El CatoblepasSeparata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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El Catoblepas

El Catoblepas · número 179 · primavera 2017 · página 10
Artículos

Ideas sobre la política del siglo XIX español

Fernando Álvarez Balbuena

Consideraciones sobre un siglo frecuentemente despreciado en la historia de España

Una familia modelo

Fue, desde luego, una moda intelectual que pasamos a considerar, el transmitir la idea de que la España decimonónica fue un continuo empeño de autocomplacencia en el fracaso político, económico y cultural. Se atribuye a Bismark la afirmación de que España había pasado cien años empeñada en aniquilarse, sin haber podido conseguirlo. Quizás estuvo pugnando por todo lo contrario, es decir; por vivir, por desarrollarse y por modernizarse, pese a todas las circunstancias adversas que desde Trafalgar y la Guerra de la Independencia parecían empeñadas en hacerla caer en sincope mortal. Lo cierto es que toda una generación de españoles hubo de formarse en una España pobre, asolada y en fermentación violenta, y, sobre todo, reflejada y dirigida por una ciudad, Madrid, que recogía y elevaba la tensión de todas las inquietudes, ansias e irritaciones nacionales (Lázaro Ros, A,. 1957:17).

De entre los numerosos autores que abundaron en estos temas nos fijaremos en tres que nos parecen los más significativos porque han ejercido mayor influencia que otros en la sociedad y en el pensamiento político español moderno. Son ellos, Angel Ganivet, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset. Para los tres, con diversas matizaciones, nuestro siglo XIX es no solo infecundo, por haber transcurrido en perpetua guerra civil, sino indigno de ser tomado en consideración, porque, como dice Ganivet, “una nación que vive un siglo entero constituyéndose no es una nación seria”. Unamuno abunda en los mismos criterios y, echando mano de una de sus peculiares fobias, la toma con el general Prim, sacando de contexto una frase de su proclama del 18 de septiembre de 1868: “Destruir en medio del estruendo lo existente” con lo que descalifica toda la construcción ideológica del general a quien, por añadidura, llama “bullanguero que llevaba en el alma el amor al ruido de la historia” desconociendo intencionadamente que Prim, cuya figura es históricamente luminosa (Olivar Bartrand, R.1975:12), en realidad, con evidente constancia y con una fuerte dosis de idealismo, buscaba en la revolución, como único medio posible de progreso, la transformación una España arcaica y retrasada cincuenta años con respecto a Europa, en otra España más moderna y más libre que aquella existente. En realidad la frase que Unamuno atribuye a Prim está sacada de su contexto y, por tanto su sentido es absolutamente distinto del que le dio el general. Lo que éste dijo, en realidad, a bordo de la Zaragoza el 18 de septiembre de 1868, fue exactamente lo siguiente:

“Destruir en medio del estruendo los obstáculos que sistemáticamente se oponen a la felicidad de los pueblos, es la misión de las revoluciones armadas; pero edificar en medio de la calma y reflexión es el fin que deben proponerse las naciones que quieren conquistar con valor su soberanía, y saben hacerse dignas de ella conservándola con su prudencia.” (Rdz. Alonso, M. 1998:)

Pero don Miguel de Unamuno, cuyo genio es digno de profunda admiración por tantos y tan sobrados motivos, tenía un concepto muy peculiar de la mesura crítica en aquellos asuntos que repudiaba y, por ello, era verdaderamente terrible en sus antipatías viscerales y, como Ortega decía, se comportaba como un energúmeno español (Varela, J.1999:278). En esta ocasión no fue verdaderamente muy ponderado y se dejó ir, llevado por sus impulsos antimilitaristas, más allá de lo verdaderamente razonable.

Por fin, Ortega y Gasset ofrece su juicio sobre el siglo XIX en esta perla:

“Claro está que de aquellos generales y coroneles tan atractivos por su temple heroico y su sublime ingenuidad, pero tan cerrados de mollera, no podían salir ideas luminosas ni fecundas, sino pronunciamientos”. (cit. Llorens,V. 1970:13)

Ahora bien, estos autores, especialmente Ganivet, pese a tener ante sus ojos otros modelos extranjeros a la hora de medir la escasa seriedad o solidez de la historia española reciente, tampoco parecen muy afectos a la Europa decimonónica en sus realizaciones más características, tales como el desarrollo industrial y técnico (que inventen ellos, decía Unamuno), el espíritu científico y capitalista o el desarrollo del liberalismo. Esto explica la condenación que hacen, especialmente Ganivet, del siglo XIX español, en donde al cabo todos se embarcaron en busca del mismo rumbo de progreso, unos con reformas políticas y otros sin ellas (Llorens, V. 1970:10).

Esta autocrítica, que otros países son incapaces de hacer, no deja, pues, de ser muy pesimista y verdaderamente exagerada, magnificando algunos de nuestros defectos y considerándonos por debajo de los vecinos europeos. Tal pesimismo es típico de la generación española del 98, más notable y más desilusionado que en otros períodos de nuestra historia debido precisamente a que los desastres de Cuba y de Filipinas, últimos bastiones de nuestro otrora inmenso imperio americano. La situación y el sentimiento de derrota, crearon en la mente de los intelectuales y dirigentes de opinión del momento un profundo desprecio por la clase política; a ella le achacaban imprevisión e ineficacia y ella era, por tanto, la causante del los desastres coloniales. Así mismo flotaba en el ambiente una sensación de impotencia nacional para superar cualquier problema y una mirada desesperanzada hacia el futuro de la nación.

Los franceses, por el contrario, con su clásico chauvinismo, glorifican todo su siglo XIX, lo consideran el ápice de su contribución a la historia y a la civilización moderna y presumen de él como si se tratara del verdadero siglo de las luces y, sobre todo de la libertad, sagrada palabra que forma una mítica triada junto a las otras dos emblemáticas de igualdad y fraternidad. Han exportado durante todo el siglo XX al mundo entero las glorias de su revolución y los fastos parisienses de 1989 fueron una manifestación grandiosa en el segundo centenario de aquellos sucesos, como si hubieran constituido la cumbre de la modernidad y, con la liquidación del Antiguo Régimen, hubiera sido Francia la nación que mostró al mundo el camino de la gloria. No podemos estar conformes con esta visión parcial y poco objetiva de las cosas. Sin negar en absoluto la contribución que Francia ha hecho al mundo en el terreno de la política, como tampoco en el de las artes, en el del pensamiento y en el de la ciencia, creemos sin embargo que habría mucho que matizar sobre las glorias del siglo XIX francés. Desde la revolución de 1789 hasta el final del Segundo Imperio, con la revolución proudhoniana y libertaria de la Comuna de 1871, lo que abarca un tiempo más o menos igual al que va de la Guerra de la Independencia española, al período de la Restauración alfonsina, son numerosos los disturbios y los traumas políticos que sufrió Francia; sin embargo, la historiografía francesa, con la autocomplacencia y el fervor patriótico que caracteriza todas sus manifestaciones, exalta pomposamente esta época como de gloria y de progreso. Detengámonos solo un momento a considerar ciertos hechos acaecido en el expresado período y veremos que no todo es gloria y esplendor. Desvistamos de vanos oropeles propagandísticos la escueta realidad y veamos como en esta época tienen lugar en nuestro país vecino episodios tan recusables como el asesinato de Luis XVI y de María Antonieta, el de la Princesa de Lamballe, cuya cabeza, clavada en una pica, es repugnantemente paseada en son de gloria por las turbas encanalladas a través de las calles de París, ciudad que habría de conocer también los innumerables crímenes de la época del Terror, con una guillotina funcionando en la hoy llamada Plaza de la Concordia en plan de espectáculo público, donde las tristemente famosas calceteras parisienses vitoreaban con cruel júbilo el corte de cabezas aristocráticas, como si con cada asesinato se avanzasen pasos de gigante hacia la libertad y el progreso. Veamos el doble golpe de estado del General Bonaparte, quien en Egipto dio un espectáculo bochornoso asesinando a miles de prisioneros, que la historiografía francesa justifica considerándolos necesarios. Hagamos balance de las inacabables guerras que Napoleón, con su llegada al poder, desencadenó por toda Europa, en las que murió la flor y nata de la juventud, no solamente francesa, sino también europea. Estas interminables campañas debilitaron a Europa y retrasaron más de cincuenta años, dígase lo que se quiera, su desarrollo con respecto a los Estados Unidos de América. La precaria restauración de Luis XVIII y el golpe de estado, mediante la revolución de 1830, de Luís Felipe, personaje asaz versátil, por sus veleidades revolucionarias, hijo del antiguamente llamado Felipe Igualdad, cuyas connivencias con la Revolución de 1789 abochornan. Ahora, éste príncipe que alcanzará el sobrenombre de rey burgués, se apoya efectivamente en la burguesía contra los movimientos democráticos y obreristas, los cuales acaban por propiciar la caída del mismo con la ya revolución proletaria de 1848 (Maurois, A. 1973:420). El nacimiento de una República a la que decapita el golpe de estado de su propio Presidente, Luís Napoleón, y el desorden catastrófico ya aludido de la revolución roja parisina de 1871. Todos estos acontecimientos, sumariamente expresados, pero que analizados con cierto detenimiento nos ofrecen un sinnúmero de horrores urbanos de barricadas, tiros y asesinatos, podrían llevarnos a decir con Ganivet que Francia no es tampoco un país serio pues tarda aproximadamente lo mismo que España en estabilizarse. Tampoco el resto de los países de la Europa civilizada pueden presumir de largas épocas de paz fructífera, salvo muy contadas excepciones, como es el caso de Suiza, en la construcción de sus respectivas estructuras políticas, tal como hoy las conocemos. Sería más justo reconocer que todos han pasado por luchas y revoluciones, a veces sangrientas, aunque por haber ocurrido, como en el caso de Inglaterra doscientos años antes, ya las tengamos olvidadas. Sin embargo el papanatismo y el aldeanismo congénito, fruto del enorme complejo de inferioridad que padecemos los españoles, muchas veces –y esta es una de ellas- a causa de las lecciones de nuestros dirigentes de opinión, nos inducen a admirar un tanto bobaliconamente, a Europa en general y a Francia en particular, no entendiendo, o no queriendo entender, que la historia de España no se diferencia gran cosa de la de nuestros vecinos, salvo en la malhadada circunstancia, ya referida, de que la Guerra de la Independencia, sustanciada íntegramente en nuestro territorio, nos empobreció arruinando al país y arrasando sus estructuras productivas y, sobre todo, costándonos nada menos que un millón de muertos, que eran lo más granado de nuestra juventud y la esperanza de nuestro futuro.

En nuestra modesta opinión el siglo XIX español, con todas sus tensiones y sus movimientos sociales y políticos que a veces parecen erráticos, es también un siglo luminoso. Denostarlo y repudiarlo es aceptar una visión miope de los hechos históricos. Estos se producen por la intervención humana, con sus luces y sus sombras, solamente las naturalezas angélicas son capaces de no errar y de producir milagros. La parcialidad y un cierto snobismo -pretendida elegancia espiritual de algunos de los intelectuales aludidos- son los principios culpables del desprecio hacia un siglo del que un autor tan ilustre como el Doctor Marañón ha dicho que la máxima cristalización de lo hispánico es la de los años decimonónicos los cuales considera como el segundo Siglo de Oro español, opinión en la que abunda el maestro Azorín (Oliver Bertrand, R. 1975:12). Otro ilustre español, José Echegaray, ve el siglo XIX con similares apreciaciones, porque el XIX fue todo él informado por el espíritu del individualismo y este individualismo, base de la concepción del estado liberal-democrático, dejó en la Historia de España un siglo verdaderamente prodigioso para todos los órdenes de la vida. Veremos –decía Echegaray- lo que deja el siglo XX, con su socialismo invasor, su intervencionismo que alardea de prudente y un Estado motor y providencia, tutor y niñera. (1917:57, vol. III)

A fuer de sinceros, hemos de reconocer que el balance del siglo XX, ya por fin concluido, solamente ha traído al mundo los avances de la técnica, lo que no es en absoluto despreciable. Pero en cuanto atañe al humanismo y a la política, el balance que nos ofrece es bastante desolador: dos guerras mundiales, el incalificable genocidio nazi, el parejo de la Rusia soviética stalinista con sus purgas y sus gulags, el no menos espantoso de las bombas atómicas, lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, sus numerosos guerras regionales y la cruel división ideológica y material del mundo en dos bloques antagónicos y, muy especialmente, la desmembración de Europa, la guerra fría y la constante amenaza de guerra nuclear, tiene pocas razones para que podamos calificarlo de luminoso y muchas para juzgarlo triste, tiránico, cruel, esclavizador y un largo etcétera de epítetos peyorativos…

España, además, hizo lo que no hicieron los demás estados europeos en el siglo XIX pues inventó el liberalismo y fue liberal cuando la reacción absolutista trataba de sofocar en el continente el menor brote revolucionario. La España constitucional de 1820 (cuya trayectoria tiene no pocas similitudes con la España republicana de 1931), inició su existencia del modo más pacífico y jubiloso para acabar en una guerra civil y ser nuevamente víctima de la intervención extranjera (LLorens, V. 1979:14), intervención que nos llevó nuevamente al absolutismo y al despotismo y que no suscitó una lucha como la de la independencia, porque el país estaba ya cansado y exhausto con aquella fatídica contienda.

Por lo que concierne a Inglaterra, potencia altamente admirada por su temprano acceso al parlamentarismo y a la democracia censitaria, y que sirve siempre como modelo de equilibrio político y liberal, hemos de considerar que sus revoluciones violentas, con muerte de rey incluida, tuvieron lugar dos siglos antes y durante todo el siglo XIX tuvo bastante en que entretener sus anhelos y desquitarse de la pérdida de las colonias americanas, en la expansión imperial hacia oriente. Su política europea era la de no intervenir y procurar el equilibrio de poder entre las potencias continentales. Predicaba el librecambismo porque las inmensas riquezas que recibía de su imperio en materias primas y la potencia de su industria manufacturera, la convertían en un formidable competidor y en un líder comercial.

Así pues las diferencias sociales y políticas de España con sus vecinos europeos, Francia incluida, puede deberse a que ellos son más ricos que nosotros, porque allí se monetarizó antes la economía y se desarrolló primero el capitalismo, lo que trajo también como consecuencia una más rápida implantación del industrialismo, pero eso es otra cuestión distinta de aquella que hoy nos ocupa.

Primeras conclusiones

Si bien esta época es duramente criticada por algunos autores tildándola de reaccionaria y farsante, y poniéndola como ejemplo de una España oficial divorciada de la real, no es menos cierto que objetivamente considerada y en comparación con el reinado de Isabel II, bajo los gobiernos de Narváez o de González Bravo y el constante recurso de ellos al autoritarismo y a la dictadura, habremos de convenir que con el modo de gobernar de Cánovas y de Sagasta se valoraron más los aspectos de consenso y de acuerdo político y hubo una mayor sensibilidad hacia lo moderno. (Glez. Cuevas, P. 2000:150)

Ello fue fruto, en gran medida, de las lecciones aprendidas de las experiencias pasadas; de un siglo tumultuoso y, para algunos autores, casi apocalíptico, durante el cual las tormentas políticas se sucedieron sin pausa pues, en realidad, España vivió en permanente estado de guerra civil, así entre liberales y serviles, por una parte, por la otra entre liberales exaltados y moderados, durante el reinado de Fernando VII, como contra el carlismo desencadenado a su muerte por su propia falsedad o por su increíble imprevisión. Remataron el sistema las continuas disensiones entre las diversas facciones políticas que lideraban los distintos caudillos militares durante el reinado de Isabel II y, finalmente, la revolución de 1868, que en intención de sus máximos líderes y, sobre todo, del general Prim, venía a abrir a España los caminos modernos de la democracia liberal. Este intento renovador y democratizador de España acabó también, como veremos, por ser fagocitado por las fuerzas contradictorias de las diversas facciones que, en principio, se habían puesto de acuerdo para realizarlo, pero que se mostraron humanamente inmaduras y políticamente incapaces de consolidar un régimen que nacido bajo los mejores auspicios, su propia dinámica insensata le hizo fracasar sin paliativos. Son muchas las razones de su fracaso final, pero se puede considerar que, en síntesis, fue superado, tanto por las ambiciones de algunos de sus líderes, como por el enorme desorden e imprevisión con que todos actuaron frente a las circunstancias. Don José Echegaray, testigo excepcional de aquellos sucesos, en sus Recuerdos, hace el siguiente análisis, breve pero certero:

Eran, en rigor, tres los partidos que formaron la coalición que ganó, primero en Alcolea y luego en toda España, y que al cabo de tres años se dividieron y lucharon entre sí, y murieron como muere toda situación política en nuestra patria: por el suicidio (1917:27, vol. II)

El siglo XIX, precisamente por esta especie de inestabilidad político-militar que lo caracteriza, ha sido considerado nefasto por autores del llamado movimiento regeneracionista, impregnados de un pesimismo trascendente y con los ojos puestos en el ya más que incipiente desarrollo político, industrial y económico europeo. La comparación con Europa, sobre todo con Francia, que había pasado su gran revolución burguesa en 1789 y que en 1848 había realizado otra revolución que tuvo gran influencia en el devenir histórico y en el pensamiento político europeo. Fue este movimiento, que desde Francia se extendió por gran parte de Europa, de factura liberal, e incluso obrerista, porque en realidad el carácter propio de dicha revolución, en el fondo, era el sempiterno conflicto entre los obreros y los burgueses (Maurois, A. 1973:415), conflicto que en España, debido a la debilidad, o más bien a la escasez, de nuestra industrialización, así como a la implantación de la dictadura por un Narváez temeroso de desórdenes, abortó en sus primeros inicios. Es, sin embargo, una postura defendida por algunos autores que la revolución europea de 1848, llegó a España con 20 años de retraso, pues en realidad los sucesos de 1868 tienen claras similitudes con aquel movimiento que se inició en la Francia de Luís Felipe y cuya caída propició.

Esta opinión, no obstante, tiene sobre sí un amplio debate aún al día de hoy. No queremos por tanto hacerla firme sin constatar que para algunos otros autores, como es el caso de Tuñón de Lara, establecer un paralelismo entre ambas revoluciones es una afirmación arriesgada (1970:140); sin embargo la defienden con calor otros, tales como Sánchez Agesta y Fernández Almagro, que así lo sostienen. La verdad, a menudo, se oculta bajo ciertos aspectos parciales y no corresponde por entero a una sola parte de los opinantes. Creemos que unos y otros no carecen parcialmente de razón, porque la verdad es que la revolución obrera estuvo larvada durante largo tiempo en España y la corriente subterránea de un ansia reivindicativa y socialista de las masas obreras vio en la oportunidad que le brindaban el acuerdo de Ostende entre progresistas, liberales y demócratas, una posibilidad de lograr sus aspiraciones, pensando en una revolución radical y violenta que colmara sus expectativas. Sin embargo esta no era la idea de los dirigentes del movimiento y, por ello la posibilidad que esperaban las masas fue desoída, si no despreciada y voluntariamente desconocida, por parte de las elites políticas gobernantes, las cuales se mostraban más preocupadas por el mantenimiento en el poder de sus líderes en Madrid, que del bienestar real de los más desfavorecidos.(al rebufo revolucionartio vinieron a España Fanelli y La fargue etc. Etc.) Las zonas industriales, como Barcelona, eran focos de descontento y de reivindicaciones laborales, pero sus ecos llegaban difícilmente a las instancias del gobierno, cuya preocupación básica era el predominio de alguna de las facciones militares que sostenían a unos o a otros. Así pues toda la revolución liberal de la época isabelina fue un cúmulo de constantes decepciones para la clase obrera, lejana y minoritaria, ya gobernaran progresistas o moderados. El obrerismo español, prácticamente circunscrito a Cataluña, y también al proletariado agrario andaluz, quiso encontrar en el partido progresista su valedor y su guía para conseguir la justicia social que reclamaba, pero todo ello fue en vano y esto terminó por decepcionarle y hacerle apolítico. El movimiento obrero acabó por identificarse con el ideario anarquista y las masas obreras, a partir de la revolución del 68, y más concretamente, como dice Seco Serrano, a partir de 1870, fueron, aún sin intuirlo, claramente los protagonistas de los ciclos revolucionarios del siglo XIX. (1970:38-43). Pero este protagonismo estaba claramente circunscrito a los lideres obreristas que no tenían tras de sí otra cosa que ideas inconcretas y masas desorientadas, sin conocimiento real de sus propias posibilidades y, desde luego, sin ninguna capacidad política de constituirse en poder eficaz para poner en práctica la revolución social. Utopía, irracionalidad, analfabetismo, hambre, sometimiento y falta de representación, unidas a ingenuidad y violencia, son los condicionantes que impidieron la formación hasta mucho tiempo después de un movimiento revolucionario de signo reivindicativo obrero con posibilidades de éxito. Las ideas fourieristas, proudhonianas o mazzinistas de líderes demócratas como, por ejemplo, Pi y Margall, no hicieron sino imposibilitar una revolución social con objetivos concretos. Las propias corrientes filosóficas que influían en el pensamiento político español ilustrado de la época, distaban mucho del ideario marxista pues los propios bakunistas, con su apostolado del comunismo libertario, no hicieron, con sus atrocidades revolucionarias de violenta reivindicación, sino impedir el cambio social y favorecer la represión de la odiada burguesía la cual, lógicamente, reaccionó con una contrarréplica que retrasaría por mucho tiempo aún las posibilidades obreristas de conseguir un cambio. Por otra parte el ideario de los llamados demócratas de cátedra, influidos del pensamiento krausista, era pura y simplemente liberal. Sanz del Río, al recoger las teorías filosóficas de Arhens y Krause, creó una floreciente escuela de pensadores que intentaron transformar España desde el humanismo, el respeto y la libertad de pensamiento, aplicadas a la educación de la juventud, pero retrasó en más de veinte años la recepción de la filosofía hegeliana, que hubiera sido el paso previo para la reelaboración sensata del pensamiento de Marx, el cual también llegó a España de la mano de La Fargue y Engels, pero sin posibilidades de establecer cambios de mentalidad en los lideres ni en las masas. Estas se desviaron hacia un anarquismo infecundo (Fdz. de la Mora, G.1971:65)

Algunas anotaciones de economía y política

Volviendo a nuestra historia, diremos que las rebeliones populares del siglo XIX, por regla general, carecieron de fines trascendentales, salvo cuando fueron instigadas o apoyadas por los militares. El pueblo no ambicionaba derrocar al poder real y, por ello, sus reivindicaciones estaban limitadas a cuestiones más cercanas a su modo de vida, tales como la supresión de las quintas, de las matrículas de mar, o de la abolición de los consumos. No eran solo las clases bajas quienes reivindicaban la supresión de estas instituciones; también los industriales y los comerciantes eran profundamente contarios a todas ellas y, sobre todo, a los llamados técnicamente derechos de puertas, es decir el impuesto vulgarmente conocido como consumos. El encarecimiento de las mercancías y la excesiva compartimentación del comercio que este impuesto procuraba, hacía muchas veces ruinoso el tráfico comercial, amén de producir una excesiva carestía en los mercados finalizadores. Era este un hecho que producía general repulsa, no solamente en los más directamente afectados. Los intelectuales de la época lo criticaban duramente. Sirva de ejemplo el siguiente párrafo de las Memorias y recuerdos de Julio Nombela:

“No hay ley sin trampa, y lo mejor sería que los pueblos cambiasen sus productos sin esas barreras que se llaman aduanas, productivas para el fisco y funestas para los pueblos, que se duermen sobre sus fáciles laureles cuando la competencia no les despierta o que explotan los rigores de los aranceles eludiéndolos”. (1976:888)

De le escasez de mano de obra, sobre todo en el campo y en las economías familiares artesanas, que se ocasionaba con las quintas y las matrículas de mar, ya hemos hablado en otra parte de este estudio. Sin embargo y pese a que la revolución de 1868 se inició con la promesa de liquidación de unas y otro, la imposibilidad militar y la falta de un estudio técnico que impusiera una reforma fiscal modernizador del sistema, hicieron que la situación se prolongase indefinidamente en el tiempo, quedando siempre pendiente su solución de una voluntad política firme y de una ocasión propicia, lo que prolongó la reivindicación popular hasta ya bien entrado el siglo siguiente.

La remoción de un ministerio era algo más alejado de las intenciones inmediatas del pueblo, aunque fuera la lógica consecuencia de su actitud contestataria, pero el cambio de sistema político o el destronamiento de la reina eran cuestiones simplemente impensables para un pueblo cuyos sentimientos monárquicos y cuya consideración divina del derecho de los reyes a ocupar la más alta posición de Estado, estaba enraizado en su educación y tradición, junto con la obediencia a una iglesia poderosa que, a toque de campana, regía vidas y costumbres desde tiempo inmemorial. Así pues el rey lo era por voluntad divina y no entraba dentro del esquema mental del pueblo ni la desobediencia al monarca ni, menos aún, su sustitución violenta por otro rey, ni menos aún por una república. Los conceptos de democracia, soberanía popular, sufragio universal, etc. etc., estaban en las mentes y voluntades de las elites, pero en modo alguno en las encallecidas molleras de un pueblo que había gritado ¡Vivan las caenas! y a quien el propio rey, Fernando VII, se había propuesto desterrar de sus cabezas la funesta manía de pensar, cuestión, ciertamente, no demasiado difícil pues se trataba de reducir a la incuria a unas masas de por sí poco proclives al ejercicio reflexivo, pues en su inmensa mayoría eran analfabetas.

La única vez que el pueblo se levantó en armas espontáneamente (y aún hay dudas históricas sobre esta espontaneidad) fue precisamente para evitar que las tropas de Murat, en 1808, se erigiesen en la suprema autoridad de España, por encima de la Junta y que se llevasen de España al infante Francisco de Paula. Los militares, que estaban acuartelados, permanecieron en sus cuarteles y no se sumaron a la sublevación popular. Y, como ya hemos comentado, la toma por el pueblo del Parque de Artillería, que convirtió en héroes a los capitanes Daoiz y Velarde y al teniente Ruíz, que se sumaron a la rebelión, no fue instigada por las fuerzas armadas sino que tuvo sus raíces en el hondo sentimiento monárquico popular. Fue el pueblo de Madrid el que obligó a los oficiales de la Toma de razón de Artillería, a que les entregasen fusiles y cañones para hacer frente a las tropas francesas y de aquella rebelión del dos de mayo nació la Guerra de la Independencia, incorporándose a ella los militares y las fuerzas sociales más ilustradas que, ante la acefalia del Estado, tejieron una improvisada red de juntas nacionales, locales y provinciales que establecieron una organización que sostuvo todo el desarrollo de la guerra, así como la convocatoria a Cortes para dar a España una estructura constitucional y renovadora, más acorde con los nuevos tiempos que el siglo de las luces había alumbrado en sus dos últimas décadas.

Es, sin embargo, la llamada Gloriosa Revolución de 1868 la que rompe los esquemas políticos vigentes hasta ella y la que trata de modernizar las estructuras caducas que sobrevivían, heredadas del antiguo régimen, a pesar de que con la muerte de Fernando VII, entre las furibundas guerras civiles y con las tormentas políticas y militares que jalonan todo el periodo, se instaura definitivamente en España el llamado estado liberal, quedando para el ideario del irredento carlismo las nostalgias desfasadas del antiguo régimen, que aún y durante largo tiempo habrían de convulsionar la vida española.

Pero el liberalismo español, en su primera versión, hija de las Cortes de Cádiz, es aún un débil esfuerzo por acabar con la figura del rey absoluto; tan débil que basta un simple decreto de Fernando VII, a su vuelta al trono, para anular de un plumazo y sin apelación posible toda la difícil construcción política que las Cortes de 1812 había intentado plasmar en la Constitución. Fernando VII estaba convencido hasta el fondo de su alma de que las masas estaban con él y eran contrarias a todo cuanto supusiera su minusvaloración y sabía que el liberalismo era impopular (Carr, R. 2003:127), lo cual equivale a decir que, en realidad, las Cortes de Cádiz no representaban sino a una mínima facción de la sociedad española y así se desprende, tanto de los sucesos posteriores, como del sistema de elección de diputados, cuya fiabilidad y capacidad de legítima representación popular es menos que escasa. El pueblo, en cualquier caso, era enemigo del liberalismo y mayoritariamente deseaba al rey neto, pareciéndole que cuantas limitaciones se pusieran a sus poderes eran un contrasentido, por no decir un pecado contra la ley de Dios. El pueblo, en realidad, odiaba la Constitución de Cádiz (Espoz y Mina, F. 1851:339, vol. IV) que, dicho sea de paso, fue la que gozó de menor vigencia en toda nuestra historia, a la vez que fue la más admirada por las potencias europeas de nuestro entorno y la que acuño con validez universal el concepto liberal, palabra que nació precisamente con las sesiones de las Cortes de Cádiz, como bandera y apelativo de quienes deseaban poner coto al poder real absoluto y como antítesis de la palabra servil, que venía a ser, como su propio nombre indica, el concepto contrario, o sea el de los defensores de la voluntad omnímoda del monarca y la perpetuación del sistema político de antiguo régimen.

Sin embargo el sentimiento popular, como ya hemos dicho antes y como veremos repetidamente a lo largo del transcurso del siglo XIX, estaba bastante lejos de comulgar con las ideas liberales y la fractura social entre progresistas, moderados, liberales y demócratas estaba integrada por solamente una pequeña parte de la población, especialmente la de Madrid y de algunas otras grandes capitales, en tanto que las zonas rurales y periféricas eran apolíticas, sin ideas muy claras sobre las libertades, la democracia o el mismo liberalismo. Eran estas cuestiones y estas ideas más propias de los elementos ilustrados y de las elites que del pueblo llano, aún proclive a aceptar mejor la autoridad regia que la remota posibilidad de autogobernarse merced a un sistema que reconociera sobre todos los valores políticos el valor supremo de la soberanía nacional. Prueba evidente de ello es el hecho reiterado de la serie de gobiernos basados en el autoritarismo que se suceden en España sin reacción popular ni otra oposición que aquella que se derivó de las luchas internas de los líderes de los partidos o de algún pronunciamiento militar, amén de los cambios promovidos por las camarillas palaciegas, hasta que por fin maduren los partidos políticos liderados por fuerzas civiles e independientes de los espadones, los cuales, dicho sea en honor a la verdad, fueron siempre los que mantuvieron un orden, dentro de las coordenadas liberales. Esta situación de orden y de paz social, sin cabida en ella de socialistas, anarquistas y revolucionarios de tipo reivindicativo, fue la que hizo posible el desarrollo del capitalismo y con él de la llegada de un sistema verdaderamente liberal democrático, el cual solo fue una aspiración de los pensadores políticos y de las elites sociales durante todo el reinado de Isabel II, la cual se sostuvo en el trono al fin y al cabo siempre con el apoyo de Narváez o de O´Donnell, dos soldados de fortuna, típicos del militarismo liberal de la época. Cuando estos dos líderes políticos desaparecieron, ni progresistas, ni unionistas ni demócratas estuvieron dispuestos a seguir sosteniendo el entramado político isabelino el cual se vino abajo tras la llamada Gloriosa Revolución de Septiembre de 1868, nombre que debió, tanto al recuerdo de la Revolución Liberal Inglesa del siglo XVII, como al hecho de haberse impuesto casi sin derramamiento de sangre y al grito de ¡Viva España con honra! La propia reina que, dígase lo que se diga, fue siempre muy querida de su pueblo, no pudo oponerse a la revolución tomando personalmente las riendas del poder y apoyándose en las masas populares que quizás la hubieran sostenido. Pero era necesario el entusiasmo de unos soldados, aunque fueran pocos, quizás solamente un regimiento con su coronel al frente hubiera bastado para que el pueblo los siguiera. Pero, curiosamente, sin las fanfarrias y los uniformes, sin los desfiles y la parafernalia militar, las grandes palabras de salvación de la patria, liberación de los oprimidos, muerte a los traidores, viva esto o lo otro o muera aquello y lo de más allá, caen en terreno baldío y carecen de toda efectividad. La sociedad civil, por sí misma y por sí sola, no fue nunca capaz de efectuar un pronunciamiento ni de cambiar un régimen, necesitó siempre el concurso de los militares, ya fueran como apoyo, ya como protagonistas. El pueblo seguramente se hubiera movido en apoyo de la reina pero, como hemos dicho, sin el concurso de un general prestigioso que tuviera fuerzas a su mando, más o menos importantes, tal decisión era perfectamente inviable. Así se vio claramente que muertos los generales que fueron el apoyo de todo su reinado, el gobierno de González Bravo y el posterior del Marqués de la Habana fueron impotentes para sostener el trono por sí solos. El apoyo militar era pues imprescindible para ejercer el gobierno de la nación durante todo el siglo XIX; lo fue incluso para el propio movimiento insurreccional del 68 pues la colaboración entre los elementos civiles y los militares para proclamar la revolución fracasó siempre cuando la aportación de los militares sublevados fue insuficiente y se hizo depender todo del paisanaje.

Así pues en todos los casos, a lo largo del siglo XIX los alzamientos civiles armados siempre fracasaron cuando actuaron en solitario y no como meros apoyos a un pronunciamiento militar. No podía pues Isabel II contar con solo el amor de su pueblo para sostenerse en el poder, aunque como ya hemos visto en otra parte de este trabajo la opinión de Galdós, reflejo veraz de la realidad popular, es que el pueblo llano amaba de verdad a la reina Isabel. Así pues no resulta fácil de explicar el por qué un pueblo que había dado tantas pruebas de amor a su reina acabó por aborrecerla. El pueblo fundaba la legitimidad del trono de Isabel II, no solo en derechos dinásticos, firmemente arraigados en su mentalidad, ni tampoco en los pactos constitucionales, sino fundamentalmente en la sangrienta y prolongada guerra civil entre liberales y carlistas. Para los españoles que sostenían el principio de que Isabel era la reina legítima y que constituían la inmensa mayoría, el carlismo no significó otra cosa que una facción, unas partidas guerrilleras a las que se aplastó y que carecían absolutamente de toda legitimidad y todo ello a pesar de la fidelidad visceral de las provincias vascas y de Navarra así como de otros núcleos menos compactos, como Cataluña y el Maestrazgo. Sin embargo el partido carlista, que se hacía llamar legitimista, fue capaz de enviar al Congreso a un puñado de diputados que mantuvieron viva la ficción de una vuelta atrás, hacia los, en definitiva, caducos postulados y creencias del Antiguo Régimen. Así pues, resulta manifiestamente insuficiente explicar el alejamiento del pueblo de su soberana por considerar que las capas populares más desfavorecidas estaban sufriendo las consecuencias de una pertinaz crisis económica y que de ella culparon a la reina, junto con los palaciegos que tenían sobre ella gran influencia. Es verdad que el hambre y la escasez son unos valiosos catalizadores de las algaradas revolucionarias. Una mala cosecha o una calamidad pública pueden ser fácilmente aprovechadas por un grupo conspirador para dar un golpe contra el gobierno establecido. La sociología moderna ha demostrado que es fácil mover al pueblo contra el gobierno en períodos de carencia alimentaria, ya que la culpa de todos los males que afligen a la sociedad tiende a ser imputada a los que mandan. Basta con que quien tiene entonces el poder fáctico aproveche la calamidad para hacerse con el poder político y, una vez conseguido, la marcha atrás es bastante improbable, aunque la situación no tienda a mejorar de inmediato. Por eso hemos de considerar que el cambio de actitud ante la persona real no procedía del pueblo sino de las elites políticas. No ya en las demócratas, que eran mayoritariamente republicanas, (aunque como veremos más adelante el número de republicanos en España fue escaso) sino también en las monárquicas, sobre todo en las progresistas. Lo cierto es que los intelectuales, los periodistas, los dirigentes de opinión en suma, se produjeron en el sentido de desacreditar a la reina y crearon un estado de opinión antiborbónico y, desde él, propiciaron la percepción en las clases populares, siempre confusas y, desde luego, mutables, el sentimiento de que la monarquía isabelina era, junto con sus políticos, la culpable del malestar económico del país (La Fuente Monge, 2000:97-98). Queda pues sobradamente claro que la Gloriosa Revolución de 1868 no tuvo, en absoluto, un arranque popular, como tampoco lo tuvo la posterior Restauración canovista. El siglo XIX, en su conjunto y salvo la Guerra de la Independencia, que sí tuvo un manifiesto carácter de rebelión del pueblo contra la invasión napoleónica, se movió políticamente por el impulso de las elites políticas y, muy especialmente por el estamento militar, que se constituyó, como queda palmariamente demostrado, en árbitro de toda disputa política y en hacedor y deshacedor de gobiernos, cuando no por el pronunciamiento, por la rebelión o por la influencia contrapesada con otras fuerzas políticas a la que los militares apoyaban o no, según las preferencias del caudillo de turno.

Sin embargo, y como ya hemos visto páginas atrás, hubo dudas en el último gobierno de Isabel II y en los últimos días, tras la derrota de Alcolea, de si la sola presencia de la reina en Madrid bastaría para abortar la revolución que la destronó. No fue solo el Marqués de la Habana, quien en un principio pensó que oponer a los generales victorioso la figura de la reina aclamada por el pueblo de Madrid y respaldada por un puñado de fuerzas de la guarnición madrileña, suscitaría los entusiasmos del pueblo suficientes y necesarios para levantar nuevamente su bandera contra los conjurados de Ostende y los desembarcados en Cádiz. La reacción popular pudo haber sido decisiva y algún general pronunciado, ante la noticia de que la reina volvía de San Sebastián a Madrid, se apresuró a despronunciarse. Es difícil o, mejor dicho, inútil el hacer ciento cincuenta años después valoraciones de lo no sucedido y de lo que pudo suceder, por ello toda opinión al respecto carece de base para ser mantenida, pero ciertamente los sentimientos del pueblo son mutables e imprevisibles. La masa es fácilmente manejable por los agitadores, todo depende de que se sepa aprovechar el momento propicio con la decisión adecuada. Cristo, recibido el domingo con vítores y palmas por el pueblo, hubo de ver a ese mismo pueblo el viernes siguiente, gritar ante el Pretor romano: ¡Crucifícale! La reacción contraria hubiera sido igualmente posible si un personaje de prestigio o un grupo político influyente hubiera llevado los ánimos del pueblo por derroteros diferentes.

Pero no solamente son necesarias sagacidad y oportunidad. El valor y aún la temeridad, juegan ante la plebe papeles decisivos. Miles de ejemplos se pueden aducir en abono de esta tesis. El propio General Prim, en la Guerra de África, donde ganó un marquesado y la grandeza de España, obtuvo la victoria en la batalla de los Castillejos en circunstancias adversas y que cualquier cadete en la academia militar estudiante de estrategia consideraría desesperadas. Lo prudente, quizás, hubiera sido la retirada ordenada, buscando otras posiciones estratégicamente más estables. Ello hubiera permitido, casi con seguridad, afianzar en una nueva batalla las posibilidades de sus tropas, aunque con ello se perdiera una oportunidad de liquidar rápidamente la oposición del enemigo. Pero como Prim no era un militar prudente, stricto sensu, sino un hombre valiente hasta la temeridad y esencialmente heroico, con su ejemplo arriesgado arrastró a su división a la victoria, porque no cabe la menor duda de que el comportamiento del jefe es siempre un factor decisivo para el de sus subordinados.

El Marqués de la Habana, por el contrario, no estaba hecho de la misma madera que Prim. Carecía así mismo tanto de la convicción como de la capacidad necesarias para afrontar una situación que literalmente se le iba de las manos y prefirió claudicar ante lo que consideró inevitable. Es cierto que el influjo de las juntas revolucionarias sobre la población civil y sobre el estado de ánimo de la capital, había creado desde tiempo atrás un clima de inminente revolución. Echegaray, en sus Recuerdos, nos cuenta cómo en todas partes, ya fuera en la Escuela de Caminos, ya en las redacciones de los diarios, ya en las tertulias y en los mentideros de Madrid, el ambiente estaba cargado de la seguridad de que se iba armar la gorda y este estado de la opinión pública pesó fuertemente en el ánimo del gobierno. La derrota de Pavía en Alcolea probablemente no hubiera sido definitiva pues, en realidad, la batalla, aunque arrojó un número de bajas de cierta entidad, no tenía por qué agotar las posibilidades de resistencia de la capital, de hecho algún autor contemporáneo afirmó que “lo de Alcolea acabó en que las tropas de Serrano y Novaliches fraternizaran” (Gutierrez Gamero, E. 1925:172) dando claramente a entender que no existía en realidad un encono militar ni, mucho menos, una resistencia numantina. Pero es innegable que sí existía un cierto cansancio de la situación, aún entre aquellos que eran adictos a la reina y que el sistema había agotado, poco a poco, todas sus posibilidades de reproducirse. En esta situación el desánimo de los unos y el entusiasmo de los otros desembocó en la entrega, sin más lucha, del poder a los revolucionarios. La propia reina, como ya hemos visto, no era ajena al desánimo y a la renuncia, aunque en el fondo de su alma se lamentara del poco arraigo que, a la hora de la verdad, tuvo su persona sobre aquel pueblo que sintió verdadera adoración por ella.

El carlismo: una historia paralela

Pero aunque pueda dar lugar a confusiones una visión puramente superficial de la historia política de nuestro siglo XIX, no debe de olvidarse que los partidos políticos que lucharon a lo largo de todo él por detentar el poder, moderados y progresistas, era precisamente el ejercicio de dicho poder lo único que los separaba. En su ideología y en su estructura interna, así como en la extracción social de sus elementos dirigentes y militantes, ambas formaciones son las dos caras de una misma moneda: la revolución liberal. En cierto sentido eran el trasunto de la herencia de la Cortes de Cádiz, con exaltados y moderados. Estos últimos continuaron denominándose de igual manera, en tanto que los primeros, más atenuadas sus primitivas impaciencias revolucionarias, vinieron a denominarse progresistas, pero, más o menos unos y otros se nutrieron de clientelas idénticas y las diferencias que los separaban atendían más a los límites del programa desamortizador –auténtico caballo de batalla de casi todo el siglo XIX- que al mero programa político considerado en si mismo. Probablemente se pueda afirmar, sin demasiado riesgo de deformar la verdad histórica, que la mayor duración en el poder de los gobiernos moderados resultó más eficaz para afianzar el sistema de representación política que los esporádicos asaltos al poder de los progresistas, si bien dicha representación era restringida y, vista con los ojos de hoy y aún con los de los revolucionarios del 68, escasamente democrática. Pero la conciliación del trono con el sistema liberal, liquidando definitivamente el Antiguo Régimen, permitió integrar en el sistema político español a un buen sector de aquella España vencida en la guerra carlista, alejando el funesto fantasma de una nueva reacción bélica por parte de las huestes del pretendiente y así, el concordato de 1851 fue lo mejor que le pudo pasar a la burguesía para la consolidación de sus conquistas (Seco Serrano, C. 1970:30). Y aunque la guerra volvió a tener lugar al final del sexenio, el carlismo ya no pudo hacerla con la fuerza social de la primera vez. A pesar de todo, aún consiguió un apoyo territorial relativamente extenso y volvió a levantar partidas de voluntarios, constituyendo así nuevamente un ejército de cierta importancia que tuvo en jaque al poder central, sobre todo al de la Primera República, acosado en tantos frentes a la vez, pero que, al fin, con la Restauración, que vino a liquidar tantos desastres, sucumbió irremisiblemente y solo se mantuvo su ideología en pequeños grupúsculos incapaces de plantar cara al nuevo sistema turnista de Cánovas y Sagasta. Pero, aún así, la idea pervivió durante mucho tiempo larvada e inoperativa, para relanzarse ya en el siglo siguiente con la insensata reelaboración nacionalista de Sabino Arana y, más curiosamente en la instauración del Requeté que luchó en la guerra civil de 1936-39, al lado de las fuerzas nacionales contra el frente popular, pero, en realidad, abanderando unas ideas de neocatolicismo que no podían en modo alguno compatibilizarse con el comunismo internacional representado por el desbarajuste socialista (Largocaballerista) de la Segunda República.

De todos modos, el carlismo seguía vivo en el seno de la sociedad española más conservadora y más ultramontana, y gracias al reconocimiento político de todos los partidos, venido de la mano del sistema de libertades instaurado en el Sexenio, que incluía las de reunión, asociación y opinión, pudo expresarse libremente, e incluso concurrir a las elecciones logrando así cierta representación parlamentaria. Sin embargo, pese a todo, estuvo siempre impregnado de una especie de irredentismo y de desconfianza hacia las propias libertades de que gozaba y, no digamos, hacia el propio sistema que el Sexenio había propiciado. Ello era consecuencia lógica, por un lado, de su propia ideología que añoraba la restauración imposible del antiguo régimen y que consideraba al liberalismo, condenado por Pío IX{1}, como una aberración política y moral. El liberalismo era, como vemos, la bestia negra del carlismo, su más encarnizado enemigo, lo cual no impedía a este aprovechar las ventajas parlamentarias de aquel. No solo se oponía a la monarquía absoluta y patrimonialista, sino que en su propia esencia estaba, según los carlistas, el germen de todos los movimientos subversivos, incluido el emergente socialismo y la primera internacional. Esto favorecía la propaganda de sus ideas, (como también la favorecieron los sucesos de París de 1871 que no solamente asustaron a los carlistas sino también a los liberales). Así el diario carlista “El Iris”, el 28 de Enero de enero de 1875, inmediatamente a la proclamación de Alfonso XII por Martínez Campos, tronaba:

“Los liberales todos, desde el más moderado al más exaltado y hasta el más socialista y comunista, todos son revolucionarios y sus principios son la revolución. No hay más diferencia sino la de que unos son más francos y otros más hipócritas; unos van directamente al intento de la revolución y otros con más rodeos; unos más aprisa y otros lentamente…”

Así pues, para los carlistas cualquier medio es bueno para afirmar ante toda España que ellos son los verdaderos defensores del orden, la moral y la tradición, sin embargo en una ambivalencia típica de los tiempos, aprovechan el debate sobre la Internacional para atacar a los partidos en el poder, pero se unirán a estos partidos a la hora de la verdad para condenar a la Internacional a la ilegalidad con aplastante mayoría.

Dentro de estas coordenadas en que se mueve el carlismo está también la defensa de la iglesia católica, lo cual no deja de ganarles simpatías en el conjunto de la sociedad de la época, incluso entre la isabelina, que mira esta defensa con cierta benignidad nostálgica de los tiempos pasados en los que la iglesia era más respetada y más fuerte, a la vez que defensora de los privilegios de la aristocracia. Ya hemos visto repetidas veces cómo el pueblo es conservador, católico y poco dado a participar en las luchas políticas, sobre todo en la periferia, pues la política para inmensa mayoría, es algo que se cuece y fabrica en la capital. Por eso la defensa de la iglesia, en un pueblo que frecuenta la misa dominical, la catequesis, el rosario y el aleccionamiento de púlpito y sacristía, considera que la religión desempeña un papel esencial en la defensa de la propiedad al disuadir a las masas de adoptar las ideas socialistas. En esto se afianzan los carlistas para ganarse adeptos; ellos se consideran como los únicos defensores de la fe tradicional española y, así es evidente que su sistema es la más firme muralla contra un movimiento que amenaza las bases de la sociedad (Garmendia, V. 1985:291)

Pero no hemos de olvidar que, por otra parte, padecía el carlismo una frustración interna incardinada en el sentimiento, muy generalizado entre sus partidarios, de que su ideario y sus legítimas aspiraciones habían sido traicionados por los manejos de sus propios políticos, así como también de los militares, antes atentos a su propio medro y a su propio progreso que al bienestar de España y de la monarquía absoluta.

Así, el Convenio de Vergara, al que hemos aludido páginas atrás, se consideró por la ortodoxia carlista como una traición. De este modo, incluso las capas populares que con la mayor buena fe seguían la bandera carlista, se sintieron frustradas y bautizaron el acuerdo de paz, sellado con el famoso abrazo entre Espartero y Maroto, como La Traición de Vergara, máxime viendo cómo los militares carlistas consolidaban sus rangos y grados en el ejército isabelino y cómo de esta manera, a la vez que se abandonaba su suerte a las compañías de voluntarios que se habían alistado en el ejército carlista, se hundían las esperanzas de un apoyo militar serio y responsable a la causa del pretendiente. Más o menos igual ocurrió con el final de la segunda intentona carlista o Guerra dels Matiners que, se prolongó por espacio de tres años (1846-1849) pero que en realidad fue más que una guerra, una sucesión de escaramuzas y de extorsiones de partidas que tenían que vivir sobre el terreno, sin grandes batallas, sin grandes contingentes ni, menos aún, con un asentamiento territorial importante. En realidad, sirvió en si misma para el descrédito de ambos bandos, cuyas crueldades y salvajismos fueron impropios de un país civilizado. Con su final, sin gloria, acabó generalizándose aún más para los carlistas el sentimiento de impotenciay de turbios manejos por las alturas.

La posterior intentona de Carlos VII, desembarcando en La Rápita en 1860, fue altamente impopular y restó muchas simpatías al pretendiente por el mal efecto que hizo su nueva proclama y presencia, coincidiendo con la guerra de África, la cual sí que gozaba del entusiasmo y del apoyo popular (Diego, E de, 2003:193) porque la propaganda la había convertido en una especie de renacimiento del poder militar español y en una cuestión de prestigio internacional. El momento elegido, pues, fue altamente inoportuno para el buen nombre de la causa carlista juzgado desde el punto de vista político, aunque estratégicamente fuera favorable para las menguadas fuerzas carlistas, dado que el grueso del ejército español estaba en África y las fuerzas que podían oponérsele estaban considerablemente disminuidas. Sin embargo, para mayor vergüenza del carlismo, don Carlos fue vencido, se le hizo prisionero y se le obligó a renunciar públicamente a todos sus pretendidos derechos al trono de España.

La Tercera Guerra Carlista, sin embargo, comenzó con ilusionadas y grandes esperanzas de éxito. Don Carlos había logrado una relativa estabilidad territorial en las provincias vascas y había creado un embrión de Estado y de Corte en la localidad navarra de Estella. Contaba con fondos que la habían facilitado algunos banqueros extranjeros, con la promesa de recibir pingues beneficios al final de la guerra con el triunfo carlista. A través de préstamos de los negreros esclavistas de Cuba (Pérez Garzón, S. 2004:), también logró engrosar sus arcas y así acometer la intentona en una situación financiera que le hacía concebir ciertas esperanzas, máxime teniendo en cuenta que el enorme descontrol político del final del sexenio y el desorden que la república federalista había sido incapaz de controlar, suscitaron simpatías incluso entre elementos cuya ideología, si bien monárquica, estaba lejos o al menos apartada de los postulados absolutistas. Ello fue lo que hizo que algunas casas de banca, como líneas arriba decimos, creyeran en las posibilidades de éxito de este tercer intento y así Don Carlos encontró financiación y aprovechó oportunamente el momento de auténtica desorientación que habían generado en España, tanto el cambio de dinastía como el sentimiento de inseguridad que la abdicación del de Saboya produjo, pues la Primera República fue algo con lo que nadie contaba, traída además por unas cortes que habiendo instaurado la monarquía, literalmente no sabían qué hacer al toparse con la renuncia del rey a quien aquellas mismas cortes y entre todos los partidos en ellas representados, habían hecho la vida imposible. Sabido es que Amadeo I no contó, desde el inicio de su reinado, con el apoyo de la aristocracia isabelina, e incluso la alta burguesía le volvió la espalda. Para este sector de la sociedad y para mucha otra gente, sin un credo político preciso, resultaba probablemente más simpática la figura del pretendiente carlista, que al fin y al cabo luchaba por sus derechos seculares, que la del rey extranjero y advenedizo que las circunstancias y los vaivenes de la política le habían impuesto, y no digamos la República que ciertamente no solo no contaba con ningún apoyo popular importante, sino que el desorden cantonal y el ¡Viva Cartagena! habían producido en los tibios partidarios populares con los que en un principio contaba, el más absoluto de los desencantos. Así las cosas, el carlismo consiguió éxitos iniciales y un asentamiento territorial notable, dominando todas las provincias vascongadas y Navarra, aunque fue incapaz de ganar Bilbao para su causa. En el transcurso de la guerra, tras la caída de Amadeo I, la incertidumbre y la imprevisión de los republicanos, escindidos torpemente entre unitarios y federales, hizo que la república se volviese impopular, máxime, como ya hemos apuntado líneas atrás, con la incalificable secesión de los cantones del sur y del sudeste que, no solo Cartagena y Alicante, sino también otros, se declaraban la guerra mutuamente en un auténtico caos político que aún hoy, con toda la bibliografía existente sobre el mismo, cuesta mucho trabajo comprender. Esta circunstancia desafortunada, obligaba al gobierno a enviar cuantiosas tropas para abortar aquella insensata rebelión de los auténticos reinos de taifas cantonales. Así aprovechó esta circunstancia al carlismo en el frente del norte, prolongándose la contienda cuatro años, entre 1872 y 1876, por la distracción de tropas que hubo de realizar el gobierno para alcanzar la pacificación en esta nueva guerra civil cantonalista que inopinadamente se le presentó. De cualquier modo la tercera guerra carlista, que se inició como sabemos con una cierta mayor preparación que la intentona anterior, no carecía de un fuerte espíritu de revancha, consecuencia de los fracasos anteriores y del fuerte espíritu legitimista de sus partidarios, entre los cuales planeaba el fantasma, poco consistente sin duda, de que las anteriores derrotas se debían más a causas políticas que a la inferioridad militar.

Sin embargo, las cosas rodaron, una vez más, mal militarmente para el pretendiente y pronto volvió a surgir el viejo sentimiento de traición y de desconfianza entre las filas rebeldes. Trascendieron al conocimiento popularlos coqueteos de don Carlos con doña Isabel II. A ésta, Cánovas, con muy buen sentido, le había prohibido volver por el momento a España. Podía suscitar su presencia en Madrid sentimientos indeseables para la buena consecución de los planes canovistas, para la restauración borbónica y aún para la propia guerra del norte. Sabedor de ello don Carlos, se había dirigido en París a su prima y le había hecho proposiciones de acogerla en las provincias vasco navarras, enviándole una carta uno de cuyos párrafos transcribiremos más adelante, pero que revela que el juego político del pretendiente tendía a aprovecharse tanto de las circunstancias en las que se hallaba la destronada reina, como de su frivolidad e irreflexión, de las que tantas y tan grandes muestras había dado a lo largo de todo su desafortunado reinado.

Ni a alfonsinos ni a carlistas gustó el ofrecimiento, que sensatamente no fue aceptado por la destronada y exiliada doña Isabel, pero, evidentemente, creó malestares muy comprensibles en unos y en otros.

No solamente este episodio, al fin y al cabo anecdótico, era causa de sospechas de traición en las filas de Don Carlos. Errores como el de Mendiri en la dirección de las operaciones, retirando apresuradamente al ejército sobre Cirauqui, al conocer que los liberales habían tomado Esquinza, no solo disgustó sino que verdaderamente indignó a los carlistas, muchos de los cuales arrojaron el fusil y se marcharon a sus casas, (La Fuente, M.1890:360, vol. XXIV) entre gritos de traición y cobardía. Con esta desafortunada operación se llevó el pánico a Estella, cortadas las comunicaciones con la corte de don Carlos y el Cuartel general. Todo el mundo se veía perdido, de tal modo que un coronel del Estado Mayor carlista escribió: “Si los generales Despujol y Primo de Rivera nos atacan en Cirauqui, cuando los navarros decía que habíamos sido vendidos, concluye la guerra”.

La gente, que no olvida fácilmente las cosas o, mejor dicho, que las recuerda oportunamente en los momentos adversos, murmuraba de los contactos que durante el año 1855 y posteriores habían existido entre Isabel y su primo, algunos de ellos auspiciados por el lamentable señor don Francisco de Asís, que proponía un pacto de familia, a lo que Don Carlos Luis, desde Trieste, había contestado:

“Te aseguro que me afecta extraordinariamente el estado actual de cosas en España, y no menos la situación en que se encuentra la familia, y particularmente tu y mi querida prima y que anhelo contribuir ardientemente al bien general y al tuyo particular y al de Isabel. El día que vea realizada la unión de todos los vínculos indisolubles, será el más afortunado de mi vida”(La Fuente, M 1890:281, vol. XXIII)

(Todos estos buenos deseos, sin embargo, no impidieron el desembarco del pretendiente en la Rápita)

Tampoco eran ajenos al pueblo, fiel seguidor de Don Carlos, las veleidades de que sus dirigentes y teóricos hacían gala. Un núcleo popular de tan honda fe católica y monárquica como era el que constituía las base del carlismo, podía entender muy mal que el diputado por Álava en las cortes haga una exégesis de los puntos de coincidencia, en lo que al federalismo se refiere, entre carlistas y republicanos y que el 20 de abril de 1871 los diputados carlistas en masa aplaudan fervorosamente un discurso de Castelar, y cómo el periódico La Esperanza reconoce en un artículo de fondo que los republicanos y los carlistas son los únicos y verdaderos defensores de los fueros (Garmendia, V. 1985:357 y 465) tal como si tuvieran fines comunes en sus planteamientos políticos. Esto, no siendo así ni lejanamente, no les impedirá a los dirigentes carlistas en diferentes circunstancias, como, por ejemplo, en el pacto electoral de 1871, despacharse con discursos como el siguiente:

“Vosotros republicanos que, sin saberlo, estáis más cerca, mucho más cerca del partido carlista que de ningún otro partido” (Llanos y Alcaraz, A. 1876:22)

Tampoco es dudoso que hubo, al menos, proyectos de alianza entre ambos partidos en el plano militar, cosa aún más contra natura.

Para rematar el sentimiento de frustración que existía en las filas del carlismo, uno de sus pilares de las guerras anteriores, el general Ramón Cabrera, apodado “El Tigre del Maestrazgo”, desde su cómoda residencia inglesa, donde había descubierto las verdaderas virtudes del liberalismo al vivir en aquella sociedad tan alejada ideológicamente de todo cuanto significaba el absolutismo carlista, se decidió a reconocer como rey de España a don Alfonso XII, firmando al efecto un acta el 11 de marzo de 1875 que el ministerio-regencia, de Cánovas, se apresuró a publicar.

Aunque Cabrera procuró separar de las filas carlistas a cuantos habían sido sus amigos y conmilitones, así como a cuantos disgustaba la dirección de la guerra y el sesgo que tomaban los acontecimientos, los que le siguieron no tenían mando de armas ni llevaban consigo otra cosa que la influencia de sus nombres, pero es indudable que el daño moral que el cambio de bando de Cabrera produjo a la causa carlista fue muy importante. Es además evidente que la tarea que se había propuesto el carlismo, desde el mismo día de su alumbramiento, era inmensa, pero no es menos evidente que cuando las cosas pudieron tener arreglo mediante el diálogo y la concordia, se prefirió hacer la guerra y, por el contrario, cuando ya fue inevitable el pelear, con todas sus consecuencias, se prefirió perder el tiempo en ocupaciones propias de la paz.

Estas y otras causas de mayor calado, como, en definitiva, fueron los fracasos militares y, desde luego, la retirada de los fondos que quienes financiaban la operación carlista realizaron, ante la manifiesta impotencia de las huestes del pretendiente para reconducir la situación militar, dieron al traste definitivamente con el carlismo y don Carlos hubo de abandonar España, esta vez de forma definitiva.

El ejército, o mejor dicho, las partidas carlistas, diezmadas y hambrientas, mal equipadas y peor conducidas, para librarse de la prisión y del fusilamiento (que se prodigó con abundancia durante todas las tres guerras, por parte y parte), pasaron, las que pudieron, la frontera francesa con el sentimiento de haber sido abandonadas por los políticos, pero, sobre todo, por su rey, por el que habían combatido voluntariamente en pésimas condiciones durante cuatro largos años, y, desde luego, también por sus generales.

No era éste un criterio gratuito ni fruto solamente de la baja moral que generó la derrota, porque en la mini corte de Don Carlos las intrigas palaciegas, las disensiones entre el pretendiente y sus generales, que tuvieron como consecuencia la separación del secretario general Arjona y la destitución de Elío del mando supremo, nombrando generalísimo a Dorregaray, el ir y venir de generales de un mando a otro, sin demasiado orden ni concierto, la defección de Cabrera, quien muy a gusto en la liberal Inglaterra no participó en la tercera contienda, y las ambiciones de los cortesanos, más atentos a su medro personal y a recibir los vanos honores del pretendiente, que a aunar esfuerzos para el triunfo de la causa, trascendió a las bases militares (Nombela, J.1976:850 y sgts.) y fue creando paulatinamente un sentimiento de abandono y de ingratitud que no pudo por menos de contribuir a la propia aniquilación de la resistencia carlista.

Una cancioncilla de guerra, de esas que popularmente se llaman carrasclás, y que era cantada por las tropas carlistas que abandonaban España camino del exilio francés, y que a continuación transcribimos, expresa mejor que muchas palabras y reflexiones el sentimiento de abandono y de traición, a la vez que de impotencia y de frustración que se había adueñado del bando carlista. Este jamás se consideró vencido en el campo de batalla, sino vendido al enemigo por sus propios generales:

Elío vendió Bilbao
y Mendiri el Carrascal,
Calderón el Montejurra
y Pérula lo demás…”
(Benoit, P. 1957:632)

Sin embargo, los contactos que existieron entre Don Carlos y su prima Isabel, que lógicamente trascendieron a la opinión pública, fueron de tipo diplomático y más debidos a la cusa de la propaganda que a una verdadera traición del uno y otra a sus partidarios. Sabedor Don Carlos, como líneas arriba hemos visto, de la abdicación de Isabel (1871) y de la prohibición que Cánovas le hizo de volver a España, en bien de la causa Alfonsina, le dirigió una carta en la que le ofrecía venía a residir a la corte de Estella, diciéndole:

“Sé de tus deseos de regresar a la patria. Yo reino en las hermosas provincias del norte, donde siempre serás bienvenida y recibida como corresponde a una prima y a una reina.”

Tras esta aparente generosidad del pariente (también es cierto que se habían entrevistado y paseado de bracete por París), no se ocultaba la traición de Don Carlos a su causa sino el afán de desprestigiar al gobierno liberal de Cánovas con el golpe propagandístico y la inyección de moral que infundiría a sus partidarios si lograra que su oponente de ayer viniera a asentarse en su pretendido reino del norte. Es, sin embargo, más criticable la ligereza de Isabel al mantener los antedichos contactos. Nada que no cupiera esperar de una persona como ella, cuyo mayor defecto fue siempre la enorme frivolidad con que trató asuntos de gravedad suma.

Pero la guerra, de cualquier manera, tocaba a su final. Cuatro provincias no podían conquistar toda España y la escasez de recursos financieros que padeció siempre la causa carlista, imposibilitaban aún más cualquier esperanza de éxito y, ni siquiera, de continuidad. No hubo traiciones en los jefes del bando carlista, no existe la menor prueba de ello. Hubo, eso sí, débiles, desertores en esperanza de mayor medro, y algunos, muy pocos, en connivencia con el enemigo, no fueron en rigor traidores a la causa, a la que hicieron poco daño con su conducta; fueron más bien poco respetuosos con su propio honor. No se esterilizan los inmensos sacrificios hechos por el partido carlista porque tal o cual jefe capitulase, entregase sus fuerzas al enemigo o, lo que fue más frecuente, no supiera utilizarlas adecuadamente. Pero lo que sí es cierto es que los manejos de unos y de otros en la mini-corte de don Carlos disgustaron y desilusionaron a muchos carlistas que muy de buena fe creyeron que el carlismo era la regeneración de España frente al desbarajuste de la Primera República (Nombela, J. 1976:917-918).

De cualquier forma, un partido cuya historia es en su casi totalidad puramente militar y registra hechos heroicos en cantidades notables, puede ser vencido por un convenio como el de Vergara, en su tiempo, o el pretendido por Serrano en Amorebieta, pero no porque le hubieran abandonado algunas personalidades militares, de cualquier manera escasas y poco relevantes. (La Fuente, M. 1890:380, vol. XXIV)

Tras el fin de la guerra del norte, último fleco que hubo de solucionar el nuevo rey, tras el fracaso y derrumbe de todas las ilusiones que había generado la Gloriosa Revolución de 1868, empezó un nuevo tiempo histórico que, como siempre ocurre y de ello dejamos hecha sobradamente mención en las páginas que anteceden, para unos es tiempo de progreso y de desarrollo social y político y para otros una larga noche de caciquismo y de estancamiento político y, sobre todo, social, así como la liquidación final del sistema de libertades y tumba de la incipiente democracia que los líderes del 68 habían tratado de instaurar, especialmente los partidos progresista y demócrata, incluida la escisión de este último por la izquierda, es decir, los republicanos, con voces tan innovadoras (e insensatas) como las del marqués de Albaida, o los cuatro presidentes del poder ejecutivo de la primera república, sin olvidar a Crtistino Martos, Ruíz Zorrilla y tantos otros que vieron frustradas las esperanzas de modernización que con gran voluntad y buena fe (a veces ingenua) preconizaron. Pero el motor de todo el movimiento, la figura indiscutible que no solamente supo aunar voluntades, sino que manifestó poseer un extraordinario talento político, capacidad organizativa y un inmenso poder de convocatoria, fue el general Prim. Su asesinato, a manos de personas que le eran cercanas, hizo que, en cierto modo, la muerte fuera piadosa con él ahorrándole ver la catástrofe final de sus más queridas ilusiones, aunque no falte quien sostenga que nada de esto se hubiera producido si Prim no hubiera sido asesinado y con su mano firme hubiera conducido la política española hacia un sistema sólido de libertad y democracia, pero la Historia es la que es y las reflexiones sobre posibilismos son absolutamente ociosas.

De cualquier modo, de cuanto sucedió después, Prim, pese a ser hombre de escasas lecturas y con una formación humanística muy deficiente, que él mismo reconocía demostró su gran talento y su gran sentido político de verdadero hombre de estado, anticipando muy sagazmente su visión del futuro de España. Predijo la pérdida de Cuba, el imparable ascenso de los Estados Unidos y la revolución sangrienta en que había de verse envuelta España, pero que él, como líder del partido progresista, seguramente hubiera podido evitar con sus proyectos de reforma. Pero, tras años de larvado encono, acabó por producirse inevitablemente porque su obra revolucionaria no tuvo continuadores, tuvo más bien adversarios o, mejor dicho, enemigos, que acabaron con su vida por miserables ansias de ocupar el poder que a él solo correspondía por su valor, por su talento y por sus condiciones de optimismo e inteligencia difíciles de hallar en la clase política que hubo de padecer nuestra nación.

La historiografía al uso, sobre todo desde fuentes informadas por una cierta ideología, ha vendido a los españoles, como grandes hombres, a figuras tales como Figueras, Pi, Salmerón o Castelar. También, no es menos cierto, que desde un ángulo opuesto y nostálgico de un pasado glorioso, se ha ensalzado a los primeros Austrias, sobre todo a Carlos V y a Felipe II. Ambas posturas son igualmente inexactas, tendenciosas y faltas de todo espíritu crítico.

De lo que significaron para España los reyes de la Casa de Austria, no vamos a hacer aquí valoraciones. Quedan excesivamente lejanos en la Historia para hacer reflexiones sobre ellos en un estudio que pretende no salirse del siglo XIX. Únicamente diremos, eso sí, que la gloria que dieron a España resultó excesivamente cara, y aún nos atreveríamos a decir que ruinosa. Su grandeza fue uno más de los mitos creados por la historiografía oficial y no se corresponde en absoluto con una realidad objetiva.

Por lo que concierne a los cuatro presidentes de la primera república, ni su honestidad personal ni su gran valía como tribunos, puede ponerse en duda, pero no fueron más que eso, honrados y elocuentes. Sin embrago, como hombres políticos fueron una auténtica calamidad para España. Su carencia de capacidades para ser auténticos estadistas, unida a su increíble ingenuidad política, produjeron una debacle nacional que Prim había previsto lúcidamente. Tal como éste había dicho a Castelar: si no era fácil hacer un rey para España, era aún más difícil hacer una república en un país en el que no había republicanos. Y, en efecto, menos de un año después de su proclamación, la primera república española fue fácilmente derribada por una especie de 18 Brumario, cuyo promotor fue el general Pavía. Este elevó al figurón de Serrano a la presidencia de aquel engendro político que fue el interludio entre el 3 de enero de 1874 y el 29 de diciembre del mismo año.

Siguiendo la tradición escrupulosamente observada siempre por los gobiernos de izquierda en España, la república sumió al país en una anarquía sangrienta. Tal fue la incalificable lucha cantonal auspiciada por aquellos prohombres elocuentes y honestos que querían arreglar con fatuos discursos parlamentarios los problemas reales de la nación. Para aumentar el desastre, a esta lucha se unieron la insurrección de Cuba y la vuelta a la actividad carlista en las provincias leales, donde el tercer Don Carlos, príncipe, si bien mucho mejor dotado que su abuelo y que su tío, era igualmente sectario y reaccionario. Dirigió aquella campaña, tan insensata como las dos anteriores, bajo el nombre de Carlos VII. (Luz, P. de, 1943:242-243)

De todos modos, no podemos por menos de hacernos una reflexión tanto por lo que respecta al carlismo, como por lo que atañe al federalismo, así el carlista como el republicano. Ambos movimientos fueron disgregadores de España, creadores de unos nacionalismos periféricos que, si bien existentes en las conciencias colectivas debido al tradicional regionalismo de los diversos reinos de España, vinieron a consagrar legalmente algo que ya estaba superado, sobre todo si tenemos en cuenta la ideología subyacente a la Guerra de la Independencia. Se reactivaron los separatismos y se exacerbaron los particularismos desintegradotes, sin tener en cuenta que los estados modernos basaron su desarrollo precisamente en todo lo contrario. Viene aquí como anillo al dedeo aquella frase de Fray Benito Jerónimo Feijóo, expresada más de un siglo antes:

El amor a la patria particular, En vez de ser útil a la República, es por muchos conceptos nocivo”.

Frase que, citada por Gregorio Marañón, él mismo apostilla con la reflexión siguiente: Gran provecho sacarán de esta lectura (Teatro Crítico III-X, 31) tanto los fascistas como los regionalistas actuales (1966:76)

Prim quería la revolución sensata y ordenada, sin tiros ni barricadas en las calles y sin huelgas ni reivindicaciones violentas. Este vuelco del sistema político, se lograría mediante el uso ponderado y útil de un poder legislativo que fuera elaborando las normas que cumplieran con la justicia social y de un ejecutivo que las aplicara con equidad y con un sentido pragmático y oportuno. Sabía muy bien que de este modo se evitarían la barbarie y los desmanes callejeros que vendrían de la mano de una revolución al estilo del 48 europeo, revolución que, dígase lo que se quiera, España tenía pendiente. En ello tuvo suma parte de culpa el partido moderado, que ni vio ni seguramente quiso ver que las corrientes europeas del 48 obedecían al rechazo por parte de los más débiles y de las élites intelectuales, a las situaciones de injusticia que a pesar de la gran revolución del fin de siglo anterior, se volvieron a instalar tras el bonapartismo y la restauración borbónica. El desarrollo industrial de Europa, por otra parte, había creado sociedades mucho más avanzadas política y socialmente que reclamaban un mayor grado de igualdad y una mayor y mejor redistribución de la riqueza que la propia sociedad industrial europea generaba. España, sin embargo, aún continuaba siendo un país agrícola y, por tanto, enteramente dependiente del sector primario, lo que no impedía que se hubiera ido formando marginalmente una clase proletaria que, si bien aún incapaz de organizarse eficientemente en forma revolucionaria y seriamente reivindicativa, ya apuntaba tintes obreristas que, a no tardar, acabarían por hacerse patentes y reclamar una mayor atención del gobierno y del sistema. Prim así lo tenía claramente sumido y, tanto su conciencia como su certera visión pragmática de la política, le llevaban hacia posturas completamente diferentes del moderantismo imperante largos años en España. Sin embargo su progresismo no se cegaba ante las apelaciones demagógicas de sus socios revolucionarios, ni incluso de las de algunos elementos de su propio partido. Esta era la posición inteligente de un hombre llamado por el destino a labrar una España nueva desde posiciones de centro-izquierda, que hubieran restaurado en nuestro país los sueños de ser verdaderamente parte de una Europa que, literalmente, nos miraba por encima del hombro. No fue posible, le mataron alevosamente por intereses mezquinos y con su desaparición se cerró violentamente un capítulo de nuestra Historia lleno de grandes esperanzas.

Solamente el talento de Cánovas del Castillo fue capaz de parar aquella avulsión de infortunios y de desgobiernos que trajo consigo la muerte de Prim. Don Antonio tuvo la visión política y la difícil habilidad de estructurar un modelo de estado nuevo, creando las condiciones necesarias para el verdadero progreso material, e incluso moral, de país. Cánovas, sin duda, fue el segundo hombre de Estado que produjo el siglo XIX. El primero, como queda ya bien demostrado, fue el general Prim, los demás no alcanzaron ni de lejos a poseer las condiciones humanas ni la talla política que estos dos grandes hombres poseían.

Es verdad que Cánovas falseó las elecciones y estableció el llamado turno pacífico con la connivencia de Don Práxedes Mateo Sagasta. Ciertamente, los partidos conservador y liberal, liderados respectivamente por dichos políticos, tenían una ideología muy similar y sus clientelas diferían en cuestiones puramente de matiz. Ello no obsta para que las elecciones se celebraran de manera artificial y sin que la voluntad de los ciudadanos tuviera un peso decisivo en los quehaceres políticos. Fue la mano derecha del gobierno en estos falseamientos electorales, como ya hemos visto y dicho, el Gran Elector, Francisco Romero Robledo, pero no es menos cierto que los gobiernos del sexenio, con los manejos de la clase política y del propio Romero Robledo -que se iniciaba ya entonces como aprendiz de brujo en estas tareas con sus colaboradores caciques, funcionarios y jefes políticos- tampoco fueron parcos en la manipulación electoral. Lo que sucede es que desde ciertas posiciones ideológicas, que nos cuidaremos mucho de analizar aquí y ahora, se tiende a considerarse que la izquierda está más legitimada para gobernar y llevar el timón del Estado que la derecha; más aún, se extiende por ciertas capas sociales que la legitimidad es patrimonio exclusivo de la izquierda y ello es tan falso como que la derecha sea siempre tiránica y autoritaria, máxime en tiempos en que, como dice Ortega, ahora la derecha propone revoluciones, en tanto que la izquierda propone tiranías (…)

No nos resistimos, sin embargo, a hacer una reflexión que, no por obvia es inoportuna. En la batalla dialéctica que se libró siempre en la política, la izquierda se llama a sí misma progresista y tilda a la derecha de reaccionaria. La Historia, pero la Historia sin apellidos ni partidismos, se encarga de demostrar con la tozudez de los hechos que durante los regímenes de derecha y/o de centro derecha, el país ha progresado. Durante ellos se ha consolidado el Estado Liberal (Década Moderada, Quinquenio de la Unión Liberal). Se ha gobernado desde el orden público y se ha desarrollado la economía. A contrario sensu, los períodos de izquierda, trajeron el retraso y el desgobierno, junto al desorden y la anarquía (Bienio progresista de Espartero o Primera República). Así pues las palabras progreso y reacción, necesitan ser revisadas a la luz de lo que en sí mismas significan, a la vista de sus resultados y del propio sentido gramatical que les atribuye el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua.

Como en una ecuación matemática, o mejor dicho, como en un experimento físico en que la dinámica de fuerzas origina acciones y reacciones y, como consecuencia de ellas genera, por fin, una resultante que define la solución, podríamos formular un enunciado político que, a lo largo de la Historia, se muestra constante:

Todo movimiento social y/o político origina inmediatamente o a corto plazo, otro igual pero de signo contrario. Por eso nos parecen absolutamente justas las siguientes palabras tomadas de un trabajo de tesis doctoral: La Revolución Democrática (1868-1864) de José Antonio Piqueras Arenas:

“La revolución –también la democrático-burguesa- engendra su adversario, y lo crea a cada paso, con cada disposición con la que pretende ser fiel a las fuerzas revolucionarias que la han hecho posible. Es un proceso paulatino, creciente, que reviste un aspecto más acusado allí donde la revolución adquiere una manifestación más radical. Habrá Restauración porque en contra de lo que sustenta la literatura económica, se presenta una Revolución” (1992:26)

Conclusiones

El nacimiento del estado liberal en España, fue debido a un movimiento de la sociedad burguesa que, inicialmente, se derivó de la penetración en nuestro país de las ideas de la Revolución Francesa y que tuvo su primera concreción en la Constitución de 1812 y en los decretos emanados de las Cortes de Cádiz. Sin embargo, dichas cortes, convocadas por una muy irregular autoridad, incardinada en la Junta Suprema, no representaban, en absoluto, la voluntad popular y por ello la supervivencia de su espíritu fue escasa y tropezó contra las más íntimas convicciones del pueblo, que en realidad las odiaba (Espoz y Mina). Ni siquiera todos los diputados de ellas estaban por el liberalismo y la supresión de todos sus decretos y el propio manifiesto de los persas, estuvieron mucho más de acuerdo con la voluntad popular que las elucubraciones de los padres de la constitución del 12 que eran ideológicamente una inmensa minoría.

Tras los avatares del reinado de Fernando VII, la idea liberal, hibernada, vivió en la mentalidad de la burguesía ilustrada, sin que el pueblo participara en absoluto de sus postulados, como tampoco lo hizo una parte importante y significativa de la aristocracia titulada.

A la muerte del rey, como se sabe, dos tendencias sumamente marcadas competían por la sucesión. Una a favor del hermano de Fernando VII, Don Carlos, que eran partidarios del rey neto y absoluto, es decir de la continuación ad perpetuitatem del sistema monárquico que encarnó el Antiguo Régimen y la otra, partidaria de la ruptura con éste y de la instauración de un sistema liberal y que, por pura posibilidad de alternativa monárquica, apoyaban la abolición de la ley sálica y la entronización de la primogénita Isabel II.

Conste que la Reina Gobernadora, Maria Cristina, no tuvo otra opción que entregarse en cuerpo y alma a los liberales, si quería que reinase una de sus hijas, pues, aunque absolutista en el fondo de su alma, no podía pretender una monarquía de corte autoritario para ellas, ya que carecía de apoyos en tal sentido. El triunfo, naturalmente, hubo de decantarse por los postulados liberales, porque la reina tenía el poder y el apoyo del Ejército cuyos mandos superiores mayoritariamente simpatizaban con la idea liberal.

Por otra parte, Don Carlos tampoco era partidario de que a su absolutismo de origen divino se opusieran barreras de ningún género, pero como quiera que sus máximas lealtades estaban en las provincias vascongadas y en Cataluña, hubo de aceptar jurar los fueros vasco-navarros y catalanes, muy en contra de sus tendencias íntimas (Garmendia,V. 1984:447)

En otras palabras, ambos antagonistas hubieron de transigir con las bases ideológicas en las que se apoyaban, abdicando de sus más íntimas convicciones, procurando el triunfo de su causa con las concesiones y con los arreglos que eran imprescindibles para que no desertasen de su campo las fuerzas que podrían sostenerlos.

Prim sabía perfectamente que un golpe de estado, un pronunciamiento militar, al estilo de los muchos en que había sido pródigo el siglo XIX, podía cambiar un gobierno, como de hecho así había sucedido numerosas veces, pero para cambiar una estructura política no era suficiente un asunto de simple fuerza militar con un par de regimientos sublevados y los gritos de rigor. Era necesario algo más profundo; es decir, una revolución en la que necesariamente habría de verse implicado el pueblo, pues así como los pronunciamientos de paisanos solos, sin el apoyo militar no prosperaron nunca (Fuente Monge, G., 2000:18), así tampoco a los militares les sería posible establecer una forma de Estado sin el concurso del pueblo. Por ello tuvieron que crearse las Juntas Revolucionarias, como instrumento de participación popular en la revolución y de propiciar un estado de opinión favorable, tanto al destronamiento de la dinastía, como a la construcción de un nuevo sistema que rompiese totalmente con el estado de cosas vigente hasta el momento.

No resulta arriesgado afirmar, llegados a este punto, que la democracia es, más que una forma política, un sentimiento natural en el profundo sentir del pueblo. El concepto de mayoría a la hora de tomar decisiones es tan antiguo como el mundo. Otra cosa es que los sistemas políticos, desde la teocracia al absolutismo, con la democracia griega por el medio, hayan prescindido de la opinión popular. Pero aún en aquellos regímenes más brutalmente autocráticos, algún organismo, algún tribunal o alguna institución, ha tomado sus acuerdos por mayoría. Ejemplo: Los Consejos de Guerra, las Cortes estamentales en el medioevo, el propio Consejo de Castilla durante el Antiguo Régimen en España y así podríamos citar muchos más, hasta que se llegó al estado actual cuya formulación es: “Un hombre, un voto”, postulado hoy indiscutible, pero que costó más de una revolución.

La Revolución del 68 constituyó un intento de recuperar las viejas libertades castellanas{2} y aún los fueros de otras provincias, fundiéndolo todo en una nueva constitución democrática con la participación del pueblo en la elección de sus representantes, aún cuando esta no fuera completa, pero, de cualquier modo, no se hubiera producido el hecho revolucionario si la reina hubiera llamado alguna vez al poder al partido progresista. La sistemática política de alejamiento de los progresistas, debida a causas complejas, pero sobre todo al temor que Isabel II tenía a la repetición del sistema esparterista, forzó a Prim a tomar las riendas de la conspiración que acabó por destronarla, a pesar de que en otro tiempo había dicho textualmente: “Nadie hay más decidido que yo a dar la vida por la reina”, afirmación que probablemente fuera muy sincera, pero el apartamiento sistemático del poder, como es notorio, corrompe y fuerza al político a acudir a la conspiración y a la ilegalidad.

No se puede gobernar eternamente sin la aquiescencia popular, sin un consenso amplio y generalizado. La monarquía absoluta se mantuvo porque el pueblo la toleró o, mejor dicho, la aceptó sin resistencia. Es más, una parte sustancial del pueblo vivía en la creencia que el derecho del rey a gobernar por sí mismo era asunto querido por la Divina Providencia, opinión que fomentó la propia Iglesia que se produjo como un poder más del Estado y, algunas veces, como un contrapoder.

Pero aún las dictaduras más severas se instauran siempre con el apoyo popular o, al menos, con el apoyo bien de una mayoría, bien de una capa social muy influyente y significativa, a la que el pueblo sigue con cierto entusiasmo. Este entusiasmo, tiende siempre a disminuir por la propia dinámica del sistema dictatoria. El Dr. Marañón, en su lúcida biografía del Conde-Duque de Olivares, dice que en toda dictadura existen tres fases. A su instauración asiste el pueblo con su apoyo, durante cierto tiempo, hasta que los abusos y la propia dinámica del poder hacen que ese pueblo se inhiba y se aleje del dictador. Finalmente el pueblo, cansado, se alza contra el abuso y así cae finalmente la dictadura. Es decir son tres fases bien determinadas: Primera: el Dictador gobierna con el apoyo del pueblo. Segunda: el dictador gobierna con la indiferencia del pueblo. Tercera: el dictador gobierna contra el sentimiento del pueblo y se produce la ruptura definitiva entre el uno y el otro. Esto acarrea, por simple inercia, la caída del sistema.

Así pues, ni aún en las dictaduras se puede prescindir del apoyo popular pues la estructura de poder, por fuerte que sea, no resiste la aversión mayoritaria de la ciudadanía.

Esto, más o menos, fue la gestación de la revolución septembrina de 1868…

La revolución de 1868 no fue, como algunos autores dicen, la versión española del 48 europeo. Veinte años entre una y otra son demasiados para que podamos considerarla así, máxime si tenemos en cuenta que en 1848 hubo algaradas y pronunciamientos en Madrid, así como una conspiración progresista (y librecambista) que alentaba desde la embajada inglesa el propio embajador Mr. Bulwer. En la revolución del 48, que sí tuvo reflejos en España, como hemos visto, se alzaron voces intelectuales de pensadores muy sólidos contra ella. Así lo hicieron Juan Nicasio Gallego, Donoso Cortés o Jaime Balmes. Además dicha revolución en aquel momento era perfectamente inviable. Ni había un proletariado que la sostuviera, dado nuestro escaso tejido industrial, ni tampoco otras clases sociales bajas, más permeables al socialismo y al anarquismo, estaban favorablemente dispuestas hacia la revolución, tales como menestrales, campesinos o artesanos.

Si es cierto, sin embargo, que en el 68 español se dieron ciertas similitudes con el 48 europeo, sobre todo aquellas que se refieren a la irrupción de movimientos obreristas, auspiciados por la Primera Internacional. Esta aparición del socialismo en la política española veinte años antes era impensable, tal como dejamos expuesto, dado el escaso tejido industrial de nuestro país que no propiciaba precisamente un auge del proletariado. No obstante la revolución del 68 fue promovida por las elites políticas y militares y se estructuró de arriba a abajo. La participación popular, encuadrada en las juntas revolucionarias, fue igualmente obra de un grupo de conspiradores y, triunfante la revolución, sus dirigentes se encargaron, no sin problemas, de desmontar y de desarmar a las juntas por diversos procedimientos. Unas veces convirtiéndolas en gobiernos municipales y otras, simplemente disolviéndolas por decreto, e incluso por la fuerza.

Al entrar, necesariamente, en el plano axiológico y examinar la esencia, desarrollo y consecuencias de la revolución de 1868, hemos de decir que, a pesar de su sobrenombre de “La Gloriosa” fue enteramente ilegal, como lo son todas las revoluciones, y dudosamente legítima. No se daba ninguna de las circunstancias que en la introducción de este trabajo hemos apuntado, sacadas tanto del pensamiento católico como del laico, para considerar que el estado del país necesitara de una revolución liberadora de un estado de grave injusticia. Otra cosa distinta es que durante su desarrollo la violencia en las personas y las muertes en las asonadas (más que batallas) hayan sido poco o muy poco importantes. Pero lo cierto es que la revolución no cambió en absoluto las estructuras y, pese a la instauración del sufragio universal masculino y de la declaración de los derechos de libre asociación y de opinión, únicas novedades importantes aportadas por ella, las elecciones fueron de escasa transparencia enseguida y fácilmente manejadas desde el Ministerio de la Gobernación, mediante el control ejercido por los Jefes Políticos de las provincias, en connivencia con los caciques locales.

Las consecuencias de la revolución fueron desastrosas: Una interinidad que ahogaba cualquier iniciativa política. Una monarquía sin base ni posibilidades, una república cuyos desgobiernos y desorientaciones son paradigma de ineficacia y de incuria política. Otra república dictatorial sin horizontes ni sentido y, finalmente, una restauración del sistema monárquico, como siempre gracias al pronunciamiento militar, con todos los vicios y corrupciones de los tiempos isabelinos, si bien, en justicia, debemos de manifestar que la visión política de Cánovas del Castillo era muy otra que la de Espartero, Narváez, O´Donell y los demás prebostes del Régimen de los Generales por lo que, al menos, formalmente se instauró una constitución muy liberal y un sistema que en cierta manera atenuaba los enormes vicios del reinado de Isabel II. Ello evitó que el militarismo español, creado con la Guerra de la Independencia e hipertrofiado con las guerras Carlistas y las continuas revoluciones del siglo XIX, volviera a sus inveterados pronunciamientos, pues Cánovas consiguió meter a los militares en los cuarteles y hacer del rey la cúpula de la estructura militar.

La Restauración dio estabilidad al país y permitió un aceptable grado de desarrollo, pero el mal era muy profundo y bajo la tranquilidad aparente de las elecciones, con unos partidos pacíficamente turnantes en el poder, subsistían graves cuestiones que hicieron su eclosión con el cambio de siglo y que, en irreprimible progresión, llevaron nuevamente a España al desastre de las guerras civiles.

Y reiteramos nuestra opinión prima faciae de que la Revolución y, por consecuencia, el Sexenio, no fueron el principio de una nueva era, como algunos prestigiosos profesores ya aludidos han dictaminado, sino más bien, como líneas arriba apuntamos, el final y la desembocadura de una largo periodo de desordenes, incertidumbres, pronunciamientos militares y revoluciones que arruinaron al país y lo convirtieron en el furgón de cola de una Europa que, hasta muy cercanos tiempos, nos ha visto como un país folclórico y de escasa entidad.

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Notas

{1} Pío IX, cuya elección suscitó vivos recelos en los conservadores como Metternich y en todos los reaccionarios nostálgicos del Antiguo Régimen por su fama de hombre abierto a los nuevos tiempos (Montanelli, I), fue considerado como el papa liberal que iba a cambiar las viejas y ya entonces caducas estructuras de la cúpula vaticana. El cambio político que supuso, tanto en Italia como en toda Europa, su reacción antiliberal, la condena de los llamados errores modernos por el Concilio Vaticano I y la definición del dogma de la infalibilidad pontificia, junto con la publicación del syllabus, en el que se relacionaban todos los libros prohibidos por la ortodoxia en defensa de la fe, fueron un rudo golpe a los vientos de progreso que a partir de 1848 se habían extendido por Europa. No podemos entrar aquí en este análisis. Solo apuntamos el hecho porque de él se derivaron no pocas consecuencias negativas para la propia España.

{2} La antigua y genuina monarquía española, en cuanto a libertades y franquicias, no ha sido superada ni siquiera igualada. Por la Revolución Francesa (Nombela, J. 1976:792)

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