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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 75
Artículos

A mis queridos amigos y maestros Don Gustavo y Doña Carmen: in memoriam

Carmen Fernández Armesto

La autora rememora las tardes en compañia de Gustavo Bueno y Carmen Sánchez.

Carmen Fernández y Carmen Sánchez[Carmen Fernández y Carmen Sánchez, Feria del libro de Oviedo, 2005]

Permanecerán siempre en mi recuerdo «esos miércoles» en los que podíamos tener el privilegio de recibir de primera mano su cariño y sus enseñanzas. ¡Disfrutar de su compañía era un lujo!

Cuando, a lo largo de la semana, me surgía alguna duda, referida, muy a menudo, al presente en marcha me decía a mi misma: «se lo preguntaré a don Gustavo el miércoles» y, llegado el momento, él con paciencia y amabilidad, pero siempre con firmeza, tiraba de mí con sus potentes argumentos y me sacaba de la «caverna». ¡Gracias don Gustavo!

La velada de los miércoles, que comenzaba a las siete de la tarde, tenía institucionalizados tres momentos marcados siempre por doña Carmen.

El primero se abría con la llegada y saludos, en el que no faltaba nunca un beso cargado de alegría y afecto, era sagrado, señalaba el pistoletazo de salida de toda la velada.

Ella, mi amiga, curiosa y observadora, no se le escapaba nada, me miraba detalladamente de arriba abajo realizando, seguidamente, un gesto de agrado o contrariedad según le complaciese o no mi atuendo.

Ante su proceder, don Gustavo sonreía pícara y amorosamente por esas muestras de lucidez y coquetería que evidenciaba su querida esposa.

No se borra de mí la imagen de Carmen calentando mis manos, que solían estar, frecuentemente, frías. No me las soltaba hasta que las tenía calentitas gracias a su sincero y preocupado esfuerzo.

Era una mujer generosa, hospitalaria y sentida. Cuando veía a la niña de Nicole, que los visitaba alguna vez, adaptaba su «sencillo lenguaje» y sus actitudes a la edad de la pequeña y lograba tratarla de forma tan maternal como lo hacía su propia madre, ¡conseguía ganarse a la niña! Me asombraba, enormemente, que, en su situación, fuera capaz de ello. Recordemos que ya había tenido el accidente vascular que la dejó muy impedida.

Mi admiración hacia esta gran mujer iba en aumento.

A doña Carmen, mi querida amiga Carmen, le debo mucho. Cuando llegué a Oviedo hace trece años no salía de mi guarida y ella, tan vital, me obligó a enfrentarme a la realidad social ovetense. Me llamaba para pasear, tomar café, acompañarla al médico, para comprar turrón en Navidad, para acudir a una conferencia, para conocer a la encantadora Marita, la sencilla e inteligente hermana de don Gustavo.

Hubo entre nosotras lo que, coloquialmente, denominamos «química». Me ayudó a madurar. Me sacó de mi aislamiento y se convirtió en mi maestra de la vida.

¡Conversamos tanto!, ¡me contó tantas cosas! No puedo evitar, por su belleza, singularidad y simpatía, detenerme en una de ellas.

Una tarde, charlando amigablemente en mí casa, me relató que, cuando don Gustavo estaba en Salamanca, ejerciendo como Catedrático de Filosofía y Director del Instituto Femenino Lucia de Medrano, ella, que ya debía conocerlo, fue a verlo y le expresó su deseo de hacer oposiciones de filosofía pidiéndole que la preparara para lograr su objetivo.

Don Gustavo la miró fijamente y respondió sin dilación: «Por qué no te olvidas de las oposiciones y te casas conmigo».

Carmen se quedó un momento desconcertada, pero su respuesta tampoco se hizo esperar: «Acepto».

Y el noviazgo se inició, duró una temporada no larga, salían todos los días, y una de ellos doña Carmen le comentó, muy preocupada, que... claro... que ella era de misa y comunión diaria... y que para ella eso de las relaciones sexuales era un «trago muy duro»... que no sabía cómo enfrentarse a esa situación.

Don Gustavo, inmediatamente, replicó: «No te preocupes..., eso déjalo de mí parte».

En ese punto de la narración, la protagonista me miró con nostalgia y picardía confesando: «Y...cuando Gustavo me enseñó lo que era el amor...»

Vinieron cinco primorosos retoños.

Desde entonces, siempre juntos, y juntos se fueron, no podía ser de otra manera.

Entre don Gustavo y su esposa se cumplió a la perfección ese proverbio que dice: «Detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer».

Volviendo al relato del primer momento de la tertulia de los miércoles, después de los saludos tomábamos un dulce. Ambos esposos eran golosos.

Don Gustavo sentenciaba: «A nadie amarga un dulce»; pero era muy comedido, al instante, con solemnidad añadía: «Un poco de todo, nada en exceso».

Rápidamente, el Maestro comenzaba a comentarnos los acontecimientos trascendentales de la semana, aplicando, claro está, sus doctrinas filosóficas.

¡Estaba más al día que nosotros! ¡Lo tenía ya todo triturado! ¡Nos dejaba asombrados!

Don Gustavo era una persona entrañable y cordial, hablaba de lo divino y de lo humano, siempre con ironía y sentido del humor, no hacía ascos a tema alguno.

Su esposa, mi querida e inolvidable amiga, escuchaba atenta y pacientemente hasta que se cansaba y pedía ir a jugar a las cartas con esos gestos tan expresivos que poseía

Entonces se iniciaba el segundo momento de la velada, durante el cual sólo participábamos en el juego las mujeres: Doña Carmen, Lumi (su valiosa cuidadora), nuestra buena amiga Rosi y yo, y, en algunas ocasiones, su muy querida sobrina Susi. Nos sentábamos alrededor de una hermosa y sólida mesa de madera oscura, situada en un extremo del salón

¡Qué voy a decir de esas partidas «ad hoc»!, como don Gustavo las designaba porque tenían la finalidad de que su esposa, su fuerte y generosa esposa, saliera siempre ganadora. Ella, satisfecha, conocedora de su triunfo, levantaba la cabeza y su mano izquierda con gracia y elegancia cual «vuelo de alondra». Doña Carmen era una mujer muy distinguida además de hermosa.

Nosotras lo que pretendíamos, en realidad, era animarla, entretenerla y estimularla para que su lucidez no decayera, y, por supuesto, divertirnos.

Los hombres, don Gustavo y Tomás, entre tanto, hacían un apartado al otro lado del salón y dialogaban, platónicamente, sobre temas de más enjundia, de asuntos estrictamente filosóficos.

Hace apenas tres meses, ¡Dios santo, quién lo diría!, hablaron largo y tendido del Curso de Verano de Santo Domingo de la Calzada «Democracia y corrupción». Y don Gustavo proporcionó a Tomás sugerencias para el desarrollo del mismo, cuyas directrices habían sido elaboradas previamente entre don Gustavo y su hijo Gustavo Bueno Sánchez.

Este segundo momento, en el que los hombres y las mujeres estábamos separados, duraba hasta que doña Carmen los reclamaba enfadada. Yo para calmarla alegaba: «déjalos, son hombres y tienen que hablar de sus cosas». Se tranquilizaba un ratito pero pronto «volvía a la carga» y yo, en esta ocasión, salía en su defensa, llamándolos al orden: «A ver, que aquí necesitamos a los hombres».

Ellos, percibiendo que era la hora de implicarse en el juego, se levantaban dócilmente y venían hacia nosotras.

Don Gustavo al acercarse a la mesa de juego nos decía sonriente: «Aquí llega la retaguardia».

Daba comienzo el tercer momento de la velada. Era entonces mí tiempo, la alumna y amiga preguntaba y aprendía; y el Maestro respondía con entusiasmo y profunda agudeza. Nunca perdió el interés por cualquier asunto que se le suscitase. Este fructífero diálogo pronto se transformaba en un ameno coloquio, en el que todos poníamos nuestro granito de arena, hasta que tocaba retomar el juego porque doña Carmen nos lo demandaba.

Cuando se acercaban las nueve de la tarde mi querida amiga daba señales de cansancio e inquietud. Era la hora de la despedida. Ella nos abrazaba y besaba efusivamente y don Gustavo nos acompañaba hasta el ascensor, prolongando las respuestas a las preguntas que, minutos antes, le había formulado. Como nos demorábamos, su esposa lo reclamaba de nuevo, ¡lo quería a su lado!

Las últimas palabras en la ceremonia de la despedida no variaban: «Hasta el próximo miércoles, don Gustavo», aunque todos sabíamos que nos veríamos el próximo lunes por la tarde en la Escuela de Filosofía de Oviedo.

¡Cuánto los echaremos de menos! ¡Era una tertulia tan arraigada y gratificante!

No puedo terminar sin rememorar dos acontecimientos ocurridos estos últimos meses, cuando don Gustavo ya estaba enfermo.

Un miércoles Tomás se presentó a la cita a la hora prevista; yo me retrasé un poquito porque había tenido que acudir al médico. Al entrar en su casa me extrañó lo que vi: en un lado del salón, don Gustavo, sentado solito en el sofá leyendo un libro, y en el otro lado, Tomás jugando con las mujeres; mi marido captó inmediatamente mi sorpresa y explico: «Don Gustavo vino jadeando del paseo, muy fatigado, y está descansando».

Esta aclaración me dejó desconcertada y pensé: «¡Qué manera tan especial de descansar tiene el Maestro..., leyendo un libro»!, pero no dije nada y me uní al grupo.

Al cabo de un buen rato, don Gustavo se nos acercó animoso..., yo esperaba escucharle: «Ya me he recuperado», pero no, lo que dijo exactamente, mirando a Tomás, fue: «Ya he leído el libro, ya puedo auxiliarle».

¿Cómo podía ser posible? ¡Qué gran fortaleza y generosidad la de este hombre! ¡Increíble!, rumié para mis adentros.

Había leído el libro titulado Diez horas de Estat Català de Enrique de Angulo.

Y el último miércoles que lo vimos, a punto de irse a su casa de Niembro a pasar el verano con toda su familia, mes y medio antes de su fallecimiento, se encontraba con plena lucidez y habló de mil cosas con una claridad y rectitud de juicio envidiables sin dar la mínima muestra de fatiga. Nos fuimos muy contentos y esperanzados. Después sucedió lo que todos sabemos.

No obstante, hay que subrayar con orgullo que don Gustavo «murió con las botas puestas».

¡Mil gracias don Gustavo, mil gracias doña Carmen! ¡Dejan en mí una huella imborrable y su ausencia será irreemplazable! ¡No viviré lo suficiente para agradecerles todo lo que me han dado!

Carmen Fernández Armesto. Oviedo, septiembre de 2016.

 

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