El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 180 · verano 2017 · página 3
Artículos

Grecia en la educación de hoy

Ricardo Moreno Castillo

Intervención del autor en las XXV Jornadas de la Sociedad Española de Estudios Clásicos (Valencia, Marzo del 2013)

La Escuela de Atenas

Muchas gracias por vuestra presencia y por darme ocasión de estar hoy aquí entre vosotros.

Soy educador por profesión e historiador de la ciencia por afición. Ambas cosas, mi oficio y mi pasatiempo, me han hecho pensar mucho en Grecia y en lo que a ella debemos. Y esquematizando un poco las cosas, creo que a Grecia debemos todo o casi todo lo bueno del mundo en que vivimos. Y pienso también que las luces que nos ayudan a mejorar las cosas buenas y superar las malas también nos llegan de Grecia. Vamos a ver por qué esto es así. ¿No debemos cosas a Egipto y Babilonia, de quienes los mismos griegos se consideraron deudores? ¿Qué es lo que tiene la civilización griega para que nos marque de un modo tan cualitativamente distinto de lo que nos marcaron las otras? Porque si en Grecia se hicieron cosas bellas, también se hicieron en Egipto y Babilonia. Pero sucede que los griegos, además, reflexionaron sobre la idea de belleza. En Grecia se hizo matemática, lo mismo que en Egipto y Babilonia. Pero los griegos, además, reflexionaron sobre la naturaleza de los conceptos matemáticos. Los griegos se relacionaban entre sí y con los pueblos vecinos, en algunas ocasiones vivían en amistad con ellos y en otras estaban en guerra. En la guerra unas veces eran valientes y otras veces eran cobardes. Lo mismo que cualquier otro pueblo. Pero los griegos, además, reflexionaron sobre la amistad y el amor, la paz y la guerra, el valor y la cobardía. Esto es, los griegos no sólo hacían cosas, sino que también reflexionaban sobre las cosas que hacían. Dicho de otro modo, los griegos filosofaron. Explicado de una manera un poco tosca, filosofar es reflexionar sobre lo que hacemos cuando no estamos filosofando. Digamos que el quehacer filosófico consiste en la reflexión sobre el resto de los quehaceres. La ciencia y la técnica por sí solas no significan progreso si no están acompañadas por un pensamiento que marque sus límites y explore sus posibilidades más humanas. Y esta necesidad de pensamiento es lo que nos obliga a seguir reflexionando, a seguir siendo griegos para seguir siendo civilizados. Pienso que aquí está la respuesta a la pregunta planteada por Jaqueline de Romilly en su célebre libro ¿Por qué Grecia?:

¿De dónde viene, de dónde puede provenir, cómo podemos explicar que esas obras griegas de hace veinte o treinta siglos nos transmitan, con tanta fuerza, esa impresión de seguir siendo actuales y de haber sido hechas para todas las épocas?

Así es, cuando leemos a los griegos entendemos perfectamente a Antígona y a Creonte, a Héctor y a Aquiles, podemos ponernos en la piel de cualquiera de ellos y comprendemos sus prejuicios, sus razones, sus puntos de vista. Cuando leemos un diálogo de Platón nos sorprendemos argumentado mentalmente y participando en la discusión, porque los temas que tocan nos interesan, y porque sus preocupaciones son las nuestras. Porque si pensamos como pensamos es porque los griegos pensaron como pensaron. Las obras de los griegos nos son contemporáneas porque pensamos como ellos, porque ellos nos enseñaron a pensar. Dicho más escuetamente, no es que nosotros pensemos como los griegos, es que somos griegos. Así de fácil y de sencillo. Renegar de Grecia es renegar de nosotros mismos. Hay un hermoso texto de Camus de L´été que va en la misma dirección:

Rechazar el fanatismo, reconocer la propia ignorancia, los límites del mundo y del hombre, el rostro amado, la belleza, en fin, he ahí el campo donde podemos reunirnos con los griegos.

Hoy día se desprecia a Grecia y se desprecian las lenguas clásicas. Se pensará que es esto un error de tantos cometidos por nuestras autoridades educativas, pero no es así. No es que se equivoquen por despreciar el legado griego, es que el desprecio por el legado griego y en general el desprecio por el pasado es lo que nos ha llevado al fiasco educativo que vivimos. El olvido de Grecia y del pasado no es un error más, es el error que está en el principio de casi todos los demás errores. Hay un dicho que no sé de quién es pero a mi juicio muy certero que afirma que si los todos los españoles hubieran leído los Episodios nacionales de Galdós la guerra civil no se habría producido. Yo sostengo que si quienes elaboraron la reforma educativa hubieran sido personas más cultas, más admiradoras de nuestro pasado y hubieran leído más a los clásicos grecolatinos, nuestro sistema escolar sería mucho mejor. Voy a desglosar esta idea en varios puntos.

1. Formación y contenidos

En su reflexión sobre las verdades matemáticas los griegos aprendieron a distinguir entre las nociones comunes (como que cosas iguales a una tercera son iguales entre sí), un postulado (como el famoso quinto postulado de Euclides según el cual por un punto exterior a una recta pasa una paralela y una sola) y un teorema en cuanto algo que procede de verdades anteriores y de las que se deriva según las reglas del sentido común. Esta distinción les permitió ordenar el material de conocimientos, lo cual facilitó el descubrimiento de conocimientos nuevos. Siempre que aprendemos lo hacemos apoyándonos en lo que ya sabemos, y si lo que ya sabemos está debidamente organizado y estructurado, ofrecerá un apoyo mucho más sólido y estable. En consecuencia, unos conocimientos bien estructurados nos facilitan el acceso a nuevos conocimientos, y esa es la razón por la cual una ciencia que reflexiona sobre sí misma produce mejores resultados. Es cierto que los griegos aprendieron de otras civilizaciones, pero en manos de los griegos esos conocimientos dieron mucho más de sí, precisamente por su capacidad de ordenar los contenidos del conocimiento. Y con esto quiero enganchar con una falsa polémica de esas tan queridas por nuestros pedagogos: En la escuela ¿hay que dar formación o contenidos? Pero formar una cabeza nos es vaciarla de contenidos, más bien estructurar y ordenar los contenidos como nos enseñaron a hacer los griegos. Y esos contenidos ordenados y estructurados son los puntos de apoyo para aprender cosas nuevas. Cuando se habla de “aprender a aprender”, otra necedad muy cara a los educadores, se olvida que la única posibilidad de aprender cuando ya no se está bajo la tutela del profesor es la de llevarse consigo, al abandonar la escuela, un buen bagaje de conocimientos bien ordenados que serán los puntos de apoyo para aprender cosas nuevas. Y para darse cuenta de que esto es así, pues no hay más que mirar hacia Grecia.

2. Los alumnos deben ser críticos

Los pedagogos actuales sostienen que se ha de educar a los alumnos para ser personas críticas. En principio, los alumnos son críticos sin que nadie les estimule a ello. La opinión que suelen tener de sus profesores, las más de las veces, es demoledora. Para conocerla no hay más que leer las pintadas en las puertas de los retretes, órgano de opinión libre e independiente, que desde siempre, incluso en los peores tiempos del franquismo, estuvo vigente en todos los centros escolares y fuera del alcance de toda censura. También es connatural a la adolescencia decir frases muy sonoras, anunciando como grandes novedades descubiertas por ellos cosas que ya se saben desde Platón. Pero éste es un espíritu crítico todavía sin pulir, y un buen educador no debe conformarse con él, muy por el contrario, debe exigir mucho más. Si un progre quinceañero suelta una patochada contra esta sociedad tan opresiva y represora, podemos reírle la gracia y celebrar su espíritu crítico, o bien hacerle ver que es una patochada. Y hacerle ver también que si bien la cosa no tiene demasiada importancia, porque patochadas las soltamos todos con más frecuencia de la deseable, eso de decir patochadas no debe convertirse en una costumbre.

Para saber cómo hacer de nuestros alumnos unas personas críticas, será útil averiguar qué formación tuvieron y de qué enseñanza proceden aquellas personas cuya capacidad crítica está fuera de toda duda. Descartes, por ejemplo, fue un reformador que puso en solfa toda la filosofía anterior. ¿De dónde venía Descartes? ¿De una escuela libertaria? No, había estudiado con los jesuitas, lo cual significa que recibió una buena formación clásica. En parte critica la educación que le habían dado, pero sin esa educación no hubiera tenido la formación filosófica necesaria para demoler la filosofía anterior elaborar la suya propia. ¿Y con quién había estudiado Voltaire, cuya independencia de criterio y capacidad de pensar por sí mismo está, me parece a mí, fuera de toda duda? Pues, ¡qué casualidad!, también con los jesuitas. No voy a hacer una defensa de la educación de los jesuitas, pero sí es cierto que el rigor intelectual con que Descartes o Voltaire critican la filosofía anterior, la sociedad que les rodea, o incluso la educación que han recibido, se lo deben, precisamente, a la educación que han recibido. Y ese rigor intelectual es el que se ha de recuperar si queremos formar ciudadanos críticos. Bertrand Russell, a quien algunos han dado en llamar el Voltaire del siglo XX, poseía una muy sólida formación científica y filosófica. Y a ella solo pudo llegar después de muchas horas de estudio metódico, serio y riguroso. Una persona superficial, al ver a un muchacho tan volcado en el estudio, a lo mejor lo hubiera juzgado como un ser sumiso y acrítico. Jean Paul Sartre perdió a su padre siendo muy niño, y fue en parte educado por su abuelo materno, Charles Schweitzer, quien desde muy joven le enseñó matemáticas y le introdujo muy tempranamente en la literatura grecolatina. José Luis López Aranguren estudió con los jesuitas, y Fernando Savater en el Colegio del Pilar. Podrían multiplicarse los ejemplos. Insisto que no pretendo hacer desde aquí una defensa de la enseñanza privada ni religiosa, simplemente señalar de dónde han salido aquellas personas cuya capacidad de crítica nos ha hecho pensar a los demás. Pero además sucede que estos datos son muy explicables a la luz de la razón.

No se puede criticar una noticia de un periódico si no se entiende lo que se lee, lo cual significa que se han de hacer muchos ejercicios de comprensión lectora y comentario de textos durante la etapa escolar. No se puede criticar la sociedad en que vivimos si no se la conoce bien, y para conocerla es imprescindible saber historia, porque nuestra sociedad es un palimpsesto escrito sobre el Romanticismo, que fue escrito sobre la Ilustración, que fue escrita sobre la Contrarreforma, que fue escrita sobre el Renacimiento, que fue escrito sobre la Edad Media, que fue escrita sobre el mundo latino, que a su vez fue escrito sobre Grecia. Grecia, que aparece una y otra vez. Y para saber historia, ¡qué le vamos a hacer!, no hay más remedio que estudiar historia. Y estudiar significa estudiar, en el sentido más tradicional de la palabra, no buscar información por internet ni hacer trabajos de recortar y pegar. Y para que la crítica sea seria y útil a los demás, conviene saber lo que se ha pensado antes. De lo contrario corremos el riesgo de presentar como novedoso lo que se ha dicho hace siglos, o de proponer como buenas unas ideas que ya hace tiempo se han revelado como impracticables. Y como los primeros que pensaron fueron los griegos, y no hay otra manera de filosofar que no sea dialogando con los griegos, no hay más remedio que estudiar filosofía y su historia, una historia que comienza con los griegos y que para conocerla no hay otro camino que pasar muchas y muchas horas quemándose las pestañas sobre los textos de Heráclito, Platón, Aristóteles y Epicuro. Solo quien ha dedicado muchas horas a reflexionar y a estudiar puede ser verdaderamente una persona crítica. Sobre esta necesidad de entender Grecia para entendernos a nosotros, hay un texto de Carlos García Gual (de “El debate de las humanidades”, publicado en Sobre el descrédito de la literatura y otros avisos humanistas):

Lo que ha caracterizado a los humanismos europeos (el humanismo es un fenómeno repetido y sintomático de la nostalgia europea por el mundo antiguo) no es su afán arqueológico, su minuciosidad en el estudio del pasado, sino el afán de comprender el presente mediante una interpretación más histórica y entusiasta del mundo clásico. Y ha sido siempre el anhelo de utilizar ese pasado como un modelo para engrandecer el presente lo que ha dado vitalidad a esos períodos. (Tanto el renacimiento italiano como la ilustración del siglo XVIII y el movimiento intelectual de los filólogos alemanes a comienzos de siglo, el llamado tercer humanismo por Werner Jaeger.)

A no ser, claro, que cuando hablamos de formar ciudadanos críticos consideremos personas críticas a tantos y tantos contertulios que hablan por la televisión, a veces a gritos, de lo que no tienen ni la menor idea, o a quienes queman en público una foto del Rey. Si es así, es muy fácil conseguir personas críticas. Pero quienes no opinamos de este modo, quienes creemos que la crítica ha de ser controlada por el conocimiento (porque de lo contrario la presunta crítica no es más que charlatanería), pensamos que el único camino para convertir a nuestros alumnos en personas críticas consiste convertirlos en personas cultas, leídas y estudiadas. Y no hay cultura sin el conocimiento de quienes crearon la idea de cultura, que son, repito a riesgo de hacerme pesado, los griegos.

Por cierto, y esto como simple anécdota, aunque no tiene que ver con Grecia. ¿No habéis observado que los mismos que dicen que los alumnos deben ser críticos, no soportan la crítica? A quienes no compartimos los presupuestos de la LOGSE nos han tachado con frecuencia de fascistas, nostálgicos y reaccionarios. Si el alumno es crítico con el sistema educativo, pues que bien, pero si lo critica el profesor, entonces está cayendo en el lugar común de decir lo que se ha dicho siempre. Por concretar un poco más. En el número 393 de Cuadernos de Pedagogía, un número monográfico dedicado a discutir si el nivel sube o baja, hay una bibliografía dividida en tres apartados: “Literatura científica”, “Datos oficiales” y “Profesores quejosos”. En este último están, por supuesto, los libros de este seguro servidor de ustedes. Los alumnos han de ser críticos. El profesor que se atreve a serlo es “quejoso”.

3. Elogio de la nostalgia

Una de las críticas que con más frecuencia recibimos quienes nos pronunciamos contra nuestro sistema educativo es la de que somos nostálgicos. Como argumento es obviamente falaz, porque no argumenta nada. Se limita a hacer un juicio de valor sobre el interlocutor, lo que técnicamente se llama argumento ad hominem. Pero lo más curioso del asunto es que este, llamémosle así, razonamiento, también teníamos que oírlo durante el franquismo los que luchábamos contra el régimen. Éramos unos “nostálgicos de la democracia”, “añorábamos la república”. Pues sí, mire usted, éramos nostálgicos de una república que, con todos los defectos que pudiera tener, era un régimen democrático, siempre mejor que una dictadura. La nostalgia no es necesariamente un sentimiento reaccionario, como se va a intentar argumentar a continuación. Quienes dicen muy solemnemente que “hay que mirar hacia adelante y no hacia atrás”, aparte de decir algo muy poco original, olvidan que la mochila que llevamos en nuestro deambular por la vida es nuestra memoria, y esta mochila está llena de agujeros porque nuestra memoria es frágil e incierta. No hay más remedio que mirar hacia atrás de vez en cuando para recuperar las cosas que nos han caído por los agujeros de la mochila, y ese hábito de mirar hacia atrás no tiene nada de reaccionario ni de regresivo. Precisamente fue la nostalgia de la antigüedad griega, el amor a la ciencia por sí misma y no solamente como sierva de la teología, lo que dio lugar a un movimiento tan importante como el Renacimiento. Y es de suponer que algunos teólogos, celosos del pensamiento libre, criticarían a los entusiastas de la ciencia griega llamándolos “nostálgicos de un paganismo obsoleto”. Y una revolución tan importante como el heliocentrismo tuvo lugar cuando Nicolás Copérnico miró hacia atrás, hacia Grecia precisamente, y se encontró con las teorías de Aristarco de Samos. Tuvo la suficiente inteligencia para comprender que una idea no es mala solo por ser antigua, aunque fuera de hacía casi veinte siglos, y supo tomársela en serio. Dalton elaboró su pensamiento reflexionando sobre las teorías de Demócrito, un griego, y Darwin tiene un precedente clarísimo en Anaximandro de Mileto, otro griego. No son simples coincidencias. Los ilustrados del siglo XVIII también miraron hacia atrás, por encima de las monarquías absolutas, y descubrieron y reivindicaron el sentido grecorromano de ciudadanía Hay un hermoso libro, titulado Diálogos sobre física atómica, en el cual Heisenberg cuenta cómoel punto de partida de algunas de las reflexiones que desembocaron en sus teorías físicas fue la lectura del Timeo de Platón. Voy a leeros un párrafo de este libro:

Deseando leer algo distinto de los diálogos que estudiábamos en clase, me lancé, a pesar de mi conocimiento relativamente escaso del griego, a leer el Timeo. De este modo entré por primera vez en contacto directo con la filosofía atómica de los griegos. Gracias a esta lectura, comprendí con mucha mayor claridad los conceptos fundamentales de la teoría atómica. Por lo menos, me hice la ilusión de medio entender las razones que llevaron a los filósofos griegos a pensar que la materia se compone de elementos mínimos e indivisibles. La tesis sostenida por Platón en el Timeo, según la cual los átomos son cuerpos regulares, no llegó en verdad a parecerme demasiado luminosa, pero por lo menos me gustó que se les despojara de sus ganchos y sus asas. En todo caso, me convencí de una cosa, a saber, de que es casi imposible cultivar la física atómica moderna sin conocer la filosofía natural de los griegos. Y pensé que el dibujante de aquella figura de los átomos habría ganado dedicando a Platón un atento estudio, antes de ponerse a dibujarlas.

Por cierto, del texto se desprende que Heisenberg, premio Nobel de física, leía el griego (¡dichosa edad y siglos dichosos aquellos…!).

Es preciso pues mirar de vez en cuando hacia atrás, y tener muy presente que no toda idea nueva por ser nueva es buena, igual que no toda idea antigua es mala por ser antigua. Cuando alguien habla de renovar la enseñanza, hay que echarle un pequeño jarro de agua fría y decirle que, más modestamente, hay que intentar mejorar la enseñanza. Quien tenga una buena idea para mejorar sus clases, pues muy bien, pero que no piense que ha innovado, porque muy probablemente es una idea que ya ha sido pensada y puesta en práctica hace mucho tiempo. Recientemente un compañero me explicó, como si fuera una gran descubrimiento, que cuando los alumnos tienen una idea más o menos intuitiva de algo (como la de ángulo o de circunferencia), en lugar de darles sin más la definición correcta, es mejor que los mismos chicos intenten elaborar definiciones y que, después de ir puliendo las deficiencias de cada una de ellas, se llegue entre todos a una definición lo más clara posible. Le contesté que, efectivamente, era una muy buena idea, pero que, lamentando desilusionarle, de nueva no tenía nada. Se llama mayéutica, la inventó Sócrates, y todos los adictos al pensamiento griego llevan dos mil quinientos años usándola. Es un buen método para enseñar algunas cosas, y su antigüedad no la descalifica sin más, pero quien la practica tampoco debe imaginarse que ha inventado la pólvora. No se trata pues de renovar la enseñanza, sino de mejorar la enseñanza, y esa mejora pasa, necesariamente, por estudiar el pasado, para no olvidar las buenas viejas ideas y no repetir los viejos errores. Pero además sucede que la mayoría de los dislates que dicen los pedagogos como una gran novedad ya se decían hace mucho tiempo, porque la estupidez no es un producto de la modernidad.

Y en lo de no repetir los viejos errores también podemos aprender de los griegos, porque la mayéutica, con ser útil en ciertas ocasiones, tiene menos alcance que el que le atribuye Sócrates (o Platón, que para el caso es lo mismo). Y digo esto porque quienes sostienen que los alumnos “tienen que aprender por sí mismos” o “que han de construir su propio conocimiento” se remiten a veces al pasaje del Menón, en el cual Sócrates consigue que un esclavo demuestre un teorema matemático. Pero el truco ya fue descubierto por Aristóteles, porque si el interrogador no hubiera sabido el teorema, el esclavo nunca habría sido capaz de llegar a él. La mayéutica es útil para llegar a definir racionalmente lo que se conoce intuitivamente, pero no va más allá. El error fundamental de quienes piensan que el alumno ha de descubrir las cosas por sí mismo consiste en ignorar que para descubrir cosas nuevas es indispensable saber ya muchas otras cosas. Einstein elaboró sus teorías reflexionando sobre las limitaciones de la física de Newton, la cual había aprendido durante su formación universitaria. Mucha atención: la había aprendido porque se la habían enseñado, no porque la hubiera descubierto por sí mismo. Idéntica reflexión puede hacerse sobre Galileo o Newton en relación con la física de Aristóteles. Ya aludimos antes a Copérnico, Darwin, Dalton y Heisenberg, cuyas reflexiones tuvieron como punto de partida la ciencia griega. Todos los grandes científicos hicieron sus aportaciones después de estudiar a fondo la ciencia que se había hecho antes, ciencia que las más de las veces comienza en Grecia. Muchos de ellos, sobre todo los que no fueron precoces o los que no procedían de familias con recursos, se habrían malogrado si se hubieran educado con el actual sistema español. Se olvida además con frecuencia que la ciencia, comparada con la danza, la música, la religión y otras manifestaciones humanas, es una recién llegada al mundo, precisamente porque no es tan fácil aprenderla por uno mismo. Si lo fuera, el pitecántropo ya habría descubierto la ley de la gravitación universal y la geometría analítica. Cuando el occidente medieval perdió gran parte de la ciencia griega, sin ella se quedó hasta que la volvió a encontrar gracias a los árabes. La volvió a encontrar, igual que se encuentra una moneda perdida, no fue capaz de reinventarla ni redescubrirla. Entonces, ni el estudiante puede aprender por sí mismo, ni vale apelar al Menón para sostener lo contrario. Quienes sostienen que la enseñanza no puede ser transmisiva y que los estudiantes han de construir su propio conocimiento, simplemente ignoran la historia.

4. ¿Tiene el hombre tendencia natural al saber?

La Metafísica de Aristóteles comienza con esta cita:

Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber.

En mi opinión es rigurosamente falsa, y de este error también debemos aprender. El hombre tiende naturalmente a la supervivencia, lo cual le ha llevado a crear saberes adecuados a tal fin. Pero el saber, como un fin en sí mismo, es algo muy moderno. Pensemos en que si la especie humana llevara un año sobre la tierra, Aristóteles sería de ayer (y no de las primeras horas de la mañana de ayer), y es de los griegos el descubrimiento del saber, no como un medio, sino como un valor (y esto es lo que habitualmente llamamos cultura). Sobre esta concepción del saber como un fin en sí mismo hay una preciosa cita de Arnold Hauser (de Historia social de la literatura y el arte):

Esta autonomía de las diferentes esferas se nos presenta con la máxima evidencia en la filosofía jónica de la naturaleza de los siglos VII y VI a.C. Por primera vez hallamos en ella formas espirituales que están más o menos libres de consideraciones y fines prácticos. También los pueblos civilizados anteriores a los griegos habían realizado observaciones científicas precisas y habían llegado a conclusiones y cálculos exactos. Pero todo su saber y su habilidad estaban impregnados de conexiones mágicas, de imaginaciones míticas, de dogmas religiosos, y siempre ligados a la idea de la utilidad. En los griegos hallamos por primera vez una ciencia libre, no solo de la religión, de la fe y de la superstición, organizada racionalmente, sino independiente también, en cierto modo, de toda consideración práctica.

Pensemos además que una ciencia que buscara exclusivamente resultados prácticos sería muy poco práctica, avanzaría muy poco. El motor del saber ha sido a veces, en efecto, las necesidades prácticas, pero otras, la mayoría, la sed por aprender, que es, insisto, el más importante legado griego. Muchos saberes útiles se apoyan en saberes teóricos muy anteriores que han sido cultivados por sí mismos. Pensemos en alguno de los descubrimientos de los griegos, por ejemplo los de Apolonio sobre las curvas cónicas. No perseguían ninguna utilidad, pero muchos siglos después fueron la base de las leyes de Kepler y de los descubrimientos de otros astrónomos.

Y por cierto, eso de que el saber sea un valor es algo muy olvidado por los pedagogos, a los que en cambio se les llena la boca hablando de “la educación en valores”. Cuando se desprecian los contenidos, cuando se dice que lo decisivo son las destrezas, que no es tan importante que el alumno sepa cosas como que sepa aprender a aprender, se está olvidando nuevamente el legado griego. Por supuesto que se puede cuestionar el valor del saber, como se puede cuestionar el valor de la salud. Quien opine que la salud es algo malo porque esta vida es un asco y que cuanto antes se muera uno, mejor, está en su derecho al pensar así, pero no sería coherente que se metiera a médico. Del mismo modo, quien no entienda el saber como un valor, que no se haga profesor. Pues aunque parezca increíble, en ambientes académicos se cuestiona el valor del saber, algo así como si entre médicos se cuestionara el valor de la salud. Y vosotros, profesores de lenguas clásicas, sabéis mejor que yo cómo ese desprecio del saber ha llevado a la casi extinción de las lenguas clásicas. Cuando se me pregunta por qué defiendo el estudio de las lenguas clásicas, me viene a la memoria lo que dice Italo Calvino en su muy recomendable libro ¿Por qué leer los clásicos?:

¿Por qué se deben leer los clásicos? Pues porque es mejor haberlos leído que no haberlos leído.

Del mismo modo ¿por qué hay que estudiar latín y griego?, pues porque es mejor saber latín y griego que no saber latín y griego. Es cierto que quien ama el saber ya no hace la pregunta, y quien no ama el saber no entiende la respuesta. Pero así es, el diálogo entre quienes aman el saber y los ignorantes es siempre un diálogo de sordos. La tragedia de la educación en España consistió, precisamente, en que sus reformadores fueron reclutados entre los segundos.

Vuelvo a la cita de Aristóteles. Este descubrimiento, el del conocimiento como un valor, no sería tan reciente si la tendencia natural del hombre fuera el saber. Prueba de ello es que para crear una persona culta hace falta la educación, y la educación siempre comienza contraviniendo la voluntad de quien se pretende educar. La sed por el saber, esa sed que cuanto más se intenta saciar más aumenta, como si bebiéramos agua del mar, es la meta de un largo proceso educativo, no el punto de partida. Y lo que es resultado de la educación es lo contrario de lo natural, y por eso Aristóteles se equivoca. Hay un texto de Demócrito que, a mi juicio, es más certero que el de Aristóteles:

Los niños a los que se les tolera que no se esfuercen ni aprenderán las letras, ni la música, ni el ejercicio corporal, ni aquello que más relacionado se halla con la virtud: el respeto. Pues es de estas cosas de las que suele surgir en mayor grado el respeto.

Si a un niño no se le puede tolerar que no se esfuerce, porque de lo contrario no aprendería nada, quiere decir que la enseñanza actúa en principio en contra de la voluntad de quien se ha de enseñar, porque el esfuerzo no es connatural al ser humano. Por eso es un disparate ese exceso de psicologismo tan común hoy día que pretende tratar al alumno vago como si estuviera aquejado de una patología, lo cual es tan absurdo como castigar a un niño porque tiene sarampión. Que a un niño no le apetezca ir a la escuela y lo pase mejor durante las vacaciones que durante el curso no es una enfermedad, más bien demuestra que goza de una espléndida salud mental.

Y es por esta razón que la educación ha de ser autoritaria, porque en principio ningún niño quiere ser educado. De lo contrario, no tendría sentido una ley de educación obligatoria, igual que no tendría sentido una ley que obligara a beber cuando se tiene sed. El gobierno, según quienes abominan de la educación autoritaria, tendría que limitarse a construir centros de enseñanza igual que construye fuentes, y luego dejar que los niños se acerquen a ellos guiados por el mismo instinto que lleva a los sedientos a acercarse a las fuentes. Y esto nos lleva al quinto punto.

5. ¿Por qué la escuela ha de ser necesariamente jerárquica?

La autoridad está hoy muy mal vista. No se puede ser autoritario. Quienes matizan un poco más dicen que no se ha de confundir autoridad con autoritarismo, frase tan original como la de que no se ha de confundir libertad con libertinaje. Pero la educación es necesariamente autoritaria, y esto es algo que hay que decir sin complejos. Decía en una ocasión el profesor Miguel Ángel Santos Guerra, uno de los más representativos ejemplares de la Secta Pedagógica, que entre las contradicciones de la escuela está la de pretender “conseguir buenos demócratas en una institución jerarquizada”. En este despropósito hay dos errores. El primero, que una sociedad democrática también es una sociedad jerarquizada. En la carretera mandan los policías de tráfico, en la facultad manda el decano, en la aeronave manda el comandante, y en la clase manda el profesor. El segundo, que con ese argumento nos cargamos la educación en sí misma. ¿Para qué sirve la autoridad de los padres? Pues para educar a los hijos. ¿Por qué es necesario educar a los hijos? Para que puedan en el futuro prescindir de la autoridad de los padres. ¡Que contradicción! Aprender a prescindir de la autoridad de los padres obedeciendo a los padres. ¿Cómo vamos a enseñar a hacer una cosa obligando a hacer la contraria? Pues así es, y quien lo considere tan aberrante, que no se meta a educador. Decía Chesterton, que era mucho más inteligente que Santos Guerra, que “no puede haber una educación libre, porque si dejáis a un niño libre, no le educaréis”. Esto es así porque, en principio, ningún niño quiere ser educado. De lo contrario, repito lo que dije antes, no tendría sentido una ley de educación obligatoria, igual que no tendría sentido una ley que obligara a beber cuando se tiene sed.

Pero sucede que esta polémica no es nueva, por mucho que pedagogos innovadores y entusiastas se crean muy originales al plantearla. Ya vimos como Chesterton, quien murió hace más de setenta años, terció en ella, tomando la misma posición que toman el reducido número de personas que conservan un adarme de sentido común. Pero sucede que también en esto podemos aprender del viejo Aristóteles. Os voy a leer un párrafo de La política:

En el Estado no hay señores ni esclavos, no hay más que una autoridad que se ejerce sobre seres libres. Ésta es la autoridad política que debe tratar de conocer el futuro magistrado, comenzando por obedecer él mismo. Así como se aprende a mandar un cuerpo de caballería siendo un simple soldado, a ser general ejecutando las órdenes de un general, y a conducir una falange o un batallón sirviendo como soldado en éste o aquella. En por esta razón que la única y verdadera escuela del mando es la obediencia.

Si en una democracia mandamos todos, es evidente que todos tenemos que aprender primero a obedecer. Una escuela jerárquica no solo no es una contradicción en una sociedad democrática, sino que es la premisa necesaria e indispensable para educar buenos demócratas. Y vuelvo a la cuestión del principio, aun a riesgo de hacerme pesado y reiterativo. Si el señor Santos Guerra hubiera estudiado a los griegos, a lo mejor escribiría menos tonterías.

6. Grecia y la libertad

De ahí irradia un resplandor y una exigencia que corre por toda nuestra historia occidental. El momento crítico del gran viraje sucedió cuando, a partir del siglo VI a.C. se desarrolló la libertad del pensamiento griego, del hombre griego, de la Polis griega, y cuando después, en las guerras persas, la libertad se acrisoló y probó su eficacia y llegó a su más alto, aunque breve, florecimiento. No fue una cultura sacerdotal universal, ni el orfismo ni el pitagorismo los que constituyeron el espíritu griego y una enorme posibilidad y riesgo para el hombre, sino las libres formas del estado. Desde entonces es posible la libertad en el mundo. (Karl Jaspers, de Origen y meta de la historia.)

La ciencia que reflexiona sobre sí misma, el pensamiento que razona sobre el pensamiento y explora sus propios límites, solo son plenamente posibles en libertad. En primer lugar, porque si las ideas no son abiertamente debatidas, se agostan y no se desarrollan como debieran. En segundo, y esto es quizás más importante, porque en ausencia de libertades una vaciedad puede parecer una idea profunda solo porque está prohibido expresarla abiertamente. Cuando no se puede discutir en público, las necedades y las ideas inteligentes viven en igualdad de condiciones, y es difícil distinguir las unas de las otras. Los que vivimos durante la dictadura sabemos muy bien el prestigio que podían llegar a tener un libro o una película por el simple hecho de que estuviera censurado. La censura es una injusticia, cierto, pero un libro malo que sea víctima de esa injusticia no se convierte por ello en un libro bueno.

Y al hilo de esto quiero comentar una cosa, aunque parezca un poco cogida por los pelos. Vivimos en una democracia, que por imperfecta que sea siempre es mejor que cualquier dictadura. No hay censura y cada cual puede decir lo que le parezca. Pero hay una censura, insisto, insignificante comparada con la que hay en una dictadura, pero que debe ser denunciada. La censura que nos imponemos, muchas veces sin querer, por ser políticamente correctos. Esa obsesión por lo políticamente correcto está siendo letal para el pensamiento libre. Es cierto que quien quiera ser políticamente correcto cuenta con una ventaja: no tiene más que apuntarse a la moda en curso ahorrándose el incómodo trámite de pensar, cosa que puede provocar terribles jaquecas a juzgar por lo reacios que son algunos a dicho ejercicio. Voy a plantear algunos ejemplos en que esta autocensura bloquea la discusión libre y abierta en el mundo educativo.

I. En ciertos casos de agresión en la escuela se ha tratado al agresor con tantos miramientos que el agredido ha tenido que abandonar el centro. Por lo visto, el agresor actúa siempre movido por impulsos psicológicos incontrolables. Pero hay otra posibilidad que nunca se considera, porque atenta contra la corrección política: un niño puede ser una mala persona, y en ese caso no hay más terapia que la sanción severa y firme. Además, hay algo que siempre se pasa por alto: nunca se ha dado el caso de que un niño vuelva a casa lleno de moretones porque se enfrenta con quienes son más fuertes que él. No, frente a los más fuertes, el agresor recupera su cordura y controla sus impulsos con una gallardía ejemplar. Luego, la hipótesis de que el agresor pueda ser una mala persona tampoco es tan inverosímil.

II. Cuando un niño no estudia también se plantea antes que nada de qué patología estará aquejado. Y es cierto que puede ser así, las patologías existen, y es imposible estudiar si tienes dolor de muelas o una depresión de caballo. Pero también hay otra posibilidad, que nadie se atreve a formular: que el estudiante puede ser un egoísta y un comodón, y que no tiene el menor escrúpulo en chulear a sus padres.

III. Hay estudiantes que ponen de su parte pero no se enteran de nada. También entonces se recurre a los psicólogos y los orientadores. ¿Y no podría suceder, simplemente, que carece de inteligencia para estudiar, y que la solución sea que aprenda un oficio? No digo que sea así, es más creo que hay que ser muy cautos antes de hacer un juicio de este género sobre un alumno, porque un error puede tener consecuencias irreversibles, tan solo digo que esa posibilidad nunca se contempla. ¿Por qué? Porque eso sería segregar. A mi juicio, más segregado puede sentirse en una clase donde no se entera de nada, y tenerlo así hasta los dieciséis años también puede tener consecuencias irreversibles. Pero, lamentablemente, la igualdad, más allá de la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades, no es más que una palabra vacía. Empecé mi carrera de matemáticas, como tantos otros jóvenes, con la ilusión de ser un Einstein. Me quedé en un modesto profesor de instituto. Y he procurado ser en mi oficio lo más feliz que he podido, pero no soy Einstein. Y Einstein, me guste o no, es un ser claramente superior a mí. Él figura en la historia de la ciencia, con toda justicia, y con idéntica justicia, yo no figuro. ¿Somos iguales Einstein y yo? Pues no, qué le vamos a hacer, y negar la evidencia no arroja ninguna luz sobre la realidad. También me matriculé en el conservatorio, y ya en segundo de solfeo me enseñaron la puerta: “Mira chico”, me dijeron, “el Señor, en sus inescrutables designios, no te ha llamado por este camino”. Una pena, me hubiera gustado ser Arthur Rubinstein y me quedé en Ricardo Moreno, que es algo mucho más vulgar y mucho más prosaico. ¿Puedo considerar esto una injusticia que se ha cometido conmigo? ¿Será esto segregación? Pues lo será, pero cualquier amante de la música, dispuesto a pagar por escuchar a Rubinstein, estaría también más que dispuesto a pagar por no escucharme a mí. Qué le vamos a hacer, y el piano nunca podrá ser para mí más que una modesta afición privada. Claro que esta afición ha tenido la indudable ventaja de que mis hijos se han emancipado enseguidita.

No, no somos iguales, hay buenos profesionales y malos profesionales, buenos artistas y malos artistas, buenos estudiantes y malos estudiantes, buenas personas y malas personas. Y negar la realidad, por muy sórdida que pueda ser la realidad, es inútil y además letal, sobre todo si de lo que se trata es de mejorar la realidad.

IV. Otro ejemplo. Un pedagogo de la universidad de Zaragoza, el profesor Bernal Agudo, sostiene, literalmente, lo siguiente: “Tarde o temprano nos tendremos que dar cuenta de que el profesor no debe ser el que detenta la ciencia, y que su objetivo sea transmitirla a los alumnos”. El ya citado Santos Guerra critica que “El saber, en la escuela, es jerárquico y circula de modo descendente”. Vaya por Dios. ¿Es tan vejatorio para un alumno reconocer que el profesor sabe más que él, y que precisamente por esta razón el profesor es el profesor y él es el alumno? ¿Por qué reconocemos que el médico sabe más de medicina que nosotros (de lo contrario no recurriríamos a él) y cuesta tanto trabajo reconocer que el profesor sabe más que el alumno? ¿Es eso elitista? Pues claro que sí, hay gente que sabe más y gente que sabe menos, y gracias a quienes saben mucho podemos aprender algo quienes sabemos poco. Sobre esta obsesión de negar la superioridad intelectual hay multitud de textos sencillamente delirantes. Aparte de los que ya he citado, voy a leer otro más, debido a Mónica Pini, una pedagoga hispanoamericana: “Se diversificó y multiplicó de manera tal que ningún académico puede abarcar todas las materias. Muchos maestros siguen convencidos de que deben saber de todo más que sus alumnos o incluso que los padres. Entonces, la enseñanza se identifica como una práctica autoritaria y verticalista si no adopta un modelo de diálogo y colaboración.” En primer lugar, anuncia que “se multiplicó el saber de tal manera que ningún académico puede absorber todas las materias”, como si esto fuera una noticia de última hora, cuando esto es así desde hace más de tres siglos. Quizás fue Leibniz el último que fue capaz de dominar toda la ciencia de su tiempo. Esto demuestra una vez más que si el tiempo que hacen perder los pedagogos se dedicara a estudiar más historia, se dirían menos tonterías. En segundo lugar, ningún profesor pretende saber de todo más que sus alumnos. Debe saber más que ellos en su especialidad, pero nada más. Y como guinda, como el profesor sabe más que el alumno, la enseñanza es “autoritaria y verticalista”. ¿Me podría alguien explicar cómo puede ser de otro modo?

Creo que queda claro que la corrección política vicia el debate educativo porque las ideas no se valoran según sean razonables o no, factibles o no, sino según suenen bien o mal, parezcan novedosas o no, como si una majadería no pudiera sonar muy bien o ser muy novedosa. Os recuerdo una frase de la cita de Jaspers: “No fue una cultura sacerdotal universal, ni el orfismo ni el pitagorismo los que constituyeron el espíritu griego”. Y tiene razón, la presencia del orfismo, sacerdotes y gurús censura el pensamiento libre. Pues bien, hoy los sucesores de los sacerdotes y los gurús son los pedagogos, cuya obsesión por la novedad y la corrección política está imposibilitando un debate educativo realmente libre. Si queremos que la discusión sea libre y racional, tendremos que liberarnos de ellos, igual que los griegos tuvieron que liberarse del pensamiento religioso.

Sostienen algunos historiadores de la ciencia, y en parte con razón, que Aristóteles llegó a ser una rémora para el pensamiento libre durante la baja Edad Media. Es cierto, todo lo que contradijera a Aristóteles era mirado con suspicacia. La autoridad de la tradición puede ser muy tiránica, pero la autoridad de la moda y la corrección política es más tiránica todavía. El equilibrio que hay que guardar entre ambos polos, el pasado frente a la moda, es un difícil equilibrio. Cómo guardarlo es algo que explica muy bien el gran humanista e historiador del arte Erwin Panofsky en una frase muy escueta pero muy lúcida: “El humanista rechaza la autoridad, pero respeta la tradición”.

Y para no terminar de un modo tan demoledor, para dejaros buen sabor de boca, voy a leeros un bello párrafo de Pablo Neruda (procede de su libro Para nacer he nacido):

Es probable que en el año 2000 el poeta más novedoso, más a la moda en todas partes, sea un poeta griego que ahora nadie lee y que se llamó Homero.
Yo estoy de acuerdo y con este fin voy a comenzar a leerlo de nuevo. Voy a buscar su influencia, dulce y heroica, sus maldiciones y sus profecías, su mitología de mármol y sus palos de ciego.
Preparando el nuevo siglo trataré de escribir a la manera de Homero. No me quedará mal un estilo tan fabuloso y tan empapado del mar ilustre.
Luego saldré con algunas banderas de Ulises, rey de Ítaca, por las calles. Y como los griegos ya habrán salido de sus presidios, me acompañarán también para dar las normas del nuevo estilo del siglo XXI.

Grecia, que vuelve una y otra vez…

El Catoblepas
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