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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 71
Artículos

Genio e Ingenio

Montserrat Abad Ortiz

El secreto del genio de Gustavo Bueno no reside en ninguna lámpara mágica.

[Ceremonia de lectura de la tesis de Montserrat Abad. Entre los asistentes se encuentra Gustavo Bueno. Enero 2016]

De Gustavo Bueno se han dicho ya muchas cosas. Se ha hablado de su cuerpo, de su individuo y de su persona. Se ha hablado de su generosidad, de su erudición y de su heroicidad. Se ha hablado incluso de su genio. ¿Genio? ¿Con genio nos referimos a su carácter del que se ha dicho que era irascible? ¿O a su genialidad como filósofo? ¿Era Bueno un genio como Mozart? Efectivamente, ya se ha hablado del genio de Gustavo Bueno, pero dadas las múltiples acepciones que parecen correr parejas al término parece interesante explorar como se aplica este calificativo a la figura del gran filósofo que ha abandonado en plenitud el mundo corpóreo no hace demasiados días aún.

El vocablo genio, en la actualidad, tiene como hemos podido ver en tres simples ejemplos, diferentes acepciones. Hasta diez distintas recoge la RAE en su última edición, y, rastreando un poco el origen del término rápidamente nos encontramos con una polisemia abundante del mismo. Con genio podemos referirnos al carácter (cualquiera que sea este de una persona), al talento (otro vocablo de connotaciones ocultas), a la capacidad de realizar actividades, y por supuesto puede referirse a elementos mitológicos griegos (genios de la naturaleza), latinos, árabes, orientales y occidentales a partes iguales, cada cual con su peculiar leyenda y mito alrededor (el genio de la lámpara de Aladino, de Las mil y una noches, por poner un ejemplo).

Parece no obstante que todas estas matizaciones en las distintas acepciones podrían clasificarse en dos grandes grupos: acepciones mitológicas (todas aquellas que hacen referencia a distintos seres mitológicos) y las psicológicas (carácter, talento, habilidad, etc) que tienen que ver con la conformación de la personalidad del individuo.

La utilización del término tiene históricamente diversas polémicas, por ejemplo, a finales del XIX era un vocablo propio de la Patología Médica, que lo utilizaba para designar el carácter epidémico de un patógeno. También la psiquiatría de principios de siglo realizaba estudios sobre el genio, que frecuentemente se asociaba a estados de locura. El origen etimológico del término está unido sin duda a estas acepciones psicológicas, ya que proviene del latín genius, (índole). En el caso del idioma español en concreto, para referirse a las capacidades de invención o habilidades personales para una u otra técnica, se usaba el término ingenio, que ya en el siglo XVI fue analizado por Juan Huarte de San Juan en su Examen de ingenios, en el que el autor clasifica las distintas habilidades que pueden destacar en la personalidad y para qué ciencias, artes o técnicas servían cada una de ellas. Una clasificación de los ingenios que tenía además una intención organizativa social y políticamente, ya que se ofrecen formas para detectar las habilidades y encauzar a cada ingenio según sus posibilidades o particularidades y sacar así, el máximo provecho de cada hombre.

No fue hasta el siglo XIX, que se generalizase el uso del vocablo genio sustituyendo al ingenio español. Los modernismos galos a través de los movimientos estéticos franceses fueron penetrando en la lengua española y asentándose, borrando la diferencia de matices que el bueno de Juan de Huarte se hubiese molestado en clasificar; comenzó pues a utilizarse el galicismo genio indiferentemente al de ingenio. Así en la entrada «Genio» de la Espasa de principios del XX, figura una crítica a la incorrecta utilización del galicismo por ejemplo al decir «Este hombre es un genio», ya que el genio ha de estar referido a una característica, a una habilidad concreta, y no puede ser característica en sí mismo. Es, como decíamos, un concepto formal que necesita de un apellido para poder catalogarlo.

Pero esto es un problema del XIX. Hoy por hoy, nuestra lengua admite el uso de genio aplicado a una persona sin necesidad de aclarar si ese genio es afable o irascible, es decir el genio (la índole), que necesitaba ser definido según cada individuo (flemático, afable, irascible, etc), designa ya directamente un carácter especifico asociado en el que se supone una superioridad destacable en cualquier campo (un genio de las matemáticas, un genio de la filosofía). Así tenemos a los «genios del siglo XX» o «genios de la música», «genios universales» y «genios en lo suyo» .

Evidentemente el término ha sufrido una transformación de elipsis, en el que ha pasado de anunciar una clasificación a ser en sí misma una calificación. El genio designa la cualidad de extraordinario en cualquiera que sea el campo en el que se aplique.

Sin duda la popularización del término en la literatura decimonónica (sea o no por contagio de los vecinos galos) asociada a las corrientes populares de cuentos orientales y mitológicos han hecho que el significado mitológico se trence con el significado psicológico, porque este genio, que designa a una persona como extraordinaria, aparece ligado a una especie de misticismo sobre el individuo. Pongamos por ejemplo a Mozart: cuando se habla del genio Mozart, que fue capaz de componer a los cuatro años, parece que se nos representa este genio como una suerte de don natural con el que hubiese sido tocado cuál varita mágica. Cuando se habla de la precocidad de Einstein -otro de los genios del siglo XX- se le suele imaginar como un mago de la física, dotado de un poder extraordinario para descifrar los misterios del universo (como si de un superhéroe de cómic se tratara). Y así podríamos seguir hasta el infinito.es decir, el uso más común del vocablo «genio» no sólo designa lo extraordinario de un carácter, sino que le imprime un carácter casi místico, mitológico, que envolvería al personaje.

Casi podríamos decir que el significado mitológico ha eclipsado o absorbido a la acepción psicológica. Probablemente también por influencia de la literatura: cuando hablamos de genios, se suele pensar en un ente corpóreo extraordinario, «tocado» por una mano divina y provisto de un don, y que probablemente necesite de una conjunción planetaria para su nacimiento y que esta no se produzca más que de cincuenta en cincuenta años.

Debemos huir como de la pólvora de este significado al aplicárselo a Bueno, o al menos debemos, como el nos enseñó después de tantos años, desmitificar este concepto, que aplicado de tal manera roza una actitud y una idea de la que Bueno desconfiaba abiertamente: el culto a la personalidad.

En algunas ocasiones a Bueno se acercaban personas atraídas no por sus argumentos sino por su popularidad, o por una aparición televisiva, o por otras causas ajenas a su obra o sus enseñanzas. Algunos de ellos se acercaban intentando desvelar el misterio que envolvía la erudición de Bueno, la capacidad de analizar la realidad con su bisturí sistemático. Estos personajes (fans del espacio exterior los denomina un insigne novelista norteamericano) se interesaban por cuestiones tan indecorosas como los hábitos vitales de Don Gustavo, qué comía, con cuanta frecuencia, o cuantas horas dormía al día. Una vez escuché a un señor que le preguntaba a Bueno directamente, «¿Qué hace usted para ser un genio?» Y Bueno con una leve sonrisa y pocas palabras, le demostró lo absurdo de su pregunta. «Hombre, pues yo me levanto, leo el periódico, desayuno con mi mujer, comentamos las noticias, y trabajo un rato hasta la hora de comer...¡Vamos, como todo el mundo!». Ni que decir tiene que el aprendiz de genio que así preguntó a Bueno se fue un tanto decepcionado al no haber obtenido el «Manual para ser un genio» que deseaba, y en el que seguramente hubiesen de figurar no sólo los horarios de rutinas biológicas, sino también los alimentos que ingería y en qué cantidades. El curioso impertinente jamás quedaba satisfecho e intentaba averiguar el alcance de esa respuesta y si la modestia y honestidad que mostraba Don Gustavo era simplemente la máscara que ocultaba el secreto del genio.

El punto culminante de esta creencia en el genio mágico de Gustavo Bueno viene dado en un mito con justificaciones biológicas: corría el rumor entre algunos estudiantes de filosofía -quizás presos también de esta mitificación de la genialidad- de que Bueno tenía dos despertares al día y que así potenciaba el funcionamiento de sus neuronas con una sobreestimulación de la producción de cortisona y las otras hormonas que al parecer nos ponen en funcionamiento al despertar. Si aplicásemos esta misma frase «tener dos despertares al día» a cualquier otro mortal, seguramente la mayoría de nosotros interpretásemos la explicación más obvia y más sencilla (aplicando la célebre navaja de Ockham): lo más seguro es que ese segundo despertar haga referencia a esa costumbre tan española que es la siesta. Pero si se trata de una personalidad como lo es Gustavo Bueno, ahí tiene que haber algún misterio, algún secreto, algún uso del cerebro que el resto de los mortales no podemos comprender porque roza la dimensión mágica.

Sorprende que una persona con una capacidad crítica tan destacable, despertarse estos sentimientos de adoración casi mística por parte de según qué personajes. O tal vez quienes así creían, pensaban que adorando a su persona, Bueno caería en las redes de la vanidad, y adularía a quien así le festejase aunque no hubiese leído ni uno sólo de sus libros. Nada más lejos de la realidad. Bueno aborrecía el culto a la personalidad y la estupidez que suele adornar a quienes cultivan tal arte (sacerdotes de la adoración). No era de extrañar que en presencia de alguno de estos energúmenos, saliera a relucir el genio irascible (entendido como característica psicológica de la persona) y mandase a laborar calceta o a preguntarle a su tía, a quien de este jaez se aproximaba él. Su genio no es en ningún caso mágico.

Pero, y he aquí el quid de la cuestión, es que precisamente eso, la magia, el componente mitológico, es lo que les falta a cualquiera de los genios no ya de este siglo, sino también de los anteriores.

Aludíamos antes a la precocidad y prodigio del niño Mozart, del que se hace constar que realizó su primera composición a los cuatro años. ¿Era Mozart un niño prodigio? Sin duda ¿Era un ser mágico enviado por alguna divinidad protestante o católica para endulzar la vida humana con sus composiciones? ¿Estaba tocado por el dedo de Dios y era especialmente amado de Él? Ni de broma.

La genialidad de Mozart, no tiene ningún fundamento mágico o místico, y podríamos decir que ni siquiera biológico; es decir, no existía una disposición exclusiva de sus cromosomas, ni un talento natural en el niño Mozart que le hiciera escribir las partituras sin borrones en su cabeza, no había un conocimiento pre-natal de la música, sino que, como sabemos por sus biografías, fue desde muy niño sometido a una férrea disciplina ante el piano -en la que se incluía el maltrato físico- que hizo que, cuando otros infantes comenzasen probablemente a balbucear frases el ya sabía leer partituras. En el caso concreto de Mozart, se puede afirmar que su genialidad surgió de una dura disciplina de trabajo.

¿Y Einstein? ¿Acaso fue Einstein un genio mágico? ¿Fue por osmosis que aprendió matemáticas y física o fue por un estudio continuo y constante de la materia? ¿Y Napoleón? ¿Era Napoleón un genio mítico a quien Marte había provisto con clarividencia militar? ¿O era un genio militar porque también había sido un gran matemático que pagó sus estudios con las becas obtenidas por su brillantez en los mismos?

Pongamos el genio (intelectual) que pongamos por ejemplo, podemos rápidamente descubrir en ellos una característica común muy alejada de la magia y de toda suerte de encantamientos o dones naturales: la perseverancia y constancia en el trabajo.

Y en este sentido, si se puede hablar de las condiciones que rodean la genialidad del filósofo Gustavo Bueno. Si aceptamos que no hay nada de mítico ni mágico en los genios (al menos en sus acepciones psicológicas), quizás podamos encontrar al menos una o dos características racionales, propias y comunes a los genios intelectuales, y estas sí que correspondería llevarlas a imitatio, probablemente con mejores resultados que quien imite su dieta o sus hábitos de sueño.

A propósito de desvelar algunas de las características del genio de Bueno voy a permitirme contar una anécdota con Don Gustavo, que espero que no incurra en lo que hasta ahora vengo criticando, y que por el contrario sirva para combatir el culto a la personalidad de connotaciones místicas:

Hace unos doce años, trabajando en un idílico lugar, fui invitada a comer con Gustavo Bueno, junto con algunos miembros de su familia. Poco podía saber yo que Don Gustavo iba a hacerme en aquella reunión un examen y darme una lección magistral que llevaré a gala el resto de mi vida. Es quizás, uno de los aprendizajes que han supuesto uno de los pilares de mi propia conformación personal.

Hablábamos de cosas triviales, las notas de sus nietos, las mías (recientemente había aprobado el CAP y me disponía a realizar las prácticas con Joaquín Robles), y de repente Gustavo Bueno, cambiando absolutamente el curso de la conversación, me preguntó si había leído algo de un filósofo con un nombre compuesto e impronunciable del que yo no había oído hablar en mi vida. Callé durante un segundo, por si me daba más información y conseguía rescatar algún dato retenido en la memoria, pero ante la sonrisa en los labios de Bueno que esperaba una respuesta, no pude más que decir la verdad: «Ni idea Don Gustavo. Creo que es la primera vez que oigo ese nombre...¡Pero en mi vida! Es que no me suena de nada». Y esperé que él, me ilustrase acerca del personaje en cuestión, que seguro era toda una motivación para mi, y así aliviar el sonrojo que sentía por, una vez más, no saber nada de algo sobre lo que me preguntaba Bueno, yo...¡Toda una licenciada que acababa de aprobar el CAP! Pero Gustavo Bueno sonrió aun más ampliamente, y nos dijo a todos los presentes ¡Que importante es la honestidad intelectual! - y con una ya pícara carcajada añadió -¡a ese señor no le conoce ni usted, ni nadie!.

Y entonces, nos narró a todos los presentes una interesante anécdota:

Pocos años después de llegar a Oviedo como profesor, los estudiantes bullían en la Universidad deseosos de enfrentamientos dialécticos, debates y actividades que en general, nos atraen durante la etapa de estudiantes universitarios en cualquier tiempo cronológico.

Había entre estas actividades una revista que mantenían y publicaban los estudiantes en los que a menudo se debatían cuestiones filosóficas. En este marco, se publicó la semblanza de un filósofo de origen alemán del siglo XIX, bastante olvidado, el cual podría haber aportado claves que descomponían el sistema del idealismo hegeliano. A este artículo de loa, contestó otro autor afirmando la importancia del filósofo olvidado pero negando que su origen fuese alemán y justificando su natalicio belga. Comenzó así, con un intercambio de posiciones, un debate muy enérgico acerca del susodicho filósofo, con concienzudos análisis, argumentos y bibliografías entre los dos polemistas, acerca de la originalidad de sus obras, de sus orígenes biográficos y otras cuestiones. El debate era tan florido al parecer, que atrajo paulatinamente la intervención de académicos y otros personajes de influyente opinión de la sociedad asturiana que hacían oscilar la balanza a uno u otro lado, e incluso, trascendió la polémica a la prensa local.

Los dos estudiantes universitarios enfrentados por sus distintas posturas, (que además se ocultaban bajo un pseudónimo), en sus investigaciones, formaron equipo y fueron entrevistando a diferentes profesores de la facultad que se introducían de lleno en la discusión académica que ambos jóvenes mantenían. Aquello iba creciendo en intensidad día a día, inflándose como un globo y dándole una notoriedad a aquél filósofo olvidado de la que jamás antes había gozado ni volvería a gozar. Hasta que le tocó el turno a Bueno de dar su parecer sobre aquél embrollado asunto y por supuesto, de posicionarse.

Bueno fue requerido por los polemistas para dar su posición. Se citó con ellos en su despacho, se enfrentó a sus entrevistadores y les explicó que no les podía decir nada ni ser de utilidad; había seguido la polémica en los periódicos y le había parecido muy interesante, pero que por más que había buscado, no había encontrado una sola referencia, ni un texto, nada, ningún libro, ninguna mención...lo que se dice nada sobre el sujeto en cuestión, con excepción de la polémica que ellos habían desarrollado, claro, por lo que les incitó a sacar a la luz sus documentos y los escritos en los que se basaban a fin de estudiarlo y poder emitir un juicio sobre ello.

Al parecer lo que salió a relucir fue la carcajada de los dos estudiantes, que confesaron a Bueno haberse inventando la polémica desde el principio al fin: desde el filósofo hasta sus teorías pasando por su trágica biografía, sin que nadie se atreviese a rebatirles (argumentaban a favor de uno y en contra de otro, pero nadie les había dicho, como si lo hizo Bueno, que no sabía de que le estaban hablando). A ojos de aquellos estudiantes Bueno se alzó como el único (de aquellos a los que habían tentado con su experimento) capaz de bajarse del pedestal del academicismo para reconocer su ignorancia sobre aquella cuestión. Todos los entrevistados hasta entonces, a excepción de Bueno, habían tenido una respuesta o un parecer, una opinión (todavía extrañará que las opiniones sean puestas en tela de juicio) o un sesudo estudio sobre aquél filósofo de apellido innombrable y orígenes belgas, francos o alemanes. Y claro, ¡es que no se podía saber nada sobre el sujeto! Nunca llegó a publicarse como es lógico, la intervención de Bueno en el debate, y de hecho aquello, según contó Bueno, enfrió la polémica y nunca más se supo de aquél filósofo, ni llegó a revelarse el experimento y el engaño de los pícaros estudiantes. Pero claro, si no hubiese sido honesto en su ignorancia, Bueno habría pasado a engrosar el nutrido grupo de personajes que por no quedar como ignorantes, habían quedado como pomposos imbéciles, al menos para los dos artífices del engaño.

De haberse descubierto aquella patraña, que me consta que no prosperó, aconsejados por el propio Bueno de no seguir ahondando en la llaga que ridiculizaría a ciertos «sabios» locales, quien sabe si no hubiese llegado a ser un mini-escándalo Sokal (la cosa no trascendió más allá de las montañas asturianas ni en su momento de más actualidad); probablemente en la intención de aquellos dos estudiantes no existía la premeditación de ridiculizar a nadie (como si la tenía Alan Sokal contra el postmodernismo, y no sin razón me parece) y tampoco pensaron jamás en poco más que en probar su propia capacidad de inventiva; aunque evidentemente por lo bien que habían defendido sus argumentos, hubiesen conseguido engañar a un gran número de personas. Precursores de experimentos intelectuales que sólo pretendían realizar una broma pícara. Perdónenme los lectores por no dar nombres pero puede que algunos de los que participaron en aquello aun estén vivos y no es cuestión de que nadie tenga que enfrentarse ahora con demonios de hace 40 o 50 años, así que he obligado a mi memoria a olvidar los nombres propios de los estudiantes, de la revista, de los otros entrevistados y hasta del filósofo inventando de esta narración.

Este fue, el regalo personal que yo recibí de Gustavo Bueno, la confirmación de la importancia de la honradez, la honestidad intelectual, como así la definió, y como digo, lo llevo a gala y dicho principio se reafirmó tras aquella conversación. Y es sin duda un rasgo que junto con otros, como su enorme generosidad que ya se han comentado en este mismo número de El Catoblepas, conforman la genialidad de Bueno.

La honestidad de Bueno con respecto a su trabajo, es algo que puede que no trascienda sus obras. Pero si trascendía a nivel laboral. En más de una ocasión, cuando se le solicitaba a Bueno dar una conferencia, este manifestaba su incompetencia en la cuestión, pero ni corto ni perezoso se ponía a trabajar en el asunto. Baste decir que si por ejemplo, se le encargaba una conferencia sobre una cuestión que él no había tratado mucho, Bueno pasaba días y días documentándose, pidiendo ayuda para conseguir extensas bibliografías con las que cualquiera confeccionaría no una conferencia de dos horas, sino diría yo, tesis completas. Cualquier otro. Bueno se tomaba cada investigación con la misma competencia y seriedad con la que probablemente compuso los tomos del Cierre Categorial. Cuando ya tenía una argumentación sobre la cuestión, la exponía públicamente para someterla al juicio de los que asistían a las reuniones de los lunes (que posteriormente cristalizaron las en las lecciones de la Escuela de Filosofía de Oviedo) donde todos podíamos exponer nuestras dudas, dudas que, planteadas desde la más absoluta timidez por parte de algunos de los asistentes, Bueno tomaba siempre como flaquezas o defectos de su propio trabajo, las incorporaba como críticas y nos daba una satisfacción en las siguiente exposición.

Gustavo Bueno era honesto, metódico, constante, crítico y valiente, pero ese valor jamás se permitió ser prepotente, pedante, ignorante, ni conformista. Cuando realizaba un estudio sobre alguna cuestión Bueno era exhaustivo, si de repente tenía noticia de una nueva teoría (o una vieja, sólo que estas era más difícil que le pillasen desprevenido) que tenía relación con lo que estaba trabajando, no lo descartaba ni lo obviaba. Lo recogía, lo trituraba y lo incorporaba, aunque esto supusiese que había que alargar el tiempo de trabajo. Jamás tuvo problema en citar a unos o a otros. Si un concepto se tomaba de Marx, se citaba, si otro de San Agustín, también se citaba. Sin complejos y sin temores, Bueno siempre reconocía sus fuentes, y no como aquél famoso filósofo francés que se apropió de ideas tales como el automatismo de las bestias sin que jamás se le pueda localizar una cita de reconocimiento a alguno de los que sin duda debía muchos de sus desarrollos filosóficos.

Cuando acudimos a los elementos biográficos de los genios intelectuales, descubrimos (muchos seguramente con pesar) que no hay nada de místico en sus vidas. Puede que alguno de ellos tenga sus excentricidades y manías, pero estas, en ningún caso pueden constituirse como la clave de sus aportaciones a las ciencias, a la filosofía, a las artes o a cualquier otro saber.

Si hay un secreto en esa genialidad, no es por ocultamiento o porque sea un dogma mágico que poder adquirir como mantra, que una vez recitado, recoloque no sé qué místicos chacras y nos habilite a nuestros cerebros con clarividencia excepcional. El secreto del genio de Gustavo Bueno, era el mismo que el de otros genios: honestidad, trabajo, constancia...Y más trabajo.

¿O acaso podemos admitir como materialistas filosóficos que Bueno adquirió por ciencia infusa su erudición? ¿Era su dominio de la lógica (perceptible en todas sus argumentaciones) y de las matemáticas un saber adquirido por osmosis con los libros? Si alguien cree que sí, sólo le puedo decir que Bueno se hubiese reído a mandíbula batiente. Sin duda, ninguno de nosotros igualará a Bueno, porque es muy difícil adquirir una capacidad de trabajo y una constancia como la suya, pero, si queremos estar a la altura del genio de Bueno, si queremos imitarle o emularle, sólo hay un método que podamos seguir y que es el que el mismo utilizaba: trabajar con honestidad y disciplina castrense. Y que la magia, si quiere, haga el resto. O como decía Baudelaire, cuando llegue la inspiración (la musa o el genio) que nos encuentre trabajando. Esa será la mejor forma de honrar al maestro.

[Gustavo Bueno y Montserrat Abad en el programa La Espuela, 2005]

 

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