El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas · número 188 · verano 2019 · página 10
Artículos

El mito de la igualdad: el fracaso de las utopías ciber-comunistas

Enrique Prado Cueva

Se critica, volviendo a Platón, el intento de modernizar el comunismo bajo el paraguas de las nuevas tecnologías

La hoz y el teclado

Los componentes thymótico (deseo de reconocimiento y de ascenso social) y epithmético (deseo de bienes y servicios) del individuo afectan decisivamente a los pilares fundamentales de la teoría económica neoclásica, pero también a la utopía comunista. Fueron ellos los que socavaron los fundamentos económicos de los países en los que se desarrollaba el llamado socialismo realmente existente, caso de la URSS. Y pudieron hacerlo porque la economía no estaba orientada a la satisfacción de los consumidores. Primaba la isothymia (satisfacción equitativa del deseo de reconocimiento y del ascenso social) que, de facto, no se daba y una epithymía que no tenía acomodo en el mercado. Estas sociedades no se enfocaron a acabar con la plusvalía y, en su lugar, fomentaban el plustrabajo que contaba la producción por toneladas. La hegemonía de la clase obrera era un espejismo sustentado por una tupida burocracia que identificaba sus intereses con los del Estado. El paso de la sociedad socialista a la comunista supondría la supresión del thymós y de la epithymía en el orden de la economía política, pero no su desaparición efectiva. Estos dos componentes no pueden ser suprimidos, sólo pueden ser controlados, al modo en como lo intentó Platón mediante la tripartición del alma en su República. Platón intentaba explicarnos cómo llegar a una sociedad justa en la que cada uno hiciera lo que debe, conforme a sus cualidades, recibiendo a cambio lo que necesitaba, sin que nadie se apropiara de excedente alguno, ya fuera monetario o en especies. Pero, también mostró que para conseguir este objetivo era necesario romper con la sociedad democrática de su tiempo.

Para cualquiera de nosotros, Pericles sería un modelo de ciudadano, pero no lo era para Platón. Hablamos del mejor político que tuvo Atenas. Logró para la ciudad prestigio internacional y respeto, poder político y una beneficiosa administración de los impuestos, cobrados a los aliados, que destinó a obras públicas, fruto de las cuales fue la construcción del Partenón; otra parte la invirtió en la construcción de barcos en los astilleros del Pireo. De este modo, hizo lo que Keynes preconizaría siglos más tarde para salir de la crisis económica: que el Estado invirtiera para aumentar la población ocupada y tirar así de la demanda agregada. Se rodeó de intelectuales y artistas de renombre. Formaban parte de su círculo de amistades el músico Damon, Anaxágoras de Clazomenas, Hipódamo de Mileto, el dramaturgo Sófocles, el escultor Fidias y el sofista Protágoras de Abdera. Plutarco dice, además, que fue discípulo de Zenón de Elea. Sófocles había sido su compañero de armas, en calidad de general durante la guerra contra Samos (441-439 a. C.).

Pericles supo rodearse de todos aquellos que le ayudaron a construir una gran ciudad. Algunos de los monumentos construidos por aquel entonces podemos contemplarlos aun hoy sobre la Acrópólis: el Partenón, los Propileos, el Erection, el templo de Atenea Niké y el Odeón o teatro en sus faldas. Sus amigos representaban, al mismo tiempo, un ideal educativo que se correspondía con la formación requerida por un ciudadano ateniense de la época. Todos ellos conjugaban el racionalismo de Anaxágoras con el uso hábil del logos de Protágoras. Pero Sócrates, es decir, Platón, pensaba que en el caso de Pericles y otros como él, de igual fama y valía, esa era una muy mala combinación. Así nos lo dice en el Fedro (270a):

Sócrates.– Todas las artes importantes necesitan como aditamento el “charlatanear” y el “meteorologizar” sobre la naturaleza. Pues de ahí parece que viene esa elevación mental y esa eficacia en todos los aspectos. Y esto, en adición a sus dotes naturales, fue lo que adquirió Pericles.

Pues habiendo tropezado con Anaxágoras, un hombre, creo yo, que reunía esas condiciones, llenóse de “meteorología” y penetró en la naturaleza de la inteligencia y de la falta de inteligencia, sobre las que tantísimo hablaba Anaxágoras; y de ahí sacó y aplicó al arte de la palabra lo que le convenía. (Traducción de Luis Gil).

El ideal que todos ellos representaban será criticado por Platón a conciencia en sus diálogos. Parece que el principal maestro de Pericles fue el músico Damon, del que se dice que enseñó también a Sócrates. La enseñanza de la música equivalía a lo que hoy entenderíamos por una educación humanística. El alumno no solo aprendía la ejecución técnica de un instrumento o la afinación pitagórica de los instrumentos de cuerda, también reflexionaba sobre el efecto de los diferentes ritmos sobre el ánimo. Damon trabajaba sobre el principio de que ciertos ritmos generaban tipos de caracteres afines. A este músico hace referencia Platón en la Republica (400b). Sus enseñanzas le ayudarán a realizar una reflexión crítica sobre la educación de los guardianes, a los que, según Sócrates, sólo convenían ciertos ritmos y armonías si es que se quería que realizaran bien su función.

Platón, sin embargo, no rechaza por completo la habilidad oratoria o educación humanística. Sólo la aceptará en el caso de que vaya acompañada de una educación dialéctica. Reconoce las cualidades oratorias de Pericles, pero entiende que se malograron por la guía inadecuada de Anaxágoras. Sócrates criticará las doctrinas de Anaxágoras en el Fedón (96a-100a)por no haber sabido vincular dialécticamente physis y pólis mediante la idea de alma, causa verdadera y motor, tanto del kosmos como del cuerpo mortal. Platón considera útil y necesario que exista una relación entre sabiduría y poder (phrónesis kaí dýnamis). En la Carta II (310e-311b)cita a Pericles y Anaxágoras, junto con otras parejas similares, como lugar común de esa mancuerda dialéctica. Acepta, incluso, el uso de discursos persuasivos (logōn peithoûs), por parte del filósofo para orientar a los jóvenes (Carta VII, 328 d 6), tal y como él hizo con Dión, cuñado y consejero de Dionisio I, tirano de Siracusa. Pero, en cualquier caso, y al margen de la propedéutica a la que obliga la educación dialéctica, para Platón la conexión armónica entre el ciudadano y la ciudad únicamente se logrará mediante una educación controlada por el Estado. Sólo así se conseguiría que la templanza, la valentía, la generosidad, magnanimidad y demás virtudes se conviertan en formas consubstanciales del alma (República, 402 c). Este hecho sólo se puede garantizar mediante la tripartición de funciones (gobernantes, guardianes y artesanos) en una politeia ideal.

Frente a la retórica, Platón sitúa a la dialéctica como la única disciplina capaz de dar soluciones terapéuticas a los problemas políticos que vivía la ciudad de Atenas. Los argumentos sofísticos eran capaces de vulnerar el principio de no contradicción, pero no asumiendo la dialéctica de Heráclito sino los juegos de lenguaje que permitían que una misma palabra pudiera tener, al mismo tiempo, dos significados completamente distintos (homonimia de las palabras, ya estudiada por Pródico de Ceos en el siglo V a.C.). Para Platón, como para su discípulo Aristóteles, este principio no podía ser trasgredido en un discurso crítico que pretendiera ser formativo e informativo al mismo tiempo. Formula el principio de no contradicción con toda claridad en su forma general en la República (436b-c) y, de modo particular, en relación con cada una de las partes del alma (República, 439e-440a). Este principio lógico le sirve para mostrar que las decisiones de la razón (logismón), cuando ésta legisla sobre un asunto y toma una decisión, no da pie a que ninguna otra de las partes o linajes (concupiscible e irascible) del alma la contradigan (República, 440a-e). En términos modernos, Descartes dirá que la razón ha de estar por encima de la voluntad; o que la voluntad, afirmaría Kant, para ser pura, ha de regirse por el imperativo categórico que es la ley básica de la razón pura práctica. Dicho con otras palabras, para Platón los animal spirits iliádicos (el ménos, el thymós) no pueden controlar al ciudadano si se quiere alcanzar la justicia social.

Uno de los antagonistas de Platón, y contemporáneo suyo –también lo será de Aristóteles–, Isócrates (436-338), cree, en cambio, que la solución a las dificultades políticas, cuya preocupación compartía con Platón, no se encuentra del lado de la epistêmê o ciencia sino de la dóxa. Con la dóxa, u opinión bien fundada, bastaría para ponerse de acuerdo y guiar la conducta de los ciudadanos hacia la solución de los problemas que iban desgarrando la vida política ateniense. Isócrates abre su escuela de retórica en el 394 a. C. mucho antes de que Platón fundara la Academia en el 387 a. C. Sin embargo, ambos coincidían en que el mejor régimen para la ciudad era el aristocrático y no el democrático. En un momento dado, el panhelenismo de Isócrates le llevará a defender la hegemonía macedonia sobre toda Grecia bajo Fillipo II. Isócrates consideraba que Filipo tenía riqueza y fuerza suficiente (ploutos y dynamis) para llevar a cabo una unificación de toda Grecia con garantías de paz y estabilidad. Platón piensa en un panhelenismo reconducido a través de la educación dialéctica. Un ejemplo de este panhelenismo cultural, que no político, lo encontramos en el diálogo el Menón, en donde la anámnesis sólo es posible si el esclavo es griego y sabe griego (Menón, 82 b). No obstante, Platón, en el Lisis (210 b) (uno de los diálogos de transición) advierte, por boca de Sócrates, que la razón (noûs), sea o no griega, prevalecerá sobre cualquiera otra consideración étnica. Aventura ya que sólo se conseguirá la libertad mediante la prudencia política (phrónesis) y que de carecer de ésta, cualquier griego, incluido el ateniense, acabará por someterse a los dictados de aquel que sepa controlar la situación, como así ocurrió con Filipo II de Macedonia.

No obstante, Platón es consciente de que el paso de la teoría a la praxis es un salto problemático. Sin duda, muy difícil de llevar a cabo, si lo que se quería era alcanzar una politeia ideal, alejada de las tensiones por las que atravesaba Atenas y todas las ciudades estado de la Hélade. Pudo comprobarlo en sus viajes a Sicilia. Hizo un total de tres que terminaron en un completo fracaso. Todo ello nos lo contará en la Carta VII. Cuando tenía cuarenta años (387 a. C.) se desplazó a Siracusa, en donde conoció a Dión, cuñado del tirano Dioniso. Dión impresionado por la filosofía platónica, lo llamó de nuevo en el año 367 a. C., a la muerte de Dioniso I. Platón ya había fundado la Academia y puesto en marcha su programa dialéctico-educativo. La intención de Platón era formar a Dión en el ideario de la República, convencido de que la transformación ética del gobernante arrastraría consigo a la de los gobernados. Pero este intento educativo fracasa. Platón lo intentará de nuevo, cuando en el año 362 sea llamado de nuevo por Dionisio II, sobrino de Dión. Pero habrá de regresar de Sicilia, en el verano del 360, tras comprobar lo inútil que resultaban sus intentos de educar en la dialéctica a quien se movía por intereses que nada tenían que ver con la filosofía.

Ante el fracaso de Platón en Sicilia, tomaban fuerza los argumentos de Isócrates contra la ineficacia de la filosofía en el ámbito político. Sigue abierto este debate sobre la utilidad de la filosofía en el mundo actual. Excede a este trabajo involucrarnos en tan interesante polémica{1}. Marx{2}, en el siglo XIX, creyó darle una solución cuando su análisis crítico de la mercancía le llevó a dar un vuelco a la economía política. Para Marx, la filosofía era un producto ideológico y no una episteme. Pero la nueva economía política de El Capital pronto se vio que nadaba en las procelosas aguas de la filosofía.{3}

A pesar de todo, Platón no desistió en sus intentos de conjugar filosofía y ciudad. Siguió escribiendo los diálogos que aun le faltaban durante trece años más, hasta su muerte en el 347.

El fracaso de Platón ya nos pone en antecedentes sobre la imposibilidad de que una utopía pueda ser llevada a cabo, incluyendo, por supuesto, la comunista.

El gran problema de los llamados países del socialismo realmente existente consistió en la estatalización de los medios de producción y en la burocratización del sistema. Para que exista una sociedad comunista –una sociedad justa al modo platónico– es obligado que cada individuo se desprenda de su ego, es decir, debe prescindir del thymós (del deseo de reconocimiento), entendido ahora como una fuerza que busca el ascenso social, y de la epithymía, del deseo, entendido como satisfacción de necesidades no solo primarias (vestido, alimento, cuidado o salud). El colectivo de los trabajadores ha te tener el dominio absoluto de los medios de producción. Pero un colectivo así se convierte en una suerte de superego inteligente a la manera del Nous de Anaxágoras, es decir, deviene en sujeto mítico. Este es el paso que pretender dar, por ejemplo, Paul Cockshott y Maxi Nieto en su libro Ciber-comunismo (2017) para poner en valor las tesis del comunismo. Se trataría de alcanzar una isothymia colectiva que permitiera el control racional y democrático de las fuerzas productivas. Este control sustituiría al interés privado por obtener beneficios. Pero, ¿cómo acabar con el thymós y con la isothymia o cómo educarlos o domeñarlos para alcanzar este fin? La respuesta, según Nieto y Cockshott, no es acabar con ellos, ni tampoco ponerles cortapisas ( 2017:56) sino soslayarlos con una contabilidad nacional que no compute el excedente como ganancia privada.

Aquí nos encontramos de lleno con dos paradojas, a una de ellas me referiré como “paradoja del estado contable”. La planificación del excedente debe ser democrática, con el fin de evitar que una clase privilegiada, ya sea de capitalistas o de burócratas, se apropie del mismo. Aquí hay un punto ciego y es el módo en cómo se lleva a cabo esa planificación democrática, colectiva, sin que haya apropiación privada de los excedentes o sin que se genere una clase privilegiada de gestores. Esto se consigue, según los autores, mediante la dilución del interés privado en intereses sustendados por corporaciones (comités técnicos y de consumidores, organismos municipales, clusters industriales); de este modo, un tanto ingenuo, se pretende que los diferentes intereses corporativos actuarían bajo una suerte de armonía preestablecida en la que todos ellos conducirían a un solo fin: una economía planificada sin necesidad de una cohorte de planificadores. Se sustituye el thymós del empresario individual que concurre al mercado por otro thymós de corte colectivo al que los autores definen como (2017:61) “un proceso conscientemente regulado por el conjunto de la sociedad de acuerdo a objetivos de desarrollo eonómico y social democráticamente elegidos”. Esto es la definición de un ego trascendental mítico que por el simple hecho de su existencia barruntada se desplegaría como un operador que inocularía la semilla de sus propios fines, generando, así, una dinámica social diferente y revolucionaria.

De la anterior paradoja, y sin solución de continuidad, se deriva esta otra: “la paradoja del deseo harmonizado”. Consiste en que un planificador central hace suyos los componentes antropológicos del individuo –ligados al thymós y a la epithymía– afirmando ser capaz de interpretar los gustos, deseos y necesidades de cada uno de nosotros y, como consecuencia –sin necesidad de un mercado, en el que esas dos fuerzas actuarían con una cierta libertad– impondría las mercancías que han de consumirse porque serían las mercancías que cada cual demandaría si tuviera la facultad de elección que se le ha retirado como innecesaria. Lo que terminará por ocurrir será que una aristocracia estatal, gracias a sus privilegios “revolucionarios”, tendrá la oportunidad de consumir bienes vedados al resto de la población. Las generaciones posteriores, desvinculadas del mito fundacional revolucionario, ejercerán su derecho a un lujo legítimo sin cortapisas. Pero, como advierten Cokshott y Conttrel (Cockshott, Paul, y Cottrell, Allin (1993), Towards a New Socialism, Spokesman, Nottingham, England, p.120), esta misma paradoja del deseo puede volverse contra la teoría neoclásica que asegura que los ingresos, fruto de la maximización del beneficio, buscan la satisfacción completa de los deseos humanos. De modo que la producción de mercancías, sin ni siquiera proponérselo como fin, logra armonizarse, por medio de una correlación milagrosa, con la propia dimensión epithymética del ser humano que encontraría en el mercado su alter ego.

La pregunta nuclear es: ¿Por qué ese Ego no hace ya acto de presencia, abandonando su sempiterna condición de dios venidero? ¿Qué es lo que le impide ejercer su poderío? Pues, básicamente, dos circunstancias que entran de lleno en el terreno de la economía política: la ausencia de una conciencia de clase, capaz de aglutinar a todos los trabajadores, y la imposibilidad de que el thymós y la epithymía puedan quedar anuladas o bien plenamente satisfechas mediante un sistema político capaz de administrar, de modo colectivo, el excedente productivo que, en la sociedad capitalista, viene siendo el beneficio empresarial y las plusvalías financieras. La inversión, como componente esencial de la demanda agregada, no hace del capitalista un mero rentista sino que lo convierte en el motor que impulsa la producción mediante una decisión arriesgada de invertir capital propio en un ambiente de incertidumbre. Pensar que una economía planificada puede obviar este aspecto thymótico de la demanda agregada, es olvidar el papel del individuo en la actividad económica. El thymós no pertenece al colectivo, la masa carece de él y tampoco puede ser recogido por medios asamblearios como quien destila las esencias de unas hierbas para convertirlas en perfume; tampoco queda anulado por un ideal irrealizable como es la economía planificada por medios cibernéticos. Ni los procesos democráticos parlamentarios ni la toma de decisiones en el populismo asambleario lograrán desplazar eficientemente la decisión de invertir de un empresario.

No es el movimiento obrero el que con su praxis y fuerza programática desestabilizará el sistema capitalista, en su camino hacia el socialismo, sino que es el sistema financiero –un sistema prácticamente imposible de socializar– el que irá marcando los desajustes del sistema productivo con unas consecuencias sociales que conducen al populismo, pero nunca al socialismo ni al comunismo entendidos como límites utópicos. El peligro estriba en que una dinámica social, al margen de la democracia, nos dirige hacia sistemas políticos totalitarios, incapaces de socializar al capital financiero, al tiempo que generan la desestabilización del sistema productivo. Un ejemplo claro lo tenemos en el incompetente e irresponsable “experimento político” del nacionalismo catalán (que en estos últimos años asumió las tesis secesionistas) que ha conducido a esta comunidad autónoma al borde del desastre político y económico, con la consecuente fractura de la convivencia. La implantación de utopías sociales no genera –y menos cuando se lleva a cabo de un modo tan peligroso e imprudente– ni tejido productivo ni paz social.

Las utopías extremistas del nacionalismo separatista y del comunismo tienen, en la actualidad, puntos en común. En su horizonte, ambas vislumbran una república democrática basada en el derecho, la libertad y la soberanía popular. Ideas todas estas que en su peculiar imaginario significan cosas muy distintas a como ellas se entienden en el ámbito de nuestra democracia constitucional. Pero, ante la imposibilidad de alcanzar ese estado perfecto en el que una sociedad, al completo, comulga con las ensoñaciones de una minoría, ambas ideologías propugnan la existencia previa de un estado virtual, ya sea “.cat” –en el caso del nacionalismo separatista– como espacio político ideal, cuasi platónico, ya sea un software numinoso –es el caso de la utopía comunista propugnada por Coskshott y Nieto– que permita tanto la asignación de precios como la apropiación del beneficio capitalista para su administración por el Estado, es decir, por la república democrática. Se trata de una ensoñación ideológica que surge al calor de los tiempos, en el seno de una sociedad Matrix, cuyo sistema productivo está íntimamente vinculado a las nuevas tecnologías del hardware y software informático y a su consecuente aplicación a la red, a internet. En el caso del ideal comunista, la república democrática es el paso previo que nos llevaría de una economía mercantil a otra planificada. En el caso del nacionalismo separatista, la república democrática sería el paso previo a la Arcadia feliz, previa ruptura con la Constitución Española, garante, sin paliativos, de nuestras libertades actuales. Estamos ante mitos encadenados, imposibles de cumplir y que predisponen a los individuos, que creen en ellos, a una espera sin término.

La alternativa a los precios, al mercado y al parlamentarismo es, para las nuevas utopías ciber-comunistas, la democracia cibernética que se acerca más al Estado totalitario y distópico de Orwell, en su libro 1984, que a cualquier otra utopía, ya sea nacional-secesionista o comunista. Este salto cualitativo hacia las bondades del hardware y el software y hacia las redes informáticas como metáforas del tejido social y económico (es el caso de los bit-coins) ocurre por la imposibilidad de las utopías populistas, comunistas y nacional-secesionistas de mostrar un país como modelo concreto de sus aspiraciones. La URSS ya no existe, los países comunistas que quedan son dictaduras familiares de diferente índole (castrismo en Cuba, Corea del Norte y su clan familiar); China es una dictadura de corte capitalista. Lo único que les queda es la “nube”, ese lugar que antaño fue poblado por los dioses olímpicos.

No puede haber polis o Estado que no tenga en cuenta las virtudes aristocráticas (prudencia, fortaleza y templanza) que aparecían ya en la República platónica, como consecuencia de la tripartición del alma del ciudadano en tres dynameis o potencias: racional, irascible y concupiscible. La intrincada dialéctica entre las tres partes del alma no es parte natural de la democracia, pues el deseo humano (tanto el thymótico como el epithymético) no está especialmente comprometido con valores democráticos ni puede ser contemplado como un momento natural en el proceso de emancipación social. De hecho, las propuestas de una economía planificada de corte comunista se encuentran con el problema de cómo pasar desde una planificación general macrothymótica a otra microthymótica, o individual, de tal suerte que la distribución de los medios de consumo se realice conforme a las preferencias epithyméticas (deseos, necesidades) de los consumidores. Esto último afectaría a la demanda agregada, en tanto que la ausencia de la función empresarial afectaría a la oferta agregada, es decir, a la posibilidad de que exista un agente capaz “de darse cuenta de cuáles son las oportunidades de ganancia que existen en el entorno” (Huerta de Soto, Socialismo, cálculo económico y función empresarial, Unión Editorial, Madrid. 2005:26). Aquí nos encontramos con una nueva paradoja a la que denominaré paradoja computacional. Si una economía planificada pudiera, mediante medios exclusivamente cibernéticos, determinar qué productos vender y a que precio, es decir, si respondiera a la demanda de los consumidores, entonces estaríamos ante un super ego que haría las funciones del ser humano, haciéndose indistinguible de él en la toma de decisiones que afentan al thymós y a la epithymía de cada uno de nosotros.

Los valores de solidaridad, en sociedades tan complejas como la nuestra (en lo económico, en lo político y en lo social), no vienen determinados exclusivamente por la buena voluntad de los agentes sociales. El egoísmo se presenta históricamente como una fuerza eficaz, por más que lo deplore Marshall Sahlins (2014, La ilusión occidental de la naturaleza humana). Este hecho, de por sí contumaz, ha obligado a la izquierda, una vez sí y otra también, a negarlo, sistemáticamente, como fuente de progreso o de cultura.

La confusión, que se genera al tratar de dilucidar si el egoísmo es una virtud, un valor, o no lo es, aparece en la dicotomía que existe entre las sociedades justas frente a las injustas. Serían sociedades justas aquellas en las que primaría la igualdad, la libertad, la individualidad, el bien colectivo y la ayuda mutua y cooperación. Por el contrario, serían sociedades injustas aquellas en las que los valores que primaran fueran la desigualdad, la dominación y explotación, el egoísmo e individualismo, la desconsideración hacia la comunidad y la competitividad. Pero el caso es que la competitividad no es, a su vez, incompatible con la cooperación; de hecho, ambas han de entenderse como procesos transitivos en las actividades tanto económicas como sociales. Igual ocurre con la desigualdad que es una idea directriz que prevalece en la redistribución de honores, por ejemplo, en las notas que reciben los alumnos de una clase, salvo que el profesor adopte el criterio de la igualdad y de, entonces, aprobado general, perjudicando, así, a los buenos en beneficio de los malos.

Fukuyama en su libro El fin de la historia, nos desvela cómo el deseo, la epithymía, y la honra, tymé, conllevan la querencia de bienestar social y de estatus, asociados al consumo y a la capacidad adquisitiva, y conducen al reconocimiento social. Son, pues, valores genuinamente aristocráticos, no valores democráticos, como ocurre también con la dominación y el egoísmo, que no pueden ser anulados, ni tampoco dejados de lado, por la buena voluntad, sin más. Alcanzar una síntesis que tenga como núcleo la personalidad del ciudadano, en la que se fragüe lo que de natural y violento hay en el estado natural y lo que de ley hay en el estado moral –en una suerte de armonía que impidiera la caracterización del ciudadano como egoísta– no es una alternativa susceptible de ser llevada a cabo, en la praxis, y mucho menos de la mano de procesos metafísicos utópicos de configuración social.

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{1} Una muy sonada e interesante controversia, al respecto, tuvo lugar a finales de los años sesenta. Los protagonistas fueron Manuel Sacristán, al publicar, en 1968, un opúsculo titulado Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores, que tuvo cumplida respuesta en el libro de Gustavo Bueno El papel de la filosofía en el conjunto del saber, del año 1970.

{2} Marx, en las Tesis sobre Feuerbach, afirmará (tesis oncena): Los filósofos no han hecho mas que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.

{3} Hubo intentos, a finales de los años sesenta del pasado siglo, de convertir el método dialéctico (filosófico) utilizado en El Capital en una ciencia. Fue el caso de Louis Althusser y Étienne Balibar en su libro de 1969 Para leer El Capital.

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