El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 16
Artículos

Virus, ¿qué demonios es eso? (Hypotheses non fingo)

José Luis Pozo Fajarnés

Un comentario sobre las ideas que sobre la evolución ha desarrollado Máximo Sandín, en estos tiempos de tanta «virulencia» coronavírica

Sandín

El título de este comentario{1} viene a cuento por la mención que, al famoso adagio de Newton, hizo Gustavo Bueno en los XVII Encuentros de Filosofía de la Fundación que lleva su nombre. El tema que se trató en ellos fue Finalidad & Teleología, y la conferencia con que Bueno clausuró los Encuentros también tuvo ese título. En el desarrollo de la misma recuperó la famosa sentencia.

Bueno estaba relatando el mecanismo de la meiosis-mitosis, haciendo ver a los que le estábamos escuchando –y a los que pueden seguir haciéndolo, pues la conferencia está grabada en la página web de la Fundación– que ante la falta de explicación de la ciencia biológica para ese fenómeno omnipresente en tales mecanismos, él no podía elaborar hipótesis alguna. Con ello denunciaba el hecho de que nadie sabe cómo demonios podía darse ese mecanismo. La teleología está presente, cuál sea el mecanismo causal, la biología no tiene repuesta.

Esta falta de respuesta de la ciencia biológica va a ser el ritornello de nuestra primera propuesta (uso ese término musical con el permiso de nuestro filósofo de la música Vicente Chuliá). En el título del presente artículo también hay una pregunta que guarda relación con la postura metodológica expresada por Bueno. La pregunta ¿qué demonios es esto? es recogida por J. Paps en un artículo publicado en el diario interactivo El País del 20 de abril de 2017, traduciendo al que ese mismo profesor de la Facultad de Biología en la Universidad de Essex había publicado en la web The Conversation: «¿Qué demonios es eso? Los científicos se hacen esta pregunta a diario cuando tratan de averiguar la relación existente entre los distintos seres vivos. Las respuestas no son sencillas ni triviales. Las relaciones biológicas no solo sirven para elaborar un catálogo de la vida, sino también para entender cómo ha evolucionado esta para dar lugar a sus muchas formas». Y esto que acabamos de señalar es lo que nos permite continuar atendiendo a las dos cuestiones por separado.

El puesto de los virus en la clasificación de los seres vivos

Respecto del catálogo de la vida, podemos asegurar que es un texto que está por escribir, pese a que muchas son las páginas rellenas (espero que se nos disculpe por continuar con la metáfora literaria de Paps, sin hacer una crítica al respecto; solo apuntaremos que las metáforas a las que nos tiene acostumbrados la biología son una constante). Si de todos estos seres atendemos a los que hoy nos están impulsado a escribir, a los virus, debemos apuntar algunos datos que nos llegan, y que aunque no sean ajustados, o no haya acuerdo en los mismos, si nos fijamos en las cantidades y en lo que se desconoce, conseguiremos lo que nos proponemos. De las diferentes organizaciones taxonómicas, las dos más conocidas son la del Comité Internacional de Taxonomía de Virus (ICTV) y la que inauguró el premio nobel David Baltimore. Estas clasificaciones consideraban –los datos son de hace unos 18 meses– 4.853 especies de virus, en sus 803 géneros correspondientes, y enclasados en diferentes órdenes, familias y subfamilias. Los coronavirus están ahí contemplados, y como los demás virus tienen el cometido de reproducirse. La teleología aparece aquí de nuevo, pues los virus no se proponen lo que van a hacer; no es lo mismo finalidad –que implica prolepsis, o sea, decidir hacer lo que sea, un proyecto– que teleología. Esta última se ha definido por contraste con la anterior. Ambas derivan del mecanismo definido por Aristóteles. La teleología se adecua a lo que sucede en la biología, y los especialistas en la materia no pueden dar razones de cómo demonios funciona. Cada tipo de virus tiene un modo diferente de transmitirse: algunos precisan de un vehículo que los les lleve a su nuevo hospedaje, o sea, que es preciso el contacto para que se dé esa transmisión (vector de transmisión), pero otros no, pues se propagan por el aire. Este es el caso de los coronavirus. De las especies de coronavirus conocidos se han registrado treinta y nueve especies (el dato es bastante reciente). Algunas de ellas recientemente descubiertas, pero se supone que habrá muchas más, pues no se buscan en todo el reino animal, ya que les preocupan sobre todo las que pueden afectar a los humanos. Y de la transmisión se sabe muy poco, aunque algo más que de los tratamientos para curar sus infecciones. Una de las especies de este género, el que han denominado COVID–19, está propagando una epidemia galopante de neumonía por todo el orbe y ha conseguido movilizar a fecha de hoy las políticas de la mayor parte de los estados. ¡Caramba con la teleología!

Los virus, ¿han tenido algún papel en la evolución?

Respecto de la segunda cuestión, la de cómo ha evolucionado la vida, lo que aquí podamos decir es muy poco, pero no por ello lo vamos a dejar de hacer. Como lo que nos dirige el discurso son los virus, de eso vamos a hablar. De entrada, señalaremos que plantean muchos problemas a los especialistas. Al no tener estructura celular, no se les puede clasificar dentro de ninguno de los tres grupos principales de los seres vivos, que ordenamos de más simples a más complejos son estos: bacterias, arqueas y eucariotas. Algunos biólogos no consideran que los virus sean seres vivos, sino solo material genético (compuestos del mismo material del que se compone el ADN). Material que, como todo material genético, se replica, pero mientras que los demás lo hacen por sí mismos, los virus precisan de células que los hospeden. También hay especialistas que no se muestran de acuerdo con esto, y consideran que los virus no son seres originales sino que derivan evolutivamente de organismos celulares (esto haría que esos tres grupos señalados previamente pasaran a ser cuatro). Una tercera teoría señala a los virus como una suerte de entidades genéticas que se independizaron de las células, el mecanismo metafórico es el de «accidentes moleculares». Este modo de ver deriva de su comparación con los transposones (también son fragmentos de ADN), que son capaces de recortarse del genoma para luego dirigirse a otras zonas del ADN y pegarse a ellas.

Estas cuestiones son las que preocupan al biólogo Máximo Sandín. Este, como otros muchos biólogos, se preocupa de buscar respuestas a las muchas lagunas y a los muchos interrogantes abiertos de la ciencia de la Biología. Una de las fuentes de incertidumbre es esta que Sandín nos señala: la «Teoría del equilibrio puntuado». Esta teoría fue propuesta en 1972 por los paleontólogos Niles Eldredge y Stephen Jay Gould. En ella expresan dos postulados:

—La estasis. Un mecanismo que no permite a las especies cambiar en dirección evolutiva alguna. Los registros fósiles así lo señalan.

—Las «apariciones repentinas de especies». Las especies no surgen de un modo gradual, sino de un modo plenamente formado. Algo que también puede comprobarse gracias a los registros fósiles.{2}

La falta de cambio gradual que marca la estasis es uno de los argumentos que permiten a Sandín decir que «parece razonable pensar en la posibilidad de que exista otro mecanismo de cambio» (Máximo Sandín, Pensando la evolución, pensando la vida, Editorial Cauac, 2017, pág. 34). El mecanismo de cambio que propone Sandín tiene que ver con los virus. Este es el motivo de traer a colación a Máximo Sandín en estos tiempos que corren de «virulencia» coronavírica. Sandín, sin embargo, no va a tener en cuenta a los virus en su faceta de enemigos de cualquier otro ser vivo más complejo que él mismo –consideración similar damos también a las bacterias– sino en otra muy diferente, tanto, que los virus van a ser erigidos en garantes y multiplicadores de esa vida que en otras ocasiones niegan.

De un modo muy sucinto vamos a tratar de seguir sus argumentos (ardua tarea para el no especialista): comenzamos por señalar el origen de la célula eucariota. El punto de vista ortodoxo –así denominado por Sandín– no da explicaciones satisfactorias de cómo se ha ordenado un complejo entramado de procesos y sus «exquisitas» interconexiones solo por azar. Sin embargo, parece ser que hay interpretaciones no ortodoxas que sí dan razón de ello. La primera que considera es la de Lynn Margulis y Dorion Sagan: un proceso de «endosimbiosis» ocasional y aleatorio (bacterias asimiladas por otras bacterias). Como estos autores demostraron que este mecanismo era efectivo, Sandín asegura que «ha pasado a formar parte de los pocos procesos evolutivos que se pueden contar como científicamente demostrados» (Sandín, 2017, pág. 45). La segunda es la que propone el propio Sandín. Su pregunta es si el proceso que pudiera ser el fundamental en la aparición de los eucariotas pudiera haberse producido a partir de «la unión de varios “sistemas complejos”» (Sandín, 2017, pág. 45). Parte de la consideración de que las bacterias fueron los primeros seres vivos, al menos así ha podido identificarse por los registros fósiles, y de ahí puede derivarse que fueron las responsables de la aparición de la vida (esta hipótesis la defendieron también Margulis y Sagan). Esta afirmación se apoya en que las bacterias tienen la capacidad de mutar para adaptarse a nuevas condiciones (algo que estudiaron John Cairns y Dorothée Benoit). Es tal la relevancia que en algunos aspectos se les da a estas bacterias, que son el argumento de la teoría expresada también por Margulis y Sagan de la Endosimbiosis (esta teoría implicaría que cualquier ser vivo es el resultado de «agregados de bacterias» que el decurso del tiempo y las potencialidades implícitas en ellas mismas habían modificado de diversas formas previamente). Según Sandín este mecanismo tiene un sentido opuesto al que la biología acepta, la «acción» bacteriana «desbarata el camino admitido de mutaciones al azar desde la primera (¿única?) célula» (Sandín, 2017, pág. 46). Sin embargo, el modo radical de ver la cuestión por parte de Sandín no es compartido por Margulis y Sagan pues no comparten que esto suceda desde esa primera célula postulada, sino que en el principio consideran necesarias las mutaciones azarosas.

Sandín da el paso definitivo en su propuesta anti–evolucionista. Asegura que la formación de organismos multicelulares hubo de dar pasos necesarios. En primer lugar tiene en cuenta que, para que se den los tejidos, es imprescindible un «programa embriológico» que pueda coordinar la inmensa multiplicación celular y la disposición pertinente de cada célula. A partir de esta premisa se hace una serie de preguntas: «¿con qué material genético, con qué secuencias se pudo pasar de unas células eucariotas sencillas y típicas a células especializadas capaces de generar distintos tejidos y estructuras? Y sobre todo ¿cómo pudo aparecer, por mucho tiempo que pasara, la regulación coordinada de su desarrollo embrionario? ¿Por acumulación aleatoria de “errores de copia” en las células eucariotas?» (Sandín, 2017, págs. 46–47). Sandín responde que la respuesta no puede buscarse en los procesos celulares, pues estos se caracterizan por una extrema estabilidad. Aquí es cuando introduce a los virus como mecanismo de cambio.

Los virus tienen la capacidad de introducir en el genoma de un ser vivo, sea animal o vegetal, su secuencia genética, de esa manera es como puede surgir una unidad genética mayor, y se supone que diferente. Tal unidad se da por integración de los dos sistemas que se combinan: la nueva secuencia compleja con «nueva información» (Sandín reconoce que el mecanismo que propone es «misterioso») sería la promotora de unos cambios que, por necesidad, han tenido que ser muy drásticos y globales, pues de no ser así no se podrían explicar las transformaciones: «este mecanismo podría explicar el más sorprendente fenómeno evolutivo de que se tienen pruebas materiales irrefutables: la llamada “explosión del Cámbrico”» (Sandín, 2017, pág. 47).

Sandín propone un nuevo modelo evolutivo que puede resumirse de este modo: «El origen y evolución de la vida sería un proceso de integración de sistemas complejos que se autoorganizarían en otros sistemas de nivel mayor» (Sandín, 2017, pág. 54). Las bacterias y los virus son los protagonistas de este nuevo modelo. Sus capacidades de respuesta a los cambios ambientales darían razón de los drásticos cambios que sugiere el registro fósil de las especies. El carácter infectivo de ambos daría cuenta de los cambios que son precisos en múltiples individuos. Igualmente, el carácter infectivo explicaría además las extinciones masivas. Estas capacidades están en contraste con las que demuestra la selección natural, que quedaría relegada a un segundo plano (aquí podemos comprobar que Sandín va mucho más allá de lo que iban Margulis y Sagan, tal y como el mismo Sandín recoge en su libro que la postura de los primeros es que: «la selección natural opera, no tanto actuando sobre mutaciones al azar, que son a menudo dañinas, sino sobre nuevas clases de individuos que evolucionan por simbiogénesis»; Sandín, 2017, pág. 76). Sandín también relega la competencia por la vida, la niega como fuerza impulsora de la evolución: las especies nuevas irían madurando unas con otras. Y con relación al azar, tres cuartos de lo mismo, pues es relegado a una situación incluso peor que las anteriores, por oponerse al determinismo, al «contenido teleológico que implica la existencia de unos “componentes de la vida”, cualquiera que sea su origen» (Sandín, 2017, pág. 55).

Una vez expresada la tesis fuerte de Sandín, debemos reconocer que nos estamos moviendo en un terreno muy resbaladizo. Como no es nuestro cometido inmiscuirnos en las discusiones de los especialistas sobre cuáles son los conceptos fundamentales y las leyes que los rigen en el campo de su saber, de su ciencia, lo que ahora queremos señalar es algo que no es propio de la biología sino de la filosofía. Algo que ya hemos hecho al principio, cuando introdujimos la controvertida idea de teleología. Ahora es momento de introducir otra diferente: la del fundamentalismo. El materialismo filosófico denuncia este modo de ver el mundo en sus múltiples versiones. Aquí vamos a considerar la que está presente en la Biología. Un fundamentalismo que hemos comprobado que Máximo Sandín denuncia, y en la que vemos un sesgo asumible desde los parámetros de nuestro sistema, desde nuestra crítica por tanto.

El darwinismo surgió «como una metáfora de la visión victoriana del mundo en un periodo de grandes desigualdades sociales y mundiales consecuencia de la revolución industrial» (Sandín, 2017, pág. 67). Sandín va por el buen camino pues está a punto de objetar lo que desde nuestros parámetros criticamos constantemente. Los años en que fue cuajando la Teoría de la evolución eran los años en los que el positivismo se mostraba más agresivo. Tenía enfrente otras visiones del mundo que le podían hacer sombra y debía destruirlas. La visión del mundo asociada al positivismo decimonónico consiguió que el monismo se consolidase de la mano de filósofos racionalistas y de los que estaban desarrollando la nueva ciencia: los diversos desarrollos de la física, el cierre categorial de la química, y, después de todas estas, la consolidación de la biología, una vez que se tomó en serio la Teoría de la evolución. El filósofo y sociólogo Herbert Spencer fue el que convenció a Darwin para que denominara a su teoría «evolución», y abandonara la idea de «transformismo». La idea de evolución, y su trayectoria histórica, ha sido expresada por Gustavo Bueno:

La Idea de evolución procede, en cambio, de experiencias técnicas pro­pias de sociedades con escritura, sociedades relativamente recientes que ya han fabricado libros en formato de rollos: evolutio designaba el «desenro­llo» de un «volumen» de papiros pegados y enrollados, soportes («somáti­cos») de un texto o «información escrita» («pre–formada») y apta para ser leída (a la lectura de los textos poéticos que requerían un «desarrollo» y no a otra cosa, se refiere Cicerón cuando habla de la poetarum evolutio), sus­ceptible de ser transportada, re–producida o copiada en otros soportes que ni siquiera tendrían que tener la «morfología somática» del rollo (de hecho, la «información» o texto contenido en ellos sería transportada ulte­riormente a soportes con formato de códice, y, más tarde, de disco com­pacto). Es interesante constatar que el problema lógico que suponemos acompaña a la «evolución» de la idea biológica de evolución, puede ilus­trarse con el propio curso de transformaciones de los formatos del libro. En el siglo XVIII, el término «evolución» es una metáfora del despliegue del papiro, que comienza a aplicarse al des–arrollo (ontogenético, se dirá más tarde) del organismo individual, que se suponía preformado en el huevo; más tarde, el término será utilizado para designar el supuesto (entonces) proceso de transformación de unos organismos en otros de su misma especie, e incluso, ulteriormente, en otros de especies distintas (Gustavo Bueno, «La religión en la evolución humana», Ciencia y Sociedad, pág. 68).

Esta idea, que Spencer tomó del contexto en que se definía en el siglo XIX, el que Bueno ha señalado, que era la de la «evolución de un solo individuo», la aprovechó para explicar el desarrollo histórico de las diferentes sociedades humanas, ajustándose a los planteamientos de Lewis H. Morgan: salvajismo, barbarie y civilización. La crítica de Sandín se ajusta a la expresada por Bueno (este último denuncia además la extrapolación que hoy día se hace de la idea de evolución para dar explicación de todo cuando existe, no solo de los seres vivientes orgánicos por tanto, sino de la conformación del Universo, desde el instante primigenio que ha dado en llamarse Big Bang). Pues bien, esta visión de un mundo que comienza a regirse por el cientificismo, es lo que, desde el materialismo filosófico, denunciamos como fundamentalismo científico, y es también la denuncia que recogemos en el libro de Máximo Sandín. En él leemos que Spencer es uno de los que promovieron este cambio de perspectiva filosófica. Junto con Malthus, así lo señala Sandín, es uno de los que considera que más influyeron para que Darwin adaptara los ideales positivistas a su doctrina. No olvidemos que el positivismo que va a cuajar en las nuevas ciencias, sobre todo por obra de Ernst Mach, había sido definido por Auguste Comte en el ámbito de la sociología, y desarrollado luego por autores como los que acabamos de mencionar. El que todavía no hemos nombrado, y que Sandín pone en el punto de mira, es Thomas Huxley. Lo habitual es considerar a Huxley como el seguidor de Darwin, el mayor y más importante defensor de sus teorías en Inglaterra. Un papel muy similar al de Haeckel en Alemania. Pero la visión que leemos de Huxley en el texto de Sandín es muy diferente:

En los textos «oficiales» sobre las circunstancias que rodearon «la gran revolución» del darwinismo, figura Sir Thomas Henry Huxley como «el bulldog de Darwin». La idea que yo había obtenido de los textos «oficiales» sobre su participación en la epopeya de «La teoría de la evolución» era la de una especie de científico “free lance” devoto de Darwin que le defendió en el manido debate con el obispo Wilbeforce, en el que el desconcertado Darwin no participó y que, al parecer, no fue tan épico como nos han contado. Los datos que he obtenido, procedentes de la Enciclopedia Británica son los siguientes: Bajo el título El poder y «el Papa» Huxley, nos cuenta que Huxley era «un científico líder en su época y un activista político, cualidades que le aportaron las palancas necesarias para ayudar a construir un orden social en el que la ciencia y el profesionalismo reemplazasen a los clásicos y el mecenazgo». Fundó, junto con Sir Joseph Dalton Hooker (otro poderoso protector de Darwin), el X-Club, en el que también figuraban Herbert Spencer, John Tindall y otros que, durante una década, controlaron la Royal Society. Huxley fue presidente de la Geological Society, la Ethnological Society, la British Association for the Advancement of Science, la Marine Biological Association y la Royal Society. «Con plazas en 10 Comisiones Reales, deliberando sobre todo, desde las pesquerías a las enfermedades o la vivisección, penetró claramente en los laberínticos corredores del poder». También junto con Hooker, fundó la revista Nature. El X-Club fue fundado con el objetivo de «promover el darwinismo y el liberalismo científico» y «fue acusado de ejercer demasiada influencia sobre el ambiente científico de Londres», es decir, del Imperio.

Con esta cita certificamos definitivamente que Máximo Sandín acierta en su crítica, pues pone en el punto de mira a algunos de los autores –los que giran en torno a la consolidación del «evolucionismo»– que con más rigor impusieron el modo monista de ver el mundo. Un modo de ver que hoy día anega todo saber. Un modo de ver el mundo que denunciamos como fundamentalista, que se adecua tanto a las ciencias positivas y las tecnologías, como a las denominadas ciencias humanas. A todas las ramas del saber y del hacer. La tarea de la crítica es sacar esto a la luz.

A modo de conclusión

Para concluir quiero señalar que con Sandín hay discrepancias filosóficas que hoy no he querido expresar. El motivo es el de la primera nota que han podido ustedes leer. Este escrito es una deuda contraída con María Jesús Blázquez, que me solicitó que retomase las críticas que en su día, y en esta misma revista, había vertido contra Máximo Sandín. Con este escrito quiero reconocer que debía hacer justicia a cuestiones que allí no tuve en consideración, y que son las que ahora he expresado en este escrito. Pese a haber dicho que este no es momento de discrepar con Sandín, considero más que oportuno señalarle una cuestión muy importante: la filosofía de la ciencia que Gustavo Bueno ha desarrollado –la Teoría del cierre categorial– desmantela los planteamientos de Thomas S. Kuhn, planteamientos en los que Sandín se apoya. Por eso, le animo a que tenga en consideración tomarla en serio, pues su crítica al fundamentalismo de la ciencia biológica se vería reforzada desde esos parámetros, dado que son mucho más potentes que los de Kuhn.

Reguerones, miércoles 25 de marzo de 2020

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{1} Este comentario es una deuda que debía ser saldada, no con Máximo Sandín –que también– sino con una amiga común: María Jesús Blázquez.

{2} Más adelante, Sandín señala que más que una teoría, la de Eldredge y Gould es una descripción: «Las especies aparecen en el registro fósil con una apariencia muy similar a cuando desaparecen. Tras periodos de estasis, que pueden durar desde uno a diez millones de años, son sustituidas por una o varias especies hijas que siguen el mismo patrón. Estas no surgen gradualmente, sino que aparecen de una vez y plenamente formadas» (Sandín, 1917, pág. 93).

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