El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 191 · primavera 2020 · página 6
La Buhardilla

Pandemia y pandemónium

Fernando Rodríguez Genovés

Una reflexión sobre remedios y enfermedad a propósito del ‘caso COVID-19’

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El caso es que empezó con la expansión mundial de un virus procedente de China, un agente infeccioso que adquirió la condición de pandemia. No es la primera epidemia letal que azota a la humanidad. Ni será la última. La civilización ha aprendido a vivir y a morir con toda clase de miserias y ponzoñas; también, resistiendo múltiples ataques de las fuerzas del mal y la barbarie. No se sabe con certeza su causa ni cómo se generó la propagación, y poco conocemos aún sobre sus ramificaciones. Pero, sí conocemos ya sus efectos, para la salud física y moral de los individuos en las sociedades: miles de muertos y de infectados e histeria colectiva. Esto para empezar.

Por doquier se escuchaban voces de angustia, y el pánico podía olerse a muchas millas de distancia. Había que hacer algo. Lo que fuese. Pero, algo. Las Autoridades, decíase, quienes mandan y tienen poder para hacer las cosas, no pueden estar inactivas, cruzarse de brazos, sin tomar medidas. Mientras tanto, el origen del miedo y el miedo a la muerte campaban libremente y sin control, sin cortarles el paso. La gente sentía pavor y ansiedad. Y dolor: ¡haced que pare!

Los Gobiernos y sus agentes militares y civiles comenzaron a reaccionar y a dar muchas órdenes, también ruedas de prensa informando a los medios de comunicación, y a través de ellos, a toda la población. Y el “estado de alarma” fue decretado a escala planetaria. La pandemia ya era oficial. Mas, ¿cómo denominarla? De muchas formas: el “bicho ese”, dice la gente; “coronavirus”, es el recurso lingüístico común denominador; “COVID-19”, lo catalogan los entendidos, los “expertos”, quienes saben de esto. Dígase como se quiera, menos “virus chino”. ¿Por qué no, si salió de China (República Popular de China)? Porque no es “políticamente correcto” y sí “racista”, puede ofender a millones de personas que –puestos a hablar de procedencias– proceden, viven y mueren en una cultura milenaria y muy sabia. Porque no hay derecho a hablar de ese modo, ruge la palabra indignada, y es residuo de rancio “anticomunismo”, sentencia la doctrina oficial y el “pensamiento único”.

Esto ya es otra cosa. He aquí el pandemónium.

Desde que en el gran teatro del mundo se gritó “¡fuego!”, desde que el demonio interior (que no el daimôn) ha vuelto retador y dominador al reino de los hombres, se cuentan los muertos, uno por uno, y la muerte preocupa más que la vida. Los fallecidos tienen todos (la muerte a todos llega y todo lo iguala) su correspondiente esquela calificativa, divididos en dos clases: los muertos por el virus chino y los muertos “de muerte natural”. La prioridad, el tema de nuestro tiempo, la emergencia de todas las emergencias, es el Virus, o como se le llame.

La sociedad ha está jugando a la ruleta rusa con revólveres made in China, entre otros entretenimientos y actividades sociales, desde hace mucho tiempo. Ha abierto fronteras y sentimientos de par en par, ha alabado declaraciones de “emergencia climática” a escala global, tolerado secesiones independentistas y golpes de Estado encubiertos, algaradas y patochadas, permitido que la barbarie llegara hasta el límite, saltándose el limes de la contención, la ley y el orden, impunemente.

Las desgracias no vienen solas ni por casualidad ni de repente. Lo mismo que la tormenta perfecta, se forman poco a poco; ahora una nube negra, después un nubarrón, y acaso también, un chaparrón. Y, mientras tanto, el portavoz oficial del Gobierno español sobre temas de “salud pública”, higiene y prevención, ese “hombre del tiempo” sin afeitar y se hurga la oreja con el dedo (de la mano), habla, entre curvas y muchos rodeos, de cómo terminar con rachas y brechas. Ha fallado la predicción y la previsión entre los propagandistas de la planificación.

Hemos vivido un tiempo inestable, convulso, cambiante, de “revolución permanente”, en el que los nubarrones se confundían con los claros. Hemos dejado que se incubara en laboratorios lejanos, con sucursales en todas las ciudades del mundo, el huevo de la serpiente.

Todo esto se veía venir. ¿Qué es esto? El pandemónium, cuyo ardid es similar al practicado por el diablo: hacer creer a los hombres que no existe. Nos creíamos inmortales, sin dejar de temer a la muerte. Vivíamos al día, creyendo que la vida es un juego sin fin, una broma, la hora del bocadillo y del recreo, un pasatiempo genial. Hasta que la realidad infernal ha enseñado las garras, amplificando su radio de acción, alargándose, como una demoledora e imparable mentira convertida en fenómeno viral.

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¿Hay que contener la pandemia y, a la vez, cuidar y proteger a las personas afectadas y a las más expuestas y vulnerables al contagio? Ciertamente, activando un plan de choque y de atención sanitaria organizada, individualizada y profesional, tanto desde instancias privadas como públicas. Pero, no a cualquier precio, ni sin escatimar recursos (que son siempre escasos) ni “como sea”, ni matando virus a cañonazos.

Declarar un “estado de alarma” (en realidad, “estado de excepción”) que afecte a toda la población, cerrar fábricas, comercios, empresas, oficinas, colegios, parques, obligar a todos los ciudadanos al confinamiento en sus casas, bajo amenazas de multa y cárcel, ante el televisor y (cruel ironía) sin guardar las distancias entre sí, cuando hay familia o grupo, con las pasiones al descubierto, las emociones en carne viva, por tiempo indefinido, todo esto significa activar una bomba de imprevisibles consecuencias, aunque parte de los recluidos la experimenten (de cara a la galería) como la bamba y acompañen la tonadilla dando palmas.

Registrar a todos las personas como potencialmente apestadas significa convertirlas de facto en enfermos, o en proceso de estarlo. La consecuencia de una cuarentena universal, inflexible y sin fecha de caducidad, tiene el peligro de producir ilimitados daños colaterales, en personas y bienes, en términos de salud y prosperidad, de violencia doméstica, de libertad. Paralizar a golpe de decreto gran parte de la actividad económica de un país, entrar en recesión, producir millones de desempleados (máxime, en países con alto nivel de paro), cerrar miles de empresas y asfixiar la actividad de millares de trabajadores autónomos, todo esto puede llegar a causar más número de víctimas y damnificados que de directamente contagiados.

Instalar controles de paso y movimiento de personas y vehículos (pero no tanto de animales, fuente, por cierto, de muchas epidemias) en cruces de caminos y curvas peligrosas, cronometrar el tiempo para ir a comprar provisiones y llevar la bolsa de basura al contenedor, no es sólo diseñar un plan de “Estado policial”, sino una locura. Instar, desde las altas instancias de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, de la Fiscalía General del Estado y demás aparatos de Estado, a que los vecinos concienciados delaten y denuncien a vecinos sospechosos de violar las normas decretadas o siquiera criticarlas, a fin de tomar drásticas e inmediatas medidas, no es sólo una demencia, sino algo más… que me callo.

Así como todos los ciudadanos están en una situación semejante al arresto domiciliario, sin proceso, sin acusación, sin derecho a la defensa, hay quienes hablan de estado de guerra. Ni lo afirmo ni lo niego, sin presencia de mi abogado (confinado, a su vez). Sí recordaré que en un artículo anterior de La Buhardilla, remití parte de mis cogitaciones a la exposición hecha por Hans Magnus Enzensberger sobre sus perspectivas de guerra civil a nivel global, en un conocido ensayo del mismo título, publicado en el año 1993. Tampoco, por prudencia, le daré la razón o no al pensador germano, y que el lector extraiga sus propias conclusiones.

Sólo añadiré, para terminar, una reflexión personal sobre lo que esté por venir.

La Primera Guerra Mundial fue una guerra de trincheras, a campo abierto, con los soldados embozados con máscaras antigas. La Segunda, transcurrió en las ciudades, en la que cayeron las caretas al quedar al descubierto los campos de exterminio alemanes con cámaras de gas, donde encerraron y masacraron a miles de personas, campos de la muerte que el vecindario decía desconocer, no reconocía tampoco la política de tierra quemada ni el hedor que despiden los cuerpos incinerados, en la periferia. La Tercera, es un suponer, sería un pandemónium civil mundial, una guerra de balcones en las viviendas de las ciudades, casa por casa, donde se celebrará la última función, tras la cual el público, en los palcos, con mascarilla y puesto en pie batirá palmas y gritará: ¡El autor! ¡El autor!

Primero, el problema era la pandemia. Segundo, es el pandemónium. Tercero, será el paisaje después de la batalla.

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