Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Introducción
Al acometer el estudio de un personaje histórico de esta magnitud, cuya influencia es innegable en la evolución de todo el pensamientopolítico e incluso filosófico occidental, y que llega hasta nuestros días etiquetado por unos de cínico y por otros de genio, sin que parezca existir en la crítica clásica un término medio para enjuiciarlo con ecuanimidad{1} y ponderación, no se puede por menos de hacer una especie de examen de conciencia y bucear en el propio interior, para descubrir hasta que punto se puede cumplir la no fácil tarea de encuadrar al sujeto del estudio dentro de los márgenes de estricta objetividad y, sobre todo, alcanzar la conciencia de la influencia que el estudiado ejerce sobre el cúmulo de convicciones de quien le estudia.
Nuestras ideas políticas y filosóficas – todas nuestras ideas - son hijas del basamento intelectual en el que nos hemos formado y, querámoslo o no, nos atenemos siempre a los juicios que nuestros educadores han querido o sabido imprimir en nuestra alma, todavía virgen de percepciones, y como quiera que, siguiendo el refrán castellano: «los odres conservan siempre el aroma del primer vino», resulta francamente difícil despojarse de prejuicios y llegar a conclusiones válidas por uno mismo, sin caer en el dócil seguimiento de opiniones anteriores, que reputamos de fundamentadas y autorizadas, o en una pretendida originalidad que, muchas veces, es tan solo extravagancia.
Al examinar mi propio pensamiento y enjuiciar la controvertida figura de Maquiavelo a través de las ideas previas, me encuentro con que en mi interior existe la misma división que en las críticas que de él se han hecho por parte de los estudiosos y he constatado que no puedo por menos de alabar ciertos aspectos del pensamiento del Secretario Florentino y repudiar otros, si bien este proceder ecléctico se me antoja escasamente científico y sigue dejándome en la duda sobre la personalidad del personaje y sobre si su pensamiento, en conjunto, debe de ser aceptado o rechazado. Absolver esta duda y tomar partido, adoptando una posición clara al respecto, ha sido mi intención a lo largo de las páginas siguientes.
Maquiavelo, a lo largo de su obra, maneja con gran flexibilidad los conceptos de Derecho y Religión como componentes fundamentales del comportamiento humano. Para él ambos en sí mismos son motivo y justificación, norma y trascendencia, fuente y flujo del devenir histórico y, por tanto, informadores del pensamiento y de la realidad política, porque desde la pura elucubración teórica y meramente especulativa, hasta la materialización de la definición del comportamiento social mediante la ley, ya moral o religiosa, ya ética o civil, el adecuado manejo de ambas potencialidades fue, es y será la última raíz, el anclaje último de la maquinaria del Estado para ejercer la manipulación y el gobierno del ciudadano, después de que, abandonado el estado de naturaleza, se convirtió de «hombre libre» en «sujeto de derecho» y esta condición de «sujeto» la tiene mediante la conjunción de dos potencias coincidentes: la ley y la conciencia.
La ley sujeta y regula toda la conducta humana de alteridad y es la expresión próxima del derecho, el cual lo es, a su vez, de la justicia. Se promulga en virtud de un poder y se hace eficaz mediante una fuerza inexorable que impone penas de toda índole al incumplimiento culposo o doloso de sus mandatos. La conciencia es la norma próxima del bien obrar moral y el ir en contra de ella acarrea penas de mayor entidad que aquellas que establece el derecho, pues su trascendencia hacia el más allá las hace intemporales y acaso eternas, en tanto que las que impone la ley humana se extinguen en un cumplimiento puramente temporal aunque aflictivo.
La noción clara y práctica de cómo han de ser manejados derecho y religión, o dicho de otro modo, la ley y la conciencia, han tenido a lo largo de la historia tratadistas y comentaristas sin cuento, todos, o casi todos, ideólogos, filósofos, teólogos y juristas, tendentes a hacer las valoraciones éticas o morales que su sacerdocio o su menester filosófico les inspiraban, pero, como más arriba dejamos dicho, el plano científico no establece valoraciones, el plano axiológico sí las establece, pero pertenecen al mundo ideal{2}, al mundo del «deber ser»; sin embargo el mundo de las cosas «tal como son» y tal como se producen, es decir, el plano real y observable, del que sacar conclusiones prácticas sin connotaciones morales, conclusiones por tanto científicas o, al menos, objetivas, ha tenido en Maquiavelo un tratadista excepcional cuya capacidad práctica no ha sido probablemente superada y ha mirado el mundo de la política y de sus realidades con ojos desapasionados y pragmáticos, sacando de sus enseñanzas conclusiones e inferencias que aún hoy, después de cinco siglos, están vigentes y se aplican, cínicamente disfrazadas de necesidad moral, por gobiernos y gobernantes que tratan de justificar éticamente lo que es pura necesidad o quizás pura conveniencia y que, cuando han de hacer declaraciones de su amor al bien común o de su rectitud y honestidad, no se recatan de acusar de «maquiavelismo» a toda conducta que se atenga a una práctica política distinta a la considerada «oficial»...
Éste hombre, éste político por antonomasia, que fue Niccolo Machiavelli, es un perfecto conocedor del alma humana y sabedor de lo inútil que resulta esperar del hombre más de lo que el hombre puede dar de sí, nos legó un tratado de praxis política y social que es de rigurosa aplicación, no solamente para iniciar en los entresijos de la política a quienes tengan vocación para ella, sino también, con algunas pequeñas correcciones de lenguaje y sustituciones del contexto social, para la formación de dirigentes de empresa y capitanes de industria, en estos tiempos en que las grandes empresas multinacionales amenazan con superar al Estado y acaso con sustituirlo por un «staff» de ejecutivos.
El meollo de la obra política y literaria de Maquiavelo, su más íntima esencia, no es otra cosa que la profunda observación del elemento humano, el conocimiento del alma humana, de sus reacciones y comportamientos, de su egoísmo, de sus pasiones, de sus defectos, mucho más abundantes que sus virtudes (en las que Maquiavelo para pocas mientes) y, por ende, aprovecharse de este conocimiento para operar el gobierno de los hombres y manejarlos sea cual sea su condición.
Estudiaremos pues a este político apasionante en varios aspectos de su pensamiento, que podrían resumirse en su enfoque «científico» de la política, su conocimiento de la historia, sus ideas sobra la religión y la iglesia de Roma y su concepción de la organización del Estado y para ello, nos hemos basado en sus obras políticas y no en las literarias, las cuales si bien algunas presentan un mérito notable, como «la Mandrágora», por ejemplo, carecen del interés político que poseen los «Discursos sobre la primera década de Tito Livio» o su más conocida obra política «El Príncipe»; así pues todas cuantas citas literales hemos de hacer a lo largo de este estudio y que figuran en cursiva, provienen de una u otra de dichas obras.
Reservaremos para la última parte de este estudio unas reflexiones dedicadas exclusivamente a su obra más conocida «De Principatibus» o «El Príncipe», que es como más se la conoce, pues entendemos que por ser su obra capital, merece que nos detengamos en ella con una mayor extensión, sobre todo habida cuenta de que es también la más representativa de su pensamiento. No difiere ciertamente en sustancia de los «Discorsi», su línea argumental viene a ser la misma, pero estos son más extensos y se refieren de alguna manera más al pueblo y a la organización del gobierno que al gobernante, en tanto que aquella, aún siendo muy densa, es más concentrada y al referirse más al gobernante y a las dotes que éste debe de poseer, así como de qué manera debe ponerlas al servicio del estado, y sobre todo, al ser más conocida y más citada, nos da una mayor posibilidad de estudiar los aspectos más criticados, tanto popular como científicamente, de Maquiavelo.
II
Breve reseña biográfica
Aunque no es la vida de Maquiavelo lo que tratamos de estudiar, sino más bien su pensamiento en los planos antes indicados, es evidente que las condiciones en las que se desarrolla la vida de un hombre, su «caldo de cultivo», conforman e influyen, junto con su educación, el posterior desarrollo de su personalidad y de su pensamiento.
La época en la que nace nuestro personaje es, sin duda, una de las más interesantes y apasionantes de la historia: el Renacimiento, que materializa el tránsito del medievalismo a la modernidad. Esta nueva situación social se produce por la quiebra del sistema feudal, lo que es básicamente debido a tres causas fundamentales: las ideas mercantilistas, que producen una acumulación de capitales gracias a la expansión comercial, la revolución militar que viene del descubrimiento y empleo de la pólvora y de las armas de fuego, hasta entonces desconocida en Europa, y una revolución agrícola creadora de nuevas expectativas que procuró una auténtica reforma agraria, al redistribuirse la propiedad territorial modificando sustancialmente las relaciones que unían al hombre con la tierra, amén de una nueva manera de difundir el saber y la cultura gracias al invento de Gutenberg que en poco tiempo se expande por toda Europa y saca a la luz pública y al conocimiento general toda la obra de los clásicos que permanecía encerrada en las bibliotecas de los monasterios, reproduciendo en corto tiempo lo que docenas de frailes tardaban años en copiar.
Se crea el concepto político de «Estado-Nación», inexistente en la antigüedad y en la edad media{3} y el poder real se ve enormemente fortalecido gracias a una burguesía emergente que detenta las primeras manifestaciones de un poder económico que, desde entonces, no hará otra cosa que crecer y que, en detrimento de los privilegios de la nobleza, comienza a tomar cuerpo en un pacto cada vez más estrecho entre la burguesía y el rey, centralizando el poder político, cada vez más, en la corona y desapareciendo la estamentación feudal en beneficio de un autoritarismo regio que propicia y favorece la expansión comercial, el colonialismo y la creación de ejércitos nacionales. Estos solamente es posible financiarlos vía impuestos reales recolectados, lógicamente, de la nueva situación económica que se instaura en la sociedad y que favorece el absolutismo de un rey que es, no solamente cabeza del estado, sino la encarnación fáctica del mismo{4}. Se produce también una profunda revolución en el concepto de autoridad hasta entonces vigente, y que básicamente ligaba a los siervos de por vida a unos señores que, a su vez, estaban ligados también de por vida a otros y, así hasta llegar al rey que percibía «servicios» o «subsidios» o llámese como se quiera, de una cascada sucesiva de clases intermedias con las que compartía autoridad y poder y que, de repente, hablando en términos históricos, dejan de estar vigentes, convirtiéndose en un recuerdo los privilegios de una nobleza casi siempre díscola y revoltosa.
Desaparece la utilidad de los castillos y de las ciudades amuralladas, ante una artillería capaz de derribar obstáculos hasta entonces difícilmente expugnables y como solamente el rey puede disponer de tan importante recurso, toda resistencia a su autoridad omnímoda se hace perfectamente inútil. Por otra parte el descubrimiento de nuevas tierras y riquezas ultramarinas cambia profundamente las condiciones económicas y sociales en las que se desarrollaba la vida y los flujos migratorios en busca de «El Dorado» repercuten también en las arcas reales que reciben el «quinto» de capitanes, conquistadores y aventureros quienes van forjando en las nuevas tierras un estilo de vida europeo, incorporándolas a sus coronas e imponiéndoles su fe y, como contrapartida, se crea en Europa una nueva clase de beneficiarios de aquellas riquezas, los banqueros y los comerciantes{5} que ven crecer sus depósitos y expandirse sus negocios con los diversos príncipes que no dudan en acudir al crédito, arropados por unas garantías fiscales de las que antes no podían disponer, para financiar sus cada vez más ambiciosas empresas guerreras y políticas.{6}
Completa el cuadro la caída de Constantinopla y la liquidación definitiva del enclave romano – que no ya imperio - en oriente, donde el Islam turco, en una guerra de varios siglos, teñida de reflejos religiosos, pero con tantas trazas y razones económicas, como cualquiera otra, corta definitivamente la ruta de las especias y del comercio con Asia, que Las Cruzadas habían tratado de mantener expedita, lo que impulsa aún más la potenciación de las rutas marítimas, tanto hacia occidente como hacia oriente, propiciando la circunnavegación de África y, consecuentemente, la creación de grandes flotas comerciales, así como de armadas poderosas que protegen dichas flotas y la soberanía colonial y engrandecen la dimensión del Estado, creando nuevas dependencias de administración y burocracia. Y todo este conglomerado de circunstancias va a cristalizar en la primera división del mundo en dos bloques antagónicos, vigente, con matices, hasta el día de hoy: el occidente cristiano y el oriente musulmán, sin que ello suponga que la unidad de ambos bloques sea compacta, sino que las rivalidades internas harán de esta época un tiempo de guerras, revoluciones y desequilibrios que, sin embargo, han producido una de las edades más notables y fecundas de la historia, creadora de un arte y de una literatura inmarcesibles, (herencia directa de la Grecia y la Roma clásicas), y de un florecimiento mercantil y cultural que preparará el terreno para la revolución industrial que habrá de tener lugar tres siglos más tarde{7}, en cuanto los avances tecnológicos se encarguen de hacer de factor multiplicador de las riquezas y los bienes acumulados por un capitalismo incipiente.
Este es el tiempo de Maquiavelo quien nace en Florencia en mayo de 1.469 y muere en la misma ciudad en junio de 1.527, hijo de un modesto funcionario, tesorero de la marca de Ancona, aunque perteneciente a una de las más antiguas familias de Florencia, recibe una cuidada educación, lo que podemos deducir por sus escritos, toda vez que es poco lo que sabemos de su niñez, salvo que quedó huérfano de padre a los diez y seis años, siendo su madre, Bartolomea de Nelli, también de ilustre familia florentina, quien se encargó de su formación en los últimos años de la adolescencia de Niccolo, aunque según Gaspary,
«recibió aquella educación humanista que en su tiempo solía darse a los jóvenes, pero no fue un erudito, y en particular no supo una palabra de griego. La lectura de los antiguos tuvo sobre él gran eficacia, pero no fue menor la ejercida por la experiencia de la vida, de la que sacó el pensamiento de Maquiavelo su mayor originalidad».
No obstante, de alguna manera, su futuro en la política o al menos en el funcionariado, parecía estar predeterminado por la herencia familiar. Sus antepasados habían sido desterrados de Florencia por su afiliación al partido güelfo, pero al regresar del destierro ocuparon puestos importantes en la administración, aunque parece que con ellos no se enriquecieron y continuaron siendo una familia de recursos justos para mantener con dignidad estrecha su posición social preeminente.
En el año 1.494, implantada la república en Florencia, se nombra a Maquiavelo Secretario de la segunda secretaría del Gobierno de los Diez y ya desde entonces no abandonará el ejercicio de la política, (salvo el paréntesis en que, dueños los Medici de la ciudad, fue encarcelado y acaso torturado, aunque luego se le rehabilitó), y sus servicios al estado fueron, no solamente de índole administrativa, sino también diplomática pues desempeño numerosas legaciones en Italia, Francia y Alemania de las que dejó amplia memoria y relación en su obra «Legazioni e Commissioni» en las que no es parco en tributar elogios a su propia labor pero que nos proporcionan, de primera mano, una amplia visión de la diplomacia de su tiempo, así como de su talento para la observación y para la resolución de los problemas políticos surgidos de las difíciles relaciones entre aquellos estados.
Así se le encomendó, como embajador extraordinario, la difícil misión de tranquilizar y restablecer la buena relación con Luis XII a quien había de compensársele por el fracaso del sitio de Pisa, y también se le envió como plenipotenciario para la negociación de otro nada fácil tratado con Catalina Sforza, el cual supo concluir satisfactoriamente, así como otras misiones delicadas, dentro de la propia república florentina de la que él mismo nos dejó noticias en el texto precitado.
No tenía Maquiavelo, considerado como embajador, otra misión que la de ver, informar, transmitir y ejecutar, no obstante se permitía enjuiciar los problemas y aconsejar a su gobierno sobre las más prácticas decisiones a tomar y, al parecer, sus opiniones gozaron del respeto y de la consideración de sus superiores siendo por ello felicitado y tomándose muchas veces acuerdos conforme a sus sugerencias, pues no en vano y durante catorce años, desempeñaba en el gobierno florentino la vicecancillería de estado, lo que le permitía expresar enérgicamente sus convicciones como lo hizo en su escrito o memoria «Del modo di trattare i popoli della Valdichiana ribellati» donde aconseja a su gobierno el mejor modo, según él, para asegurar a Florencia el pleno dominio de Arezzo y de su comarca, afirmando y exponiendo por primera vez su método político consistente en deducir de la ponderación de los hechos históricos las reglas generales que puedan tener una aplicación práctica.
El año 1.502, va a marcar decisivamente la visión de la política que tenía Niccolo Maquiavelli, al ser enviado a Urbino, junto con el obispo Francesco Soderini, ante el Duque de Valentinois, Cesar Borgia, de quien recibe una serie de lecciones inolvidables, (a las que el propio Maquiavelo es ciertamente receptivo), de una política resuelta y sin contemplaciones que se vale de toda clase de medios sin excluir la doblez, el disimulo, el engaño, la crueldad e incluso el asesinato.
Durante su estancia en la corte de Cesar Borgia se ganó la confianza de este y tuvo ocasión de presenciar numerosos horrores que él acepta, considerando que la razón de estado es superior a cualquier sentimiento humano y que el interés político no debe de verse coartado por lo que podríamos llamar «convencionalismos al uso», pues ya en aquellos tiempos la mente de Maquiavelo, formada en el interés del Estado, posee las convicciones que años más tarde nos transmitirá en su más conocida obra «El Príncipe»
Una muestra de la admiración que Cesar Borgia causa en el embajador florentino es la memoria que remite a sus superiores titulada: «Descrizione del modo tenuto dal ducca Valentino nell’ammazzare Vitellozzo Vitelli» en la que describe pormenorizadamente el atrevido y bien meditado golpe de mano, ejecutado con matemática perfección, con el que la criminal habilidad de Borgia supo librarse de sus enemigos los señores de la Romaña.
Cuando de nuevo regresa Maquiavelo a Roma en 1.503 y es elegido papa el Cardenal Della Rovere, Julio II, tiene ocasión de presenciar la ruina de Cesar Borgia y aunque éste sigue siendo temible y no conviene enfrentarse a él, el genio político de Maquiavelo sabe negarse muy hábilmente a aceptar una alianza de Florencia con éste personaje y al verle vencido y desposeído de su principado, comienza a considerarle culpable, pues para la mente del florentino no hay culpa mayor que la pérdida del poder, pero ello no obstante, Maquiavelo sigue fascinado por la innegable personalidad de aquel extraño Borgia que educado, o mejor mal educado, en la crápula y en una vida licenciosa e inmoral, supo ser uno de los primeros políticos y generales de su época, un auténtico «condottiero» que con gente de baja extracción supo formar un ejército disciplinado y de soldados valientes, capaces de seguirle en aquella aventura arriesgada que le llevó a donde su propia divisa, en trágica y premonitoria disyuntiva, decía: «Aut Cesar, aut nihil».
Por todas estas razones y por algunas más que el propio Maquiavelo nos revelará en sus obras posteriores, podemos asegurar con fundamento que sin ser ni su maestro ni su cómplice, ni seguramente tampoco su amigo, sí le consideró como un modelo a seguir en el arte difícil de crear y mantener un dominio o un principado y, evidentemente, en la posterior redacción de su obra más conocida, es incuestionable que pueden seguirse las trazas que el conocimiento y el trato con aquel aventurero dejaron en su pensamiento y de cómo su política «sin contemplaciones» influyó en el ánimo de autor de «El Príncipe».
Al regresar a Florencia en el mismo año de 1.503, comenzó Maquiavelo a ocuparse de dotar a su república de un ejército propio, nacional y bien dotado, que sustituyera para la defensa nacional a las bandas de mercenarios de las que había poco que fiar y que eran habitualmente contratadas por los distintos estados italianos. El ejemplo del ejército operativo y eficaz que había conseguido Cesar Borgia y las continuas traiciones de los mercenarios «condottieri», le convencieron de poner en práctica lo que había leído en Tito Livio a cerca de nutrir las filas del ejército con los propios ciudadanos, siempre más dispuestos a defender «lo suyo» por razones obvias, que por la soldada del mercenario, proclive a venderse al mejor postor. Influyó también notablemente en su ánimo la organización militar de Maximiliano I, a cuyo propósito escribe:
«Sus soldados no le cuestan nada pues todos los ciudadanos están armados y ejercitados»
y posteriormente, cuando escriba los «discursos», titulará un capítulo de el ellos, concretamente el XXI, con la siguiente frase:
«Cuántos reproches merece el príncipe o la república que carece de ejército propio»
y así, profundamente convencido de la necesidad de dotar a Florencia de un instrumento eficaz para su defensa, escribió al efecto un opúsculo o informe titulado «Discorso sulla provisione del denaro» con el que convenció a Soderini{8} –con quien estuvo ligado por una íntima amistad- y que era por entonces el «Gonfaloniero» (palabra que además de designar al primer magistrado de la república, venía a significar algo así como abanderado, jefe o supervisor del ejército) del deber inexcusable de efectuar gastos militares para la protección del Estado, consiguiendo como coronación de sus esfuerzos, informes y memoriales que en el año 1.506 se aceptase su plan y se crease un nuevo ministerio o secretaría de «Ordenanza y Milicia» de la que fue nombrado titular, pero la prudencia y el patriotismo que guiaron a Maquiavelo en la creación de este importante ministerio, se vino abajo al elegir, tanto él mismo, como su amigo Soderini al hombre menos apto para mandar las tropas, un llamado Micheletto, que había sido adlátere de César Borgia y que resultó nefasto para la buena consecución de un proyecto tan importante.
Desempeñó posteriormente una nueva misión diplomática cerca de Julio II en el mismo año de 1.906 y al año siguiente fue enviado a la corte del Emperador Maximiliano I, publicando a su regreso en 1.508 su «Rapporto delle cose dell’Alemagna» que, junto con «Ritratti delle cose di Francia», publicado tras su embajada ante Luís XII en 1.510, constituyen dos excelentes visiones de la diplomacia de la época, así como de los quehaceres políticos de las naciones ante las que desempeñó sus embajadas.
Aún tuvo nuestro personaje que demostrar sus excelentes dotes diplomáticas con una nueva embajada ante Maximiliano, quien por el Tratado de Verona había garantizado por el «módico» precio de 40.000 ducados la integridad de Florencia y todavía realizó una tercera y cuarta embajada en Francia en 1.510 y 1.511. Pero en 1.512, cuando los franceses fueron expulsados de Italia, Florencia, que había tomado partido a su favor, se vio en grave peligro porque los coaligados en la Liga Santa acordaron la deposición de Soderini y el retorno a Florencia de los Medici. Era pues llegado el momento de poner a prueba la obra militar de Maquiavelo y del propio Soderini, pero aquellas milicias que aún no se habían batido en una guerra de verdad, huyeron vergonzosamente ante las tropas españolas que invadieron la Toscana, saquearon Prato y entraron triunfantes en una Florencia que les abrió sus puertas sin combate.
Maquiavelo fue destituido de todos sus cargos y desposeído de todas sus dignidades, se le desterró de Florencia durante un año, con la prohibición expresa de salirse del territorio de la República. Poco después fue autorizado para volver a la ciudad, pero se le acusó de conspirar contra los Medici y se le detuvo y se le encarceló, hasta que al ser elegido papa León X, se le incluyó en la amnistía general que se concedió y Maquiavelo pudo salir de la cárcel y retirarse a una finca de su propiedad en San Casciano, pensando que su carrera política había terminado para siempre. Fue entonces cuando disponiendo del tiempo que las ocupaciones administrativas le habían restado, se dedicó a escribir las obras políticas que habrían de inmortalizarle y que quizás no hubiera nunca escrito de no ser por la «desgracia» de su destitución y de su encarcelamiento. Así en muchas horas de estudio de los antiguos textos históricos y en reflexiones que su vida y experiencia le brindaban, escribe sus dos obras fundamentales «Discorsi sopra la prima decada di Tito Livio» y «De Principátibus» dedicando la primera a sus amigos Zanobi Buondelmonti y Cosimo Rucellai y ésta última precisamente a Lorenzo de Medici, sucesor de su tío Julio II, pues sinceramente deseaba congraciarse con los Medici y ofrecerles lealmente sus servicios y así trató con su libro de mostrarles sus capacidades en el difícil arte de manejar los medios de adquirir y conservar el poder, lo que no resulta chocante si tenemos en cuenta que en el fondo del alma de Maquiavelo la pasión por el poder le induce a congraciarse con quienes, en principio, le han encarcelado y destituido o, al menos, lo han consentido así. Pero la obra no le proporcionó los beneficios que de su dedicatoria esperaba y dedicó al cultivo de la literatura, como seguidamente veremos, las energías que había reservado para su vuelta al ejercicio de la política activa. La academia literaria y filosófica que se reunía en los jardines Buccellai fue escenario de las lecturas que hacía Maquiavelo de sus discursos, los cuales despertaban entre los miembros de aquella agrupación un amplio eco y una admiración sincera.
Durante todos estos años, hasta 1.512, no se ocupó Maquiavelo solamente de asuntos de Estado, su innegable talento literario, desconocido por la inmensa mayoría, merece que le dediquemos unas líneas, no con carácter exhaustivo pero sí lo suficientemente extensas para revelar esta faceta que ha sido oscurecida por sus obras políticas las cuales, naturalmente, han tenido una mucho mayor trascendencia, influencia y difusión.
Puede asegurarse que nuestro personaje seguramente no hubiera pasado a la posteridad literaria como una figura de primer orden, pero ello no es óbice para que reseñemos algunos de sus trabajos literarios, no exentos de mérito. Así en 1.504 empezó sus «Decennali» de los cuales el primero es un poema en tercetos, (cuyo estilo recuerda al de Dante, tanto por su formato como por su intención) y trata de las desgracias de Italia desde 1.494 hasta 1.504 y el segundo comprende el período de 1.504 a 1.514. Igualmente en 1.504 escribió una comedia, muy al estilo de Aristófanes, titulada «Le Maschere» la cual, lamentablemente, se ha perdido y de la que solo tenemos noticia por Giuliano de Ricci, quien nos la describe como una crítica agriamente satírica de los altos personajes políticos y eclesiásticos y también escribió otras comedias, de las cuales la más célebre es la ya citada «La Mandragola», escrita hacia la misma época y que algunos consideran como una de las mejores comedias italianas. Se trata de una inmisericorde y escabrosa pintura de las licenciosas costumbres de la época{9}, realizada con un gracejo y una soltura que han hecho decir a Macauly que «es superior a lo mejor de Carlo Goldoni y solo inferior a lo mejor de Molière». Otras comedias de Maquiavelos son «La Clisia», fuertemente influida por Plauto, la «Commedia sine nomine» de igual corte y características que las anteriores por lo que a procacidad se refiere y «Commedia in versi» aunque de esta última existen fundadas dudas sobre su autenticidad.
Otras obras literarias menores de Maquiavelo son sus «Conti Carnascielechi», «Asino di oro», «Novella di Belfegor» e «Istorie di Firenze», todas ellas escritas en tono desenfadado y que, junto con las obras más arriba citadas, nos dan una imagen de un hombre de su época renacentista, cultivado y de fino humor cuya obra política, como dejamos dicho, nos oculta su verdadera y completa personalidad ciertamente extraordinaria.
Sin embargo la forzosa cesantía de Maquiavelo hubo de terminar por fin. Los Medici, o quizás su consejeros de confianza, consideraron que un hombre de su valía no podía ser desaprovechado ni relegado «ad perpetuitatem» y entonces se decidió aprovechar sus conocimientos militares, por lo que en la primavera de 1.526 se le nombró inspector de fortificaciones de Florencia, que estaba seriamente amenazada por las tropas de Carlos V. Recibió también, por parte de los Medici el encargo de escribir una memoria o informe sobre las modificaciones que sería necesario introducir en el gobierno y, en su virtud, escribió el «Discurso sobre la reforma del Estado de Florencia», pero las sugerencias allí aportadas no fueron tomadas en cuenta y por una u otra razón se le relegó a una función menor, encargándole de reseñar los acontecimientos, lo que era, poco más o menos, hacerle algo así como «cronista oficial», cosa que habría de satisfacerle escasamente y considerarse infravalorado pues se sabía con aptitudes muy superiores y estaba con ánimos sobrados para acometer menesteres más importantes. Ello no obstante, recibió de su amigo Guicciardini, teniente general de la Santa Sede, varios encargos y comisiones que le hacían ausentarse de Florencia, en el curso de una de las cuales, al embarcarse hacia Livorno, tras el saqueo de Roma por las fuerzas del emperador Carlos V, se enteró de que los Medici habían sido desalojados del poder en Florencia, restableciéndose la República y quedando las cosas en el mismo estado en que se encontraban antes de la revolución de 1.512, lo que le hizo volver lleno de ilusión a su patria donde se topó con el amargo desengaño de ver rechazados sus servicios por un gobierno que, olvidando sus viejas convicciones republicanas y los muchos y brillantes servicios que había prestado al estado, recordaba únicamente la reciente amistad y la rehabilitación que le habían otorgado los Medici y el natural entusiasmo que esta le había producido...
El disgusto recibido por la actitud de incomprensión y de apartamiento que nuevamente hubo de sufrir, le produjo una honda depresión y quizás consecuentemente la enfermedad que, imprudentemente tratada con un peligroso fármaco, le ocasionó la muerte el 22 de junio del año 1.527 recibiendo los auxilios espirituales de la Iglesia y en una situación económica más cercana a la pobreza que al bienestar.
Por lo que respecta a su vida familiar, diremos que se casó en 1.502 con María Corsino con quien tuvo varios hijos y que ella fue una esposa fiel y cariñosa, pese a que su marido no le escatimó disgustos ni infidelidades.
III
Escritor político
Al enjuiciar a Maquiavelo como escritor político se plantea el problema de si sus escritos son o no «científicos». A la luz de los actuales métodos, parece indiscutible que no se puede confundir la prodigiosa objetividad de sus aseveraciones, la frialdad de su juicio y el pragmatismo inherente a todas las soluciones que aporta a los problemas que estudia, con un procedimiento científico imparcial. Este matiz de imparcialidad, junto con el de la sistemática o método, son precisamente los que diferencian lo científico de lo que no lo es y, ciertamente, Maquiavelo no es ni sistemático ni imparcial. Su indiferencia por la moralidad en la toma de decisiones políticas ha sido presentada por algunos como modelo de imparcialidad científica, pero tal afirmación es excesiva{10}, Maquiavelo más que imparcialidad posee finalidad y esa finalidad consiste en la persecución del poder político como un fin en si mismo y no duda en pasar sobre criterios, barreras, convencionalismos o leyes morales o éticas que le desvíen de ese fin. Su crítica inmisericorde a los políticos que teniendo el poder lo pierden, dice bien a las claras cual es el objetivo que le guía en sus elucubraciones.
Es, sin embargo, cierto que en sus escritos los juicios no son jamás gratuitos sino que están formados empíricamente por la observación cuidadosa de las conductas de los gobernantes que había tratado y conocido, así como por el conocimiento detallado de los hechos históricos que continuamente pone de ejemplo, pero su empirismo es puramente de sentido común, de pura aplicación práctica y no impregnado de afán inductivo y deseoso de comprobar teorías o principios generales y en su discurrir no sigue ningún método, ni siquiera, como se ha dicho por muchos tratadistas, sigue un método histórico aunque sus ejemplos estén literalmente tomados del pasado.
Maquiavelo utilizaba las fuentes históricas en igual plano en el que utilizaba sus propias observaciones, para dar apoyo a las conclusiones a las que había llegado sin referencia alguna a la historia. Era consciente de que la naturaleza humana –y así lo manifiesta reiteradamente- era, en todo tiempo y en todo lugar, exactamente la misma y por ello tomaba los ejemplos con que ilustrar sus afirmaciones de la historia antigua o de los acontecimientos modernos y, en cuanto a lo que a sistemática se refiere, es de rigor afirmar que no desarrolló sus teorías de forma metódica sino que estas son un cúmulo de observaciones sobre los hechos acaecidos de interés político y aunque a lo largo de su obra existe una indudable coherencia y no se producen quiebras en su línea de argumentación, resulta claro que sus asertos son más pura práctica que teoría política en el sentido científico que tratamos de aclarar.
De todos modos, al juzgar el discutible valor científico de Maquiavelo, no podemos dejar de considerar que el concepto «ciencia», tal como lo entendemos hoy, no puede ser trasplantado al final del siglo XV y principios del XVI, pese a que el Renacimiento fue una etapa de extraordinario florecimiento cultural, y que así como el juicio de conductas, como más adelante se dirá, debe de hacerse teniendo en cuenta los condicionamientos de la época, lo mismo sucede con otros parámetros y, desde luego, algo similar a lo que hoy entendemos por ciencia, no se producirá en la historia hasta el siglo XVII con la eclosión de una pléyade de físicos y filósofos, tales como Galileo, Newton, Copérnico o Brahe y con la sistemática metodológica cartesiana a la que ya nos hemos referido.
No puede negarse sin embargo que su influencia ha sido inmensa y que Maquiavelo es «fuente» de numerosos estudios, cumplida y abundantemente citado por estudiosos y por filósofos, teólogos y escritores de toda índole, unos decididamente favorables, otros, como Rivadeneira{11} enemigos inmisericordes de la obra del florentino, la cual por razones que no nos proponemos examinar ahora en profundidad, llegó a inscribirse en el Indice de Libros Prohibidos, por ser considerada por la Congregación Romana para la Defensa de la Fe, como gravemente peligrosa y atentatoria a la moral y a las buenas costumbres.
La gran paradoja de su acientifismo consiste en que la sistematización, el método y la imparcialidad que le faltó a Maquiavelo, fue en su posteridad retomada por tratadistas científicos que la estudiaron, la desmenuzaron y la analizaron, pudiendo asegurarse que una obra de tan reducidas dimensiones como «El Príncipe» ha producido toneladas de papel y letra impresa, ocupando y preocupando en su estudio riguroso a millones de personas y que en el tiempo actual no puede comprenderse el estudio de la ciencia política sin la obligada referencia al maestro florentino que ocupa en dicha disciplina un lugar no solamente importante sino fundamental.
Sin embargo, curiosamente, sus fuentes son escasas, al final de sus escritos no se cita, como es costumbre hacer hoy, una larga lista de obras consultadas con opiniones coincidentes o en las que se ha bebido la esencia de lo que después se transmite. No tenía Maquiavelo excesivo interés por la filosofía y las elucubraciones teóricas de los antiguos y la propia historia era para él, como para Cicerón, solamente «magistra vitae, lux temporis» y en otros aspectos me temo que no le interesara demasiado pues, como dejamos dicho, no saca de ella otras enseñanzas que aquellas que se refieren a ilustrar las observaciones de su perspicacia para obtener de ellas unas máximas que fueran útiles al estadista y por ello sus escritos políticos son más literatura diplomática que teoría de la política pues experto en las relaciones exteriores, vivió una época en la que el juego diplomático se desarrolló con increíble dureza, los tratados más difícilmente acordados eran letra muerta en el corto espacio en que una continuamente cambiante situación militar o política hacía entrar en crisis el «status quo» y volvía a ser necesario recomenzar la difícil labor de entendimiento sobre bases débiles e inestables de cuya resistencia y futuro resultaba difícil hacer previsión y obligaban a una continua vigilancia y a un cuidadoso tacto.
No tuvo pues conciencia cierta Maquiavelo al formular sus opiniones y consejos, de ser discípulo de nadie, si bien es cierto que, como dice H.G. Sabine, las nada sutiles diferencias que nuestro personaje establece entre la conveniencia política y la moralidad puedan tener un antecedente en ciertas partes de la «Política» de Aristóteles, en las que éste se refiere a los métodos con que debe proveerse a la conservación de los estados, sin consideración expresa a su bondad o maldad, pero Maquiavelo, tan proclive a poner ejemplos en la historia antigua, nunca se refiere al estagirita, por lo que hemos de deducir, lógicamente, que las afirmaciones y enseñanzas aristotélicas no sirvieron en absoluto de inspiración al florentino, deducción en la que abunda la afirmación sostenida por Gaspary, y a la que aludíamos anteriormente, de que en su formación hubo graves carencias en el estudio de los clásicos griegos, por otra parte Maquiavevelo, pese a ser un hombre del renacimiento, se sitúa al margen del humanismo: es muy poco griego y nada platónico.{12}
Sin embargo ningún hombre de su tiempo percibió con mayor claridad que él la dirección que tomaba en Europa la evolución política ni captó con mayor sensibilidad la necesidad de superación de las instituciones que se desmoronaban, ni nadie se dio cuenta mejor que él del papel primordial que la fuerza jugaba en el proceso político que se estaba desarrollando, así como de la corrupción moral que era corolario inseparable de la decadencia de las antiguas lealtades, ni tampoco nadie vio tan apasionadamente como él la necesidad imperiosa de la unidad de una Italia dividida e impotente ante las presiones de las potencias extranjeras y, por eso, por lo que la Italia romana había sido y y por la piltrafa en que se había convertido, Maquiavelo vuelve sus ojos hacia la grandeza de Roma y hacia los condicionamientos que impulsaron esa grandeza que, para él, eran la República y la religión.
La República porque había sabido constituirse en un equilibrio perfecto entre monarquía, democracia y aristocracia{13}y del juego político, tenso y difícil entre el consulado y el senado con los tribunos de la plebe, hace surgir Maquiavelo la estabilidad que dio pié a la grandeza de Roma y contrapone la religión pagana, impulsora de la «virtus» y de la exaltación de los valores elementales del hombre, a la mansedumbre y a la renunciación de la iglesia católica, más proclive al consuelo de los afligidos en una esperanza de un más allá feliz, que a la conquista del mundo mediante el esfuerzo y la consecución de un más acá mejor y del ejercicio de una fortaleza templada en el esfuerzo humano por el mandato de unos dioses impulsores de virtudes fuertes y tangibles, inmisericordes y exigentes propulsores de la riqueza y no en el amor de un Dios de mansedumbre exaltador de la pobreza{14}y de la renunciación.
Maquiavelo considera a la religión como parte esencial del gobierno de los pueblos, por eso cree que todo legislador debe de tenerla muy en cuenta, así en el siguiente párrafo nos expresa muy claramente con su característico estilo docente su opinión:
«Y verdaderamente, nunca hubo un legislador que diese leyes extraordinarias a un pueblo y no recurriese a Dios, poprque de otro modo no serían acepatdas; porque son muchas las cosas buenas que, conocidas por un hombre prudente, no tienen ventajas tan evidentes como para convencer a los demás por sí mismas. Por esos los hombres sabios, queriendo soslayar esta dificultad, recurren a Dios». (Discursos)
y seguidamente, continúa refiriendose a la religión en estos términos:
«...porque ella produjo buenas costumbres, las buenas costumbres engendraron buena fortuna, y de la buena fortuna nació el feliz éxito de sus empresas. Y del mismo modo que la observancia del culto divino es causa de la grandeza de las repúblicas, así el desprecio es causa de su ruina. Porque donde falta el temor de Dios, es preciso que el reino se arruine o que sea sostenido por el temor a un príncipe que supla la falta de religión. Y como los príncipes son de corta vida, el reino acabará enseguida en cuanto le falte su fuerza. De lo que se deduce que los reinos que dependen de la virtud de uno solo son poco duraderos».(Discursos)
Lo que para él es esencial en materia religiosa es mantener a la religión incontaminada y pura:
«Los príncipes o los estados que quieran mantenerse incorruptos deben sobre todo mantener incorruptas las cenemonias de su religión y tener ésta siempre en gran veneración, pues no hay mayor indicio de la ruina de una provincia que ver que en ella se desprecia el culto divino»(Discursos)
Así pues, para Maquiavelo no importa tanto el credo cuanto el culto y la propia religión de la iglesia católica podría ser válida y perfectamente aplicable si los papas y sacerdotes la hubieran sabido mantener pura, a cuyo respecto les hace el siguiente reproche:
«Y como muchos opinan que el bienestar de las ciudades italianas nace de la Iglesia Romana, quiero contradecirles con algunas razone, sobre todo con dos muy poderosas que, a mi juicio, no se contradicen entre sí. La primera es que por los malos ejemplos de aquella corte ha perdido Italia toda devoción y toda religión... Los italianos tenemos pues, con la iglesia y con los curas esta primera deuda: habernos vuelto irreligiosos y malvados; pero tenemos todavía una mayor, que es la segunda causa de nuestra ruina: que la iglesia ha tenido siempre dividido nuestro país. Y realmente un país no puede estar unido y feliz si no se somete todo él a la obediencia de una república o de un príncipe, como ha sucedido en Francia y en España. Y la causa de que Italia no haya llegado a la misma situación es solamente la Iglesia». (Discursos)
Puede verse aquí claramente que Maquiavelo es más anticlerical que antirreligioso, aunque en el trasfondo y entre línes podamos ver o quizás suponer, que sus sentimientos personales con respecto a la religión sean tan frágiles como sus convicciones morales, no es menos cierto que trata a la divinidad, sea cual sea, con formal respeto y, en definitiva para él las cuestiones formales tienen una importancia extraordinaria, como la tienen para todo hombre culto y bien educado y no olvidemos que para un diplomático acostumbrado a tratar con príncipes y dignatarios la trascendencia de las formas es algo más que pura máscara o vestidura, llega a ser parte integrante de la propia personalidad.
Tampoco se nos escapa, cuando habla Maquiavelo del lamentable ejemplo que da la corte papal, llena de licenciosos, simoníacos y disolutos, que estamos en vísperas de la Reforma Protestante y que dentro de la propia iglesia romana existía un clamor por una auténtica reforma «desde dentro», que restaurase las antiguas sencillas y sanas costumbres de austeridad y de moralidad estrictas arrumbadas y devaluadas a la sazón y terminase con el boato, el lujo, el despilfarro y los malos ejemplos de los altos dignatarios eclesiásticos que se hacían más patentes cuanto más altos se encontraban y, por ello, la corte papal era un paradigma de todo lo contrario al espíritu cristiano. El papado se discernía ya por la fuerza de las armas, ya por las conveniencias de los poderosos, el favor papal, muchas veces vendido, que no prestado «ex – oficio», favorecía escandalosamente a quienes sabían aprovecharse de las circunstancias. El cisma de occidente y el destierro de Aviñón se habían liquidado muy dolorosamente para la iglesia pero ya no era casi ni el recuerdo de un mal sueño y con la costumbre inveterada de la elección de un papa romano, al parecer a perpetuidad, para evitar nuevas aventuras secesionistas y nuevas tentaciones de abandonar Roma, el círculo cerrado de la sociedad romana de los Colonna, Della Rovere, Borghesse, Orsini y una docena más de apellidos ilustres, hacían y deshacían congregaciones y gobiernos, cardenales y papas, lo que había devaluado fuertemente el prestigio de la iglesia, no solamente en Italia sino también en el resto de la cristiandad.
El detonante que puso en marcha la herejía luterana y sus implicaciones en la nueva conformación de Europa, fue, curiosamente, una disputa entre dominicos y agustinos por la predicación y percepción de unas indulgencias y diezmos que tradicionalmente habían realizado los agustinos. Una simonía más, los despojó de su regalía y Lutero, que era agustino, alzó bandera contra Roma. Lo que pudo haber sido una simple riña entre frailes de púlpito y sacristía, se convirtió en el cisma más importante sufrido por la Iglesia de Roma, pero es claro que ello fue simplemente la gota que colmó el vaso, haciendo trascender a cuestiones teológicas y dogmáticas el sustrato que existía de un sentimiento de cansancio y de resentimiento contra la corte romana, no solamente por parte de príncipes y dignatarios, ávidos por otra parte de apropiarse de las riquezas de una iglesia excesivamente poderosa, sino también entre el propio pueblo cristiano y Maquiavelo en los párrafos que anteceden es finamente sensible a la situación que tan acerbamente critica. Sin embargo un hombre tan bien informado y de una capacidad perceptiva tan acusada, casi no se da cuenta del papel que habría de jugar la religión en la política del futuro, sobre todo de los dos siglos siguientes. Hombre típico del renacimiento y, por lo mismo, admirador de la antigüedad pagana, era poco capaz tanto por educación como por temperamento de captar, y menos aún de asumir, los ideales morales y constitucionales que la política europea futura habría de tomar de la edad media, todo ello a pesar de lo clara y perspicaz que era su visión de la política.
Aunque para ser exhaustivos nos quedan muchas cosas que decir, quisiéramos finalizar este apartado con un juicio crítico lo más desapasionado posible sobre nuestro personaje, cosa ardua para cualquiera y más aún cuando en el mundo de la intelectualidad política, religiosa, filosófica y aún literaria, las opiniones están fuertemente divididas pues ha tenido críticas de todos los colores y matices. Sin embargo creemos que pasados cinco siglos existe suficiente perspectiva histórica para que el juicio a emitir pueda tener unas ciertas garantías de imparcialidad incluso para aquellos que nos consideramos apasionados.
Tanto por reflexión como por experiencia creemos que no existe más verdad que la verdad histórica, es decir, aquella que se establece en las coordenadas sociales de la época en la que vivió el personaje que se juzga, pues si ya en el lenguaje coloquial actual resulta un lugar común invocar la frase orteguiana «yo soy yo y mi circunstancia» y ella es válida para entender y absolver o condenar una determinada conducta, las circunstancias históricas, por lejanas que se encuentren, deben de ser tenidas en cuenta a la hora de emitir un juicio sobre cualquier personaje histórico. Así calificar de «cruel» a Filipo de Macedonia por condenar a muerte a un ladrón en una época en que tal conducta era práctica habitual, sería poco justo por estar mirado con los ojos de la época actual, abolicionista de la pena de muerte, y en la que la crueldad se ha depurado tanto como para haber tipificado como delito el mal trato a los animales, cosa que sería impensable hace solamente cincuenta años.
Ningún pensamiento humano, ni tampoco una acción del hombre, pueden ser acarreados fuera de la historia ante una conciencia imparcial para ser evaluados. La moral, la religión, la política y la cultura, son inteligibles únicamente si las consideramos en su oportunidad histórica y relativas a su época{15}
Es lo cierto que difícilmente se encontraría en la historia de las letras, de la política o incluso de la filosofía, otro nombre tan zaherido o tan exaltado como Maquiavelo, una persona tan poco comprendida y unos escritos que, pese a ser abundantemente citados, han sido escasamente leídos por el gran público. He manifestado en numerosas ocasiones, creo que con fundamento, que «El Príncipe» y «El Capital» son los dos libros más citados y menos leídos, incluso por intelectuales que presumen de notables conocimientos sobre la política y sobre la economía, no obstante, al sacar de contexto muchas de las citas que se efectúan, se desvirtúa de manera importante el sentido que Maquiavelo o Marx dan a muchas de sus afirmaciones.
Existen críticos de Maquiavelo que lo consideran como el fundador de una escuela política condenable, que al fundamentar toda su estructura sobre el perjurio, la traición y el terrorismo de estado, tiene como única finalidad el sometimiento incondicional de las gentes a la omnímoda voluntad de un tirano, sea príncipe o república. Hay quienes, por el contrario, ven en el florentino un exégeta de la libertad y del buen entendimiento entre gobernantes y gobernados y que bajo el pretexto de dar consejos prácticos a los déspotas y tiranos no persigue sino denunciar públicamente las iniquidades de unos y otros y, descubriendo sus métodos, hacerlos odiosos a los pueblos{16}. Ambas opiniones contrapuestas son, sin duda, igualmente falsas. Sin embargo los adjetivos «maquiavelismo» y «florentino» se han consagrado en el lenguaje cotidiano como sinónimos de la aviesa maquinación y de la traición más execrable y dichas connotaciones peyorativas no son ajenas, ni mucho menos, a un enfoque miope y pedestre de la mentalidad de Maquiavelo.
La verdad es muy otra. De la atenta lectura de sus libros se desprenden dos conclusiones igualmente ciertas:
Primera: Maquiavelo es un hombre refinado, cultivado y conocedor perfecto de la sociedad en que vive. Su vida transcurre espartanamente en servicio del estado, cuya gloria y expansión busca prudentemente y con dedicación exclusiva, así como con honradez ejemplar que le lleva a la muerte sin haber hecho fortuna cuando suponemos que le sería muy fácil haberse enriquecido, tan fácil como a muchos políticos que actualmente le critican o se refieren a él de forma inmisericorde (cuando sus manos están manchadas por el soborno y acaso por otros delitos inconfesables, como la tortura y el asesinato) conoce perfectamente la diferencia entre el bien y el mal y distingue sin desviaciones de ningún tipo lo que «debe ser», lo que «está bien», lo que es moral y lo que es caballeroso de aquello que no lo es, pero ese no es el nudo de la cuestión. Maquiavelo no establece valoraciones éticas o morales, se limita a exponer lisa y llanamente los hechos sociales de su tiempo, las cosas «como son en realidad» y, consecuentemente no puede decir otra cosa que aquello que ve y lo que ve es una sociedad corrompida y disoluta en la que priman el interés y la rapiña y en la que el éxito justifica las conductas más execrables. Cuando, en la última parte de este estudio, dedicada exclusivamente a su obra más conocida, comentemos algunos de sus puntos de vista, veremos con más precisión cual es el pensamiento axiológico de Maquiavelo.
Segunda: Maquiavelo «no ha hecho el mundo» y, sobre todo, no ha formado la conciencia de los hombres. Estos –la experiencia lo demuestra- son poco de fiar. Son egoístas, falsos, difíciles de llevar por el buen camino a base de buenas palabras y de buenos propósitos y solamente el temor los hace entrar en razón. Los gobernantes están hechos del mismo barro, los hombres de armas también. Un estadista no puede fiarse de unos ni de otros, ni menos de palabras que se lleva el viento, pues si lo hace será seguramente engañado y las consecuencias no las sufrirá él sino que mayormente las padecerá el pueblo, los gobernados, los más débiles en suma ¿Por qué no adelantarse a los acontecimientos y emplear las armas que consciente o inconscientemente emplean los demás?. Maquiavelo desciende del mundo del «deber ser» al de «esto es lo que hay», del plano axiológico al puramente especulativo. Nada opone a que en la vida privada y de relación contractual se respeten los pactos y el derecho. Cuando así no ocurre la fuerza inexorable de los tribunales corrige inmediatamente al infractor y el príncipe, a través de las instituciones del estado, es el garante de que así ocurra, pues para ello tiene a los magistrados y a los jurisconsultos, pero cuando un príncipe es burlado por otro, cuando un tratado, laboriosamente suscrito, es roto unilateralmente ¿Quién castigará al infractor? ¿Qué autoridad se le enfrentará? Ninguna, absolutamente ninguna y, entonces solo la fuerza de las armas, la temida y odiada guerra, es quien toma la palabra para restablecer la justicia o, lo que es peor: si no se puede resistir, hay que conformarse con el sometimiento y con la dominación. ¿Y no es esto mucho más injusto y mucho más cruel? ¿No es mejor prevenir con la astucia estas situaciones? ¿No es mejor el engaño que la catástrofe? ¿No es, incluso, más cristiano elegir de entre dos males el menor de ellos?:
«...la prudencia consiste en saber conocer la naturaleza de los inconvenientes y tomar por bueno lo menos malo» («El príncipe, Cap. XXI)
El pensamiento político de Maquiavelo es claro y meridiano, quizás como el de todo hombre de buen sentido, la única diferencia es que nuestro personaje se atreve valientemente a decir lo que piensa, en tanto que otros, haciendo gala de escrupulosidad moral, hacen bajo mano aquello que condenan en el príncipe de Maquiavelo, cuya pretendida inmoralidad no es sino reconocer que el mundo está lleno de falsía, doblez y malas intenciones, pero esto no hace falta que nos lo diga Maquiavelo, ya lo dijo la Biblia muchos siglos antes; sirva como botón de muestra el siguiente fragmento del salmo atribuido a Salomón:
«Líbrame ¡oh Señor! de los hombres mundanos, malvados y perversos, cuya mente está llena de iniquidad y su diestra colmada de sobornos»...
No hay pues inmoralidad en Maquiavelo, hay, si acaso, una amoralidad política, y matizamos muy claramente: solamente política, pero él no la ha inventado, simplemente la ha descubierto y la pone de manifiesto a quien más le interesa conocerla que es al gobernante, al hombre de estado porque, en definitiva y como más adelante veremos, Maquiavelo condena formalmente la tiranía y la crueldad del gobernante y le insta siempre a buscar el bien de su pueblo, lo que sucede es que los caminos del bien político distan mucho de ser los mismos que los del bien teológico y de esta confusión de principio nacen las más agrias críticas que este hombre extraordinario ha recibido a lo largo de los últimos cinco siglos.
Pero los hechos son tercos y pugnaces. Es inútil disfrazar de bellas palabras la basura que conlleva el quehacer político. Hemos visto, vemos y seguiremos viendo como en nombre de los más excelsos principios se lleva a los hombres a la muerte o a la miseria, ejemplos bien recientes en los que ni queremos ni podemos entrar en el ámbito de un estudio como este, dicen bien a las claras que el engaño y la mentira se enseñorean del quehacer político en detrimento siempre de los más débiles y de los más desfavorecidos a quienes, sin embargo, se insta al sacrificio insensato en nombre de los más puros y elevados ideales.
Esto es lo que vio claramente Maquiavelo y lo que plasmó en sus ya celebrados, ya denostados escritos y todo, absolutamente todo, lo sacó de su cabeza, de sus finas dotes de observador privilegiado de la realidad y lo corroboró con ejemplos sacados de la historia antigua, infiriendo que «si siempre había sido así» no había razón alguna para pensar que en su momento histórico no fuera a suceder lo mismo y así puso al gobernante en guardia aleccionándole y advirtiéndole, según creo, para el bien del gobernado, auque la pasión por la política y por el poder, llevando al extremo sus enseñanzas, pueda constituir un fin en sí misma.
Es su gran mérito como pensador y como escritor -ya lo hemos dicho antes- el no haber recurrido a tratadistas científicos anteriores a él para elaborar sus opiniones y sus máximas, ni a tener que consultar una amplia bibliografía preexistente y, a pesar de que le hemos catalogado desde el punto de vista de la «ciencia política» como no científico, no podemos menos de reconocer que los científicos actuales de esta y otras disciplinas concomitantes, han de citarlo y considerarlo como un maestro de políticos y de estudiarlo con la atención extensa e intensa que su influencia merece{17} toda vez que el estado moderno, así como toda la historia de la evolución del pensamiento político, desde el siglo XV hasta nuestros días, no se puede explicar ni siquiera quizás comprender, si prescindimos de la obligada referencia a su extraordinaria perspicacia, a su felina prudencia y a su acúmulo de observaciones sobre la realidad social y política del tiempo en que le tocó vivir.
Es, sin embargo, cierto que los peligros morales que entraña cualquier posición extrema sacada de sus enseñanzas, puede resultar de mayor daño que el que se procura evitar o que las ventajas que se tratan de conseguir al aplicar los principios encerrados en los consejos que Maquiavelo expone, pero eso no sería jamás culpa de él sino de quien le interpretara de forma imprudente y, precisamente, la imprudencia es el defecto que más odia Maquiavelo ya que a lo largo de toda su obra son el tacto, la observación, el cuidado, la parsimonia, la oportunidad y la previsión el alma de sus consejos y la línea maestra de su discurso y siempre, absolutamente siempre, la razón de estado viene tipificada por la necesidad del estado como entidad moral superior, valedora y veladora del ciudadano y si bien se busca siempre que el gobernante sepa mantenerse en el poder y se le aconsejan los mejores o los más eficaces medios para lograrlo, siempre también se le induce a armonizar este interés con el interés general de sus súbditos, siempre le exhorta a comportarse como un príncipe, jamás como un tirano y precisamente por pragmatismo, porque la tiranía fomenta la aversión del pueblo y es causa de la desgracia del príncipe:
«Ha sido costumbre de los príncipes, para proteger la seguridad del estado, edificar fortalezas que fueran la brida y el freno de quienes planearan rebelarse"
y continúa explicando cómo con artes y embates dichas fortalezas pueden ser derribadas por los rebeldes y por los enemigos, por lo que, a renglón seguido dice:
«Por eso la mejor fortaleza que puede existir es no ser odiado por el pueblo, porque por muchas fortalezas que tengas, no te salvarán si el pueblo te odia» (El príncipe, cap. XX)
Así pues parece justo decir que no todo es como parece o como se nos ha hecho creer. Solo de la lectura atenta del Secretario Florentino y de la serena reflexión de sus experiencias, plasmadas en una prosa clara y didáctica, podemos extraer las consecuencias reales y los juicios morales en la exacta dimensión en que han sido formulados, y, naturalmente, trasplantándonos a la Italia de su tiempo, cuyos conceptos sobre la fuerza, la violencia, la guerra o la política, distan de los nuestros en la teoría años luz, aunque en la práctica las acciones políticas contemporáneas no estén tan distantes. Prescindamos pues de muchos apriorismos contradictorios o de las interesadas manipulaciones que una crítica, a la que ya nos hemos referido, nos la legado, haciéndonos tomar postura previa y, sin pasar de ser una persona que duda ante la figura de Maquiavelo a ser un exégeta de su doctrina, asumiremos la última parte de este estudio, sacando reflexiones y conclusiones de algunas máximas contenidas en «El Príncipe», sin pretender con ello dejar el asunto agotado porque creemos que aún seguirán vertiéndose sobre Maquiavelo multitud de juicios bien fundamentados y quizá alguno de ellos, en un futuro, alcance a armonizar desapasionadamente sus puntos de vista con una actitud política digna o, al menos, sin el sambenito de inmoralidad o amoralidad del que tradicionalmente se le ha revestido.
Ambos calificativos, tanto el de inmoral, como el menos agresivo de amoral, se me antojan igualmente injustos y, con el segundo parece querer quitársele hierro a la pesada carga de connotaciones peyorativas que el simple nombre de Maquiavelo comporta. Así cuando graves y consagrados autores nos proponen esta especie de paliativo no hacen, a mi manera de entender, otra cosa que un flaco servicio a nuestro personaje, rebajándole la pena en un grado, como diría un criminalista, pero manteniendo sobre él una grave condena que parece no poder ser extinguida jamás.
Sin embargo una actitud de neutralidad frente a Maquiavelo, me parece muy difícil de poder ser aceptada por el gran público, e incluso por la crítica especializada. Años de condena moral implacable hacen ardua la posibilidad de un cambio hacia otros horizontes más benévolos en el juicio ponderado del Secretario Florentino y no es ajena a esa imposibilidad funcional, (que no material) el hecho de sus críticas implacables a la Iglesia de Roma y a la corte papal{18} a las que con cierta extensión nos hemos referido en su momento y que consistieron, no solamente en afear a la corte papal la disipación en la que había caído, sino su posición política, culpable en alto grado de la fragmentación de Italia, cosa que a nuestro personaje la parecía aún más grave que los «pecados» de aquella sociedad de ambiciosos y corruptos, los cuales a los ojos de Maquiavelo, como hombre de mundo y perfecto conocedor del alma humana, tenían bastante menor gravedad o, cuando menos, eran mucho más disculpables que la responsabilidad histórica de no hacer nada por conseguir una Italia fuerte, unida e independiente como lo eran Francia o España, a merced de cuyos ejércitos estaba Italia condenada a padecer lo que Maquiavelo llamaba «éste bárbaro dominio».
Varios papas condenaron la obra de Maquiavelo y la incluyeron en el índice.{19} En 1.534 el cardenal inglés Pole y poco después el obispo portugués Osorio, para quienes las obras de nuestro personaje son nefandas y demoledoras, «como escritas por el mismísimo demonio para confusión y perversión de los cristianos», así como los oportunistas y situacionistas –que en toda época histórica los ha habido- alguno de los cuales escribe cosas como la siguiente: «Todo el mundo, gracias a su obra «El Príncipe» le odiaba: a los ricos les parecía que aquel Príncipe había sido algo que servía para enseñar al Duque (Lorenzo de Médici) a robarles a ellos toda su riqueza y a los pobres su libertad; a los «piangoni» las parecía herético; a los buenos deshonesto; a los malos más malo y osado que ellos, así que todos le odiaban»{20}
Como la refutación con argumentos de tan lamentables juicios nos parece que sería excesivamente larga, pues se nos ocurren docenas de ellos, dejaremos al propio Maquiavelo que se defienda y tomamos para ello un párrafo de su tan denostada obra:
«Un príncipe debe mostrarse también admirador del talento, acogiendo a los hombres virtuosos y honrando a los que sobresalen en algún arte. Además debe animar a sus conciudadanos para que puedan ejercer pacíficamente sus actividades, ya sea en el comercio, en la agricultura o en cualquier otra actividad humana; y que nadie tema mejorar sus posesiones por miedo a que se las arrebaten ni abrir un nuevo negocio por miedo a los impuestos; por el contrario debe instituir premios para quien quiera hacer estas cosas o para quien piense en mejorar de una manera u otra su ciudad o su estado» (El Príncipe, cap. XXI)
Todo comentario sobre las acusaciones anteriores huelga, pero lo que sucedió fue que el espíritu de la Contrarreforma se cebó en Maquiavelo como chivo expiatorio y se desató una auténtica ofensiva contra él, de modo que se la atribuyeron todos los males de Florencia y aún se hizo de él bandera contra la discrepancia de la fe o como ejemplo de lo que no debía de ser un cristiano y para fustigar la tibieza de quienes no tomaran partido cerril y acrítico por la Iglesia de Roma y en 1.552 el arzobispo Ambrossi Chatarini Politi arremete contra Maquiavelo acusándole de ser con su Príncipe el propugnador de la perversidad, la astucia, la inobservancia de los pactos y el uso de la religión como «instrumento del gobernante», como si tal actitud, existente desde el comienzo de los tiempos, la hubiera inventado él. Adquiere así su nombre toda la infinita serie de terribles y negativos anatemas que no le abandonarán ya jamás, ni aún en nuestros días, al menos en la conciencia y sentir populares, atribuyéndosele las más falsas y peregrinas ideas y las más disparatadas afirmaciones, jamás salidas de su pluma. Sus obras no las ha leído nadie, (coloquialmente hablando), pero el adjetivo «maquiavélico» y el sustantivo «maquiavelismo» se usan de continuo por todo el mundo para execrar cualquier conducta no acorde con una falsa moral o una ética hipócrita que ejecuta, bajo mano, lo que Maquiavelo tuvo el valor de decir públicamente.
De todos modos, no todo el mundo es medido y juzgado jamás por el mismo rasero, hay suertes distintas para todos y cada uno; a Maquiavelo, que creía poco o nada en la fortuna, le ha correspondido la peor ¿por qué?. Simplemente porque no se conforma con una actitud pasiva ante los acontecimientos y pretende anticiparse a ellos y combatirlos con iguales armas. Shakespeare, en «La violación de Lucrecia» dice:
«Quienes solamente poseen el honor y la virtud están perdidos en este mundo de perfidias».
Nadie le criticó por ello, a todos pareció bien su afirmación y a todos arrancó el aplauso o, al menos, nadie paró mientes en algo que se considera obvio.
Maquiavelo no dice nada distinto de lo que afirma Shakespeare, sabe que este mundo en el que vivimos está lleno de engaño, de falsedad, de doblez y de disimulo pero no está dispuesto a que las contrariedades derivadas de la situación acorralen al gobernante y le hagan perder sus estados y así le avisa y le prepara para que no se deje sorprender ni sobrepasar por los acontecimientos. No condena ni el honor ni la virtud, antes los ensalza, pero, a renglón seguido, dice enérgicamente: eso no basta, es necesario el complemento de la astucia, anticiparse a los acontecimientos, estar preparado para combatirlos y usar de las mismas armas, por otra parte las únicas válidas en esta lucha implacable que es la política, que es, en suma, la propia vida...
«Y muchos se han imaginado repúblicas y principados que nunca se han visto ni se ha sabido que existieran realmente; porque hay tanta diferencia de cómo se vive a cómo se debería vivir, que quien deja lo que se hace por lo que se debería hacer, aprende más bien su ruina que su salvación: porque un hombre que quiera en todo hacer profesión de bueno fracasará necesariamente entre tantos que no lo son. De donde le es necesario al príncipe que quiera seguir siéndolo aprender a poder no ser bueno y utilizar o no este conocimiento según lo necesite» (El Príncipe. Cap.XV)
IV
El Príncipe. (Reflexiones finales)
En los «Discorsi sopra la prima decada di Tito Livio», escritos, como «De Principatibus» durante su forzosa cesantía, Maquiavelo, siguiendo a Polibio, y en menor medida a Aristóteles, nos da una visión de lo que debe ser la organización del estado cercana a lo que él considera como el modelo deseable. Los acontecimientos sobre los que se basa, ocurridos en la Roma republicana, están ya lo suficientemente lejanos en el tiempo como para considerar a aquella república el ideal del que partir para la organización del estado moderno. El sistema romano, como ya sabemos, incluía en su constitución los tres poderes: monárquico, aristocrático y democrático y los tres se contrapesaban y limitaban de forma equilibrada. Consulado, senado y tribunos de la plebe componían un juego de fuerzas cuya resultante fue el engrandecimiento de la república y éste ejemplo transmitido a las generaciones futuras, llegará mucho después aún del tiempo en que vivió Maquiavelo, a ser el paradigma de otras organizaciones políticas, tal como la inglesa, de la que Montesquieu, a través de Locke obtiene inspiración para formular su teoría de la separación de poderes.
Contiene pues este libro toda la sabiduría política de Maquiavelo y es compendio de su buen entender y de concluir de este entendimiento las reglas para una buena organización del estado. Cada título de cada uno de sus capítulos es en sí mismo una referencia a la prudencia y al buen arte de gobernar y cada explicación, ilustrada con ejemplos sacados de la historia, es extrapolada a la realidad del momento para sacar un provecho cierto de la experiencia romana. Ni por un momento pone Maquiavelo en duda las excelencias del sistema y, por eso su criterio es aprovecharla para reencauzarla y actualizarla, ofreciendo así a los que pueden tomar decisiones una especie de recetario para organizar el estado aprovechando aquellas virtudes y evitando las actuales defectos.
Este libro, menos conocido que «El príncipe» es, desde luego, su obra más ambiciosa y seguramente más rica en teoría, aunque menos conocida y merecería por sí solo un comentario extenso y profundo cuyas conclusiones, sin embargo, no diferirían mucho de las que de su hermana menor podremos extraer. Por eso y por estar ya para siempre asociada la figura de Maquiavelo a la de su príncipe, nuestro comentario final lo reduciremos a éste, pues él ha sido el más leído y combatido (también ensalzado, ciertamente) y pesa así mismo en nuestro ánimo, no solamente el que haya sido para muchos «piedra de escándalo», sino también el hecho de ser menos genérico y más personal, dirigido al hombre gobernante antes que a la sociedad gobernada.
Y al llegar a este punto de nuestro estudio, volviendo los ojos hacia mi mismo, he de decir, tal como queda expresado en la introducción, que hube de bucear en mi interior, hube de entrar en ese difícil reducto que Thomas Hobbes llama «The kingdom of darkness» y busqué cuales eran mis prejuicios y cuales mis predeterminaciones, reflexioné con la casi imposible imparcialidad que una persona, informada y deformada por multitud de influencias ajenas que se han ido sedimentándose en el pensamiento, puede hacerlo y llegué a la conclusión de que en el fondo de mi pensamiento ni quiero ni puedo condenar a Maquiavelo, que siempre, dándome o sin darme cuenta, he estado de acuerdo con él, y que tras su lectura en directo esta idea se ha afirmado en mi de un modo racional.
Ya, a lo largo de estas páginas, lo habrá advertido la perspicacia de quien tenga la paciencia de leerlas y que mis juicios, al menos en parte, difieren de los que autoridades morales y académicas han emitido, quizás con más fundamento, y de los que algunos se tienen generalmente por definitivos y sirven de modelo en las clases, precisamente por su pretendida imparcialidad. Lo siento, yo no soy imparcial; no puedo serlo, (en realidad nadie lo es) y así lo reconozco paladinamente; no puedo, por tanto, aceptar sin resistencia lo que otros han previamente decidido. Si tengo o no fundamento suficiente es otra cuestión distinta, aunque sí aseguro que mi posición –que puede ser equivocada- no es, en absoluto, gratuita.
Desde un punto de vista puramente pragmático y a los fines académicos, yo debería ahora comenzar por explicar con precisión y meticulosidad, como hace Maquiavelo, las clases de principados que hay, los hereditarios y los nuevos, los de anexión y los eclesiásticos, cómo se ganan por el derecho o por la fuerza y cómo por otras vías se pueden perder. Sería más útil y más didáctico y revelaría sin duda una meritoria aplicación en el estudio de la ciencia política, y al seguir los caminos trillados por los autores que figuran en el índice bibliográfico que se detalla al final de éste estudio, revelaría un talante científico y una asepsia intelectual que seguramente es lo que se le pide a un estudiante de ciencia política. La tentación de proceder de este modo fue muy fuerte y el trabajo hubiera resultado mucho más académico y con mayores garantías de excelencia ¿Cómo no habría de serlo, guiándose por los juicios de quienes saben infinitamente más? Sin embargo prefiero, a riesgo de ser heterodoxo, seguir otros caminos, comentar los pasajes que a mi me han llamado más la atención y de los que he sacado mis propias consecuencias y aunque estas se parezcan a las de otros comentaristas que no conozco, o aunque difieran diametralmente de ellas, se verá que he tenido la modesta valentía de arriesgarme y esto lo aprendí del propio Maquiavelo y al beber en sus fuentes, sin despreciar a nadie, me he enriquecido y me he conocido mejor a mi mismo y, al alinearme con Machon{21} se verá que lo hago por mis convicciones y sin seguir otro orden que aquel que mi propia intuición me ha facilitado, porque, en realidad de poco sirve el estudio y la formación, la preocupación o el interés por los temas académicos, si con ello no ponemos en marcha la máquina de las ideas y, con los materiales acopiados no formamos el edificio de nuestro propio pensamiento.
Creo que las propias ideas, si se exponen con moderación y se fundamentan con prudencia, revelan el trabajo que uno se ha tomado para elaborarlas, en tanto que toda repetición, si bien supone aplicación y estudio, no siempre es garantía de asimilación y enriquecimiento, porque, como el mismo Maquiavelo asegura:
«Y esto porque existen tres clases de inteligencia: una comprende las cosas por sí misma, otra discierne lo que otros comprenden y la tercera no comprende nada por sí misma ni por medio de otros: la primera es extraordinaria, la segunda excelente y la tercera inútil».
Si he llegado a comprender o no algo por mi mismo, se verá por el juicio de quien me lea y, desde luego, ni por un momento estuvieron en mi pensamiento ni la arrogancia ni el afán de originalidad, simplemente he tratado de extraer de mi propio criterio las conclusiones que sugiere la lectura de Maquiavelo y haciendo, como él hizo con los ejemplos históricos, extrapolación de sus juicios al momento presente, ver si son de aplicación o ver si el progreso de la humanidad los ha hecho envejecer y los ha superado. Sinceramente creo que no.
El primer contacto que tuve con el maestro florentino, aún antes de haber leído nada de él, fue un pasaje de la obra que hasta hoy, es uno de los que han sido más puestos en solfa por sus críticos y por los moralistas, conocido incluso por aquellos que no lo han leído y tenido por el sumum del cinismo político; es aquel en el que se establece si el príncipe debe de ser amado o temido de su pueblo:
«Surge de esto la duda: si es mejor ser amado que temido, o viceversa. La respuesta es que convendría ser lo uno y lo otro; pero como es difícil combinar ambas cosas, es mucho más seguro ser temido que amado cuando haya de prescindirse de una de las dos ... porque los hombres tienen menos miedo de ofender a quien se hace querer que a quien se hace temer».
Motivó, como decimos, este pasaje amargas críticas hacia el oportunismo maquiavélico y, sin embargo, la propia teología católica al hablar de nuestra salvación eterna establece dos caminos igualmente seguros para tal fin. Uno el de la perfecta contrición, o sea: el arrepentimiento de los pecados por amor infinito a un Dios que es padre, misericordioso y justo; pero como a Dios nadie le vio jamás{22}, nos queda para el mismo fin, así como para el mejor gobierno de las conciencias de los fieles, otro camino más seguro o al menos más fácil; el camino de la atrición, o sea: el arrepentimiento por temor a las penas del infierno. Así pues, para sus propios sacerdotes, el mismo Dios de la Iglesia Romana no renuncia a que sus fieles le teman y, en virtud de ese temor, se comporten de la forma ordenada y meritoria que establecen sus mandamientos.
Esta dualidad hizo escribir a Voltaire aquellos versos que dicen:
«Quiero amar a ese Dios, busco en él a un padre,
Me muestran un tirano que debemos odiar.
Creó humanos semejantes a él mismo para envilecerlos mejor
Les dio corazones culpables para tener derecho a castigarlos
En un suplicio horrible que un milagro eterno impide terminar».
He aquí como el doble juego del amor y del temor es manejado también desde instancias detentadoras de la ortodoxia moral sin que nadie se escandalice por ello. Nada, por lo tanto, tiene de hipócrita ni de extraño que las afirmaciones de Maquiavelo sobre el amor o el temor a la autoridad, se parezcan como dos gotas de agua a aquellas de la teología cristiana y el escándalo está más en los ojos de sus jueces que en la lúcida inteligencia de nuestro personaje, para quien el amor y el temor se sustancian en una conducta clara y meridiana: el amor se consigue con los favores, los honores y la templanza al exigir impuestos pues:
«Los hombres olvidan antes el asesinato de su padre que el expolio de su patrimonio».
En tanto que el temor se consigue por el empleo de la fuerza, ya que:
«La fuerza es justa cuando es necesaria»
Y del concepto de fuerza nos vamos sin solución de continuidad al de violencia, porque toda fuerza supone que hay que hacer violencia para aplicarla y si bien la idea de la violencia repugna de manera visceral, si nos paramos a considerar la injusticia que conlleva, no sucede lo mismo cuando vemos que es aplicada por lo que hemos dado en llamar autoridad legítima (Max Weber), que no otra cosa es el enfrentar a las fuerzas de seguridad del estado contra una manifestación, que con razón o sin ella, se desarrolla atentando contra propiedades públicas o privadas y que solamente es posible abortar haciendo omisión de los derechos humanos, pues estos, en ese momento determinado, dejan de pertenecer a la facción que se manifiesta para ser patrimonio exclusivo del «status quo», cuya alteración solamente puede hacerse por medios pacíficos, aún cuando se trate de cambiar las directrices del gobierno constituido, aunque sean injustas...
La fuerza también puede emplearse contra los enemigos ocultos, aquellos que no se manifiestan y que desde la clandestinidad o desde la marginación son una amenaza para el estado. Y ¿quién debe de ser el encargado de emplear la fuerza?, ¿el propio príncipe?, no jamás deberá hacerlo así, ello iría contra su propia imagen; el príncipe ante el pueblo debe de ser quien otorgue los honores, pero no puede mancharse las manos ni aparecer como un tirano, ni menos aún como un asesino. Para tales menesteres,
«si son secretos cuenta con los sicarios, si son públicos con los militares»
En nuestros días ocurre exactamente lo mismo. Los gobiernos cuentan para los asuntos oscuros con los servicios secretos, que son los modernos sicarios del estado y sería muy difícil justificar moralmente las actuaciones de estos servicios. Todos conocemos las atrocidades que, probadas o no, se cuentan de guerras sucias y terrorismos de estado, de los que ninguna potencia tiene las manos limpias. Tampoco de las guerras injustificables que en nuestros días se llevan a cabo, siempre en nombre de una justicia y una libertad cuya realidad resulta más que dudosa, en cuanto a los militares que se emplean para estas guerras y para otras, más adelante les dedicaremos un breve comentario.
También hubo de ser severamente juzgado aquel otro pasaje en el que se establece la conveniencia de cumplir o no la palabra dada:
«Por consiguiente un señor prudente no puede, ni debe, mantener la palabra dada cuando tal cumplimiento se vuelva en contra suya y hayan desaparecido los motivos que le obligaron a darla. Y si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no lo sería, pero como son malos y no mantienen lo que te prometen, tu tampoco tienes por qué mantenérselo a ellos».
Así pues el mantenimiento o no de la palabra no depende del capricho del gobernante, quien, ante todo debe de mirar por el bien de su pueblo, y si al cumplir la palabra lo perjudica, debe, prudentemente, dejar de hacerlo ya que lo contrario no sería un gobernar justo y prudente.
Tal y no otra cosa es la práctica habitual del día de hoy. Conocemos, tanto por la historia como por la prensa, docenas de acuerdos y tratados internacionales que son letra muerta al poco de firmarse y que en ellos las declaraciones de buenas intenciones son irreprochables, en tanto que su cumplimiento ha sido desechado cuando las conveniencias de uno de los firmantes así lo han aconsejado. Constatar esto no resulta excesivamente difícil y reprochar a Maquiavelo la previsión de un evento tal, sería tan hipócrita como hipócrita se pretende el consejo de tal conducta.
Por eso el príncipe:
«tiene que contar con un ánimo dispuesto a moverse según los vientos de la fortuna y la variación de las circunstancias se lo exijan, y como ya dije antes, no alejarse del bien, si es posible, pero sabiendo entrar en el mal si es necesario».
Maquiavelo distingue pues perfectamente entre el bien y el mal, pero su única pauta de conducta es la necesidad, el último fin de la llamada razón de estado, no es otro que precisamente este de la necesidad pues el bien y el mal son siempre hijos de las circunstancias y aceptarlas y prevenirlas es la misión más importante de quien toma sobre sus espaldas la responsabilidad del gobierno que, al fin y al cabo, no consiste en otra cosa que en buscar el bien de los gobernados.
¿Y qué es si no esto el llamado estado de necesidad? ¿Quién condenaría al que comete una infracción en dicha situación? Y entonces ¿Por qué condenar una conducta que la necesidad de los más exige al que los gobierna? Y a más: ¿Qué responsabilidades se le exigirían al gobernante que haciendo gala de honor a su palabra llevara a su país a la ruina?
Así pues los juicios de las conductas políticas siguen otras pautas que los de las conductas particulares y Maquiavelo sabe que esto es así y simplemente lo dice de la manera sencilla que todos lo puedan entender, sin entrar a valorar conductas que se justifican por su fin, pues si es cierto que todos los moralistas han condenado que el fin justifique los medios, no es menos cierto que también han establecido importantes excepciones: así las guerras, el juicio al tirano,{23} los asuntos reservados y un largo etcétera, sin que nadie se escandalice por ello, porque Maquiavelo piensa de continuo que el bien del príncipe no es distinto del bien de su pueblo y esta unión que puede ser a la vez despotismo y democracia, se refleja en que el apoyo popular debe de ser la continua preocupación del gobernante. Hay que ganarse al pueblo y al pueblo no se le gana con palabras, se le gana con hechos que procuren su bienestar y su felicidad.
«A un príncipe le conviene contar con la amistad de su pueblo, de lo contrario no tendrá remedio en la adversidad»
y más matizadamente:
«A un príncipe no deben preocuparle las conjuras de los poderosos si cuenta con la amistad de su pueblo».
El aspecto militar del gobierno preocupó a Maquiavelo de forma notable. Influido por la historia militar de Roma, cuyas disciplinadas legiones la hicieron ganar un imperio e impresionado por la máquina militar de los Habsburgo, sentía una desconfianza plausible por las tropas mercenarias y deseaba crear un ejército nacional que pusiera a su patria a salvo de las vicisitudes de una guerra confiada a los mercenarios, más proclives a la traición que al cumplimiento del compromiso adquirido, por ello advierte al príncipe con el claro juicio habitual de sus admoniciones:
Los capitanes mercenarios, o son excelentes hombres de armas o no lo son si lo son, no puedes fiarte de ellos, pues aspirarán siempre a su propia grandeza, o bien oprimiéndote a ti, que eres su señor, o bien oprimiendo a otros en contra de tus intenciones; si no lo son y carecen de cualidades, lo natural será que causen tu ruina»
Es cierto que en los tiempos actuales los educadores militares han establecido normas de formación que pasan por enseñar a los cadetes un meritorio sentido del honor, una disposición ejemplar a la renuncia y al sacrificio, así como un amor acendrado a la patria, cuyo supremo bien debe de estar por encima de cualquier otra consideración y, junto con estas llamadas virtudes castrenses, la disciplina, virtud suprema que consiste en la obediencia al superior sin discusiones y la del superior a la autoridad legítimamente constituida.
Pero no resulta tampoco ociosa esta observación de Maquiavelo a la luz de los acontecimientos, no ya actuales sino desde la más remota antigüedad, porque quien tiene en sus manos el poder fáctico de las armas, siente la tentación irremediable de ponerlo en vías de hecho, porque no faltan jamás los ambiciosos que aprovechándose de las circunstancias que les son propicias, convenzan a los que poseen las armas de la necesidad de emplearlas contra una facción de su propio pueblo, y lo curioso es que tal conducta se produce precisamente en invocación de las lealtades y virtudes que han constituido la base de la educación militar, y entonces se invierten los valores y se estima que la justicia está por encima de la obediencia y que la lealtad es antes para la patria que para el superior, con lo que todo el edificio, tan trabajosa y meritoriamente levantado, se viene abajo sin remedio.
Solamente entonces –y existen en la historia reciente buenas pruebas de ello- la autoridad del príncipe y su previsión y, digamos su desconfianza metódica en quienes tienen las armas, reservándose el resorte eficaz del mando y de la coacción, es capaz de salvar la situación, e imponiéndose por el medio más adecuado, evitar la catástrofe, tanto propia, perdiendo su principado, como la de sus gobernados quienes, sin poderlo remediar, pasarían al perder a su príncipe, de un poder a otro, probablemente más tiránico por menos preparado para su menester, o por tener que establecer necesariamente un orden nuevo, cosa que jamás ocurre sin el empleo de esa misma violencia tan odiada y tan execrable.
El mantenimiento de la situación parece ser para Maquiavelo el valor supremo y no escatima razones para fundamentar su opinión, las encuentra tanto en la historia antigua como en la reciente y, en esta misma línea, nosotros las seguimos encontrando, pues a menudo para evitar pequeñas o grandes injusticias se cometen otras mayores y esto está así tipificado, tanto en el derecho internacional público, como en el derecho civil de uso privado. El derecho público ha consagrado el principio: «rebus sic stantibus», pues para la eficaz salvaguardia del orden internacional, lo deseable es el mantenimiento del «staus quo» y la propia Carta Fundacional de las Naciones Unidas así lo consagra, recomendando a las naciones renunciar a la guerra para solventar sus diferencias (lo que no deja de ser una mera buena intención) y propiciando siempre la negociación y el entendimiento de las naciones por métodos pacíficos. El derecho privado ha consagrado igualmente otro principio: «primus in tempus potior in jure», que, con matices, viene a ser lo mismo, y quien se sienta lesionado en su derecho habrá de partir, sin posibilidad unilateral de cambiarla, de la situación de hecho para enmendar el pacto, bien por la negociación, bien por la contienda judicial.
Pero: «si vis pacem, para bellum» y como nadie se conforma con el derecho ni con la razón de otro, es necesario estar preparado para cualquier eventualidad y el recurso a la fuerza y a su inevitable corolario: la violencia, está en la mente de todo aquel que detenta el poder, aunque tenga un talante negociador, pues todo político que tenga intereses contrarios a los suyos tratará de arrebatarle una parcela de ellos, e igualmente todo ciudadano, en los negocios públicos y en los privados, piensa de idéntica manera, así que la última carta, el último triunfo es siempre el mismo y aunque gobernara un santo, parece que tal actitud es perfectamente inevitable. El propio cardenal Cisneros, que era un hombre de Dios, acosado por quienes intentaban imponérsele, hubo de afrontar la situación con el recurso a las armas, pues cuando los revoltosos nobles castellanos quisieron arrebatarle la regencia, probablemente para sumir al reino en una nueva anarquía, le trataron de deslegitimar y le desafiaron a que les mostrara sus poderes. Todos sabemos cómo el Cardenal se los enseñó en forma de soldados amenazadores, que con sus armas prontas a la intervención, convencieron a los nobles de la improcedencia de sus pretensiones.
Esta conducta de Cisneros, talmente parece como si le hubiera sido dictada por Maquiavelo. No fue así, pero podría perfectamente haberlo sido; sin embargo la repulsa generalizada que se ganó el secretario florentino por consejos similares al proceder del cardenal, contrasta con las alabanzas unánimes que la actitud de éste ha suscitado en los comentaristas y en los historiadores, quienes le reputan un héroe por haber tomado una decisión que no hubiera sido posible si su previsión no hubiera alcanzado a tener a mano unas cuantas bayonetas oportunas.
Siguiendo con ejemplos sacados de la historia, que como el anterior han merecido la gloria de ser utilizados para servir de ilustración moral a las generaciones siguientes, traemos a estas páginas el consejo que el antiguo prior del convento en el que había profesado Ramiro el Monje de Aragón, le dio cuando a este cuando siendo ya rey y atormentado por la imposibilidad de meter en cintura a sus nobles revoltosos, que le desorganizaban el reino y amenazaban su propia continuidad, decidió recabar los auxilios de quien había sido su maestro. Volvió, como sabemos Ramiro al convento para recabar de la prudencia del fraile, tenido por sabio, su opinión sobre la mejor manera de enderezar aquella situación que se volvía insostenible. De todos es conocida la muda respuesta del prior quien tomó una hoz y cortó del huerto todas las hierbas que sobresalían más de una tomada como referencia. Ramiro entendió en el acto, reunió a todos los notables en Huesca, con el falaz motivo de hacer una campana cuyo tañido se oyese en todo el reino de Aragón, y cuando estuvieron todos en el salón del consejo, sus sicarios les cortaron la cabeza sin contemplaciones.
Bien es cierto que el hecho tiene más de leyenda que de historia probada, pero se ha repetido hasta la saciedad, alabando la prudencia de Ramiro y, yo personalmente, no he encontrado un solo libro de texto de historia, ni un solo comentario de la crítica, que no fuera laudatorio; más bien puedo recordar que el grandilocuente cuadro de Casado del Alisal que pinta la sangrienta escena, estaba reproducido en todos los libros de texto de historia, para edificación y ejemplo de los escolares infantiles de mi época. Allí los únicos culpables eran los nobles que querían desposeer al príncipe de su principado. No quiero pensar qué se hubiera dicho si Maquiavelo aconsejara a su príncipe una conducta similar y, sin embargo al prior se le considera un hombre sabio y prudente y al rey Ramiro un hombre enérgico y heroico, que supo aplicar en el momento oportuno la decisión adecuada. Es claro que la fortuna histórica tiene también sus preferencias y que conductas similares se juzgan con parámetros muy distintos, pues no he visto, por el contrario nunca, que nadie alabara estas otras palabras de Maquiavelo:
«Pero no se puede llamar virtud, el asesinar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, no tener palabra, ni piedad, ni religión; estos medios harán ganar poder pero no gloria».
Es pues manifiestamente deducible de cuanto hasta aquí hemos visto, que los consejos de Maquiavelo van siempre dirigidos a que el príncipe cuide con esmero su propia reputación, y en ese sentido la primera admonición es siempre «moral», lo que sucede es que la necesidad está por encima de la moralidad y lo que el florentino llama «virtù» no es superponible al concepto cristiano, sino más bien al pagano y su admiración por Roma así lo evidencia. Para su fe cristiana, no muy fuerte, debilitada aún más por la conducta de un clero que considera lamentable por haber predicado la mansedumbre antes que el valor, el escepticismo resulta ser la única salida, pero como en él prima lo útil sobre lo conceptual y la necesidad sobre la verdad, extiende sus consideraciones hasta recomendar al príncipe la observancia pública de la religión y las cuidadosas apariencias del culto.
De todos modos su recomendación es siempre la prudencia y la armonía con el pueblo; este nunca debe de odiar al príncipe, aunque le tema y debe de sentirse protegido por él, tanto en su fortuna y bienestar como en sus creencias; no debe sentirse perseguido ni por una violencia insensata, ni por unos impuestos abusivos. El príncipe, para ello, debe de ser cortés, justo, caballeroso y virtuoso o, al menos, parecerlo pues para Maquiavelo, en el fondo, todo es cuestión de formas y de apariencias ya que un hombre puede ser ambicioso, codicioso e inmoral y sin embargo no será repudiado por la sociedad siempre que cuide diligentemente de sus modales, de su aspecto y de su imagen, mostrándose además sonriente, afable y cortés, pues ¿no es esto en realidad la esencia de la buena educación?.
Para nuestro autor, excelente conocedor de la naturaleza humana, el hombre, in genere, es un ser bastante despreciable. La masa, como el Leviatán de Hobbes, es un conglomerado de hombres y por tanto una suma de vicios, pasiones y defectos. El príncipe debe ser superior a la masa y su vestidura de honorabilidad, sus apariencias, le ayudarán a conseguir la consideración del pueblo que debe de reputarle como el mejor.
Me viene a la memoria, abundando en el concepto, la frase de Crispín, personaje ciertamente maquiavélico, cuando le reprocha a Leandro que haya querido malvender los buenos vestidos que llevan:
«¡Antes me desprendiera yo de la piel que de un buen vestido! Que nada importa tanto como parecer, según va el mundo, y el vestido es lo que antes parece».[24]
Y aunque el párrafo precitado se desarrolla en la ficción y en una época cercana al renacimiento, es evidente que en la actualidad siguen considerándose estas afirmaciones como válidas ya que gozan del asentimiento general.
Uno de los motivos, quizás el más importante, por el que la obra de Maquiavelo ha merecido los reproches de los moralistas, ha sido el haber elegido a César Borgia como modelo de príncipe nuevo, elogiando su astucia, su valentía, su talento para la política y para el arte militar, así como otra serie de cualidades que, vistas con los ojos de hoy, resultan de muy dudosa aceptación. Sin embargo creo que merece la pena que nos detengamos, bien que sea brevemente, en distinguir los motivos de admiración de Maquiavelo hacia el hijo de Alejandro VI, situándonos en la época y tratando de ser lo más objetivos posible.
En la mente de Maquiavelo bullía la frustración de ver una Italia dividida en cinco medianos reinos y algún que otro pequeño Estado. Las potencias extranjeras intervenían en los asuntos italianos con indeseable frecuencia y el común deseo de los que se consideraban patriotas (y nuestro autor era uno de ellos) era ver conseguida la unidad de todos los italianos bajo una sola bandera. Eran tiempos difíciles y una operación de la envergadura que se deseaba no podía ser llevada a cabo con componendas ni contemplaciones; eran también tiempos crueles, de una crueldad generalmente aceptada, pero enorme y devastadora, practicada por el propio concepto de la justicia y, por lo tanto, muy lejana a los conceptos sociales que sobre la fuerza y la violencia hemos llegado a adquirir en la época actual.
Se necesitaba, para llevar a cabo el ideal de unidad, al líder absoluto que fuera capaz de saltar por encima de pactos y componendas, cuya mano no vacilara ante legalismos y ante admoniciones morales y que arrancara el entusiasmo de las masas para llevarlas a una guerra que habría de ser larga, difícil y de comprometido éxito. Maquiavelo había visto durante su misión ante César Borgia, cual era el talante de aquel hombre, cómo había conseguido hacer un verdadero ejército disciplinado y obediente a base de hombres de baja extracción, cómo había resuelto, sin contemplaciones y sin escrúpulos, las dificultades que le suponían los señores de la Romaña, sus enemigos declarados, y cómo su tacto político, y su simpatía personal por otra parte, se conjugaba hábilmente para hacer de él el posible redentor de una Italia desmembrada. Veía claramente en él al cirujano que era capaz de llevar a cabo una operación dolorosa pero necesaria y, en todo el resto de los príncipes que conocía, ninguno le aventajaba en audacia, en valor ni en capacidad; poseía lo que Maquiavelo consideraba más necesario: «virtù» en la cantidad más que suficiente para hacerse protagonista de una obra colosal.
Pero César Borgia no triunfó y ello retrasó sine die las esperanzas de Maquiavelo. No obstante la admiración por el personaje no representaba la admiración por sus defectos y esto es fácil de comprender. Recordemos la parábola cristiana del mayordomo infiel: Cuando el mayordomo se vio perdido, descubierta su infidelidad por su señor, reunió a los deudores de este y les rebajó sus cuentas en cantidades sustanciales, así, cuando se viera sin empleo, encontraría amigos a los que acudir, y dice el evangelio que «Cristo elogió la astucia del mayordomo» y pronunció aquellas palabras: «En verdad os digo que los hijos de las tinieblas, son más avisados que los hijos de la luz». ¿Quiere esto decir que Cristo, al elogiar el proceder astuto del mayordomo, elogiaba una conducta moralmente condenable? ¡claro que no! Igualmente Maquiavelo no elogia la conducta del Duque de Valentinois, pero admira la fortaleza de la que hace gala para conseguir sus objetivos y ve en ella la posibilidad de encontrar al liberador de Italia, fin supremo, que seguramente hubiera justificado por parte de la crítica histórica cualquier medio que se hubiera empleado en conseguirlo, pues al fin y al cabo la historia, como un elemento de dominación que es, justifica las guerras más atroces y los despropósitos más inmorales, sobre todo porque esa escrita siempre por los que han tenido la fortuna de ganarla.
Al hacer las últimas consideraciones sobre nuestro personaje, no puedo dejar de fijarme en aquellas críticas que le acusan de hacer del poder una teleología y un retorcimiento de finalidades. Quizás sea así, frases como la que sigue hacen del estadista centro, principio y fin del estado:
«Por eso hay que concluir que los buenos consejos, vengan de quien vengan, han de nacer de la prudencia del príncipe y no la prudencia del príncipe de los buenos consejos».
Pero no podemos ignorar que es una constante histórica el hecho de que quien detenta el poder, tiende a perpetuarse en el mismo y es igual mirar hacia autocracias, dictaduras o democracias. Se dice que igual Stalin que Napoleón{25} tenían «El príncipe» como libro de cabecera, puede ser o no verdad pero se perpetuaron en el poder mientras pudieron y no es menos cierto que los políticos actuales –que seguramente no han leído el libro- hacen exactamente lo mismo, porque tal proceder está en la naturaleza humana, todos quieren que sus propiedades y su fortuna duren eternamente, y eso bien lo sabía Maquiavelo que requiere del príncipe la fortaleza que sea capaz de perpetuarle, algo que no se encuentra en cualquier hombre, aunque lo desee, pues ser un príncipe no es tarea fácil. Posée el príncipe los mismos defectos que la masa, está hecho del mismo barro, pero las virtudes se educan y se ejercitan y así dice:
«Solo son buenas, seguras y duraderas las defensas que dependen de ti mismo y de tu propia virtud».
Pero esta virtud que le perpetuará en el poder es ¿quién lo duda? una pasión irreprimible. El que gobierna un tiempo y conoce los resortes del poder no lo abandonará jamás de buen grado y, aunque otro u otros sean superiores a él, no lo admitirá, habrá hecho de su oficio –o lo creerá así- un sacerdocio y abandonará cualquier cosa antes que la potestad y dará también cualquier cosa por conservarla. Esa es la realidad y «el bien común» pasará necesariamente por su munífica mano y a nadie le será, más que a él, conocida su naturaleza y la última verdad, la que nadie confiesa, es que un hombre poderoso se cree siempre el centro del universo.
Permítaseme citar de nuevo a un autor moderno, quien influido por el espíritu de Maquiavelo –según a mi me parece- escribe una farsa al estilo de la antigua «comedia del arte» italiana, pero con la intención de fustigar a nuestros políticos españoles del primer tercio del presente siglo que, como se verá responden a los mismos resortes que a los de todos los tiempos:
-Pueblo – En ese caso, bien os estará dejar el gobierno de la Ciudad.
-Crispín – Si fuera para estar yo con la Ciudad mejor gobernado, ¡quién lo duda? Pero ¡quién ha de sustituirme? ¿cualquiera de vosotros? Crispín por Crispín me prefiero a mi mismo. Yo soy más grande en mis ambiciones. Ambicioné riquezas y tuve cuantas pude ambicionar; ambicioné el poder, el señorío de la Ciudad y nadie puede disputármelos...Los medios fueron torpes, me serví de vosotros, y tuve que dejar que de mi os sirvierais. Pero mi ambición no se detiene tan bajo como la vuestra. Ahora ambiciono la grandeza de la Ciudad; por conseguirla sacrificaría mis riquezas, mi vida...por de contado os sacrificaré a vosotros...Levantaré la Ciudad en contra vuestra, y en contra mía si es preciso. Vos Capitán esperad mis órdenes...A vosotros no he de ser yo, ha de ser la Ciudad, el alma de la Ciudad, que ha de despertarse, la que dispondrá de vosotros: de mi también, que hasta el fin hemos de estar unidos, como cómplices de un mismo crimen...{26}
Esta misma especie de mística o si se quiere de erótica del poder, es la que se desprende de todo el libro de nuestro autor florentino y que, como vemos, ha influido de manera notable en políticos, artistas, teólogos, moralistas, filósofos y científicos de la política, de todos los cuales, a modo de resumen, no puedo menos de identificarme con Francis Bacon que de modo definitivo dice:
«Hay que agradecer a Maquiavelo y a los escritores de este género, el que digan abiertamente y sin disimulo lo que los hombres acostumbran a hacer, no lo que deben hacer».
Podría continuar comentando y analizando frases y más frases de «El príncipe», el libro da para mucho más, es tan denso de contenido, como breve en extensión, pero mi intención creo que está suficientemente cumplida, me quedan solamente por hacer unas breves consideraciones sobre la doble moral con que la ortodoxia juzga hoy las decisiones del estado y los comportamientos de los particulares. Maquiavelo, más o menos, hizo lo mismo y por ello fue severamente juzgado. Hoy vemos que el estado, que sería lo mismo que decir el príncipe, está completamente convencido de ser una «institución moral superior» o una entidad que, en vez de haber salido de un contrato social, ha nacido por su propia virtud y así, con toda la soberbia de los antiguos soberanos absolutos, dispone de un poder contra el que solamente se puede luchar a través de un casi imposible diálogo que se llama «procedimiento contencioso- administrativo» y, por velar por el bien común, impone ordenanzas que aplica con criterios restrictivos o extensivos, según convenga al momento político, dicta disposiciones fiscales confiscatorias y persigue, muchas veces de forma insensata, cualquier iniciativa particular que no redunde en su indiscutible beneficio. Hay un sinfín de cosas más que sería prolijo ir enumerando, pero que contrastan con la benevolencia con que se remira en sus propias decisiones. Nada nuevo, estamos exactamente igual que hace cinco siglos o que cincuenta y en esta «Ley del Embudo» la parte ancha sigue siendo la del poder, mientras que la estrecha es la del ciudadano. Esto hizo decir a La Rochefoucault una frase memorable:
«Cualquier ciudadano sería tenido por un delincuente peligroso, si se permitiera las licencias de conducta que a sí mismo se permite el estado»
Así pues la justificación de la fuerza, la violencia, el abuso de poder, la «cínica postura maquiavélica» en suma, está hoy consagrada por la ley y por nuestras instituciones democráticas sin que a nadie se le ocurra discutir su legitimidad. Sin embargo nuestro personaje aún continúa siendo etiquetado de cínico cuando lo único que estableció, ciertamente, fue la justificación de los actos del gobernante por la pura necesidad.
En virtud de su espíritu práctico y oportunista, algún autor moderno, ha pretendido ligar a Maquiavelo con el marxismo leninismo, argumentando que la llamada praxis marxista hunde sus raíces en las enseñanzas de nuestro personaje. Frases como «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad» o «Sed realistas; pedid lo imposible», hacen dudar de que tal afirmación pueda tener visos de verdad, pero no lo creo. El marxismo-leninismo es pura ideología y sabido es que toda ideología es hija de la distancia entre el ideal y la realidad. Para Maquiavelo idea y realidad se confunden en una curiosa negación, o más bien inhibición, de «lo que debe ser». No le preocupó la economía ni los cambios que despuntaban ya en los medios de producción; fue un anticipador del «laissez faire», a él lo único que le interesaba era que el príncipe supiera que el no agobiar al pueblo con impuestos, el protegerlo y el halagarlo, era lo mismo que ganárselo para su causa. La revolución social era algo impensable para aquella época y aquella mentalidad. La única cosa más parecida a la revolución que el florentino conocía, eran los cambios violentos en el gobierno, los cuales procuraba evitar y que, sin embargo, se produjeron y causaron su desgracia.
Otra cosa es afirmar que las raíces del materialismo dialéctico o del materialismo histórico, puedan rastrearse en los poco escrupulosos razonamientos maquiavélicos o que el discurso del florentino sobre la «pura realidad» pueda ser premonitorio de una filosofía política que, trescientos años más tarde, considerará las argumentaciones ideales como algo inútil y despreciable ante la agresiva manifestación de los hechos, los cuales han de ser encauzados dentro del marco de una conveniencia política incompatible con «contemplaciones» o escrúpulos...
Sin embargo, la filosofía hegeliana podría ser igualmente rastreada en los duros conceptos maquiavélicos, los principios de racionalidad y realidad están tan arraigados en ellos que defender este antecedente, no resultaría tampoco una empresa imposible...
Todo ello nos lleva más bien a pensar que cualquier ideología, cualquier criterio político, así como cualquier teoría social moderna, están contenidas en el embrión maquiavélico, el cual se revela como paradigma del sentido común y como detentatorio de una riqueza de matices que lo hace perenne, ya que al recoger los hechos históricos y proyectarlos a la vida de su tiempo, realizo la feliz tarea de establecer los principios sólidos sobre los que ha de asentarse cualquier liderazgo político, porque lo que en la antigüedad era así, también habrá de ser así en el futuro, cosa que la perspicacia de Maquiavelo intuyó y nos legó en sus escritos, los cuales, pese al tiempo transcurrido y a las numerosas hostilidades (también admiraciones) que suscitan, suscitaron y suscitarán, continúan vigentes y se niegan, con éxito, a envejecer.
* * *
Se ha dicho que en todo hombre hay más de una personalidad. La moderna siquiatría llama a esto esquizofrenia, sin embargo, sin alcanzar los niveles patológicos, la afirmación es cierta. Todos somos algo distinto de lo que parecemos habitualmente o todos poseemos cualidades ocultas que, cuando eventualmente salen a la luz, causan extrañeza en el circulo de nuestros habituales.
Maquiavelo tampoco pudo sustraerse a esta regla, en su alma de hombre práctico y con los pies pegados al suelo, había también en él una fuerte dosis de idealismo. Su ideal no se extinguió con el tiempo. Pensó que César Borgia, apoyado por su padre el papa Alejandro VI, sería capaz de conseguir la añorada unidad italiana y vio como fracasó su esperanza; pero al final de su corta vida otro príncipe, Lorenzo de Medici y otro papa León X, Medici igualmente, estaban en el poder y tenían posibilidades de emprender la ilusionada aventura. Por eso el tono pragmático, oportunista y «cínico» de «El príncipe» cambia completamente en el último capítulo, más concretamente en los finales del mismo y entonces todas las consideraciones «de tejas abajo» que le son propias, exponiendo las máximas y los consejos «racionales», de pronto se abandonan y el autor se eleva sobre tanta servidumbre y tanta mezquindad humana, sobre la praxis administrativa y sobre su propia oscuridad de funcionario y hace patentes sus nobles anhelos con un brillante apóstrofe, que ha sido llamado «La Marsellesa del Siglo XVI» y que nos descubre un Maquiavelo, ahora sí, decididamente revolucionario:
«No debemos pues, dejar pasar esta ocasión para que Italia, después de tanto tiempo, encuentre un redentor. No puedo expresar con qué amor sería recibido, en todas aquellas provincias que han sufrido a causa de estos aluviones extranjeros; con qué sed de venganza, con qué obstinada lealtad, con qué devoción, con cuántas lágrimas. ¿Qué puertas se le cerrarían? ¿Qué pueblos le negarían la obediencia? ¿Qué envidia se le opondría? ¿Qué italiano le negaría su homenaje? A todos asquea este bárbaro dominio. Tome pues, vuestra ilustre Casa este asunto de su mano, con aquel ánimo y con aquella esperanza con que se hacen propias las causas justas; para que, bajo sus banderas, esta patria se ennoblezca y bajo sus auspicios se hagan realidad las palabras de Petrarca:
Virtù contra furore
Prenderà l’arme; e fia il combatter corto:
Che l’antico valore
Nell’italici cor non e ancor morto»
Así vemos cómo nace en Italia el sentimiento de patria, concepto y sentimiento que, desde aquel entonces, han variado ciertamente poco.
Tres siglos y medio después, otro funcionario –esta vez en Turín- dirige las mismas palabras a su príncipe: Carlos Alberto de Saboya, rey de Cerdeña-Piemonte, y con la esperanza de que otro papa, Pio IX, paladín, según se pensaba del liberalismo, llas secunde. Pero tienen sus palabras menos mérito, son de segunda mano, Maquiavelo ya lo había dicho todo. A Gioberti, sin embargo, le sonríe más la fortuna, las circunstancias le son más favorables y un nieto de Carlos Alberto, Víctor Manuel II, llega en 1.870 a ser rey de aquella Italia unificada que Maquiavelo soñara y por la que tantos consejos le dio a su príncipe, quien, probablemente, jamás los leyó...
Pero, aunque tarde, el reconocimiento a Maquiavelo le hubo de llegar de la mano de Leopoldo, Gran Duque de Toscana, quien en el año 1.787 hizo grabar, en su sepulcro de la iglesia florentina de La Santa Croce, el siguiente epitafio:
«Tanto nomini, nullam par elogium»
Ya puede descansar en paz eternamente nuestro personaje, con la esperanza de que la Italia unida que soñó y que tantos avatares hubo de sufrir para concluirse, no se vea nuevamente desmembrada por la reciente e insensata ola de los modernos nacionalismos.
FIN
Fernando Álvarez Balbuena
Dr. en CC. Políticas y Sociología
Notas
{1} Quiero hacer la salvedad de que algunos autores como Sabine o Touchard, tratan la figura de Maquiavelo con muy certera y didáctica ecuanimidad, pero al ser sus libros de los que se denominan «de texto» resultan escasas las páginas dedicadas al personaje, aunque sean fruto de un estudio riguroso y profundo, pero ese es su estudio y por tanto seguir sus criterios únicamente, sería dar una versión de segunda mano, por ello estimo que solo la lectura de las obras de Maquiavelo y la reflexión personal, junto con las aportaciones de estos y otros autores, puede llevarnos a encontrar una explicación propia de la trascendencia del personaje.
{2} Marx llamaría a esto «superestructura»
{3} «No hay «patria» en la antigüedad, tampoco en la Edad Media. No la hay, en rigor, hasta el renacimiento.(M. Menéndez y Pelayo, en Historia de los Heterodoxos Españoles)
{4} «L’etat c’est moi» es la frase, que atribuida a Luis XIV, mejor refleja lo que es la autoridad real.
{5} El Comercio y la Banca no se desligan el uno del otro, como actividades independientes, hasta el siglo actual y, hasta finales del siglo XIX, son numerosas las casas comerciales que hacen banca en pequeña escala, como complemento de sus negocios de mayor envergadura. (Fund. Banco de Bilbao Vizcaya «Apuntes para una historia de la banca en España», 1990)
{6} Carlos V, modelo típico de un monarca a caballo entre la edad media y la moderna, acude a los Fugger, sus banqueros más habituales, solicitándoles préstamos en numerosas ocasiones, con las garantías del oro que habría de recibir Castilla de su imperio americano.
{7} Es el tiempo de un cambio de producción, una revolución en el sentido marxista: «Toda revolución surge cuando, en un momento dado, los medios de producción entran en violenta contradicción con las relaciones de producción preexistentes»
{8} Este Soderini no es el obispo Francesco, al que acompañó Maquiavelo en su embajada ante Cesar Borgia en 1.502, sino un hermano suyo, ambos también pertenecientes a una antigua e influyente familia florentina.
{9} «La Mandrágora» fue acerbamente criticada, incluso actualmente, por su tratamiento escabroso de las costumbres de la época, pero creemos que no hay para tanto, si recordamos que «El Decamerón», estudiado en todas la aulas de literatura, no le va, en absoluto, a la zaga, lo que sucede es que el mero nombre de Maquiavelo goza de una cierta «mala prensa».
{10} H.G.Sabine «Historia de la Teoría Política» (pag.272)
{11} Autor de un opúsculo contadictorio de Maquiavelo titulado «El Príncipe Cristiano»
{12} Touchard, Cap. VI, sec.II.
{13} Aquí Maquiavelo ya no es tan original pues sigue los pasos de Polibio punto por punto.
{14} A. Martínez Arancón, en su prólogo a los «Discursos», cuenta una deliciosa y muy ilustrativa anécdota de Maquiavelo con respecto a sus preferencias en la vida futura.
{15} Hegel, citado por R.H.S. Crossman en «Biografía del Estado Moderno»
{16} J.J. Rousseau, Contrato Social.
{17} Quiero significar aquí que el Profesor T.Fdz.-Miranda y Hevia, cuando en sus lecciones de Derecho Político se refería a nuestro personaje decía siempre: «El maestro Maquiavelo», de quien, obviamente, se sentía admirador.
{18} J.J. Rousseau, Contrato Social (Cap. VI)
{19} Paulo IV en 1.559, confirmada su inclusión en 1.564 por Pio IV y en el índice de Trento, base de los sucesivos índices romanos, se la considera gravemente peligrosa y así continuará hasta casi mediados del siglo XVIII.
{20} De una carta de G.B.Busini a Benedetto Varchi.
{21} Canónigo francés que, por encargo del Cardenal Richelieu, escribió una obra titulada: «Apología en defensa de Maquiavelo».
{22} San Juan, Cap.I vrs. 18
{23} F .Suarez, S.J. y el P. Vitoria han dicho cuándo es justa la guerra y cuándo es justo eliminar al tirano.
{24} J.Benavente. «Los intereses creados» (Acto I, esc. 1ª)
{25} El abate Guillon, publicó en 1.816 un libro titulado:»El Príncipe comentado por Napoleón Bonaparte»
{26} J.Benavente. «La Ciudad alegre y confiada» (Cuadro II, esc. 10ª)