El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 10
Artículos

El hombre del saco y los virus

Miguel Ángel Castro Merino

Unas líneas desde el conductismo social

Goya

Lo que puedo es, quizás, observar como cualquier hijo de vecino lo que ocurre a mi alrededor ante este hombre del saco, ante los virus para los cuales aún no tenemos vacuna. El hombre del saco era utilizado por nuestros padres de pequeños cuando no hacíamos lo que ellos querían que hiciéramos: que llamo al hombre del saco, nos decían. Nunca vimos a tal ser. Nunca. Y, sin embargo, tenía un poder enorme para controlar la conducta infantil. Ese ser era, posiblemente, utilizado para generar miedo y por su invisibilidad podía estar en cualquier parte, en todas partes, como Dios. Algo semejante ocurre con los virus insalubres que amenazan hoy nuestras vidas. No se sabe dónde están, dónde podemos encontrarnos con esos microorganismos que están más allá de nuestra visibilidad. En cualquier parte, y en todas, nos podemos encontrar con ellos. Por consiguiente, hay que lavarlo todo, peinar la zona por completo, hacer elaboradas rutinas de lavado y rituales que tienen su importancia.

La situación actual describe por sí misma el control al que estamos sometidos por el hombre del saco, otros dicen “el bicho”. No somos en absoluto libres de hacer lo que nos venga en gana, porque estamos en unas circunstancias que están por encima de nuestra voluntad (por cierto, nadie sabe lo que dice cuando habla de su voluntad o de hacer lo que le viene en gana). En estos momentos se puede observar muy bien cómo, cuando aparecen problemas como el presente, nuestras conductas dependen del conjunto social en el que estamos y qué poco pinta el individuo aislado que parecemos ser. Sin ciencia no sabríamos nada de virus ni de bacterias. El saber depositado en universidades y otras fuentes nos permite al menos conocer algo: que este hombre del saco es real y no es un invento para controlarnos. En otros tiempos, no consideraban que lavarse las manos o la higiene fuesen necesarios. Se juntaban y reunían para dar culto a Dios, y así morían trasmitiéndose la enfermedad unos a otros. Hoy, después de varias décadas de ciencia, de microbiología, vemos que hay seres que están más allá de nuestro poder y que pretenden “mantenerse en su ser”, como diría Spinoza (quien desconoció esta realidad microscópica).

Nuestra conducta está ahora en función de estos bichos que al no saber dónde están pueden estar por todos los sitios, y por eso es razonable una cierta obsesión. Pueden estar en cualquier lado; porque, como no los vemos, no podemos apartarnos de ellos como del coche que acelera cuando estamos cruzando el paso de cebra. De ahí que, mientras menos estemos con otros, menos contagiaremos a otros o nos contagiarán. Si el virus tuviera color, olor y se presentase con música de Dire Straits,podríamos detectar, discriminar, su presencia. A día de hoy no es así. Y por eso la tecnología actual, con ser tan precisa, no es omnipotente, ni de lejos. Nunca lo será. Nuestros antepasados no pudieron conocer muchos avances con los que contamos. Evidentemente nuestra vida ha mejorado. Pero esto no significa que el futuro de los vengan esté asegurado, porque las ciencias siempre van por detrás de los hechos inciertos. (De ahí que se diga tanto recientemente que habrá que sacar consecuencias para modificar nuestros estilos de vida, aunque no sea el momento, pues nos pilla en caliente.)

Desconocer que vivimos en sociedad debe ser remediado por el saber filosófico. Debemos enseñar ciencias y filosofía. Pero una filosofía no sacada de la manga, ni unas ciencias ideologizadas. La filosofía ha de ser sacada de lo real, de la historia, de las ciencias, de los saberes mundanos. Alguno todavía no se ha enterado de que esa cosmópolis con la que nos da la turra, ese ciudadano universal, no tiene asiento en ningún lado. Ojalá fuéramos ciudadanos del mundo, pero eso no lo verán nuestros ojos, al menos de momento. Pregunto a los españoles, me pregunto, qué haríamos si no fuera por la Nación en la que vivimos, que se compone de médicos, sanitarios, profesores, transportistas, panaderos, barrenderos, desempleados, &c. Es aquí, en la tragedia, donde mejor se puede analizar qué es un pueblo unido. (Pese a que ahora solo nos uniremos si estamos separados: separados podremos, el que pueda.) Cuando no hay escasez, la cosa marcha sin problema. Por supuesto que nadie tiene que amar la patria. Tampoco es necesario amarse a sí mismo. Basta solo con no odiarla, ni odiarse tanto.

Para finalizar, quisiera mostrar una esperanza en los hombres y mujeres, en nosotros, para que los que sobrevivan analicen qué pueden cambiar razonablemente para mejorar el destino de nuestras vidas. Esto es, ¿qué queremos? Si la gente supiera qué quiere, a lo mejor se daría cuenta de que está haciendo lo contrario de lo que pretende. ¿Para qué tanto derroche? ¿Para qué tanto acumular dinero? ¿Por qué queremos destacar sobre los demás? ¿Por qué no educarnos en el aprender a vivir y compartir? Creo que se puede aprender una lección de los que han muerto y de los que sufren. Intentar remediar el dolor y el sufrimiento es una de las tareas más relevantes. Si los españoles pensamos en otra forma de vivir, en otro estilo de vida, tal vez la muerte de tantos, que sentimos profundamente, no haya sido en vano.

Por cierto, para mí soy una unidad, pero en cuanto me duelen el brazo o los dientes esa unidad se ve doblegada. Somos un conjunto de partes, como la sociedad es un conjunto de muchas partes. Cuidar de los dientes o de los mendigos es mejorar nuestro cuerpo, que no se reduce a la figura que miramos en el espejo del probador de Zara o de la tienda de ropa del barrio cuando nos probamos una camisa. Cuidarse unos a otros. Limpiarse los dientes, pero también cuidar a los menesterosos y enseñar a los ignorantes. Aprender todos. Salud, hoy y siempre.

Lunes, 23 de marzo de 2020.

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