El Catoblepas · número 177 · noviembre 2016 · página 8
¿Qué hacer?
Emmanuel Martínez Alcocer
Replanteando el enfoque de una clásica pregunta
Si hay un tema de nuestro tiempo es el de la estupidización creciente de las masas y las disolventes y autodestructivas consecuencias que esto tiene para la integridad de la Nación española, tanto moral como territorial. España, sí, esa palabra que tantos españoles enfermos no pueden pronunciar; esa Nación en vías de disolución que, aunque a muchos parezca poca cosa, o incluso algo despreciable, es la más antigua de Europa, del Viejo Continente. Como ya señalara Gustavo Bueno hace un año en una entrevista publicada en el periódico ABC, la estupidez es el principal problema de nuestro país. La estupidez obsesiva, compulsiva y colectiva. Nunca como hoy camparon a sus anchas las más deleznables, ridículas, cismáticas y dañinas ideologías (junto a las instituciones y praxis a ellas trabadas). Nunca como hoy las emociones y su manipulación primaron tanto sobre el raciocinio. Nunca como hoy la dictadura de lo políticamente correcto fue tan opresiva. Nunca como hoy la idolatría de la opinión, del para mí esto es así, fue tan implacable. Y lo triste es que parece que seguirá siéndolo, si es que no va a peor...
Ante esto, la filosofía, el racionalismo filosófico-materialista, no puede más que batallar y batallar aunque no se vea fin a la guerra. Porque, ¿para qué la existencia sin la esencia? La principal función de toda verdadera filosofía, y más si se trata de filosofía verdadera, como el materialismo filosófico, es la destrucción del presente y sus confusos mitos. Que se acumulan y crecen. Nadie entre en filosofía buscando salvación ni futuro, la filosofía no es una hetería, en ella, repetimos, tan sólo destrucción del presente y sus mitologías heredadas se puede encontrar. Si se trata de verdadera filosofía y filosofía verdadera, claro, porque también abundantes sofistas mercenarios hay en esto.
Asistimos a la aparente paradoja, y recalco lo de aparente, de que en nuestras sociedades avanzadas, en nuestras sociedades en las que contamos con toda la información y desinformación que se quiera en la misma palma de la mano; contando con ello, sin embargo, las más diversas falsedades y las más delirantes supersticiones y espiritualismos no hacen más que crecer e imponerse -ya se sabe, hay que respetar/tolerar todas las opiniones-. Y esto desde las edades más tempranas, para asegurar bien la sumisión. Contando con ello, hoy, el que es ignorante es porque quiere. Y es que es una esquizofrenia ideológica apabullante la que nos rodea. Tras la retirada del comunismo y del cristianismo imperantes hasta hace muy pocas décadas, los más variados delirios hacen continua entrada. Hay para todos los gustos, un mercado pletórico que nunca descansa. Y donde no hay, se inventa.
¿Qué hacer, pues? Esa es la pregunta que un día de 1902 Lenin, en circunstancias bien distintas, se planteó. ¿Qué hacer? No sin antes haberse preguntado un año antes: ¿Por dónde empezar? Aquella fue una situación en la que un nuevo régimen debía levantarse, uno de los más importantes históricamente, y muchas cosas había por realizar. Aunque no por ello se olvidaba Lenin de la necesaria labor crítica y destructiva. Como bien señalaba en su folleto, y como asumimos nosotros para nuestro asunto, no podremos avanzar sin liquidar definitivamente éste período -¿El régimen autonómico del 78 en nuestros días?-. Si bien, en nuestro caso quizá más bien se trate, para empezar y tan sólo -aunque quizá ya eso sea mucho- de conservar, de conservar la poca España que nos queda, mas siempre destruyendo.
¿Y con qué es precisamente con lo que Lenin comienza tratando en su combativo folleto? En el contexto de la lucha entre las generaciones de izquierda marxista y socialdemócrata -revisionista Bernstein y renegado Kautsky mediantes-, a lo primero que refiere Lenin es a ese que llama lugar común, a la libertad de crítica. Porque es esencial. Porque el conflicto es inevitable. Porque las realidades históricas como las naciones, los imperios, los sistemas filosóficos, las corrientes ideológicas, las religiones..., se forman siempre a la contra. Dialécticamente. Intentando deshacerse unas de las otras. De ahí que considerase Lenin como partidista el uso de dicha libertad de crítica, arma arrojadiza de la socialdemocracia contra el marxismo. Así, afirmaba que
«la libertad es una gran palabra, pero bajo la bandera de la libertad de industria se han hecho las guerras más expoliadoras y bajo la bandera de la libertad de trabajo se ha despojado a los trabajadores. La misma falsedad intrínseca encierra el empleo actual de la expresión «libertad de crítica». Personas realmente convencidas de haber impulsado la ciencia no reclamarían libertad para las nuevas concepciones al lado de las antiguas, sino la sustitución de estas últimas por las primeras. En cambio, los gritos actuales de «¡Viva la libertad de crítica!» recuerdan demasiado la fábula del tonel vacío»{1}.
Por ello no es de extrañar que, años después, espetara al cándido Fernando de los Ríos en su entrevista en Moscú aquello de: ¿libertad para qué?
Y es que ¿libertad para qué? ¿Para qué la libertad de crítica cuando la Nación se nos deshace bajo nuestros pies? Pues precisamente para intentar pararlo. Libertad para destruir sin descanso, libertad para librarnos de las mitologías y metafísicas políticas que están deshaciendo la nación. Una nación que, recordemos, no está compuesta sólo por los individuos presentes, sino, sobre todo, por los pasados de los que la heredamos, y de los futuros que heredarán. Entonces, preguntémonos: ¿se puede hacer algo? Ante esta situación tan desastrosa y desmoralizadora, ¿se puede hacer algo? Sí. Se puede. No hay que resignarse. Se puede, al menos, combatir el voluntarismo y el intelectualismo ambiente, el fundamentalismo democrático, científico y religioso. Tres males de nuestro tiempo, aunque no exclusivos de hoy. Se puede y se debe destruir y destruir, aunque los testigos de esa destrucción sólo sean unos pocos tomados por desequilibrados. Por fascistas. Porque hoy ir a contracorriente significa ya intentar ser lo más normal posible. Porque ser tachado de fascista -palabra que ha tomado tal polisemia que prácticamente carece de significado- es prácticamente un halago.
Y de esto, ¿quién tiene la culpa? Aquí no hay un culpable al que se pueda señalar, ni un sólo momento. Si en España se puede señalar un culpable de todo lo que vivimos es sencillamente la inmensa mayoría de la población española y a décadas y décadas de gestación de todo lo que hoy vemos. Unos por hacerlo, otros por permitirlo, otros por vivir en la inopia. Las redes sociales, la televisión y la prensa, esos hacedores de conciencia, son perfecto ejemplo de esto. Sólo hace falta asomarse un tanto a estos fractales del resto de la sociedad para darse cuenta de la apabullante escasez de raciocinio en la misma, del, por contra, sentimentalismo imperante, del idealismo político que nos corroe, el maniqueísmo visceral de la mayor parte de la población y de la disolvente corrupción moral y política en que vivimos. Por ello no podemos estar más de acuerdo con José Sánchez Tortosa cuando afirma que
«se dice que la verdadera crisis que se padece actualmente no es sólo ni fundamentalmente económica, sino que es una crisis de valores. Pero no es que no haya valores. Es que los criterios de mínima racionalidad para dirimir entre valores o para criticar y, en su caso, triturar determinados valores, o incluso todos si cabe, han sido enterrados en aras de un idealismo democrático cuyo fruto ha sido el relativismo más pueril y el reino indiscriminado de la santa opinión (trasunto del no menos santo libre albedrío escolástico), en el que todo vale, o en el que lo que vale y acaba imponiéndose es lo más estúpido, lo más banal, consagrado por los índices de audiencia»{2}.
Y si esto es así, como dice Gustavo Bueno cuando habla de la televisión, y cita el propio Sánchez Tortosa, deberemos admitir que
«es el volumen del rebaño el que marca los contenidos de los programas, en general. Y no hace falta llegar a concluir, con esto, que es la audiencia quien hace los programas. Los programas le son ofrecidos, sin duda, a la audiencia, a sus diferentes capas; pero la audiencia los elige, y si rechaza unos y escoge otros es porque procede por el mismo mecanismo de la criba que, según muchos biólogos, gobierna las líneas de la evolución de las especies»{3}.
La audiencia es en última instancia causa de la programación, por tanto también responsable de la misma. Del mismo modo, es la propia población española, ¡el pueblo!, como muestra la televisión, la que se está forjando su nefasto destino. Igual que cada pueblo tiene la televisión que merece, tiene el gobierno que merece y el destino que merece. Y esto no de forma inocente. Casi se podría decir que es algo necesario, que son modos de degradación cultural, moral y social que, como dos caras de la misma moneda, son también modos de control de las sociedades democratizadas.
El pueblo... ¿pero qué es tal cosa? No es más que otro oscuro y confuso mito con el que se hace negocio desde el púlpito político. Un mito desde el que se hacen las más variadas demagogias, que es lo que hoy ha sustituido a la política. Una política en la que se ha perdido toda capacidad para distinguir, como hiciera Gramsci, entre gran política y pequeña política. Y entre propaganda y política real. Porque hoy, en España, o en lo que queda de ella, ya no hay políticos, hay sofistas, demagogos, conductores del vulgo que vive narcotizado pensando que su gesto de meter un papel en una urna cada cuatro años es determinante para el país, que se cree, con petulante narcisismo, que tal conducta le hace parte de la historia de éste país. O lo que es ya insoportablemente pedante, parte de la historia de la democracia.
Mucho peor es cuando se toma la voluntad popular como criterio de verdad. Apelando demagógicamente a una supuesta y metafísica sabiduría que tendría ese informe ente, sabiduría naciente de su inmaculada -y democrática- esencia. Pero es que, como ya sabía bien el benedictino B. J. Feijoo, la masa, el pueblo, en modo alguno puede tomarse como criterio de verdad, pues
«Aquella mal entendida máxima de que Dios se explica en la voz del pueblo autorizó a la plebe para tiranizar el buen juicio, y erigió en ella una Potestad Tribunicia, capaz de oprimir la nobleza literaria. Este es un error, de donde nacen infinitos: porque asentada la conclusión de que la multitud sea regla de la verdad, todos los desaciertos del vulgo se veneran como inspiraciones del Cielo»{4}.
De modo que si alguien sabe qué es ese sabio pueblo -al margen de todos aquellos ciudadanos que tengan documento nacional de identidad- que tire la primera piedra. Ese pueblo cuyos sentimientos y emociones reciben gran atención pero que se encuentra ayuno de instrucción. Ese pueblo del que se obvian sus continuas contradicciones internas, su escala histórica y política, y que no existe más que en la demagogia del fundamentalismo democrático. Ese pueblo que se mueve como un ciego autómata consumidor y votante.
Pues bien, a pesar de reconocer que todo ello es así, nos resistimos a ser agoreros y derrotistas, o al menos no del todo; no todo está perdido, siempre hay un justo en Sodoma. O debe haberlo. No es «la democracia», que no es más que otra forma entre tantas de gestionar el poder, quien tiene la culpa, sino el falso -idealista- entendimiento de la misma. Y ante este Babel de desfachateces todo esfuerzo es poco. Todo esfuerzo es poco para denunciar las amenazas, cuando no los peligros, que la Nación española se empeña en provocarse. Repetimos otra vez: en provocarse. Y es que, como ya dijera hace más de un siglo Miguel de Unamuno, vivimos en la noluntad nacional{5}. No queremos ser nación a base de adormecernos, autocompadecernos y depreciarnos, a base de olvidar qué somos. España nació siendo un imperio, y desde que éste perdió su existencia quizá hemos perdido también gran parte de nuestra esencia, y quizá no conseguimos retomar el cauce. Un cauce que está muy cercano. España es hoy, junto con el resto de la Hispanidad, resto del naufragio de ese imperio generador universal, y en su memento y herencia debe seguir, no en su disolución.
Y es que, como ya señalara el sefardí Benito Espinoza, todo Estado que emprenda acciones que comprometan su integridad, su eutaxia, es un Estado condenado a desaparecer. Y precisamente en esto está España. ¿Cabe mayor corrupción lícita e ilícita que en la que vivimos hoy? Constantes amenazas de secesión, periodismo mercenario difundiendo las más abstrusas ideologías, terrorismo latente (islámico y etarra) y humillación constante de las víctimas, partidos que sólo tienen de nacionales el nombre (con planes a cada cual más inviable), derroche de dinero a espuertas, políticos (y políticas) que proclaman a los cuatro vientos su odio a España dirigiendo grandes ciudades de esa odiada Nación, un siempre cambiante sistema educativo que no educa y obliga a los profesores a ser héroes para que de los alumnos no salgan manadas de psicópatas, unas universidades hipertrofiadas y prácticamente estériles, una estructura territorial desestructuradora, un ejército pequeño y desarmado, un tejido industrial y energético escaso y débil, una lengua universal constantemente perseguida, un Gobierno que, cuando lo hay, apenas si gobierna y sólo mira a cuatro años vista, una Constitución jurídica contradictoria y ambigua a cada paso, una decreciente población con tendencias suicidas y analfabeta, que no conoce su historia ni su lengua víctima de una pedagogía pánfila e inoperante, un rey al que parece que le interesa la corona pero no el reino, y un larguísimo etcétera. ¿A quién podría extrañar entonces el desquicie en que se encuentra España? Lo que es de extrañar es que las más radicales posturas no tomen mayor auge y violencia, aumentando el guerracivilismo que estafas ideológico-académicas, como la funesta memoria histórica, han renovado.
La cuestión es entonces: ¿qué hacer? ¿Hay salida? Y sobre todo: ¿hay salida democrática?, ¿es la democracia realmente existente la solución o el problema?, ¿de qué democracia estamos hablando? Democracia, como la cera, no hay más que la que arde, no hay más que las que hay. Buscar más democracia no sólo sea quizá algo vacuo, sino además imposible y pernicioso. Algo que desvía de los verdaderos y acuciantes problemas que comentamos. Ver déficits democráticos es ver donde no hay, pedir más democracia es pedir quimeras. Por otro lado, ¿es acaso posible una democracia sin una Nación, una Patria, que la sustente y conforme? Si se rompe tal Nación, ¿no desaparece también dicha democracia?, ¿acaso las democracias surgen por sublime creación y viven en las nubes?, ¿acaso, parafraseando a nuestro anterior y nefasto presidente, las democracias no tienen dueño, sino que son del viento? ¿Quién es esa diosa a la que todos invocan, que todo lo justifica, que todo lo puede y que nadie ha visto ni conoce?, ¿no es esto el triunfo de una ideología voluntarista y ciega que, sin embargo y tristemente, es necesaria para el mantenimiento del propio sistema? Y si es así, ¿no debemos plantearnos el propio extravío e ineficacia del sistema mismo? ¿No es el fundamentalismo democrático, trasunto del idealismo político, una enfermedad que nos mata lentamente?
Volvamos a Lenin. En su panfleto citado, el ruso señala agudamente que sin una teoría revolucionaria tampoco puede haber movimiento revolucionario. Esto es, que teoría y praxis, por decirlo a nuestro modo, están conjugados. El saber es siempre un saber hacer y el hacer un saber. No se da una cosa sin la otra, pues están entrelazadas: momentos de la misma realidad. ¿Qué hacer, entonces?, esa es la pregunta: ¿qué hacer? Quizá nadie lo sepa. ¿Quizá debemos buscar algo nuevo, algo distinto? Creemos que no, pues haciendo nuestras las palabras de Ismael Carvallo Robledo en la presentación de la revista El Obstinado Rigor, «nada nuevo en realidad puede ser ya dicho. Pero la novedad no es nuestra divisa. Es la crítica. La crítica filosófica e histórica y la clasificación sistemática»{6}. Así pues, lo único cierto y seguro es que no-hacer es algo que no puede hacerse. Y si una tarea tiene la filosofía es, precisamente, la de ofrecer de forma firmemente fundamentada y crítica un mapamundi construido a través de y para el combate dialéctico -apagógico- contra los más diversos mitos, sofismas e ideas oscuras y confusas que nos envuelven. Debemos, pues, aunque tan sólo sea -si es que es poco- demoler con las armas del racionalismo filosófico-materialista, destruir contra todo y contra todos, desde el más crudo realismo del mapamundi materialista, los oscuros mitos que nos envuelven en el presente, las corrosivas ideologías que nos pervierten. Sin descanso. Hasta que, quizá, demos con el qué hacer. O quizá no...
Notas
{1} Vladimir I. Lenin, ¿Qué hacer? Problemas candentes de nuestro movimiento, Ministerio del Poder Popular para la Comunicación y la Información, Caracas, 2010, p. 21.
{2} José Sánchez Tortosa, «Teledemocracia. El caso Belén Esteban», en Libertad Digital. Ideas, 20-07-2010. Disponible en http://www.libertaddigital.com/opinion/ideas/teledemocracia-1276238028.html
{3} Gustavo Bueno, Telebasura y democracia, Madrid, Ediciones B, 2002, p. 194.
{4} Benito Jerónimo Feijoo, Teatro Crítico Universal, Tomo I, Discurso Primero, Madrid, 1778, p. 2.
{5} Ver Miguel de Unamuno, «La noluntad nacional», en España. Semanario de la vida nacional, año I, nº 8, Madrid, viernes 19 de marzo de 1915, p. 7. Disponible digitalizado en la página del Proyecto Filosofía en español: filosofia.org/hem/dep/esp/9150319c.htm
{6} Ismael Carvallo Robledo, «Señal y noticia», en El Obstinado Rigor, nº 1, mayo 2015, México D.F., p. 3.