El Catoblepas · número 192 · verano 2020 · página 2
De la psicología mundana a la psicología académica
José Arturo Herrera Melo
Notas sobre la configuración histórico-antropológica del saber psicológico
Resumen
En este trabajo se realiza una descripción del origen de la psicología desde las coordenadas del Materialismo Filosófico y la Teoría del Cierre Categorial para evidenciar la imbricación inexorable que tienen los procesos ideológicos, económicos y políticos al momento de configurar un determinado saber disciplinar. El reconocimiento de esta imbricación es particularmente relevante en el caso de la psicología, ya que esta disciplina condensó las posiciones sobre el origen del conocimiento, la diversidad de modelos económicos y las disputas geopolíticas propias de la Modernidad. A través del método dialéctico y clasificatorio del Materialismo Gnoseológico de Gustavo Bueno se busca retrotraerse a las condiciones histórico-materiales, que solo a posteriori, podrán definirse como configuradoras del saber psicológico. Con este planteamiento se busca demostrar que la psicología no solo facilitó el tránsito entre la Edad Media tardía y la Modernidad, sino que además asistió a los individuos en su desafiante adaptación a los contextos histórico-antropológicos surgidos después de la Revolución Industrial. Finalmente, este trabajo busca demostrar que cada tipo de saber o ciencia surgió en un determinado momento de la historia universal para cumplir una función específica. En el caso de la psicología, su función podrá advertirse cuando se reconozca que este saber disciplinar fue un elemento clave para naturalizar el modelo de “persona” que más convenía a los proyectos de la Modernidad. Cabe resaltar que la pertinencia de este trabajo consiste en construir una historia de la psicología que no cometa el error de pensarla a espaldas del desarrollo de las ciencias y de los procesos históricos efectivos que le otorgaron una estructura e identidad disciplinar.
Introducción
Desde un punto de vista gnoseológico resulta altamente cuestionable lo que hoy se considera natural para el saber psicológico. Muchas veces, las conclusiones de los psicólogos profesionales son producto de estructuras teóricas clausuradas que dejan de considerar la diversidad de elementos inherentes al contexto en el que estas se produjeron. Por ejemplo, en el ámbito de la psicología mundana, creer en la absoluta originalidad de los gustos, las trayectorias vitales, los pensamientos, las emociones y el desarrollo moral o cognitivo, será calificado de pura mitología oscurantista. La razón que justifica este descrédito se soporta en el hecho de que cada individuo despliega su trayectoria vital en una red de arquetipos normativos y estructuras morfosintácticas objetivas construidas socialmente para limitar sus posibilidades de variabilidad conductual y, al mismo tiempo, promover su adaptación biofísica y sociocultural a un determinado proyecto político comunitario en confrontación con otros proyectos políticos. Por otra parte, en el ámbito de la psicología académica, suponer que existe una explicación definitiva en formulaciones del tipo “la conducta humana se define únicamente a partir de sus bases biológicas”, “el cerebro es el centro explicativo de los asuntos humanos”, “la cognición es el producto de la organización modular de la mente”, “el estudio del comportamiento animal y humano es producto de una investigación científica naturalista” entre otros, será asimilado aquí como una serie de inconsistencias gnoseológicas producidas por no tener claros los límites ontológico-categoriales de las diferentes ciencias y por suponer, que los diferentes niveles organizativos de la materia a escala biofísica y lingüística-antropológica poseen los mismos rangos paramétricos de variabilidad al punto de poder ser mutuamente reducibles unos en otros.
Para realizar semejante crítica al saber psicológico se utilizarán las categorías “historia contextual” e “historia interna” que Bueno (1991) sugiere para llevar a cabo un análisis histórico, ya sea de una ciencia categorialmente cerrada o de un cuerpo de conocimientos que aspire a serlo. De acuerdo con Gustavo Bueno, mientras que la “historia contextual” referirá a todos los acontecimientos biográficos o sociológicos que fueron anteriores o externos a la constitución de un campo de investigación, la “historia interna”, por su parte, referirá a todos aquellos acontecimientos que le dieron lugar a sus elementos sintácticos, semánticos y pragmáticos. De esta forma, siguiendo a Gustavo Bueno, en Geometría, lo “interno” sería lo propio del “orden geométrico” mientras que lo “contextual” o externo será todo aquello que esté fuera de dicho orden pero que a su vez resulté necesario para demarcar su campo de investigación; así, el hecho de que el teorema 47 de Euclides haya sido demostrado por Pitágoras deberá entenderse como parte de la “historia contextual” de la geometría, mientras que su demostración formal deberá asimilarse como un hecho de la “historia interna”, y por tanto, como un hecho constitutivo de su campo de investigación. Advertido lo anterior, la génesis que aquí se esboza se compone, en un primer momento, de una “historia contextual” de la psicología en donde se relatan las condiciones ideológicas, económicas y políticas que fueron circundantes a su surgimiento como institución y, en un segundo momento, de una “historia interna” que explica cómo la psicología buscó diferenciarse de saberes metodológicos y temáticamente cercanos como la Filosofía, la Biología y la Sociología entre los siglos XVIII y XIX. Cabe resaltar que de no tener presentes los fundamentos de la Teoría del Cierre Categorial (TCC) y la doctrina de los tres géneros de materialidad se correrían dos grandes riesgos gnoseológicos al momento de construir una historia crítica de la psicología. El primero consistiría en suponer, equivocadamente, que es posible trazar en cualquier punto de la historia el origen de la psicología, sin tomar en cuenta las condiciones económicas, ideológicas y políticas que definieron a la psicología académica de finales del siglo XIX. El segundo, en creer erróneamente que la psicología podrá delimitar con la misma facilidad que otras disciplinas o ciencias positivas su campo de investigación y aplicación.
Según lo anterior, la TCC será una teoría de la ciencia que surgirá del reconocimiento de los elementos configuradores de ciencias positivas ya establecidas como la Matemática, la Física, la Biología, la Termodinámica, etc., y que, por ello mismo, permitirá reconocer en qué medida la psicología podrá ajustarse o no a esos parámetros. De acuerdo con la TCC, una ciencia categorialmente cerrada será aquella capaz de generar sus propios términos, relaciones, operaciones, autologismos, dialogismos, normas, esencias y referencias para delimitar su campo de investigación y poder ampliarlo dialécticamente (García, 1999).
Por su parte, la doctrina de los tres géneros de materialidad considera, grosso modo, al “mundo” como un conjunto creciente de objetos corpóreos de naturaleza físico-química M1, vivencias internas definidas por estados disposicionales M2 y abstracciones de carácter simbólico suprasubjetivo M3. La consideración de la TCC y la doctrina de los tres géneros de materialidad resulta necesaria en la construcción de una historia crítica de la psicología y a que sin ella no se podría advertir cómo las múltiples ciencias y cuerpos disciplinares van cumpliendo funciones específicas en la historia y en las sociedades políticas que las acogen según su momento de aparición. Además, tener presente la doctrina de los tres géneros de materialidad obligará a reconocer que toda ciencia, saber disciplinar o conjunto de saberes ha resultado de la coordinación histórica-objetiva de materiales de diversa naturaleza. Así, de no tener presente estas dos construcciones capitales del Materialismo Filosófico se correría el riesgo de ubicar el origen de la psicología en un pasado remoto desentendido de las coordenadas de la modernidad que, en sentido estricto, fueron las que le dieron origen. Otro riesgo sería suponer equivocadamente que la psicología podría construirse a partir de un solo género de materialidad o un par de ellos, y no a partir de la coordinación de los tres según momentos muy puntuales de la historia.
Según estos planteamientos, todas las ciencias tendrán su origen en prácticas y condiciones que concatenan géneros de materialidad (M1, M2 y M3) que, al paso del tiempo, irán perfeccionándose y cerrándose categorialmente hasta constituirse en alguna modulación de ciencia. En este sentido, hay que señalar que si bien, la psicología no es una ciencia históricamente dada, ni unificada ontológica, temática y metodológicamente como lo pudiera ser la Geometría o la Física, sí se podrá rastrear a través de su configuración histórica, ciertas situaciones características que –por lo menos nominalmente– permitirán distinguirla de disciplinas cercanas como la Biología, la Etología o la Sociología y de cuerpos de conocimiento como la religión, la política o el arte. Finalmente, será un hecho histórico incontrovertible la presencia de la psicología como una “institución realmente existente” que se presenta al público como una organización “presuntamente disciplinar” de tipo académico, universitario y profesional que pone al servicio de ciertas demandas sociales un saber, en algún modo científico o académico que busca diferenciarse del simple sentido común. La mayor dificultad de este artículo ha sido desentrañar las razones que fueron confeccionado históricamente al saber psicológico y que fueron dándole unidad funcional más que unidad disciplinar, temática y metodológica.
1. Fundamentos para la construcción de una historia crítica de la psicología
Para mostrar algunos errores gnoseológicos en torno a la construcción de la historia de la psicología bastará mencionar que obras como “La evolución científica de la Psicología” de Jacob Robert Kantor, “Historia de la Psicología” de Thomas Hardy Leahey, “Historia de la Psicología Experimental” de Edwin Garrigues Boring e “Historia de la Psicología” de Milagros Sainz, entre otras tantas con títulos análogos cometen el error de suponer, por un lado, que existía algo como la “psicología” aun antes de la emergencia del propio vocablo y, por otro, que existe algo como lo “científico” que puede ser distribuido indistintamente entre todas las modulaciones de la idea de ciencia a pesar de sus diferentes formas de estructuración. Por ahora basta mencionar que la palabra “psicología” apenas fue introducida por Rudolph Goclenius hacia el año 1590 en su obra “Psicología, esto es, comentarios y tratados de teólogos y filósofos de nuestro tiempo sobre la perfección del hombre y de su ánimo, y sobre todo del origen de éste”. Así, desde las coordenadas del Materialismo Filosófico resulta anacrónico, por no decir tramposo desde el punto de vista gnoseológico, que se establezca que el origen de la psicología estaba ya en el “Fedón” de Platón o en el tratado “Acerca del Alma” de Aristóteles o incluso, en los comportamientos ritualistas del hombre del paleolítico que veía en la “sombra” que se proyectaba en sus cuevas, una forma de “permanencia” o “cuasi-identidad individual”. Ser indiferente a semejantes anacronismos llevaría a aceptar absurdos como creer que el origen de la “física cuántica” está en el atomismo de Leucipo y Demócrito o que el origen del “feminismo crítico” estaba en la figura bíblica de María Magdalena.
No se debe de olvidar que, según los postulados de la TCC, una ciencia o un cuerpo de conocimientos solo podrá tener lugar cuando exista una concatenación de los tres géneros de materialidad; ello, adolecer del vocablo “psicología” implicaría, por decirlo de alguna manera, carecer de abstracciones de carácter simbólico suprasubjetivo M3, para iniciar un regressus objetivo hasta su origen. Orientar el trazado de la historia de la psicología a partir del surgimiento de su vocablo, podría parecer para algunos psicólogos o historiadores de la psicología un acto ocioso, incluso, pretencioso o banal; no obstante, esta investigación considera que el nivel de claridad gnoseológica esperada para enunciar la naturaleza de cualquier cuerpo de conocimientos o ciencia, sólo podrá venir de una clarificación de los hechos que fueron circundantes a su “representación” y no solamente a su “ejercicio”. Si bien, no se podrá negar que desde el neolítico ya existían prácticas “funcionalmente análogas” a las que hoy en día llevan a cabo algunos psicólogos, ―no sería atrevido decir, por ejemplo, que hoy en día los conductistas domestican ratas en una caja de Skinner mientras que los hombres del neolítico domesticaban cabras en un corral― no será sino hasta que dichas prácticas sean enlazadas, reglamentadas, nombradas, sistematizadas y representadas que adquirirán, por fin, un estatuto disciplinar o científico. En este sentido, las prácticas simplemente ejercitadas que guarden relación de analogía con lo que hoy lleven a cabo los psicólogos profesionales, serán asimiladas en esta investigación como “psicologías mundanas”, mientras que aquellas que estén no solamente ejercitadas, sino también representadas y sistematizadas, serán llamadas “psicologías académicas”. Por ello, la emergencia del vocablo, “psicología” marcará el punto gnoseológico de referencia para trazar el nacimiento del saber psicológico en tanto “categoría ontológica” que comenzó a abrirse paso en la república de las ciencias de su tiempo.
Se sabe que el proyecto de diferenciación categorial de la psicología que inició con Goclenius en el siglo XIV, tendrá una claridad peculiar en el último tercio del siglo XIX cuando Wundt funda el primer laboratorio de psicología experimental en Leipzig y una condensación definitiva en la primera mitad del siglo XX cuando emerjan todas las escuelas de psicología conocidas hasta ahora. Así, el desafío consistirá, entonces, en destacar la continuidad histórico-material que guardan entre sí estos momentos de despliegue del saber psicológico para evitar concluir –como es muy común entre historiadores de la psicología–, que éste surgió en la prehistoria o en la antigua Grecia. Desde el punto de vista de la “historia externa”, habrá que precisar que la segunda mitad siglo XIV occidental representó el caldo de cultivo que permitió fraguar la institución psicológica de finales del siglo XIX y principios del XX. La razón que explica este punto de partida tiene que ver con el hecho de que, a partir del debilitamiento del poder civil, político, ideológico y económico de la iglesia Católica Romana, fue posible la emergencia de relaciones psicológicas efectivas entre los individuos. Antes de dicho debilitamiento, la “individualidad”, la “subjetividad” o la “interioridad personal”, así como también la “conducta”, eran entendidas en una dimensión antropológica de orden religioso que condensaba en peculiares “arquetipos normativos” todos los aspectos de la vida pública y privada con la finalidad de evitar la intensificación de la individualidad y, con ello, la posibilidad de resolver los conflictos desde un punto de vista estrictamente individual-personal.
Así, cuando se hable de “coordenadas ideológicas” se deberá hacer evidente cómo las conexiones entre el “voluntarismo”, el “nominalismo”, la “reforma protestante”, el “humanismo”, la “ilustración” y el “positivismo” se transformaron en poderosas fuerzas ideológicas que trazaron –entre los siglos XV y XX– un “Mapamundi” alternativo al propuesto por la Iglesia Católica y el Estado Moderno. En lo que respecta a las “coordenadas económicas”, habrá que explicar de qué manera el desmoronamiento de los feudos y el surgimiento de la burguesía aceleró el crecimiento de las ciudades y el desplazamiento poblacional de las zonas rurales a las urbanas. Aquí será fundamental explicar cómo el hecho de que los individuos hayan ido paulatinamente transformando sus recursos naturales en diferentes tipos de productos y servicios fue provocando, a su vez, que fueran transformando sus modos de subjetivación en estilos de vida primordialmente individualistas. Se pone especial interés en el papel que jugó la economía en la transformación de las relaciones sociales, las trayectorias vitales y la configuración de la singularidad entre los siglos XV y XIX, pues se considera que las transformaciones de carácter económico produjeron una “reorganización morfológica objetiva de los componentes del mundo” al grado de convertirla o expresarla en estructuras sociales, normas jurídicas, fabricación de objetos, modos de distribución de la riqueza, procesos de socialización, roles sociales, aspiraciones vitales y modos privados de experimentar la existencia.
Finalmente, en lo concerniente a las “coordenadas políticas” se deberá poner de manifiesto cómo la emergencia y disputa entre diferentes naciones y la colonización de territorios entre los siglos XV y XX, dio lugar a desarrollos desiguales entre naciones, al grado de producir sistemáticos enfrentamientos inter e intracivilizatorios. Aquí hablar de “coordenadas políticas” en torno al surgimiento de la psicología posibilitará la construcción de una argumentación más solvente que permita explicar por qué hoy en día pueden agruparse bajo el mismo rótulo de “psicología” posiciones teórico-prácticas tan distintas como el Conductismo, el Psicoanálisis o el Cognoscitivismo, y por qué cada una de ellas tiene más posibilidad de expansión en un lugar que en otro. Según los fundamentos de esta investigación, el hecho de que algunas naciones, junto con sus respectivos radios de influencia geopolítica, hayan aceptado con mayor o menor simpatía una corriente psicológica que otra, se debe en buena medida, a que la corriente de elección ya prefiguraba tanto al tipo de individuo como al tipo de conflicto psicológico que resultaría más funcional para los intereses expansivos de una determinada sociedad política. No será gratuito que García Sierra (2001) nos diga que para el Materialismo Filosófico, la “vida política” será, en su núcleo, una actividad que siempre buscará la supervivencia de un “sistema social” a través de operaciones que aseguren su recurrencia y perpetuación; lo anterior significa que la praxis política podría ser fácilmente analogable a la actividad que lleva a cabo el científico cuando busca una construcción cerrada de los términos que componen su campo categorial. Así, según García Sierra, podría verse en la praxis política algo así como una construcción con términos nuevos procedentes de un campo social dado, de suerte que los resultados de tal construcción aseguren la permanencia, coherencia y eutaxia social de una determinada sociedad política, a la manera como en la praxis científica se asegura la permanencia y coherencia de una verdad gnoseológica.
Como se señaló en líneas anteriores, para elaborar la “historia externa” de la psicología es necesario analizar las condiciones histórico-materiales que posibilitaron su surgimiento como institución y que sólo a posteriori podrán establecerse como contextos determinantes de la disciplina. A este respecto, Bueno (1993e) afirmará que un contexto será determinante a posteriori por sus resultados y no por alguna potencialidad o virtualidad que pudiera serle atribuida a priori. Así, esta nota sobre los contextos determinantes obligará a aceptar que sólo a partir de la gran emergencia de escuelas en psicología a finales del siglo XIX y principios del XX es que será posible advertir la función que movimientos ideológicos como el voluntarismo, el humanismo o el positivismo tuvieron en la condensación de la institución psicológica. Hoy la psicología –como sea que se represente–, se decanta más hacia la realización de diversos análisis sobre la individualidad, la singularidad o la atomización del comportamiento, que hacia la comprensión paramétrica de su articulación funcional en contextos históricos-sociopolíticos de manifestación situacional. Por ello, trazar una historia crítica de la piscología implicará un regressus al origen de la idea de “individualidad-singularidad” y, por otro, un progressus hacia el cuestionamiento de cómo se entiende ésta al interior de cada corriente en psicología contemporánea.
Sobre la construcción de una “historia contextual” e “interna” para la psicología hay que hacer dos observaciones. La primera consiste en señalar que indefectiblemente estas dos modalidades de historia serán polémicas pues mezclarán muy diversas líneas temáticas: economía, política, vida cotidiana y filosofía, y por esto mismo, el principio de articulación de dichas líneas podría ser cuestionado por quien no esté familiarizado con el proceder gnoseológico del Materialismo Filosófico; no obstante, esta investigación tiene claro que no hay otra alternativa para llevar a cabo una historia crítica de la psicología más que a partir del entrelazamiento de muy diversos órdenes de ideas, categorías y géneros de materialidad. La segunda, es que en ciertos momentos de la construcción de esta historia de la psicología, inexcusablemente, se tendrá que confiar en la periodización histórica más habitual de occidente. En este contexto, se padece esta confianza pues se sabe que cuando de asuntos históricos se trata, ningún hecho marchó ni se articuló con la homogeneidad que se presenta en su relato histórico; sin embargo, este estudio sólo insinúa ideas y fija hechos en un determinado intervalo de tiempo, teniendo claro que muchos de ellos pudieron surgir y sobrevivir en intervalos de tiempo distintos a los planteados.
2. Coordenadas ideológicas
Habrá que señalar que, desde el punto de vista ideológico, la psicología encontró uno de sus primeros impulsos en la conquista por la comprensión y el control de la singularidad-individualidad en el “voluntarismo” y la doctrina de la “distinción formal” de Duns Escoto durante la Edad Media tardía. Sin duda, el escotismo fue la primera posición filosófica en occidente que postuló a la “voluntad” del individuo como la facultad primordial para el ejercicio de las virtudes morales. Si bien, esta concepción de la “voluntad” tuvo su origen en un debate teológico medieval que apostaba por su indeterminación y completa libertad en la elección del bien, es un hecho que este desprendimiento de la “voluntad” de las determinaciones de la inteligencia, la gracia divina, las leyes generales de la naturaleza o las pasiones del cuerpo, tuvo una influencia definitiva en lo que unos 500 años después se conocería como el primer sistema de psicología científica: el Voluntarismo de Wundt. Para Escoto la “voluntad” tendría los siguientes atributos: 1) sería una facultad que nunca operaría de un modo natural sino que sería indeterminada con respecto a su acción, es decir, tendría la posibilidad de obrar de un modo correcto o incorrecto y su orientación estaría siempre bajo su propia potestad; 2) necesitaría que la inteligencia le mostrara el bien aunque esto no implicara determinarla, sino simplemente proporcionarle un objeto de elección; 3) siempre necesitaría que las virtudes morales residiesen en ella, no tanto para moverla con necesidad hacia el bien, sino para orientarla en la facilidad y delectación del elegir con rectitud y 4) en tanto suprema facultad del hombre, sería la única capaz de moderar las pasiones y, por lo tanto, la única capaz de ejecutar virtudes como la fortaleza y la templanza (Cuccia, 2012). Para el voluntarismo de Escoto la única facultad humana capaz de orientar con firmeza la vida será la voluntad, pues según esta corriente filosófica tardomedieval, ella misma será fundamento de todo cuanto el individuo hace y desea y, al mismo tiempo, justificación inequívoca de todas sus elecciones. Si bien, es un hecho que este tipo de voluntarismo está aún muy alejado de posiciones filosóficas radicales de carácter irracionalista, como lo podrían ser el voluntarismo de Schopenhauer, el de Nietzsche o el disfrazado voluntarismo de escuelas psicológicas como las de Wundt, Rogers, Freud o Lacan, ya se puede advertir en él un peligroso germen de “reduccionismo antropológico” que, con el paso de los siglos, terminará en una ingenua sobreestimación de las emociones, la voluntad o el deseo de los individuos como rango único y parámetro definitivo en la elección de los cursos de acción, o incluso, en la elección de la ruta que debería seguir la vida en general.
Otro tópico de la obra de Escoto que influirá en la posterior emergencia de corrientes psicológicas es su doctrina de la “distinción formal”. Según Escoto, en las cosas hay, por un lado, “características” que no pueden ser separadas realmente de las cosas, pero sí “formalmente” distinguibles de ellas a través del entendimiento y, por otro, una característica peculiar, llamada haecceidad, que hará que cada individuo perteneciente a una especie pueda distinguirse de otro. Así, por ejemplo, para reconocer la naturaleza de alguien como Sócrates habría primero que identificar “formalidades” como la “animalidad” y la “racionalidad” para luego identificar una haecceidad que lo distinguiera de naturalezas como las de Platón o Aristóteles. Según Weinberg (1998), para Escoto en el mundo sólo hay individuos; no obstante, algunos de ellos son exactamente iguales en varios aspectos esenciales al grado de que es posible advertir en ellos una base objetiva para clasificar las cosas en especies o géneros. Baste como muestra que la “equinidad” será la característica en virtud de la cual, según Escoto, todos los caballos serán semejantes entre sí y, al mismo tiempo, será réplica objetiva del concepto universal que puede dar forma a todas sus especies. Aunque visto con los ojos del presente parecería una trivialidad reconocer que hoy la psicología existe –por lo menos institucionalmente–, como una disciplina independiente de la Filosofía y la Biología y que hoy es posible, casi de manera natural, predicar a individuos, grupos e incluso animales dimensiones o propiedades psicológicas; lo cierto es que desde el punto de vista histórico, la incorporación de esta categoría onto-gnoseológica al catálogo de los saberes disponibles en el presente, requirió de una dilatada ecualización en el tiempo de ideas, procedimientos y motivaciones. Sin duda, desde coordenadas ideológicas, otro determinante impulso que aceleró la emergencia del saber psicológico fue el nominalismo de Guillermo de Occam. El principal aporte de esta corriente filosófica tardomedieval fue oponerse al realismo propio de la época y postular frente a él, la sistemática negación de los “conceptos generales” apostando por la simple existencia de los entes concretos. Según García de la Sienra (2009), el nominalismo de Occam debe interpretarse, como el rechazo a la doctrina de los “ejemplares” entendidos éstos como “ideas” que se albergan en la mente de Dios. Para este autor, contrariamente a los platónicos, quienes creían que había una naturaleza común inherente a las cosas similares al punto de existir independientes de ellas, Occam sostuvo la imposibilidad de la existencia de tales naturalezas comunes.
Así, según García de la Sienra, Occam rechazó tanto la concepción de una naturaleza común existente aparte de las cosas, como la concepción de una naturaleza común existente entre ellas. A partir de estos planteamientos, opina García de la Sienra, Occam concluyó que no había más universales que los conceptos generales que la mente iba construyendo a partir de las similitudes entre las cosas; por eso mismo, incluso Occam llegó a sostener que los “conceptos” no eran más que entidades psíquicas idénticas al acto mismo de conocer. Para García de la Sienra (2009), el nominalismo de Occam consistió en negar las propiedades de las cosas que eran compartidas por diversos individuos, de la misma forma en que era posible negar que la “esfericidad” se encontrara en todas las cosas que fueran esféricas. Bajo estos supuestos, para Occam los universales no existían y proposiciones del tipo “la Luna es una esfera” no afirmaban que la esfericidad estuviera en la Luna pues no habría algo como “esfericidad” común a la Luna, Júpiter y todas las cosas esféricas. Así, la esfericidad de la Luna, según Occam, no sería idéntica a la esfericidad de Júpiter pues se trataría de dos propiedades completamente diferentes. En síntesis, los nominalistas terminarán afirmando que sólo existen realmente los objetos individuales y que los conceptos generales creados por el pensamiento, lejos de existir independientes de ellos, no reflejarán ni siquiera sus propiedades y cualidades; por ello, según los nominalistas, las cosas existirán siempre antes que las ideas generales, pues estas últimas no serán más que simples nombres. Como se puede advertir, las propuestas tardomedievales de Escoto y Occam condensaron dos propuestas ontológicas que, en lo posterior, dieron lugar a dos de los grandes formatos a través de los cuales se expresó la modernidad y, también, a la serie de condiciones ideológico-aporéticas que producirán tanto el conflicto, como el saber psicológico algunos siglos después. Así, el formato de la modernidad impulsado por el escotismo, fue uno de tipo “voluntarista, subjetivista e irracionalista”, que aquí se concedió al individuo capacidades casi inagotables de construcción del mundo, de autodeterminación y de dominio de la naturaleza; por otra parte, el formato impulsado por el nominalismo de Occam, condujo a una asimilación de todo lo anterior desde coordenadas más “naturalistas, objetivistas y racionalistas”.
Si bien, hay que señalar que la modernidad no se expresó solamente a partir de los formatos aludidos, sí hay que dejar claro que fueron ellos, justamente, los que tuvieron mayor influencia en el surgimiento de la psicología académica. El que dichos formatos tuvieran contenidos tan divergentes unos respecto de los otros, pero al mismo tiempo, ambos con un carácter absolutista, situó al individuo moderno –desde el punto de vista ideológico– en una asfixiante aporía respecto de su condición antropológica y social. En este sentido, hay que dar la razón a Freud cuando afirmó en “El malestar en la cultura” que es irresoluble el antagonismo surgido entre las exigencias pulsionales y las restricciones de la cultura; pues en la medida en que la cultura va intentando fundar la “unidad social” va, al mismo tiempo, restringiendo el despliegue y la satisfacción de las pulsiones sexuales y agresivas, con el fin de transformarlas en un sentimiento de culpa. Si bien, para aniquilar el pensar y el vivir medieval no fue suficiente el voluntarismo de Escoto ni el nominalismo de Occam, es imprescindible señalar que sus propuestas impulsaron, como una bola de nieve en picada, la intensificación de sus respectivos formatos onto-gnseológicos. Por ejemplo, lo que Bueno llamará la “inversión teológica” no habría sido posible si Escoto y Occam no hubieran desplazado el eje explicativo de “la organización del mundo” de Dios, hacia el hombre y sus abstracciones. Según Bueno, la “inversión teológica” se producirá, justamente, cuando “la idea de Dios” –que en la edad media era entendida como el “límite” de la relación de los contenidos del Mundo–, se transforme en la simple idea de “las relaciones entre sus contenidos”, de tal suerte que las conexiones entre los conceptos teológicos dejen de ser “aquello por medio de lo cual se habla de Dios” para convertirse en aquello por medio de lo cual se habla del Mundo.
Si bien, el voluntarismo y el nominalismo tardomedievales contribuyeron determinantemente a la emergencia del “campo psicológico”, no se debe dejar de señalar que, en tanto “coordenadas ideológicas”, su nivel de influencia fue menor al producido por la reforma protestante, pues a diferencia de estas posiciones teológico-filosóficas, la reforma devino en la construcción de instituciones morales, religiosas e incluso, económicas que aceleraron la concreción “del individuo subjetivista” que sería luego requerido para consolidar a la institución psicológica moderna. En este escenario, hay que resaltar que quizá el golpe fulminante que recibió la iglesia católica romana durante el proceso de su disolución fue el dado por la dimensión ideológica de la reforma protestante de Lutero. Para García de la Sienra (2009), por muy abstractos que pudieran parecer los principios filosóficos del nominalismo de Occam tuvieron efectos determinantes en el resquebrajamiento de la cosmovisión medieval y particularmente en la articulación de la reforma luterana, pues destruyeron la visión platónica racionalista de Dios y abrieron la puerta a la tesis de que la Palabra de Dios, no mediatizada por la filosofía escolástica, podía ser fuente primaria de conocimiento. Por su parte, Fuentes Ortega considera (2002b) que la Reforma luterana fue un movimiento religioso que denunció la decadencia de la Iglesia –fundamentalmente por el mercadeo de indulgencias a cambio de limosnas y por su política expansionista–, defendiendo que la gracia de la salvación sólo podía alcanzarse mediante la fe y no mediante las obras, las cuales podían ser fingidas o utilizadas alevosamente en el juego de los intereses político-eclesiásticos. Según Fuentes Ortega, Lutero exhortó a los hombres a responsabilizarse solamente desde “la fuerza de su fe” de todo cuanto tuviera que ver con la Iglesia y con la política de sus Estados, reforzando así la tendencia a la toma de iniciativas individuales, aunque todavía con cierto nivel de influencia del sentido comunitario. Por ello, opina Fuentes Ortega, que aunque Lutero no tenía, en principio, la pretensión de separarse de la Iglesia, finalmente hubo de enfrentarse con el Papa por medio del apoyo de los príncipes centroeuropeos y la creación de Iglesias apoyadas por el poder político-estatal de la aristocracia.
Ahora, es interesante reconocer que desde el punto de vista de Fuentes Ortega no será el luteranismo quien de modo específico configure mayoritariamente la cultura angloamericana moderna y contemporánea en la que surgirá el “campo psicológico”, sino que será más bien, la reforma calvinista y anglicana la que lo hará posible. Según Fuentes Ortega, la reforma calvinista tuvo cuatro características peculiares que metabolizaron el surgimiento del “campo psicológico” moderno. La primera, relacionada con el “libre examen de las escrituras”, defendió la idea de que la Iglesia, no era la institución indicada para enseñar el contenido de la Biblia; por ello, propuso que toda persona iluminada por el Espíritu Santo pudiera dar un testimonio interior de su significado sin necesidad de apelar a otras instancias de intermediación más que las propias facultades individuales. La segunda, apostó por la “negación del sacramento de la confesión” bajo el supuesto de que el verdadero cristiano mantendría necesariamente, mediante su fe, una relación personal directa con Dios que no necesitaría ningún tipo de revisión adicional. La tercera, depositó en la “doctrina de la predestinación” la justificación para que toda persona iluminada buscara activamente los signos de la buena predestinación asignada por Dios, a través de una vida austera y un correlativo éxito en las empresas. Y la cuarta, procuró mediante la “santificación del trabajo”, fomentar un estilo de vida “puritano” que tuviera como objetivo primordial desarrollar el “autocontrol” como estrategia para el cuidado del interés propio.
Como es sencillo advertir, el empuje que el calvinismo otorgó a la disolución del formato teológico-medieval del individuo promovió, a su vez, un ensanchamiento e intensificación de su interioridad espiritual y de sus modos privados de asimilación del destino y de la vida en general, al grado de dejarlo privado de cualquier tipo de determinación que no fuera la derivada exclusivamente de su fe. En este contexto, Fuentes Ortega terminará diciendo que el calvinismo se traducirá en una forma de vida proporcionalmente más “individualizada” que en el catolicismo tradicional y que en el luteranismo, pues sin pretenderlo, provocará un considerable incremento de las normas sociales enfrentadas. Ahora, respecto del anglicanismo, habrá que decir que éste se caracterizó inicialmente por ser una Iglesia de dogma católico independiente de la Iglesia Romana insertada en el estado inglés. Según Fuentes Ortega, a partir de cierta influencia calvinista, el anglicanismo mantuvo una íntima conexión con el progresivo desarrollo de la burguesía anglosajona al grado de confeccionar una Iglesia inicialmente ligada a los intereses nacionales regulados por la aristocracia, así como una doctrina ligada a los intereses de la burguesía. Lo que es peculiarmente relevante resaltar aquí, para explicar el papel del anglicanismo en la formación del “campo psicológico”, es cómo la expansión de esta forma de vida conjugó en un “todo heterogéneo problemático” los intereses contrapuestos del catolicismo, la aristocracia, la burguesía, el calvinismo y el estado moderno y cómo esta conjugación aceleró la emergencia de un individuo con severos conflictos normativos y un arraigado sentido de individualidad.
En este sentido, Fuentes Ortega considera que la enorme expansión imperial marítima del Reino Unido dio lugar al crecimiento –a gran escala geográfica– del estilo de vida calvinista-anglicano, muy especialmente en las tierras de América del norte en donde se extendieron numerosas colonias en las que la burguesía vio la oportunidad para desarrollar sus aspiraciones empresariales. Según Fuentes Ortega, este tipo de comportamiento, así como ese tipo de Iglesias, alcanzará su máxima expresión a partir de mediados del siglo XX cuando la economía de consumo, derivada del éxito empresarial del propio comportamiento puritano, comience a poner en crisis la austeridad y la rigidez de costumbres propias del calvinismo, transformando de esta manera el comportamiento individualizado en un comportamiento netamente individualista. Continuando con la brevísima descripción de las coordenadas ideológicas, es preciso apuntar que el humanismo renacentista, fue otro de los movimientos antropológico-culturales que con mayor claridad impulsó, la emergencia del saber psicológico a finales del XIX. Según Ginzo Fernández (1994) el hombre de finales de la Edad Media vivió una profunda crisis en sus formas tradicionales de relacionarse con la Divinidad debido a la crítica nominalista que recelaba de la síntesis tomista, así como también una crisis en su forma de relacionarse con las cosas, en cuanto que cuestionaban los conceptos “abstractos-universales” y se postulaba frente a ellos una lógica de lo concreto y de lo individual que aún estaba por madurar. Para Ginzo Fernández (1994), el hombre del humanismo renacentista bien podría ser descrito como "perdido", como “desorientado”. Pero a la vez también como "ilusionado”, pues a diferencia del hombre del final del mundo antiguo, tiene fe en sí mismo, en su capacidad para alumbrar posibilidades inéditas en la historia y para dar forma a una nueva cultura. Un par de pruebas de esta nueva sensibilidad antropológica la tenemos evidenciada en el tratado de Manetti De dignitate et excellentia hominis y en la Oratio de hominis dignitate de Pico Della Mirandola. En el primer caso, Manetti en el prólogo celebra hasta la saciedad las construcciones del hombre diciendo "nuestras son, es decir, humanas puesto que han sido elaboradas por los hombres, estas cosas que vemos: todas las casas, todas las ciudades, todos los edificios. Nuestras las esculturas, nuestras las artes, nuestras las ciencias, nuestra la sabiduría” (2004, p. 158) Y en el segundo caso, Pico Della Mirandola, llega a decir que "Las maravillas del espíritu son mayores que las del cielo, que no hay nada grande en la tierra sino el hombre" (1951, p. 62)
En síntesis, el empuje humanista fue una reacción frente a una metafísica medieval en la que el hombre no tenía lugar. A través de la potencia literaria y retórica de esa época, se pudo, por fin, instaurar una responsabilidad ética frente a la realidad por medio de sus capacidades. Por ello, desde el punto de vista histórico, la educación humanística se presentará como la reconsagración del hombre, de su mundanidad, de su vida en la ciudad terrestre, de sus pasiones, de lo corporal, de lo natural y de su condición contradictoria. Por ello, el Humanismo predominará sobre todo en las universidades italianas en donde se crearán escuelas o academias de letras, derecho y medicina, con el fin de ir paulatinamente ensanchando el poder de los individuos en su relación con la naturaleza. Ahora, en tanto coordenadas ideológicas hay que enfatizar que muchos de estos movimientos histórico-culturales considerados eminentemente premodernos y modernos, no fueron otra cosa sino simples “ámbitos de discurso” que clérigos, filósofos, poetas y artistas –en su mayoría italianos, alemanes, francés y británicos–, promovieron para justificar la “visión del mundo” en la que consideraban, se encontraban todos los hombres que habían sobrevivido a la Edad Media. Prueba del carácter polémico de la modernidad en general, y de la Ilustración en particular, lo encontramos en las investigaciones realizadas por Anthony Pagden (2015) para identificar los diferentes significados que pudo tener la expresión “ilustración” en aquellos tiempos. Según este historiador británico, Condorcet la definía como una “disposición de los espíritus”, Moses Mendelssohn como “la parte teórica de la educación”, Karl Leonhard Reinhold como “el proceso que siguen los hombres racionales”, Ernst Ferdinand Klein como “la libertad de prensa” y Carl Friedrich Bahrdt como “el derecho más sagrado, importante e inviolable que debe tener el hombre para pensar por sí mismo”. Según Pagden, a diferencia del Renacimiento y de la Reforma, la Ilustración había comenzado no como un intento por recuperar algún pasado reverenciado, sino que era más bien un ataque al pasado en nombre del futuro.
Así, sin duda, el rasgo más significativo de la ilustración en tanto “nota ideológica” que desarrolló el surgimiento de la psicología académica a finales del XIX fue su tendencia a promover la idea de que el individuo, “a partir del uso de la razón, libertad y virtud moral”, tenía la capacidad de configurarse a su antojo, de prescindir de cualquier determinación que no fuera la dada por sus facultades, y de quedar exento de cualquier influencia de la política, la sociedad, el lenguaje o la historia. La ilustración construyó así la ficción de un hombre capaz de hacerse un destino con sus propias manos, de transparentar todos los misterios del mundo con su razón y de reorientar la historia y construir la paz perpetua sólo con su buena voluntad. No es gratuito que Horkheimer y Adorno hayan apuntado en su “Dialéctica de la Ilustración” que la razón práctica propia de ese periodo consistiría básicamente en “una concepción que tiene como rasgo fundamental, la consideración de lo inmediatamente útil y funcional con vistas a la obtención de un fin claro, la adecuación de modos de procedimiento a fines aceptados que se sobreentienden, encaminados a la satisfacción práctica de un sistema de necesidades” (1998, p.53).
En el caso del positivismo, habría que señalar que su “aporte ideológico” a la psicología consistió en extender la opinión de que los “asuntos humanos” podían ser analizados, escudriñados e incluso, resueltos con una lógica y metodología análoga a la utilizada por las Ciencias de la Naturaleza. A partir de que el “pensar positivista” dinamitó la explicación “teológica” y “filosófica” y, en su lugar, opuso la explicación, legalista y experimentalista de la “física”, el individuo decimonónico se sumergió en la cuestionable creencia de que cualquier problema –por complicado e impredecible que pudiera ser–, podría ser fácilmente transparentado y controlado a partir de la observación, la medición y la sistematización de las recurrencias en la naturaleza. Por ello, no es gratuito que el periodo de expansión del positivismo –que no es otro más que el periodo de búsqueda más intensa del dominio de la naturaleza– coincida con la época de irrupción de las clases medias, con el paso de la sociedad militar a la sociedad mercantil y, sobre todo, con la emergencia de ciencias como la Sociología de Comte y la psicología de Wundt que buscaban desentrañar asuntos humanos que antes pertenecían al dominio de la Economía Política, la Teología Dogmática o la Filosofía Escolástica. Lo dicho hasta aquí supone que el saber psicológico, en tanto saber que condensó los diferentes ideales organizativos de la modernidad, no pudo surgir de un modo lineal, ni como producto de una sola variable, ni tampoco como decreto de una comunidad de expertos que decidió “establecer para el mundo” una nueva categoría ontológica. El saber psicológico, desde las coordenadas del Materialismo Filosófico surgió como un fenómeno “circular” que fue anudando con delicado ritmo histórico, dimensiones de orden ideológico, económico y político para producir, como efecto, un novedoso campo de investigación que tendría como centro al individuo, sus apetencias y su conducta. Si bien el voluntarismo, el nominalismo, el humanismo, el protestantismo y el iluminismo fueron algunas de las doctrinas tardomedievales y modernas que sentaron las bases para la emergencia de la institución psicológica, no se debe suponer que éste surgimiento obedeció únicamente a un “sistema de creencias” que sobreintensificó la imagen que el individuo tuvo de sí mismo y de sus posibilidades; también debe ponerse de relieve que el establecimiento de instituciones como las nuevas iglesias luteranas y calvinistas, así como el surgimiento de las pequeñas nuevas empresas de finales del siglo XIX fueron determinantes para que la psicología operara como una institución capaz de modular la individualidad-singularidad al margen de las determinaciones universales establecidas por la iglesia romana o la economía política de los grandes Estados modernos. Según esto, la psicología se convirtió en el saber típicamente moderno que hizo creer al individuo que para comprenderse a sí mismo, habría que dar la espalda a toda forma de determinación definida por la época, la religión, la sociedad política y la clase social, y bastaría con mirar al interior de sus facultades, apetencias y disposiciones.
3. Coordenadas económicas
Una vez definidas las coordenadas ideológicas que auspiciaron el surgimiento de la psicología, será necesario identificar evidencias históricas de carácter económico que muestren cómo la recurrencia del proceder individualista aceleró la configuración de un estado de cosas de carácter objetivo e instituciones en donde el individuo, y lo que él creyera, pensara o hiciera por sí mismo, bastara para justificar su posición en el mundo. Como se dijo en líneas anteriores, aquí se parte del supuesto de que las “trasformaciones económicas” ocurridas entre los siglos XV y XVIII, supusieron una reorganización morfológica objetiva de los componentes del mundo que se tradujo en la emergencia de un nuevo individuo y de un nuevo tipo de saber diseñado para comprenderlo: la psicología. Habrá que señalar que el desmoronamiento de los feudos y el surgimiento de la burguesía representó, para la historia de la psicología, la morfología objetiva que garantizó el comienzo de la erosión definitiva de los lazos comunitarios del individuo moderno y la intensificación de su sentido de singularidad. En el momento en que se desmoronaron los feudos fue que comenzó a surgir en Europa un fervor nacionalista que se tradujo en la fortificación de una cultura laica, en el surgimiento de nuevas clases sociales y Estados Nacionales y en una abigarrada lucha entre imperios para producir y salvaguardar su riqueza. Aquí, la disolución del latín y el surgimiento de múltiples lenguas nacionales como el español, el francés, el inglés y el alemán propició que los proyectos políticos que, históricamente, habían acompañado al cristianismo fueran diluidos por nuevas formas imperiales que buscaban un lugar en la historia universal. De este modo, el alemán buscó usurpar la primogenitura del hebreo y el español trató de consolidarse como la nueva lengua del Reino de Castilla y de la Unidad hispánica.
De acuerdo con Romano y Tenenti (2014) un hecho de singular importancia en el periodo del desmoronamiento de los feudos fue la introducción de la moneda para el pago de una parte de los cánones debidos por el campesino al señor feudal, en sustitución parcial de los cánones en especie. Según estos autores, aunque fue limitada la intensidad de acción en el ámbito de las relaciones de producción, la introducción de la “renta monetaria” tuvo una enorme trascendencia de orden cualitativo en Europa, pues acercó por primera vez en la historia de Occidente, al campesino directamente al mercado. De ahí que el progreso en la agricultura y sus innovaciones técnicas sentaran las bases que posibilitaran el tránsito entre el Feudalismo y la Revolución Industrial. Ahora, no hay que perder de vista el hecho de que dichas innovaciones sólo pudieron venir de la mano de un individuo que, por un lado, pudiera liberarse de la autoridad feudal y con ello, distanciarse también de algunos de los preceptos morales medievales que hubieran podido inhibir el resquebrajamiento de algunas figuras de autoridad y, por otro, que tuviera una actitud innovadora, incluso revolucionaria, respecto de las actividades y técnicas que pudieran mejorar la producción de recursos y servicios. Baste como muestra mencionar que en Inglaterra antes que en ninguna parte de Europa, ya entre los siglos XVII y XIX se establecieron las Turnpike Trusts, empresas maniobradas por trabajadores disidentes de los feudos con un peculiar sentido del progreso individual, que tenían como único objetivo incrementar su riqueza a partir del peaje negociado con el parlamento por el cuidado de las carreteras. En este sentido, por ejemplo, los cambios técnicos introducidos en el siglo XVIII en la agricultura inglesa incrementaron la superficie de tierra arable y, a través del incremento de cosechas forrajeras, también se pudo aumentar significativamente la cantidad de ganado existente. Así, estas innovaciones técnicas, sumadas a la construcción de nuevos aparatos tecnológicos y dispositivos para la producción y el mantenimiento de recursos sentaron las bases para la expansión económica de Inglaterra, Francia, España e Italia y para el surgimiento de una nueva clase social: la burguesía. Por medio de la sembradora mecánica, el establecimiento de granjas y cervecerías, la salazón de arenques, la fabricación de velas, jabones y papel, y el perfeccionamiento de la industria textil, de navegación y de construcción, se generó en algunos países europeos una multiplicación significativa de los oficios, los bienes y las formas de producir y acumular riqueza. Así, a partir de este hecho, aquellas personas o sectores poblacionales que fueron los destinatarios de los beneficios económicos de dichas innovaciones experimentaron una “rotación antropológica” consistente en asimilar su singularidad, ya no a partir de pertenecer a una iglesia universal o a un estado nacional, sino en función de los roles sociales asignados por su oficio o las posiciones sociales otorgadas por su riqueza. En este punto, habrá que poner de relieve que la burguesía representó para el surgimiento de la psicología académica la posibilidad de configurar un tipo de individuo capaz de orientar su tránsito por la vida y sus relaciones con los otros, a partir del primado económico en virtud del cual, la explotación a terceros, la maximización de las operaciones y la identificación de oportunidades de negocio a partir del desarrollo tecno-científico, bastarían para otorgar el contenido y la dirección total de las operaciones individuales y sus recurrencias. Así, por ejemplo, según Coleman (1989), en la Gran Bretaña del siglo XVIII, constituiría una importante fuente de demanda, la nutrida clase media de la sociedad británica, que abarcaba desde los artesanos de la ciudad hasta los propietarios rurales. De acuerdo con este autor, los sectores urbanos y mercantiles de esta sociedad crecían con rapidez trepidante no sólo en Londres, sino también en las nuevas ciudades y puertos, debido a que en todos ellos había muchos “disidentes protestantes” que habían sido excluidos de toda actividad política u oficial en la sociedad, de tal forma que para sobrevivir no les quedaba otra opción más que convertirse en los hombres de negocios que luego darían lugar a la revolución industrial.
4. Coordenadas políticas
Siguiendo con el curso de este trabajo, no se debe olvidar que con el fin de la Edad Media nació Europa y que con la caída del Imperio Romano y el debilitamiento de la Iglesia Católica empezaron a surgir diversas colectividades con unidad política e independencia sociocultural que luego se transformarían en los Estados Nación modernos. Así, entre los siglos XVII y XIX se produjo en Europa y parte de América una gran expansión de las ciudades, pues muchos de los habitantes de lo que hoy es Gran Bretaña, Italia, España, Alemania y Francia debían ya “su forma de vida” al trabajo que ellos mismos se habían otorgado y no a la condición asignada por poderes fácticos externos como lo pudieran ser la iglesia o el Estado.
Por ello, el surgimiento de las ciudades significó para la psicología académica, el establecimiento de una zona geográfica en donde el principio de confluencia entre individuos, el principio de su organización político-social y el origen de los problemas fue el mismo: el enfrentamiento de los arquetipos normativos de los individuos y las desavenencias implicadas en defenderlos y alcanzar el éxito económico. Es por esto que para Bédarida (1989) la riqueza y variedad de la civilización del siglo XIX, descansó en ciertas medidas sobre la gran expansión de las ciudades, las cuales eran consideradas como centros de problemas y movimientos de protesta. Según este historiador francés, a finales del siglo XVIII Rousseau había visto a las ciudades como “abismos de la especie humana”, lugares de perdición donde la gente de campo se degradaba y condenaba. Así, el orden eterno de los campos cedía el paso a un mundo nuevo de piedra y ladrillo, de cemento y metal, de fábricas y tiendas, de casas opulentas y barrios bajos. Trenes, calles y avenidas se cruzaban y volvían a cruzar interminablemente. Según Bédarida en poco más de un siglo la población de Londres y París se multiplicó por cuatro; la de Viena por cinco, la de Berlín por nueve y la de Nueva York por ochenta. Un caso particularmente sorprendente fue el de Chicago, en 1830 se componía de una docena de chozas de troncos, una tienda, dos tabernas y un fuerte, pero en 1836 ya había cuatro mil habitantes, en 1865 180 mil, en 1872 360 mil, en 1900 1,800,000 y en 1910 2, 200,000. Como se puede advertir, la formación del saber psicológico se convirtió en un campo temático disciplinar que solidificó los conflictos geopolíticos e intersubjetivos de cada sociedad política, con el único fin de que fueran los individuos o grupos más poderosos los que determinaran la contextura de la individualidad y la morfología de la conducta deseada. De este modo, el papel que jugó la ciudad, como espacio territorial plenamente demarcado para eliminar cualquier forma de resistencia político-comunitaria, fue determinante en la medida en que posibilitó que los individuos recién llegados a ellas, una vez arrancados de sus esquemas morales originarios y distanciados geográficamente de los modos de vida que habían constituido su biografía, no tuvieran otra alternativa para sobrevivir, más que adaptarse conductual y subjetivamente a los nuevos escenarios urbanos.
Así, por ejemplo, hoy no sería exagerado afirmar que si la institución psicológica no hubiera condensado todos los proyectos organizativos de la modernidad, todo lo que hoy creemos de nosotros mismos, la forma en que hoy nos pensamos en el tiempo, e incluso, la manera en que hoy configuramos nuestra subjetividad o conducta, habría sido de otra forma. En este sentido, lo que verdaderamente impulsó la emergencia del saber psicológico fue la necesidad de construir y sistematizar una serie de técnicas que facilitaran la adaptación del individuo a los contextos socioculturales que estaban emergiendo entre los siglos XVIII y XX. Se parte del supuesto de que dicha necesidad de adaptación surgió en el seno de la Revolución Industrial cuando un grupo de individuos económica y políticamente más poderosos que otros, intentó fundar, para su beneficio, una organización política y sociocultural objetiva que subsumiera o incorporara en su estilo de vida a aquellos individuos con menor poder político-económico y mayor vulnerabilidad vital. La efectividad de dicha organización política y sociocultural consistió en diseñar una especie de “circulo procesual de autolegitimación” en donde un entramado de objetos, situaciones objetivas y arquetipos normativos reprodujera, naturalizara e intensificara el valor del modelo político y sociocultural de los individuos más poderosos.
Sin afán de calificar la emergencia del saber psicológico como una conspiración histórica en contra del individuo vulnerable, habrá que decir, sin reserva, que su surgimiento no puede disociarse del esquema moderno-burgués que buscaba, a partir de la explotación a terceros, el bienestar de un grupo reducido de individuos. En otras palabras, lo que el saber psicológico permitió fue, por un lado, la posibilidad de fundar virtualmente una nueva “categoría ontológica” que pudiera estudiar al individuo separado del entorno que lo había constituido y, por otro, la posibilidad de ocultar, con creatividad magistral, los verdaderos agentes de muchas de las determinaciones individuales. En este sentido, no es gratuito que Theodor Adorno haya evidenciado en su “Dialéctica Negativa” que, a la sombra de la imperfección de su emancipación, la conciencia burguesa temió ser anulada por una más progresista y, por eso, extendió teóricamente su autonomía al sistema político-social, el cual, al mismo tiempo, se asemejó a sus mecanismos de coacción. Según Adorno, la ratio burguesa emprendió la producción a partir de sí misma, del orden que desde fuera había negado y, para lograrlo, tuvo que trasladar su origen al pensamiento formal separado del contenido, pues de otro modo no habría podido ejercer un dominio sobre el material. Así pues, según Adorno, para que la ratio burguesa, lograra imponerse como un sistema político totalitario, tuvo que eliminar virtualmente todas las determinaciones cualitativas de los individuos y de los fenómenos, y al hacerlo, no pudo evitar incurrir en una contradicción irreconciliable con la objetividad pues cada vez que pretendía concebirla, la violentaba de una forma más determinante. Por todo esto, opina Adorno, en la misma medida en que la ratio burguesa se iba alejando de la objetividad, también iba sometiéndola a todos sus axiomas, en último término al único y definitivo de la “identidad”.
Según lo dicho hasta ahora, fue en el momento en el que la ratio burguesa trató de condensar toda la objetividad en el axioma único de la “identidad”, cuando se construyeron las bases ideológicas” para que el saber psicológico brotara en la historia de las ciencias como un campo temático-disciplinar de estirpe eminentemente moderno, capaz de reducir todas las cuestiones del ordo essendi a las cuestiones del ordo cognoscendi; esto es, espacio capaz de reducir todas las cuestiones relativas del orden de las cosas, a cómo los individuos conocen dichas cosas. Según esto, no deberá sorprendernos que la psicología aparezca desde el punto de vista histórico-institucional (etic), como unificada y completamente diferenciada de otras disciplinas con campos y fines análogos; pero, por otra parte, también aparezca, observada desde dentro (emic), como una zona de conflicto en donde diferentes tendencias de investigación, tradiciones de pensamiento y concepciones sobre lo humano, luchan por imponerse sobre otras, ignorándose mutuamente o, simplemente, constituyéndose a partir de la indiferencia o negación de los hallazgos de las posiciones rivales. En este contexto, resultará perfectamente comprensible el por qué los “psicólogos” afiliados al esquema Skinneriano seguramente no tendrían ningún inconveniente al reconocer a la rata albina como el primer analogado del hombre; mientras que otros, por ejemplo, los afiliados al esquema Maslowniano, resultarían indignados al solo considerarlo posible, pues en ningún caso, alguno de ellos estaría dispuesto a aceptar que este “agente conductual” pudiera trascender sus necesidades fisiológicas y pudiera llegar al momento de la autorrealización. Llevando al límite este cómico ejemplo de antagonismos en psicología, habrá que decir, para comprenderlo a cabalidad, que el “conductismo” y el “humanismo” son posiciones psicológicas que pertenecen a concepciones antropológicas distintas, y por esto mismo, cada una de ellas buscará defender los proyectos políticos que promuevan su expansión. Así pues, mientras que para los conductistas será prioritario “borrar” todas las peculiaridades que hacen al individuo algo incomparable con una rata, para los humanistas será fundamental borrar todas las determinaciones biológicas, etológicas, históricas y políticas que favorecerán o imposibilitarán que un individuo pueda consumar su misión de autorrealización.
5. Análisis, función y proyectos políticos de la psicología
Según Fuentes Ortega (1992) una “irregularidad” semejante a la presentada por la psicología ya había tenido lugar en el contexto de la propia Biología, por lo menos en aquel sector de la disciplina en donde figuraban organismos animales dotados de comportamiento autónomo; esto es, organismos animales que requerían para su adaptación biofísica al medio, un momento subjetivo o conductual no determinado por su pertenencia a una especie zoológica. Para Fuentes Ortega, dicha “irregularidad” ya se había presentado en sectores como el de la Fisiología Encefálica o la Biología Evolutiva, en donde, si no se hubiera estimado la forma en que cada organismo iba mediando a nivel ontogenético, sus relaciones adaptativas con el medio, habría sido prácticamente imposible conocer tanto las funciones encefálicas susceptibles de control y aprensión, como los mecanismos de modificación de los rasgos morfofisiológicos heredados. De esta forma, según Fuentes Ortega, el campo de la biología, antes que el de la psicología, habría tenido ya la obligación de incluir “formalmente” entre sus contenidos temáticos, todas las relaciones subjetivas y conductuales que facilitaran la adaptación biofísica del organismo al medio. Desde estos planteamientos –y aceptando que esta irregularidad metodológica no es exclusiva de la psicología, sino por el contrario, legítima y común a determinados sectores de la biología–, habrá que poner de relieve las razones que explican por qué la psicología intentó desde su nacimiento como institución, analogar “los asuntos humanos” con las metodologías de las ciencias físico-biológicas si ya antes la misma biología había intentado comprender la morfología de la conducta individual, mucho antes que la propia psicología y para ello habría tenido mayor justificación disciplinar y éxito metodológico. La trampa fundamental de esta peligrosa analogía consiste en postular que los rasgos morfofisiológicos heredados de (co)variación de los organismos vistos a escala biológica son idénticos a los rangos de (co)variación de sus funciones psicológicas. Si bien, a primera vista, esta analogía pudiera parecer razonable, cuando se analiza a detalle, se evidencia cómo dicha comparación resulta absurda, pues hoy se sabe, gracias a abundantes investigaciones experimentales en el campo del moldeamiento de la conducta, que las funciones psicológicas poseen un “amplio rango de variabilidad” respecto del “rango de variabilidad” que poseen los rasgos morfofisiológicos heredados, pues a diferencia de estos últimos, las primeras son susceptibles de modificarse por la experiencia, esto es, por las relaciones cognoscitivas y apetitivas que los organismos guardan con el medio que los circunda. Por todo esto, según Fuentes Ortega (1992), puede que no hayan sido precisamente los intentos por separar las cuestiones subjetivo-conductuales del campo de la biología las únicas responsables, en principio, de que la “psicología” cristalizara en las primeras décadas del siglo XX como una institución disciplinar realmente existente y socialmente reconocida, sino más bien, ciertas “demandas de control social históricamente determinadas y políticamente definidas” que requerían, para su satisfacción, la formación de un cuerpo de profesionistas capaces de solventarlas a partir de la aplicación de un conocimiento disciplinar presuntamente autónomo.
Visto así, opina Fuentes Ortega, el contenido disciplinar “real” de la nueva institución llamada “psicología” no consistiría en más que en una mera “técnica de control social” que iría modulando, según determinados momentos de la historia, tipos de praxis antropológicas específicas. De ahí que la psicología necesite para legitimar su existencia social y su autonomía disciplinar respecto de otras ciencias, analogar los “asuntos humanos” con las metodologías de “las ciencias físico-biológicas”, pues en ausencia de semejante analogía dicha institución “psicológica” quedaría políticamente “desnuda” y socialmente “transparentada” como una simple técnica de control social. Como se puede ver, en el análisis del “nacimiento de la psicología” se encuentra la clave para entender por qué a lo largo de su desarrollo histórico, la única constante que pudo mostrar fue su capacidad para “adaptar exitosa y diferencialmente” a los individuos a los diferentes contextos socioculturales que se requerían en un momento específico de la historia. Con esto se quiere decir que la “obligatoriedad” y “deseabilidad” de participar de estas formas adaptativas gestionadas por los psicólogos, se consolidó e intensificó en la medida en que este grupo de profesionistas logró demostrar que la “legalidad”, “recurrencia” e “invariabilidad” de las constantes de la naturaleza en sus dimensiones físico-biológicas, se encontraban también presentes, y con el mismo nivel de predictibilidad, que en la complejidad de los asuntos humanos. Por ello, el hecho de que la “intencionalidad” del psicólogo quedara oculta, así como el proyecto político que representaba y el contexto al que buscaba adaptar a sus usuarios, posibilitó que muchas terapias e intervenciones psicológicas fueran igualmente exitosas, aun cuando sus principios fundacionales fueran antagónicos e inconmensurables. En pocas palabras, el que diferentes tipos de intervención psicológica resulten igualmente exitosas según diferentes clases de usuarios, demuestra que cada una de ellas, estaba calibrada para servir a determinados fines adaptativos; así, el psicoanálisis resultará más amigable para el burgués ocioso que tendrá el suficiente tiempo para husmear en las profundidades del inconsciente, mientras que el conductismo lo será para el obrero que no se podrá dar el lujo de perder ni un minuto en la búsqueda de sus conductas exitosas. Según lo dicho, para lograr la cabal comprensión de estos casos, será primordial clarificar cómo el desarrollo desigual de diferentes bloques civilizatorios dio lugar a diferentes proyectos de psicología y cómo cada uno de ellos ecualizó, de una forma muy particular, una determinada morfología de objetos, fenómenos, sujetos, normas, abstracciones y estilos de vida. En este punto conviene subrayar –en sintonía con lo señalado por Adorno en su Dialéctica Negativa–, que dicha ecualización buscó, en algunos casos, sacar a la luz ciertas variables configuradoras de la conducta individual, mientras que, en otros, buscó ocultarlas determinantemente o hipostasiarlas al antojo del psicólogo, de su proyecto político y de los avatares de cada época y su contexto. Así, para buscar la génesis de la psicología y al mismo tiempo la imagen de su actual estructura, primero, habrá que dejar claro que cualquier “técnica de control social”, sólo tendrá sentido y se hará, verdaderamente necesaria, en aquellas sociedades en donde gracias a su nivel de organización y desarrollo se haya podido estructurar de manera simultánea y conjugada las nociones de “norma”, “producción”, “capital” (en sentido marxista) y “persona moderna”.
Si bien, es posible admitir que las nociones de “norma” y “producción” ya estaban presentes en las sociedades neolíticas del año 7,000 a.C.; es un hecho histórico incuestionable que para poder añadir a la dinámica social las nuevas nociones de “capital” y “persona moderna” habrá que esperar más de ochenta siglos hasta la llegada de las sociedades históricas “civilizadas” de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Así, stricto sensu, el campo antropológico que, ochenta siglos después, dará lugar a la psicología como institución, comenzará a cristalizar plenamente a la altura de las sociedades neolíticas, es decir, a la altura de aquellas sociedades en donde todas las operaciones de los individuos del grupo social queden sujetas a un ciclo recurrente de “normas” socio-productivas objetivas. En este punto, será fundamental señalar que esta fijación de las operaciones a las normas sólo será posible luego de que la agricultura y la ganadería promuevan una economía productora frente a una economía depredadora de los grupos sociales paleolíticos. Mientras que la economía depredadora de los grupos paleolíticos de “cazadores” y “recolectores” tendía a empobrecer el medio al no reponer los abastos obtenidos, por su parte, la ganadería y la agricultura neolítica permitían la reposición multiplicativa de todos los productos. De esta forma, la presencia y progresiva generalización de los excedentes de producción implicará, por un lado, una fractura y transformación de los límites subsistenciales de la sociedad neolítica y, por otro, la posibilidad de abastecer a cualquier población por encima de algún repentino crecimiento demográfico. Bajo estas condiciones, estas sociedades históricas ya comenzarán a hacer posible el comercio, como una forma de relación entre aldeas previamente aisladas y un tipo especial de relación social de producción, llamado “capital”, que luego determinará la estructura y el funcionamiento de la institución psicológica. Expuesto esquemáticamente –y siguiendo los análisis marxistas que Fuentes Ortega (2002a) nos sugiere para explicar la formación de las sociedades históricas–, habrá que señalar que la primera fase del comercio entre aldeas generado a partir de los excedentes de producción responderá a la fórmula “Mercancía-Dinero-Mercancía”, es decir, “vender para comprar”. Ahora bien, para explicar a partir de esta situación el surgimiento del “capital”, habrá que suponer, en primer lugar, la existencia de una pluralidad de aldeas, que estén generando relaciones comerciales bajo la fórmula mencionada y, en segundo lugar, excedentes de producción al interior de cada aldea creadas a partir de las ventajas demográfico-ecológicas que poseen algunos subgrupos frente a otros. Bajo esta condición, será suficiente con que los subgrupos que inicialmente trabajaban en las distintas subzonas de cada aldea naturalmente privilegiadas –y por ello generadoras de dichas diferencias internas de excedente–, vayan desplazando a los subgrupos que trabajaban en las zonas menos privilegiadas y excedentarias a trabajar en sus zonas.
Es por esto por lo que, la relación social de “capital” consistirá, básicamente, en la ganancia económica, política y social, que obtendrán los subgrupos privilegiados luego de desplazar, para el trabajo, a sus zonas geográficas a los subgrupos vulnerables que les son circundantes. A partir de este desplazamiento –que no será opcional sino necesario, pues de otra forma los grupos vulnerables tendrían condiciones de vida aún más precarias–, los individuos más privilegiados podrán obtener de la venta en el mercado de los productos elaborados por estos subgrupos vulnerables, una cantidad de valor superior al que emplearían en reponer su fuerza de trabajo. Una vez formadas las diferentes Ciudades-Estado, la presión socio-política interna de cada sociedad política –debida a los sistemáticos enfrentamientos y desplazamientos–, podrá ser relajada bajo la forma de la expansión exterior, es decir, de apropiación de territorios, materias primas, recursos productivos y mano de obra barata de terceros; “terceros” que, por cierto, siempre aparecerán política, social y moralmente lejanos. Ocurrido esto, el efecto que sobre la presión sociopolítica interior tendrá semejante expansión será el de facilitar –bajo la forma de la relajación o distensión de la tensión inicial–, los reajustes socio-políticos internos, a expensas de la generación de nuevos desajustes y el correspondiente incremento de la tensión con respecto de los grupos sociales exteriores sometidos. Ahora bien, si se supone que esta situación debe estar dándose a la par en diversas sociedades políticas en principio aisladas, o sea, en sociedades que se encuentran en un permanente proceso de expansión en torno a sus territorios circundantes, entonces, deberá ocurrir que, tarde o temprano, por el carácter finito del territorio, dichas sociedades en expansión se enfrenten desde sus respectivos proyectos expansivos. Así, para evitar un eterno enfrentamiento de las sociedades históricas “civilizadas”, se formará un tejido o entramado entre ciudades políticas, cada una de ellas capital de algún área de influencia, en donde el único interés común será el de la dominación de unos “terceros” geográficamente circundantes pero política, económica, social y moralmente lejanos. Por ello, será en el contexto de estas sociedades en donde se hará posible el surgimiento de la “persona moderna”, pues sólo en dicho contexto ocurrirá, que los individuos pertenecientes a círculos culturales normativos diferentes tengan la incómoda necesidad de resituarse entre arquetipos normativos enfrentados de una sociedad virtualmente universal. En este contexto, la noción de “persona moderna”, sólo surgirá cuando estos individuos desplazados y explotados logren generar un esquema normativo que les permita evitar el conflicto entre las exigencias normativas de la sociedad de partida y la sociedad de llegada. Ante esto, Fuentes Ortega (2002a) sugiere reconocer en la extensión planetaria de las relaciones mercantiles fundadas por el mundo americano y las burguesías financieras europeas, el contexto estructural de fondo de las fallas histórico-políticas de la modernidad, y en esta medida, el fundamento de todas sus formas de vida psicológica.
Lo anterior, en el entendido de que una vez que la circulación planetaria de mercancías acabe por imponerse como un proyecto universal, habrá que subordinar a él toda clase de forma de vida política e, incluso, psicológica. Por esto, según Fuentes Ortega, serán las partes socio-políticas más poderosas de la totalidad social constituida, ahora ya como una sociedad efectivamente universal, las que irán ingeniándoselas para subordinar progresivamente, cualquier plan político de acción a la circulación planetaria de mercancías, la cual, ya aceptada como proyecto común, irá robusteciendo la falla estructural política de la sociedad universal occidental moderna y, al mismo tiempo, intensificando y multiplicando todas las relaciones psicológicas que la alimentan. Así, estas nuevas relaciones psicológicas tendrán como característica peculiar configurarse a partir de los propios enfrentamientos de cursos políticos actuantes, a la vez que intercalarse entre ellos, no dejando de cumplir, por su parte, la función de diferir, dilatar o desplazar, la resolución política definitiva de los enfrentamientos políticos. En definitiva, en ausencia de semejante saber psicológico, dicho desplazamiento se habría tornado accidentado, conflictivo e, incluso, insoportable; además de que el proyecto universal del libre flujo de mercancías habría podido ser cuestionado, enfrentado con otros proyectos políticos o incluso eliminado dentro de la idea de un proyecto político universal. La clave del éxito del saber psicológico consistió así en tejer una estructura teorética y metodológica sobre un campo temático artificialmente definido en donde los componentes de la “persona moderna” que requerían ser promovidos quedaran políticamente naturalizados, demostrados experimentalmente o normativizados culturalmente, y los que no, quedaran completamente excluidos o abolidos en los modos de vida promocionados. Avanzando en nuestro razonamiento –y teniendo como meta terminar de esbozar la historia interna de la psicología para comprender su imagen institucional actual– habrá que decir que para responder a la cuestión de por qué cada psicología resultó efectiva en la medida en que cuasiresolvió diferentes conflictos normativos, es fundamental explicitar que la psicología, a lo largo de su despliegue histórico, tuvo diferentes modulaciones que orientaron, según los ritmos de construcción de la sociedad universal del libre flujo de mercancías, diferentes tipos de “praxis antropológica”. Según los planteamientos, no resultará extraño comprender, por ejemplo, por qué la práctica de los primeros psicoanalistas fue casi indistinguible –en términos de organización y no de contenido–, de la confesión tarifada de la iglesia católica medieval, salvo en el hecho de que los psicoanalistas sustituyeron el reclinatorio por el diván, el cura por el analista, el pecador por el paciente y la penitencia en oraciones por el pago en moneda.
De acuerdo con Fuentes Ortega y con sus hipótesis sobre la formación de la psicología como institución, será precisamente, en aquellos momentos políticos o lugares sociales que resulten beneficiados de la distención de la presión social interna, en donde el tipo de reajustes entre los conflictos sociales no consistirá ya en una resolución sociopolítica efectiva de los conflictos de partida, sino por el contrario, consistirá en reajustes sustitutivos en donde cualquier conflicto social lejos de resolverse o suprimirse quedará indefinidamente diferido en cuasirresoluciones de carácter psicológico. En efecto, la función social de la psicología será la de poner a disposición de los individuos, una serie de proyectos pseudorresolutorios de los conflictos sociales que irán multiplicándose en función del incremento del poder que su bloque civilizatorio o sector social dominante vaya adquiriendo en determinados momentos de la historia. Ahora, frente a esta multiplicación de proyectos pseudorresolutorios se incrementará también la posibilidad de que los individuos circulen, por diferentes trayectorias de vida que luego aparecerán como “individualizadas” o “personalizadas”. De esta manera, según Fuentes Ortega, la concurrencia de muchos individuos, circulando por las mismas trayectorias vitales, generará el espejismo de que todas sus operaciones podrán ser subsumidas bajo esquemas semejantes al de las ciencias biológico-naturales o bien representadas como un proceso de cura o adaptación a un determinado estilo de vida deseable. En este contexto, no será fortuito, por ejemplo, que el inicio de la psicología académica haya tenido como antecedente inmediato las grandes transformaciones políticas acontecidas en las sociedades industrializadas occidentales de finales del XVIII y principios del XIX. No será gratuito tampoco, que la psicología académica haya estructurado su campo de investigación en función de la necesidad que las sociedades históricas civilizadas con alto desarrollo técnico tenían de incorporar a las poblaciones campesinas a los contextos industrial-laboral, escolar-educativo, jurídico-policial y médico-psiquiátrico. Bajo este panorama, se tendrá que asumir que la “historia interna” de la psicología como institución llegará a consumarse cuando surjan diferentes psicologías académicas que tengan como finalidad constituirse como cuerpos de conocimiento dedicados a justificar, desde sus diferentes compromisos ontológicos y proyectos políticos, modos diversos de ejercer el control social de la conducta. Por ello, no debe extrañar, por ejemplo, que el surgimiento de la psicología de la conciencia haya sido anterior al surgimiento del psicoanálisis o del conductismo; o que mientras se fraguaban en Estados Unidos las justificaciones del conductismo, se estuvieran fraguando también en Europa las justificaciones del psicoanálisis. Según esto, no deberá extrañarnos, tampoco, que en 1874 haya coincidido la aparición de la “Psicología fisiológica” de Wundt con la declaración que hiciera Brentano en el prefacio de “Psicología desde un punto de vista empírico” de “sustituir a todas las psicologías por la psicología” o que mientras Freud publicará en 1913 “Tótem y Tabú”, Watson publicará también su Psychology as the behaviorist views it. Finalmente, habrá que terminar este breve trabajo señalando que cada tipo de saber o que cada ciencia categorialmente constituida, surgió para cumplir una determinada función en la historia universal. En el caso de la psicología, su función podrá advertirse con total transparencia cuando se reconozca que este pretendido saber disciplinar fue un elemento clave para naturalizar el modelo de “persona” que más convenía a los proyectos ideológicos, políticos y económicos de la modernidad.
Referencias
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