay de Felipe, 2013: s/p)

En la literatura de Vallejo, las apologías del homicidio son el revés de la exaltación piadosa de los animales. De ordinario se echa de ver entre quienes adhieren a la ideología animalista una violencia verbal hacia sus prójimos humanos (en caso de que todavía los consideren como prójimos) que contrasta con la compasión que profesan hacia sus prójimos no humanos. Tal observación también puede hacerse con respecto a otras ideologías, como por ejemplo el pacifismo, que suele moverse dentro de las coordenadas de la «guerra a la guerra». La cuestión de fondo es la cohesión del grupo ideológico frente a los externos, la dialéctica entre la ideología y lo que se resista a ella. Por cuanto se refiere al animalismo, su pretensión de establecer la «comunidad de iguales», extendiendo derechos a los animales (como parodia tomada en serio de los derechos que cobijan a los humanos) supondría el colapso de la civilización tal como la conocemos y un retroceso hacia estadios anteriores al neolítico. El animalismo espiritualista de Vallejo, en cambio, se constituye como una parodia tomada en serio de la religión católica, ahora con los animales figurando como prójimos por delante incluso de los seres humanos, como comulgantes en misas bufas y en sí mismos como almas corpóreas. Esta amalgama de ideología posmoderna y religión católica cuaja en la idea de la iglesia de los animales planteada en la eucaristía para las ratas, los mandamientos animalistas, etc. Las soflamas moralistas de Vallejo en pro de su otro prójimo vienen a desempeñar el papel de la nueva profesión de la fe. Cierro este trabajo por el principio, destacando que a Vallejo se le publicite como un escritor «irreverente» y hasta como un «genio» por sus críticas al catolicismo y a la especie humana, prácticamente sin reparar que esas críticas suyas están basadas en unos supuestos todavía más delirantes que aquellos a los que se enfrenta.

Bibliografía

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Carvallo Robledo, Ismael. (2011). «Políticos cretinos y cretinos intelectuales-literatos», El Catoblepas, nº 118, diciembre 2011.

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Maestro, Jesús G. (2017). Crítica de la razón literaria. 3 vols. Vigo: Academia del Hispanismo.

Montoya, Pablo. (2007). «Fernando Vallejo: Demoliciones de un reaccionario». Número. Septiembre 2007. No. 54. pp. 18-27.

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(1993) Entre fantasmas. Bogotá: Planeta.

(2006) «Mi otro prójimo». El malpensante. Mayo 2006. No. 70. pp. 64-77.

(2007) La puta de Babilonia. Bogotá: Planeta.

(1994) La virgen de los sicarios. Bogotá: Alfaguara, 1998.

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{1} Las noticias correspondientes están publicadas más bien a título de «rarezas» o «curiosidades» amarillistas. Ahora bien, no hay manera de determinar si tales historias constituyen simples tomaduras de pelo. En cualquier caso, la difusión de notas como la siguiente tiene, cuando menos, un interés sociológico, en tanto se refiere a lo que actualmente la sociedad (o, más bien, el periodismo) considera perteneciente al campo de lo posible: https://maslibertad.com.co/tom-peters-transespecie-britanico-vive-perro-dalmata/

{2} No solamente la (denominada por propios y extraños) «izquierda» ha hecho suyas semejantes propuestas. También se registra el caso de Juan Diego Gómez, miembro del Partido Conservador Colombiano, presumiblemente alineado a la «derecha», quien se ha erigido como defensor de la «familia multiespecie» y de los derechos de todos los miembros de esta a obtener beneficios del presupuesto público. Nótese la negación meramente retórica del título de una entrevista al político antemencionado: https://www.razonmasfe.com/actualidad/el-concepto-de-familia-multiespecie-no-busca-humanizar-al-animal-senador/

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