El Catoblepas · número 185 · otoño 2018 · página 6
Esperanza y miedo en política
Fernando Rodríguez Genovés
De cómo el político conduce y guía a “quien infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores” (B. de Spinoza)
“No hay esperanza sin miedo, ni miedo sin esperanza.”
B. de Spinoza, Ética
1
Constituye un clásico de la teoría política, citar la afamada declaración según la cual los hombres somos “animales políticos” (Aristóteles, Política). El Estagirita extrae dicha sentencia de una singular impresión: sólo las bestias y los dioses pueden vivir solos. El Génesis dejó sentado, bastante antes, lo siguiente: “Y dijo Jehová: ‘No es bueno que el hombre esté solo’.” En consecuencia, Adán, el primer hombre, tuvo compañía y descendencia. Dios creó a las bestias y creó a Eva, la primera mujer. Lo que vino después también es cosa sabida.
La humanidad no ha crecido, ni crece todavía, por medio de partenogénesis, que es una forma de reproducción muy básica y ensimismada, observable en insectos. Las células sexuales femeninas en los seres humanos siguen necesitando del macho (por activa o por pasiva) para la fecundación. Esto de momento, ya digo. Porque sucede que según amplios sectores de la nueva/vieja política, para algo está la cultura, a saber: para corregir los supuestos errores de la naturaleza (requiebro intelectual que abriga la transgresora pretensión de refutar nada menos que el principio de realidad).
Cítese cuanto se quiera o guste el célebre aserto del filósofo del Liceo, muy útil, eso sí, para familiarizarse con la historia del pensamiento filosófico. Mas, no se busque en el mismo la base y la justificación de animaladas políticas. La polis griega no constituye hoy el molde ni el modelo a partir del cual organizar, en el marco de la globalización, las sociedades contemporáneas. Tampoco se conformaban de esa manera las sociedades modernas. El dictum aristotélico se entiende correctamente ajustado al campo conceptual y comprensivo de la democracia en la Antigüedad, de la “libertad de los antiguos” (Benjamin Constant), de la “libertad positiva” (o “libertad para”, enunciada por Isaiah Berlin). Apunta a un tipo de vida comunitaria de reducida extensión territorial, reconsiderada y reformulada en el pensamiento renacentista y moderno por autores principales, como fueron entre otros sabios, Nicolás Maquiavelo, Thomas Hobbes y Baruch de Spinoza.
En aquellos tiempos modernos era característico diferenciar entre el estado de naturaleza del hombre, regido por leyes naturales, y la naturaleza del Estado, constructo social tutelado por leyes políticas. Una distinción que lleva pareja esta otra: derecho natural y constitución política.
Afirma Spinoza que en ambos estados la acción humana está regida por la esperanza y el miedo “a la hora de hacer u omitir esto o aquello” (Tratado político). La esperanza de seguridad personal, garantizada –¡y monopolizada!– pomposamente por las instituciones del Estado, consistiría en quitar (o al menos aminorar) en el individuo humano el miedo de vivir en compañía, junto a sus semejantes: ¡quién se lo iba a decir a Aristóteles y a los autores del Génesis!
“el estado político, por su propia naturaleza, se instaura para quitar el miedo general y para alejar las comunes miserias.” (Ibídem).
Repárese en los citados términos “general” y “comunes”, pues el mismo Spinoza advirtió que bajo el Estado, la voluntad y el criterio individuales se ven sometidos a la voluntad de los muchos: “el derecho de la sociedad se determina por el poder de la multitud regida como por una sola mente.” (Ibídem); “una sola mente” que adquiere la forma de Leviatán u “ogro filantrópico” (Octavio Paz), incitando a los individuos a la servidumbre voluntaria (o Contra Uno: Etienne de la Boétie).
La política ha sido definida y teorizada, en la más amable de sus acepciones (e intenciones), como instrumento idóneo para solucionar los problemas del hombre. Por el contrario, ha dejado patente, para quien no esté cegado por la ruda pasión o la flácida ilusión, que constituye, en gran medida, la causa de los mismos. Proponiéndose “quitar el miedo general”, genera desasosiegos particulares. Empeñándose en “alejar las comunes miserias”, provoca múltiples desgracias personales.
“El sueño de la razón produce monstruos”. Así firmaba Francisco de Goya uno de sus grabados. ¿Cómo ha podido persistir tanto tiempo semejante ensoñación y quimera hasta nuestros días? ¿Cómo han sido posibles tantas monstruosidades perpetradas en nombre del Progreso, la Seguridad y la Libertad? La esperanza y el miedo en los hombres de todo tiempo y lugar tienen mucho que ver en ello. La causa lleva a la conclusión.
2
En la antigua polis, a los líderes políticos se les denominaba demagogos, es decir, conductores y guías del pueblo. Cabecillas, y a menudo caudillos, muy elocuentes indicaban a la plebe dónde ir y dónde no, qué hacer y qué no hacer. Marcan, aún hoy, el curso de los acontecimientos en la comunidad, y para tal fin se sirven, en primera instancia, de los discursos.
En el principio y por encima de todo, el político era orador. Desde entonces, su especialidad ha consistido en generar ilusiones en la masa, basándose para tal fin en promesas, medio muy efectivo a la hora de frenar las protestas y afianzarse en el poder. “Animal político” a tiempo completo, aunque no raramente actúe como las bestias ni se perciba a sí mismo como un dios, el demagogo de ayer y hoy promete garantizar el mañana del plebeyo, del súbdito, del ciudadano. No dice, sin embargo, que lo prometido es deuda… perpetua.
Del magro propósito de la supervivencia al graso delirio de la utopía se pasa sin que uno se dé cuenta; es cuestión de tiempo y de perseverancia en la misión. También de la aquiescencia, tácita o explícita, de los subordinados. Antes se denominaba “escena pública” o vita activa a la con-vivencia ciudadana. Hogaño, la fórmula preferida es “Estado de Bienestar”, muy en particular por parte de los predicadores del Progreso y eso. Antaño, el demagogo se ganaba el fervor de la muchedumbre concentrada en el ágora, anunciando un mañana en que la patria sería más rica, más grande y más poderosa. El demagogo evita ser agorero.
El llamado “Estado de Bienestar” viene a ser la expresión laica del limbo con todo el sabor de lo clásico, es decir, ese estar, cómodamente, a la espera de un mundo mejor. ¿Qué es el Estado de Bienestar? Hoy, desmelenarse, porque mañana, todos calvos.
He aquí un conocido cuento de este estar en el limbo:
“Desde el momento en que empieza a dividirse el trabajo, cada uno tiene una esfera de actividad exclusiva y determinada que se le impone, y de la cual no puede salir; es cazador, pescador, pastor o crítico, y no tiene más remedio que seguir siéndolo, si no quiere verse privado de los medios de vida. En la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que uno pueda dedicarse hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si le place, dedicarse a la crítica, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.” (Karl Marx y Friedrich Engels, La ideología alemana.)
Millones de personas han sido seducidas por semejante historieta, y por otras similares con vocación totalitaria, con resultados siempre devastadores.
Sucede que “la esperanza es un deseo cuya satisfacción no depende de nosotros. Decía que esperar es desear sin gozar, y que esperar es desear sin saber. Puedo añadir que esperar es desear sin poder.” (André Comte-Sponville, La felicidad desesperadamente). O dicho en términos más coloquiales, según sentencia atribuida al actor norteamericano John Wayne: “La vida es muy dura, pero es más dura cuando eres estúpido.” ¿Qué esperabas?
¿Qué hay tras la esperanza? Desde el inmediato y perentorio “¿qué hay de lo mío?” –un subsidio, una pensión, un protector, una ayuda, por favor– a un futuro perfecto en el que los fieles, los obedientes, tocarán el cielo, allí donde los sueños se convierten en realidad, una dura realidad, ay, mucho más penosa de la que se pretendía escapar por medio del laberinto de la ensoñación política.
3
No hay excepción ni remedio. La política, que se toma en serio su misión, se perpetúa merced al calor de la esperanza (imagen práctica de la zanahoria) y al frío aliento del miedo (que viene a hacer las veces del palo, las veces que hagan falta). La propaganda y los mensajes atrayentes, la seducción y la fascinación, la fuerza persuasiva de la mentira, adoptan, tarde o temprano, la neta forma de la fuerza; cuando las palabras no son suficientes para alcanzar los objetivos marcados. Los políticos hábiles, los sacerdotes del Estado bendecido por la religión laica, combinan ambas actitudes –hechizo y coacción, sopa y sopapo, zanahoria y palo– con suma facilidad y desparpajo. Stalin era conocido por el pobre pueblo de la URSS con el sobrenombre de “papaíto”.
La política actúa, necesariamente y por definición, por medio de la violencia. El horizonte de su acción contempla, con o sin tapujos, la forma de la coacción. Maquiavelo ya aconsejó al príncipe no debe ansiar ser amado, sino temido. Este es el tipo de príncipe que accede al poder y se mantiene en el poder. Por este motivo, es preciso enmascarar y lubricar la rudeza de la política, sea preconizando un ilusorio “Estado benefactor”, un renovador “socialismo con rostro humano” (luego, se reconoce que su verdadera faz no lo es), un dicharachero “Defender la alegría” o una simpática “revolución de las sonrisas” (o la sonrisa forzada en la república de la empatía).
El político conduce y guía a “quien infundió miedo o lo vinculó a él mediante favores” (B. de Spinoza, Ibídem). Esto, muy probablemente, no será reconocido por el infundado o el vinculado de turno. Si algo ha demostrado la historia de la humanidad es que nunca han faltado suplicantes de seguridad social, carne de clientelismo, aspirantes a la “servidumbre voluntaria” y a la sumisión.
Esperanza y miedo, ¿quiénes os convocan? Gentes que esperan, paciente y perseverantemente, pan y circo, el milagro de los panes y los peces, el pan nuestro de cada día. Gentes que temen represalias al individuo autónomo y el riesgo de actuar libremente, que evitan a cualquier precio la marginación social del heterodoxo, que tienen miedo a quedarse solos. No desean, en fin, ser tomados por bestias, aunque tampoco por dioses.