El Catoblepas · número 179 · primavera 2017 · página 6
Miedo, seguridad y terror
Fernando Rodríguez Genovés
Sobre la distinción entre vivir con miedo, en peligro o en alerta, y otras consideraciones filosóficas relativas a la gravedad y la amenaza del terrorismo
Edvard Munch, El grito (1983)
Suele decirse a menudo –ordinariamente, en tono de excusa– que el miedo es un sentimiento muy humano, como queriendo librarlo así de cualquier timbre vergonzoso o deshonroso, y apreciando en su exposición, privada o pública, incluso mérito y valor. Según esta perspectiva, nadie quedaría libre del influjo poderoso del miedo, hasta el punto de que satisfecho deberá sentirse todo aquel que logre sobrellevar la pavura con dignidad, intentando evitar tan sólo que mude a pánico. El pánico constituiría la expresión mórbida, desmesurada o incontrolada del temor, percibiéndose éste como una descomposición del carácter, a diferencia del miedo, afección más común y genérica, el cual viviría el individuo como un leve azote, una circunstancia natural.
He aquí, precisamente, la circunstancia principal que conforma, al decir de Thomas Hobbes, la causa de la vida social y del Estado:
«La causa final, propósito o designio que hace que los hombres –los cuales aman por naturaleza la libertad y el dominio sobre los demás– se impongan a sí mismos esas restricciones de las que vemos que están rodeados cuando viven en Estados, es el procurar su propia conservación y, consecuentemente, una vida más grata».{1}
En estado de naturaleza, al decir de Thomas Hobbes en el Leviatán (1651), los hombres arrastraban una existencia «solitaria, pobre, desnuda, brutal y breve», una forma de subsistencia sin sustancia ni futuro: 1) porque semejante perspectiva existencial es incompatible con la naturaleza humana, al no ser plena ni llevadera; 2) porque su perduración conduciría sencilla, lenta y pausadamente a la autodestrucción o extinción de la especie.
En consecuencia, la necesidad de la seguridad y la limitación controlada en la conducta propia y la ajena, según el autor de Leviatán, estarían en la base de la constitución de la organización social, baluarte último de los intereses humanos. Frente a lo que se piensa corrientemente, tal exposición de los hechos no abriga ni prefigura, por necesidad, una concepción autoritaria de la vida social y política.
De hecho, no es difícil comprobar su presencia, y no de manera tangencial ni circunstancial, en la tradición de filosofía política liberal, representada tanto por el mismo Hobbes, en su versión más severa o fría, como, por contraste, John Stuart Mill, quien ofrece una interpretación más suave o caliente de la doctrina (hecho este cotejo por no salir del liberalismo clásico). Para Hobbes, en rigor, seguridad y libertad civil no son conceptos excluyentes, del mismo modo que el miedo y la libertad tampoco son incompatibles entre sí. Al atarse a sí mismo, articulando mecanismos de auto-restricción y afrontando el respeto y cumplimiento de las leyes (autocontrol), el hombre transfiere a las leyes el poder de (y para la) protección frente aquello que los otros hombres son capaces de producirle, por ejemplo, amenaza y daño, y, por tanto, miedo. El ciudadano cumple las leyes más por temor (instinto e inclinación natural) que por firme convicción (propósito moral y político).
Por lo que respecta a John Stuart Mill, el mayor bien del hombre es, sin duda, la libertad. Ahora bien, libertad individual, la de cada cual, así como la espontaneidad de su manifestación social, deben necesariamente armonizarse con la imprevisibilidad del libre actuar de todos, única forma factible de hacer viable la conveniente conjunción del logro del bienestar general (orden y seguridad, justamente, entre otros fines) con el despliegue de los intereses individuales:
«En la conducta de unos seres humanos respecto de otros es necesaria la observancia de reglas generales, a fin de que cada uno sepa lo que debe esperar; pero en lo que concierne propiamente a cada persona, su espontaneidad individual tiene derecho a ejercerse libremente.»{2}
Tal razonamiento expone Mill en su célebre ensayo Sobre la libertad (1859), y lo confirma en un texto posterior, El Utilitarismo (1863), libro que, en gran medida, constituye la síntesis y recapitulación de su interpretación de las tesis utilitaristas. En esta segunda obra, sostiene que con la seguridad no ocurre lo mismo que con los demás bienes humanos, que ora los disfrutamos plenamente y ora podemos postergarlos o aminorarlos en función de la exigencia del devenir y el capricho de la fortuna. La seguridad, por el contrario, se contempla como un bien imprescindible por ineludible y por principal, pues sin su salvaguardia los hombres corren serio peligro. El hombre, añade Mill, puede pasarse transitoriamente sin riqueza, reducir los placeres o soportar la injusticia, mas ninguno puede pasarse mucho tiempo sin seguridad: «el interés que está involucrado es el de la seguridad, que es experimentado por todo el mundo como el interés más vital.»{3} (Como he sostenido en otro lugar, debe observarse que el Mill de Sobre la libertad es más liberal que utilitarista, mientras comprobamos lo contrario en El Utilitarismo)
Francisco de Goya, Saturno (1820-1823)
Otros autores, en cambio, aun próximos al sentir liberal, se muestran menos comprensivos y condescendientes con el sentimiento del miedo: es el caso de Baruch de Spinoza. Bajo el consejo de la razón, el filósofo de Ámsterdam declara que ni la seguridad ni el miedo son buenos por sí mismos{4}, como tampoco lo son la esperanza y la satisfacción (no confundir con el contento moral), porque todos provienen del afecto de la tristeza, y bajo este influjo nada bueno puede derivarse. Y es que a menudo se tiene hacia lo humano una disposición de sometimiento y de resignación que supone entregar la plaza incluso antes de ser acechada por las vicisitudes de la necesidad o la fortuna. Así, se dice, muy ordinariamente, de una acción que es humana cuando quiere señalarse (o destacarse) falta o carencia del hombre, pero pocas veces para resaltar con ello la fortaleza y la excelencia en el mismo.{5}
Para el objeto de nuestro asunto, resulta especialmente relevante y fructuoso fijar el rumbo en dirección a la enseñanza de Aristóteles sobre estos conceptos principales y echar el ancla en sus páginas luminosas, aunque sólo sea para una breve parada, antes de poner punto final al presente ensayo. Es preciso, afirma el Estagirita, distinguir entre vivir con miedo y vivir en peligro. La primera categoría diríase que pertenece al terreno de la potencia, mientras que la segunda incumbiría al dominio del acto.
Según instruye el filósofo griego, «el miedo es un cierto pesar o turbación, nacidos de la imagen de que es inminente un mal destructivo o penoso.»{6} El miedo muestra su faz, por tanto, en la imaginación, como un estado de anticipación ante una contingencia perniciosa que puede ocurrirnos en el futuro. Más que esperarlo en abstracto, el miedo se presiente en función de señales que indiquen tanto su gravedad como su cercano advenimiento. Es por este motivo que no tememos, principalmente, todo aquello tenido por malo, como pueda serlo la injusticia, la torpeza o el error, ni aun la misma muerte, pues aquellos comportamientos, pertenecientes al ámbito de lo probable, serían acaso soportables o excusables, y ésta se perfila –o de ello necesitamos convencernos– en un horizonte lejano, que, al no imponerse como amenaza próxima, no debería intranquilizar y menos impacientar.
En realidad, sólo tememos, cabalmente, a la muerte cuando nos sentimos en peligro de muerte: «Y esto es el peligro: la proximidad de lo temible» (Aristóteles, ibídem). Cuando el cerco no sólo lo presagiamos, sino que lo tenemos delante, presente, entonces es cuando vivimos amenazados. Ante tal perspectiva es cuando se impone estar alerta y prevenidos.
Nos sabemos en peligro cuando advertimos que nuestra existencia no está en manos de la fortuna, sino al albur de lo que los peligros presentes dispongan, o de «la enemistad y la ira de quienes tienen la capacidad de hacer algún daño». (Aristóteles, ibídem). No hablamos ahora de daños abstractos o inciertos, sino concretos y evidentes, esa clase de penalidades que cuando afectan a uno mismo producen angustia y «cuando les suceden o están a punto de sucederles a otros, inspiran compasión» (Aristóteles, ibídem).
Del riesgo, entonces, se tiene sospecha, pero el peligro acecha. Por su parte, la amenaza, de no frenarse, siembra pánico con vistas a la cosecha.
Estas consideraciones filosóficas –distinguir entre vivir con miedo y vivir en peligro o en alerta–, resultan relevantes y provechosas para entender la gravedad y la amenaza que conlleva la estrategia del terrorismo. Al objeto de generar en la gente miedo y ansiedad, turbación y angustia, la agencia del terror procura que el riesgo se sienta como algo próximo y real, que el peligro se pre-sienta. Sólo entonces la amenaza que representan los actos terroristas, la provocación y la propaganda fanática se tornan algo creíble, una sombra al acecho. He aquí la estrategia del acoso y derribo, del asedio a la sociedad, que pretende hacerla insegura.
Los hombres, por principio de realidad y por la fuerza de la costumbre, aprendemos a vivir en el riesgo; asumimos, de una manera u otra, la contingencia, el infortunio del accidente, la inminencia del suceso. No vivimos, empero, pendientes de la malaventura, porque así sería imposible vivir humanamente (los animales sí están en permanente situación de prevención y vigilancia. Con todo, es preciso precaverse, cuidarse y asegurase el futuro, en la medida de la posible.
Notas
{1} Thomas Hobbes, Leviatán, traducción, prólogo y notas de Carlos Mellizo, Alianza, Madrid, 1989, p. 141.
{2} John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1997, pp. 154-155.
{3} John Stuart Mill, El utilitarismo, Alianza, Madrid, 1999, p. 118.
{4} Baruch de Spinoza, Ética, edición preparada por Vidal Peña, Editora Nacional, Madrid, 1980, p. 313.
{5} Vid. mi ensayo «¿Sólo humano o demasiado humano?, en el libro Razones para la ética. Ensayos de ética autónoma y de humanismo racional, Alfóns El Magnànim, Valencia, 1996 (una primera versión de este trabajo fue publicado en la revista Claves de Razón Práctica, Madrid, nº 46, octubre 1994, pp. 75-77).
{6} Aristóteles, Retórica, introducción, traducción y notas por Quintín Racionero, Gredos, Madrid, 1999, p. 334.