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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 49
Artículos

Homenaje a un filósofo insobornable. Gustavo Bueno: contra la izquierda moral y la razón cínica

Pedro Carlos González Cuevas

Pocos han sido los que han contribuido a contrarrestar la tortuosa hegemonía del pensamiento único.

Gustavo Bueno

1. El malestar político-intelectual en la sociedad española: entre la izquierda moral y la razón cínica.

Sobre los intelectuales son múltiples las aproximaciones y definiciones. Convencionalmente, podemos partir de la hipótesis de los intelectuales como portadores del «poder de la palabra», es decir, individuos creadores de bienes culturales y simbólicos: escritores, filósofos, poetas, eruditos, investigadores, publicistas, teólogos, etc.{1}. Una de sus funciones sociales más características ha sido en todo momento la creación de opinión. Como ya dijo el gran Arthur Schopenhauer: «Sólo la élite dice con Platón: a una multitud de personas, una multitud de ideas parecen verdaderas, es decir, el vulgus sólo tiene sandeces en la cabeza, y si quisiéramos detenernos en ello tendríamos mucho que hacer (...) Lo que se llama opinión común es, bien mirado, la opinión de dos o tres personas; y podríamos convencernos de ello sólo con observar cómo nace una de estas opiniones. Veríamos entonces que primero fueron dos o tres personas quienes admitieron o expresaron y afirmaron, y que se tuvo la benevolencia de creer que la habían examinado a fondo; prejuzgando la competencia suficiente de éstos, otras personas adoptaron asimismo esa opinión; a su vez, un gran se fiaron de estas últimas, pues su pereza las incitaba a creerse de entrada las cosas más que a tomarse el trabajo de examinarlas»{2}.

Un siglo después, y con gran disgusto de un fundamentalista democrático como el filósofo John Dewey, el publicista Walter Lippman, asesor de varios presidentes de los Estados Unidos, llegó a las mismas conclusiones que el filósofo alemán y de los sociólogos elitistas como Gaetano Mosca y Vilfredo Pareto. Lippman había sido, además, discípulo del filósofo y poeta español Jorge Santayana, quien, en algunas de sus obras, había criticado lo que denominaba la «ley de la moda»{3}. En una de sus obras más polémicas, Lippman pensaba que la «opinión pública» no surgía espontáneamente de la sociedad y de las masas, sino que era consecuencia de la influencia de las élites intelectuales y mediáticas, a través, sobre todo, de la elaboración de estereotipos{4}.

En España, el desarrollo de la élite intelectual siempre tropezó, como en otras sociedades europeas, con no pocas dificultades. El historiador francés Paul Bénichou señaló, en una obra célebre, que el intelectual en Francia, tras la Ilustración y la Revolución de 1789, logró ocupar el rol social que hasta entonces había ocupado el sacerdote a lo largo del Antiguo Régimen{5}. En España, el papel del intelectual y moral de la Iglesia católica fue de primer orden hasta fechas relativamente próximas. Sin embargo, no puede hablarse únicamente, como se ha hecho en un libro reciente{6}, del antiintelectualismo de la derecha española, porque la izquierda fue tan antiintelectual o más que la propia derecha. Basta para demostrarlo la lectura de los endebles escritos del líder socialista Pablo Iglesias acerca de los «obreros intelectuales»{7}, o las soflamas de la comunista Dolores Ibárruri contra «los intelectuales cabeza de chorlito»{8}. En los estatutos de la Agrupación Socialista madrileña, los «obreros intelectuales» estaban excluidos de cualquier cargo y representación de tipo colectivo. Nunca existieron el Jaurès, Kautsky o Gramsci españoles. La edad de oro de los intelectuales españoles fue el período de la crisis de la Restauración, la Dictadura de Primo de Rivera y la II República. Sin embargo, su actividad pública terminó en una profunda desilusión y en una catástrofe política. El régimen de Franco persiguió a los intelectuales disidentes, pero disfrutó igualmente del apoyo de una serie de intelectuales de calidad nada desdeñable como Francisco Javier Conde, Pedro Laín, Adolfo Muñoz Alonso, Ernesto Giménez Caballero, Jesús Fueyo o Gonzalo Fernández de la Mora. En sus últimas etapas, fue deslegitimado por no pocos intelectuales que con anterioridad había contribuido a su legitimación.

El advenimiento del régimen de partidos -algo que otros denominan sin más «democracia»- no ha traído consigo, como algunos ingenuos o interesados presagiaban o creían, una mejora cualitativa de nuestra situación cultural. Tampoco, todo hay que decirlo, tenía porqué hacerlo, ya que no se encuentra entre sus facultades, ni en la de ningún otro régimen político, la de influir en la creación de formas superiores de cultura. El arte, la literatura, la filosofía o el pensamiento político se han desenvuelto históricamente al margen de situaciones políticas y sociales concretas. Ninguno de ellos es género de improvisación fácil, cuya existencia dependa de una evolución política, social o económica. En cualquier caso, resulta, para muchos, evidente que el momento cultural español se caracteriza por una falta de creatividad ciertamente singular; lo que inevitablemente refleja el hedonismo, la superficialidad y el narcicismo dominante en el conjunto de la sociedad española. Por otra parte, el debate profundo de ideas políticas ha brillado -y sigue brillando- por su ausencia. En España, como en otras sociedades europeas, se ha ido desarrollando hasta límites ya insoportables la tendencia denunciada por el historiador Pierre-André Taguieff y su esposa Elizabeth Lévy a la instauración de una «oligarquía cultural» que, mediante múltiples rituales de exclusión simbólica, consolida un sistema de comunicación segregacionista, basado en la nítida distinción entre «discutidores legítimos» y los excluidos del debate político-intelectual{9}. El sociólogo español Víctor Pérez Díaz ha hecho hincapié en ese fenómeno cuando, al describir la vida cultural española de los últimos años, menciona la preeminencia de los denominados «líderes exhortativos», es decir, al servicio de un partido político o de un grupo mediático, frente a los «líderes deliberativos», independientes; y denunciaba la tendencia de los primeros a estrangular la emergencia de nuevas ideas y alternativas{10}. Más caústico, el escritor Rafael Sánchez Ferlosio denunciaba el desprecio de la clase política española con respecto a los intelectuales, a los que el gobierno socialista de Felipe González se limitaba a «comprar» a través de su presencia en congresos presuntamente culturales, exposiciones, subvenciones, etc. «La cultura quedará cada vez más exclusivamente concentrada en la pura celebración del acto cultural, o sea, identificada con su estricta presentación propagandística...». En el fondo, la política cultural socialista consistía en un «populismo caro; mejor dicho, carísimo, ruinoso»{11}. De esta forma, el actual régimen de partidos creó una especie de «Estado cultural»{12} con el propósito claro de orientar y dirigir la opinión pública dominante. Así, la administración copó los resortes de la promoción cultural, creando filósofos orgánicos, escritores orgánicos, cineastas orgánicos y pintores orgánicos, mediante premios, subvenciones, catálogos, comisiones, jurados, etc. Una política seguida igualmente por las comunidades autónomas, sobre todo las regidas, como Cataluña y el País Vasco, por gobiernos nacionalistas. Tal fue la política de los socialistas y de los nacionalistas; la derecha, por su parte, careció de proyecto cultural. Su posición fue, y es, meramente reactiva, no proyectiva. En un primer momento, se opuso a las medidas socialistas, para luego, cuando estuvo en el poder, asumirlas y consolidarlas.

En este contexto, los intelectuales han perdido buena parte de su capital simbólico. Además, la explosión de los medios de comunicación audiovisuales -sobre todo de las televisiones privadas a partir de 1989- han contribuido decisivamente al eclipse de la figura del intelectual, cuyo lugar ha sido ocupado, en buena medida, por el líder mediático en lo que ha creación de opinión se refiere. Para colmo, los programas culturales han sido erradicados de las televisiones privadas y en las públicas tienen un papel marginal y periférico{13}. Los denominados creadores de opinión -Graciano Palomo, Francisco Maruhenda, Antonio Papell, Carlos Cuesta, Iñaki Gabilondo, Carmelo Encinas, etc- no son más que «bustos parlantes» al servicio de los partidos políticos tradicionales o emergentes, que, por cierto, parecen cada vez caricaturas simiescas de sus supuestos antagonistas. Incluso los aparentemente más intempestivos y vehementes, como Federico Jiménez Losantos, memorable por sus diatribas al anterior Jefe del Estado, no han sobrepasado nunca los límites del orden político. Ahora, rinde culto a la anodina figura de Felipe VI, quizá escarmentado por el ostracismo a que le sometió su progenitor. En algunos casos su nivel cultural resulta patético. Sin que nadie le haya llamado la atención, Graciano Palomo ha repetido varias veces que Max Weber era «socialista»; y Carmelo Encinas no sabía quién era Michel Foucault. En ningún momento, han planteado la viabilidad, más bien inviabilidad, del régimen político español actual ante los nuevos retos sociales, económicos, políticos o culturales. Tan sólo hablan de las estrategias y tácticas a corto plazo de los distintos grupos políticos. En la mayoría de los casos, único objetivo parece ser reconstruir el bipartidismo. Claro que para eso les pagan. «¿Acaso puede un ciego guiar a otros ciegos? ¿No caerán ambos en un hoyo?» (Lucas, 6: 39).

Con estos mimbres, el actual régimen de partidos ha creado su propia cultura política y su propia invención de la tradición, mediante la concepción de la democracia liberal como auténtica religión civil; la interpretación del período de la transición poco menos que como historia sacra que desemboca providencialmente en un proceso político modélico; la Constitución de 1978 como texto sagrado; el Estado de las autonomías como constitución natural de la sociedad española; la Monarquía constitucional como institución ejemplar; el consenso como modelo de acción política; y el ideal europeísta como horizonte político. A ello hay que añadir los perfiles de lo que Jean Bricmont ha denominado «izquierda moral», cuyo centro de interés no es ya la transformación económica de la sociedad, sino los discursos donde se estigmatizan enemigos tales como el racismo, la xenofobia o la extrema derecha; la defensa de los homosexuales o el feminismo radical; el recurso a la reivindicación de las víctimas del fascismo, o, en el caso español, del franquismo, etc{14}. Por decirlo en lenguaje marxista, la «izquierda moral» apela a la conciencia y no al ser social, a las superestructuras y no a la infraestructura. Esta tendencia es fruto de la crisis del proyecto socialdemócrata europeo, basado en el gasto público creciente y sin límites. La crisis fiscal que empezó a manifestarse en Europa hace tres décadas, el final de la guerra fría y las necesidades competitivas que acarrea la globalización han provocado la obsolescencia de ese discurso y la creciente aceptación del liberalismo económico. Igualmente, la vigencia de este discurso político es consecuencia, como ha señalado Theodore Dalrymple, del «sentimentalismo» dominante en el conjunto de las sociedades europeas{15}. Esta tendencia ideológica se tradujo, a nivel político, durante el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, en la Ley de Memoria Histórica, la modificación del código civil y la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo; la nueva ley del aborto; el proyecto de Alianza de Civilizaciones y la reforma del Estatuto de Cataluña. Frente a tales iniciativas, la derecha oficial, representada por el Partido Popular, manifestó, como de costumbre, en un primer momento, su oposición, pero luego, tras la victoria de Mariano Rajoy en las elecciones de 2011, no derogó ninguna de aquellas leyes. Y es que, en el fondo, lo que subyace en la acción o, mejor dicho, inacción política del Partido Popular, es el triunfo de lo que el filósofo alemán Peter Sloterdijk ha denominado «razón cínica», una actitud difusa muy característica de ciertos sectores sociales y de ciertas elites fatigadas y escépticas. Ese «nuevo cinismo» actúa, según el filósofo alemán, con «una negatividad madura que apenas proporciona esperanza alguna, apenas a lo sumo un poco de ironía y de compasión». Un «cinismo» que Sloterdijk describe como la «falsa conciencia ilustrada», la de aquellos que saben que todo ha sido desenmascarado y no pasa nada{16}. Sexo y libertad de empresa; tal es su única ideología y proyecto político.

Han sido muy pocos los intelectuales que han resistido las coacciones y los cantos de sirena del poder político. Merecen citarse, por lo tanto, los nombre de algunos de estos pensadores insobornables que, con sus obras, han contribuido, desde distintas perspectivas políticas y filosóficas, a contrarrestar, en la medida de lo posible, la tortuosa hegemonía de este pensamiento único e igualmente, en el caso de la derecha, de ausencia de pensamiento: Gonzalo Fernández de la Mora, Gustavo Bueno, Manuel Ramírez, Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Gómez de Liaño, Ignacio Sánchez Cámara, Ignacio Sotelo, Dalmacio Negro Pavón y pocos más. En este contexto, la figura de Gustavo Bueno Martínez -recientemente fallecido- adquiere especial relieve político, cultural y moral.

2. Gustavo Bueno, intelectual comprometido y agonístico.

Riojano de 1924, Gustavo Bueno Martínez ha sido uno de los grandes filósofos españoles del siglo XX. Hijo del médico de su ciudad natal, Santo Domingo de la Calzada, Bueno estudió bachillerato en el Instituto Nacional de Enseñanza Media «Goya» de Zaragoza. Y posteriormente Filosofía y Letras en las universidades de Madrid y Zaragoza. Becario del Instituto «Luis Vives» de Filosofía del CSIC, defendió su tesis doctoral, bajo la dirección de Santiago Montero Díaz, sobre Fundamento formal y material de la moderna filosofía de la religión. Según su posterior testimonio, en aquellas universidades dominaba «despóticamente el tomismo», aunque «enseñado por profesores competentes y totalmente respetables»{17}. El franquismo le pareció una curiosa mezcla de tradicionalismo cultural y de modernización socioeconómica{18}. Aunque no creyente, siempre manifestó su estima por la filosofía escolástica y por las figuras de algunos de sus representantes españoles como Santiago Ramírez, Juan Zaragüeta, o Francisco Barbado Viejo. Posteriormente, logró una plaza catedrático y director del Instituto de Enseñanza Media «Lucía Medrano». En 1960, ganó la cátedra de Fundamentos de la Filosofía en la Universidad de Oviedo, donde comenzó sus actividades en pro de una «ilustración militante»{19}. Pese a su postura crítica, rehusó afiliarse al Partido Comunista, alegando su carácter indisciplinado e independiente{20}. Bueno ha sido siempre un pensador agonístico, contrario a cualquier forma de consenso y amante de la controversia a nivel intelectual y político. En consecuencia, nunca fue un intelectual cómodo y acomodaticio. Podríamos hacer mención aquí, a la hora de caracterizar su actividad como intelectual público, al concepto griego de «parresía», o sea, un modelo de «decir la verdad» que tiene que ver al mismo tiempo con la libertad, el coraje y el peligro{21}. En cierto modo, su figura podría parangonarse a la de Miguel de Unamuno en su papel de «Excitator Hispaniae»{22}, como intelectual polémico. Siempre, claro está, con una salvedad, y es que Unamuno era un «ocasionalista», un romántico{23}, para quien los acontecimientos políticos e intelectuales eran tan sólo «ocasiones» para la exhibición de su hipertrofiado «yo», mientras que Bueno era un clásico que intentaba analizar la actualidad mediante un trabado sistema filosófico de interpretación de la realidad. Recuerdo que, en una conversación privada, su amigo y compañero de servicio militar Gonzalo Fernández de la Mora destacó entre sus muchas virtudes como pensador la independencia de criterio.

Esta dimensión agonística pudo verse ya en su polémica con Manuel Sacristán Luzón sobre la enseñanza de la filosofía en los estudios superiores{24}. Frente a Sacristán, Bueno defendió el cultivo de la filosofía como institución académica, ya que era «uno de los componentes imprescindibles en la instauración de la padeia, tal es la herencia socrática». La filosofía académica tenía una función «eminentemente pedagógica», en el sentido de que la pedagogía es «una parte de la Política». «Es imposible una educación general al margen de la disciplina filosófica». A la filosofía le correspondía el estudio de las ideas transcendentales disueltas en «categorías» científicas, técnicas y prácticas; era el «taller» que debía estudiar la conexión o «simploké» de las ideas que se van decantando históricamente»{25}. En sucesivas obras, Bueno se autodefinió como «materialista»; y apellidó su sistema como «materialismo filosófico». A su modo de ver, la ontología general se correspondía con la idea de materialidad trascendental; y la ontología especial expresaba la doctrina de las tres materialidades mundanas: materialidades físicas, la interioridad psíquica y los objetos abstractos o relaciones lógicas objetivas. La idea de symploké a trama era la clave del materialismo filosófico. Los entes del mundo no están unidos con todo, pero tampoco separados de todos. Estos planteamientos tenían consecuencias políticas. Los profesores de filosofía constituían el «poder espiritual» de la nueva sociedad socialista. Y es que el socialismo era una tarea pedagógica que implicaba, entre otras cosas, la «eliminación de representaciones inadecuadas del Ego»{26}. Con posterioridad, Bueno desarrolló su teoría del cierre categorial, la exposición global de su filosofía de la ciencia{27}.

Como tendremos oportunidad de ver, Bueno terminó desilusionándose con respecto a la viabilidad del socialismo como proyecto político y moral. A lo que nunca ha renunciado es a su concepción agonística de la filosofía. En sus escritos más recientes, Bueno siguió relacionado la filosofía con la política. Es un saber «acerca del presente y desde el presente», «un saber contra alguien, un saber dibujado frente a otros pretendidos saberes», «que constituyen las coordenadas de una educación del hombre y del ciudadano». La filosofía es crítica, dialéctica, se constituye «en el enfrentamiento entre diferentes formas de organización del presente». A ese respecto, Bueno es un crítico radical de la «ideología de la tolerancia», característica de las filosofías de Habermas y Rawls, a la que interpreta como «una ideología propia de las clases privilegiadas, incluyendo en ellas a la masa creciente de trabajadores convertidos en rentistas a raíz de su prejubilación o jubilación», basada en la violencia de hecho y en el engaño; una actitud que resulta imposible «sin que el orden público de la ciudad se encargue de hacer guardar el silencio de los arrabales, de donde proceden los alimentos necesarios para mantener la energía de quienes debaten, acaso con pasión, en la paz de las escuelas y de las tertulias». La filosofía ha de ser, por lo tanto, «partidista», pero ese partidismo debe llevarse a cabo «en virtud de una argumentación racional y dialéctica». Debe tener como objetivo «la trituración de los mitos oscurantistas que acompañan a las otras formas de filosofía». Bueno siguió denominando a su sistema «materialismo filosófico», equivalente a «racionalismo»; y que se presenta como un materialismo cosmológico, histórico y religioso{28}.

Con el tiempo, Gustavo Bueno consiguió, gracias a la calidad de su obra y su carisma intelectual, articular un «nódulo» de pensadores y profesores de filosofía en torna a su figura; la denominada «escuela de Oviedo», cuyos principales miembros eran Alberto Hidalgo, Pilar Palop, Vidal Peña, José María Lasso Prieto, Miguel Ángel Quintanilla y Amelia Valcárcel{29}. Fundó la revista El Basilisco; y fue el principal promotor de los Congresos de Teoría y Metodología de la Ciencia. Con el desarrollo de la transición pactada hacia el régimen de partidos, Bueno fue desengañándose de las posibilidades históricas del socialismo; y rechazó el eurocomunismo, algo que hizo igualmente su antagonista intelectual Manuel Sacristán{30}. Su enemigo por antonomasia fue el «nódulo» estructurado en torno a la figura de José Luis López Aranguren, por quien Bueno nunca ocultó su desdén como intelectual{31}; y cuyas principales figuras eran Javier Muguerza, Pedro Cerezo Galán, Adela Cortina, Victoria Camps, Reyes Mate, José Luis Abellán, etc{32}. Sin embargo, hubo algunas deserciones en el «nódulo» Gustavo Bueno, en favor de Aranguren, la de Quintanilla y Valcárcel.

En 1998, se puso en marcha la Fundación Gustavo Bueno y poco después el Proyecto de Filosofía en Español, dedicado a revalorizar la tradición del pensamiento español a la luz del materialismo filosófico. En 2002 apareció la revista El Catoblepas.

En aquel nuevo contexto, Gustavo Bueno se convirtió en el filósofo mediático por excelencia, que solía aparecer en las televisiones y en la radio, orientando su producción hacia la actualidad, con análisis sobre la caída del socialismo real, la tele-basura, el papel de los nacionalismos periféricos en la política española, España y Europa, la degradación de la democracia, el terrorismo, la memoria histórica, etc. Para entonces, la visión política de Bueno había girado hacia la derecha. Ciertamente, el filósofo riojano había atacado esta terminología en algunos de sus ensayos{33}. Sin embargo, creemos que la distinción derecha/izquierda sigue teniendo sentido en la actualidad. La derecha encarga una visión trágica del mundo, que enfatiza y tiene como soporte las restricciones humanas, lo que se traduce en el pesimismo antropológico, la defensa de la diversidad cultural y nacional, de las tradiciones y de la reforma social frente a la revolución{34}. Bueno no ocultó su desdén por la opinión dominante, el «dogma de la democracia», los milagros, la izquierda, los nacionalismos periféricos, el marxismo, la Monarquía, o los programas de televisión. En concreto, El País, como intelectual orgánico colectivo del régimen partitocrático, le parecía «uno de los instrumentos más importantes del sistema para entontecer a España»{35}. No obstante, fue en la etapa de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero cuando su actividad mediática y publicística alcanzó un nivel más conflictivo y polémico. En el fondo, sus enemigos a batir fueron la «izquierda moral» y la «razón cínica» conservadora. Y es que, en este último caso, el papel de la forja de una opinión política conservadora, corrió a cargo, ante la apatía y los complejos del Partido Popular y de sus medios de comunicación afines, de figuras culturales independientes como Gustavo Bueno.

3. Contra el pensamiento dominante...y la ausencia de pensamiento.

Fiel a su concepción mundana y crítica de la filosofía, Gustavo Bueno se adentró en los perfiles más irritantes de la realidad política y social española. De ahí que el objeto preferido de sus críticas y diatribas fuera José Luis Rodríguez Zapatero, el nuevo presidente del gobierno desde 2004. Bueno relaciona los planteamientos del líder socialista con lo que denomina «Pensamiento Alicia», es decir, producto de la representación de «un mundo distinto del mundo real», «un mundo al revés de nuestro mundo, como es propio del mundo de los espejos». No es un pensamiento utópico, ya que éste «mantiene la conciencia de las dificultades que median para llegar a él, dificultades que exige incluso una o muchas revoluciones sangrientas». En el «Pensamiento Alicia», «se tiene la voluntad de pasar a ese mundo al revés y basta», «una suerte de ensoñación infantil», «ensoñación simplista, propia de adolescentes», que se deja llevar por «las razones abstractas», «encubriendo la realidad en lugar de analizarla», «un racionalismo simplista», que Bueno relacionaba con el krausismo, un «simplismo masónico». Todo lo cual tenía como manifestación su proyecto de Alianza de Civilizaciones, su voluntad de diálogo con los nacionalistas periféricos; sus críticas ahistóricas al régimen de Franco; su reivindicación de la «memoria histórica», etc{36}.

Bueno interpretó las campañas televisivas, periodísticas e historiográficas sobre la denominada «memoria histórica» y la condena del franquismo como producto de una «catarata alimentada por las caudalosas subvenciones directas o indirectas que las instituciones dependientes del PSOE, en el Gobierno central o en las Comunidades Autónomas vienen entregando a los «intelectuales y artistas» -directores de cine, televisión, periodistas, novelistas-«, para dar la imagen de un Partido Popular franquista. Y es que, en realidad, la «memoria histórica», tal como era reivindicada por Rodríguez Zapatero y sus acólitos, «no existe ni puede existir». «La memoria, si existe, es individual y episódica, y no es Historia; y la Historia, si existe, no es cosa de la memoria, sino, si quisiéramos ajustarnos a la clasificación de Bacon, es cosa del entendimiento y de la razón». En el fondo, no era sino el reflejo de los intereses de sectores determinados de la sociedad, consecuencia de la «lucha parlamentaria de los partidos de la transición». Y es que la izquierda que reivindicaba la «memoria histórica» buscaba «la revancha y no la Historia», «transformar su derrota en victoria histórica». Y concluía: «Lo que negamos de plano es que pretendan justificar, en nombre de la Historia, esas reivindicaciones o revanchas, con el pretexto de que se repitan los hechos o errores del pasado, como decía Alicia. Porque la Historia jamás puede repetirse, y porque en el pretérito histórico, es decir, en el pretérito perfecto, no cabe hablar de «errores», como tampoco cabe hablar de «errores» en el curso que siguen los planetas en el sistema solar» {37}.

En ese sentido, Bueno no ha dudado en criticar el antifranquismo de «brocha gorda» y «elemental» defendido por las izquierdas. Así, dirá sarcásticamente: «Franco fue, eso sí, el lobo que atacó no a Caperucita, sino a otros lobos que la acechaban». El franquismo no fue «un paréntesis de España dentro de la barriga del lobo feroz», «mucho más de la mitad de España no se sentía prisionera o vencida». Desde la perspectiva del materialismo filosófico/histórico, el régimen nacido de la guerra civil aparece como la etapa de «acumulación capitalista, obligada para el desarrollo de España». «España, en la época de Franco, partiendo de un nivel inferior al que tenía durante la dictadura y la república, alcanzó el décimo puesto de la jerarquía industrial internacional, sin perjuicio de los terribles sacrificios, y precisamente por ellos; del mismo modo que la Unión Soviética alcanzó el tercer puesto en la jerarquía de las potencias mundiales a pesar de los sacrificios y horrorosas masacres de la época de Stalin, y precisamente por ellos». Los actos del régimen «no afectaron a la gran masa de la población, sino a una parte porcentualmente muy pequeña, y esto sin contar sólo a los vencedores (la mayor parte de los «vencidos» se adaptaron o se transformaron en fervientes falangistas, franquistas, incluso en friales y monjas)». «La mayoría no percibió una presión excesiva en la dictadura, y esto sin contar los que se beneficiaron de ella». El balance histórico era, pues, globalmente positivo: «Los «intelectuales», la cultura, la industria, la construcción de escuelas en el franquismo fue incomparablemente más rica que la «intelectualidad», la cultura, la industria, la construcción de escuelas (incluyendo la Institución Libre de Enseñanza) que en la época de la República, aunque no sea más que porque la República propiamente dicha duró dos años, y el franquismo duró cuarenta»{38}.

El filósofo riojano no creía que, tras la guerra civil, se produjese en la sociedad española una ruptura total con el pasado en lo que a pensamiento filosófico se refiere. No hubo una transición entre el esplendor de la II República y las supuestas «tinieblas de un oscurantismo medieval». Y es que en el bando nacional «la preocupación por dotar de una cúpula ideológica, construida muy especialmente con materiales filosóficos, al nuevo régimen, actuó con notable intensidad, ante todo porque las ideas de Unamuno, de Ortega (pese a su ausencia) o de D’Ors, impregnaron a la «vanguardia» intelectual de la Falange o de las JONS». A ese respecto, destacaba la influencia de Laín Entralgo, Tovar, la revista Escorial, José Pemartín, Xavier Zubiri, etc. Destacaba asimismo la influencia de la filosofía escolástica, que mantuvo «la naturaleza dialéctica de la tradición platónica; y los textos, o los cursos escolásticos, eran muchas veces los únicos cauces por donde aparecían en el tiempo de silencio los nombres y las doctrinas de Voltaire, de Kant, de Hegel, o de Marx, aunque fuese para ser refutados». Durante el régimen de Franco, se creó, además, «por primera vez, un Instituto de Filosofía, en el marco del CSIC, el Instituto «Luis Vives», en cuya biblioteca podían ser consultados, al menos por los becarios, y desde luego por los investigadores, las obras filosóficas de las más diversas tendencias y orientaciones». Y sentenciaba: «¿Y quién se atrevería a poner a la revista Isegoría, dirigida por Javier Muguerza en el tiempo de la libertad, en un «nivel más elevado» que el de la Revista de Filosofía del CSIC, dirigida por Manuel Mindán en las largas décadas del tiempo de silencio?». No menos importante fue la organización, dentro del cuerpo de Catedráticos de Instituto de Enseñanza Media, de los programas de filosofía «que habían de llevar la presencia de la filosofía en la enseñanza media a unos niveles (los cursos de filosofía obligatoria de tres horas semanales), que, dejando aparte la valoración de sus contenidos, nunca han sido alcanzados en España ni volverían a alcanzarlo después». Señalaba Bueno que Ortega y Gasset, tras su retorno a España, recuperó su influencia anterior; y lo mismo ocurrió con la de Zubiri, a cuyos cursos «asistía una distinguida representación de la «crema de la intelectualidad» madrileña, y Gonzalo Fernández de la Mora, compañero de curso y amigo mío, ofrecía puntualmente en el ABC -que cumplía en estas décadas la función que El País desempeñaría en la quinta y en la sexta- amplias y excelentes reseñas de sus lecciones». En contraste, la filosofía, en los tiempos de la democracia, se limitó a labores de «recepción» de obras que «venían de fuera, de Francia, de los países comunistas y muy especialmente de Inglaterra: la democracia, en efecto, significó la irrupción de las traducciones de Marx y Engels, de Garaudy y Althusser, de Popper o Wittgenstein, Ayer, Austin., o Wisdom, los «nuevos filósofos» y, más tarde, de los filósofos postmodernos». «Lo cierto es que filosofar públicamente, con reconocimiento, en la democracia, ha sido, sobre todo, traducir, comentar las traducciones de los «pensadores» franceses, británicos, italianos»; algo que implicaba «una sistemática y creciente desatención hacia la filosofía que pudiera estar siendo desarrollada en español y desde España»{39}. Además, durante la democracia, los profesores de filosofía se habían convertido en «instrumento de la Constitución democrática de 1978 (monarquía borbónica incluida) (Philosophia ancilla Democratiae)»{40}.

En esa misma línea, no ha dudado en someter a crítica la democracia «realmente existente». Y de lo que denomina «fundamentalismo democrático». Nunca simpatizó con la filosofía política liberal y su individualismo. El individuo como sujeto de acción, el «formato personal», no se alcanza espontáneamente, internamente, a partir de una supuesta libertad originaria, sino en el seno de una matriz social, fuera de la cual se disolvería. El individuo era producto de un proceso histórico y cultural, que implicaba la acción de los demás. La «libertad» no madura espontáneamente; era una relación del sujeto con los demás sujetos, cuando éstos le hacían responsable de sus actos, atribuyéndole una esfera de su propio radio de acción, y se desligaba de la propia causalidad que pudiera tener en ellos»{41}. La sociedad civil no podía considerarse al margen del Estado, porque era una sociedad parcial sólo posible en el marco del Estado{42}. En ese sentido, la democracia es una ideología más, ya que no existía «una realidad social que corresponda al «pueblo» en cuanto titular de la soberanía de la sociedad política ni existe ninguna voluntad general cuando se establecen los consensos electorales». La democracia es una ideología que se corresponde con la «sociedad de consumo pletórico», fundada «no tanto en la igualdad cuanto en la desigualdad entre bienes ofrecidos (mercancías, incluyendo en esta rúbrica la fuerza de trabajo) y compradores (consumidores usuarios) de esos bienes». En ese contexto, el individuo no decide como tal; quienes deciden son las estructuras supraindividuales que moldean las decisiones de los propios individuos». Así, en el fondo, las democracias «realmente existentes» son «plutocracias u oligarquías», «partitocracias», «en las que los individuos, propiamente dichos, carecen de toda iniciativa». En el caso concreto español, la transición fue «una formalidad de homologación política que España tuvo que asumir para entrar en el club europeo»; y que «para una gran parte de la población continuaba igual o peor la situación y, en todo caso, como continuación de la vida cotidiana de la época anterior, en la que la dictadura no era percibida como tal por la inmensa mayorías de la población, aunque sí por la minoría, aunque relativamente amplia, de los exiliados, encarcelados, proscritos y familiares que no se habían adaptado (como fue lo más frecuente) a la nueva situación» {43}. La democracia parlamentaria de partidos tenía por base «listas cerradas y bloqueadas»; lo que hacía que el poder de los individuos fuese «muy pequeño, porque el individuo elector depende de las cúpulas de los partidos y de la eventualidad de que un partido político determinado se haga con el poder, sin perjuicio de su falta de proyecto o de sus proyectos puramente utópicos y, por decirlo así, frívolos»{44}.

A ese respecto, la función social de lo que Bueno denomina «fundamentalismo democrático» -es decir, la idealización acrítica de la democracia parlamentaria- consiste en «ocultar la realidad de la democracia realmente existente», «minimizar el alcance de sus déficits y tranquilizar al votante de las próximas elecciones para evitar una abstención fundada en la impresión de que la democracia en la que están votando no es democracia, sino una apariencia de democracia derivada de un régimen parlamentario controlado por los partidos que, como una oligarquía que se reproduce elección tras elección, establece listas cerradas y bloqueadas de los candidatos». Este «fundamentalismo» implicaba «formas de engaño dirigidas al «pueblo» y orientadas a tener a los investigadores y técnicos de la comunidad de fundamentalistas pidiendo la confianza del pueblo en la democracia y disuadiéndole de cualquier brote de escepticismo»{45}.

Al mismo tiempo, Gustavo Bueno ha sido un gran defensor de la unidad nacional y de la cultura española. Para el pensador riojano, España precede con mucho al nacimiento del concepto contemporáneo de nación, ya que cono comunidad política con voluntad de unidad existía desde al menos la Hispania romana{46}. España es, para Bueno, una realidad histórica y material digna de ser conservada frente a la ofensiva de los nacionalismos periféricos catalán y vasco de carácter étnico y/o cultural. El auge de los nacionalismos y regionalismos particularistas es, al menos en parte, consecuencia de las apetencias materiales y de poder de «las clases políticas respectivas que reciben honores de Jefe de Estado (ellos y los de su esposa y pareja) en lugar de recibirlos como presidente autonómico»{47}. Incluso no dudó en someter a crítica la figura de algunas figuras carismáticas inventadas por los intelectuales orgánicos de las comunidades autónomas, como es el caso de Blas Infante, presunto «Padre de la Patria Andaluza» Una especie de santón andalucista convertido al Islam{48}.

En ese sentido, ha insistido, como filósofo, igualmente en la importancia de la lengua en la configuración y desarrollo del pensamiento filosófico, ya que éste no puede expresarse «por vías diferentes del lenguaje nacional en el que se expresa». Por ello, censuró acremente «el silencio casi sepulcral ante la filosofía española» por parte del cuerpo de profesores de filosofía de nuestro país, que él consideraba una especie de «síndrome de Estocolmo»: «¿Puede el cuerpo de profesores de filosofía justificar, ante el resto de la sociedad española, las funciones de su responsabilidad asumiendo de hecho la misión de traducir al español (o al catalán o al euskera) especulaciones vagas, utópicas o vulgares de Habermas, Appel o de Kutscher?»{49}.

No menos escéptico y crítico se mostraba ante el europeísmo, que considera una «ideología corrompida», «oscura y confusa», que ocultaba a hegemonía política y económica de Alemania y Francia. Y es que la adhesión de España a la Unión Europea había supuesto, pese a ciertos beneficios en el desarrollo de las infraestructuras, no sólo «catastróficos perjuicios: hundimiento de la siderurgia, de las industrias lácteas, de los productos pesqueros, de la minería del carbón», sino una «merma que la democracia española, es decir, su soberanía, ha experimentado como consecuencia de su ingreso en la Unión Europea». Como consecuencia del Estado de las autonomías y de su acrítico europeísmo, el Estado español se encontraba «en pleno proceso de desintegración por el traspaso masivo de sus competencias no sólo a las comunidades autónomas, sino también a la Unión Europea». Bueno consideraba imposible que la Unión Europea pudiera alcanzar la condición de Estado federal, ni menos aún la de Estado unitario, porque esta condición era «incompatible con la realidad histórica y actual de cada uno de sus socios»{50}. Siguiendo los razonamientos del filósofo riojano, el político Santiago Abascal y su hijo Gustavo Bueno Sánchez han enumerado, en ese sentido, una larga serie de amenazas que se cernían sobre la nación española, que iban desde el separatismo interior hasta el «fundamentalismo democrático», el «anarquismo», el «europeísmo», el yihadismo» y las pretensiones territoriales de Marruecos sobre Ceuta y Melilla, además de «Europa» como espacio económico de competencia y el «panfilismo» en política exterior del gobierno socialista de Rodríguez Zapatero. Sin embargo, sólo la amenaza secesionista supondría, a su juicio, un peligro inminente y a corto plazo: la balcanización de España y, en menor grado e inmediatez, el fundamentalismo islámico{51}.

De igual forma, Gustavo Bueno sometió a crítica la ley de plazos del aborto, proyecto de la ministra de Igualdad Bibiana Aído. La bioética basada en los supuestos del materialismo filosófico no es enemiga sin más de las prácticas abortivas. Desde su perspectiva, el aborto quedaba bioéticamente justificado en «todas aquellas situaciones en las cuales la continuidad del embrión ponga en peligro la continuidad de la vida de la madre o el grupo social (en general, el control de la natalidad, que incluye la destrucción de los bancos de gametos que puedan existir)». Sin embargo, desde esas mismas premisas, era posible «un juicio condenatorio contra la práctica incondicional del aborto de embriones o fetos bien formados, fundada en la simple premisa de no haber sido deseado el embarazo». «Quien sostiene haber partido de esa premisa, debiera también haber conocido los procedimientos de control de la natalidad de los cuales nuestro presente dispone; y el no haberlos utilizado implicará en principio una gran negligencia, de efectos potenciales o actuales muy graves (riesgo de la vida, despilfarros de quirófanos, atenciones hospitalarias, etc), que habría que imputar a la madre que propició el aborto y que, en consecuencia, debería compensar con una pena proporcionada (fuerte multa, prisión, etc) al ordenamiento jurídico»{52}.

En opinión del filósofo, la ley de plazos reflejaba no sólo la ignorancia de la ministra y la de su equipo asesor en materias filosóficas y científicas, al sostener que el feto era un ser vivo pero no humano, sino la corrupción dominante en la democracia española, porque igualmente encubría el logro de «una gran baza electoral», «poder cosechar unos cientos de miles de votos del campo del feminismo». La ley estaba fundada en «manipulaciones conceptuales artificiosas y gratuitas, presentadas como naturales y objetivas», porque: «La continuidad de la identidad numérica o sustancial del genoma, embrión, feto o infante aparece asegurada, y desde ella es evidente que cualquier solución de continuidad o de plazos fijados en función de este supuesto será siempre extrínseca y puramente convencional»{53}. La crítica sirvió de poco, por desgracia, porque el Partido Popular finalmente, en una de las decisiones más significativas del gobierno presidido por Mariano Rajoy, no abolió esta ley. Para colmo de ridículos, el ministro de Justicia Alberto Ruíz Gallardón presentó un anteproyecto de Ley de Protección de la Vida del Concebido y los Derechos de la Mujer Embrazada, que finalmente fue rechazado por el propio Mariano Rajoy, lo que provocó la dimisión del ministro. Y ello por las mismas razones que Bueno atribuía al PSOE a la hora de promulgarla: razones de orden electoral. La «razón cínica» funciona así.

Un balance.

Tras la ruinosa etapa de gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, muchas de las certezas sobre la fortaleza del régimen partitocrático y del conjunto de la sociedad española, se evaporaron. Con toda razón, podríamos hacer referencia a una España convaleciente. No pocos de los problemas que erróneamente se creían superados, en una curiosa versión demoliberal de la «España sin problema» de Rafael Calvo Serer, salían de nuevo a la luz con mayor virulencia. En junio de 2014, Juan Carlos I abdicaba en su hijo Felipe VI. La institución y la figura del monarca fueron incapaces de resistir la erosión de las críticas de que fueron objeto, no sólo por la tormentosa vida privada de que hizo gala, sino por la corrupción que caracterizaba a no pocos miembros de la supuestamente ejemplar Familia Real. El tabú de la Monarquía se había roto. Sus desnudeces eran ya evidentes, palpables, imposibles de ocultar{54}. En realidad, la Monarquía hoy por hoy sólo se sostiene por el miedo a la instauración de una eventual República de izquierdas. Sin embargo, está muerta en la conciencia de la mayoría de los españoles. La figura de Felipe Vi no suscita adhesiones; es anodina y patética, sin carisma ni funcionalidad.

Además, asistimos, en estos momentos, como ha puesto de relieve elocuentemente José Ramón Parada, al fracaso del modelo de descentralización política, el Estado de las autonomías{55}. El modelo autonómico no sólo no ha conseguido integrar a los nacionalismos periféricos catalán y vasco, sino que ha favorecido las tendencias secesionistas; además, implica unos costes económicos excesivos, que le hacen, a medio plazo, inviable. Su dialéctica intrínseca lleva a la «confederación» y luego a la fragmentación del Estado{56}. El Estado benefactor ha salido muy dañado de la crisis y ha mostrado, en muchos casos, su impotencia a la hora de garantizar el nivel de empleo y evitar las disfunciones más dolorosas características de la sociedad capitalista. España es igualmente un de los países europeos que más se han desindustrializado desde finales de los años setenta, pasando de un 39% del PIB en 1975 a un 19% en la actualidad. Junto a ello, el denominado «invierno demográfico español»{57}, que pone en cuestión, entre otras cosas, la continuidad social, cultural y los fundamentos del Estado benefactor. Asimismo, se ahonda la crisis de representación del régimen partitocrático español, incapaz de garantizar ya mayorías estables. Hoy por hoy, el modelo sigue siendo plano y escasamente representativo. Para colmo, las alternativas de los nuevos partidos emergentes, Ciudadanos y Podemos, representan alternativas peores que la enfermedad. Ciudadanos es presa del mito «centrista», un partido sin autentico proyecto político-cultural, mero aspirante a bisagra de los partidos tradicionales; en fin, un ente irreal, anodino, sin verdadera existencia y que no suscita el menor interés. En el otro extremo, el partido acaudillado por Pablo Iglesias Turrión significa la radicalización de todos los factores negativos que han caracterizado estos últimos cuarenta años: filoseparatismo, izquierdismo infantil, filocomunismo, antiespañolismo, etc. Con esos materiales, resulta del todo imposible construir un nuevo sistema político viable y duradero, que garantice el orden, la justicia y el bienestar de la población, así como la unidad nacional.

En cualquier caso, es evidente que las voces críticas, como la de Gustavo Bueno, no han sido escuchadas. Sin embargo, gracias a su activismo y producción intelectual hoy somos más conscientes de la situación en que nos encontramos. Sin duda, cumplió con la función crítica que corresponde a todo intelectual. Por ello, su ejemplo siempre será un reto.

Notas

{1} Véase Joseph Alois Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia. Buenos Aires, 1984, pp. 255 ss.

{2} Arthur Schopenhauer, El arte de tener siempre razón. La dialéctica erística. Palma, 2015, pp. 77-79.

{3} George Santayana, Life of reason. New York, 1962, p. 101.

{4} Walter LIppman, La opinión pública (1922). Madrid, 2003, pp. 305 ss.

{5} Paul Bénichou, Le sacrée de l’ecrivain, 1750-1830. Essai su l’evenement d’un pouvoir spirituel laïque. París, 1996, pp. 46 ss.

{6} Mario Martín Gijón, Los (anti) intelectuales de la derecha española. De Giménez Caballero a Jiménez Losantos. Barcelona, 2011.

{7} Pablo Iglesias, Escritos 2. El socialismo en España. Madrid, 1975, pp. 426 ss.

{8} Jorge Semprún, Autobiografía de Federico Sánchez. Barcelona, 1976, p. 275.

{9} Pierre André Taguieff, Sur la Nouvelle Droite. París, 1995, pp. 395 ss. Elizabeth Lévy, Les maîtres censeurs. Pour finir avec le pensée unique. París, 2002, pp. 26 ss.

{10} Victor Pérez Díaz, Una interpretación liberal del futuro de España. Madrid, 2002, pp. 100-101.

{11} Rafael Sánchez Ferlosio, «La cultura, ese invento del gobierno», en Ensayos 2. Gastos, disgustos y tiempo perdido. Madrid, 2016, pp. 166-171.

{12} Véase Marc Fumaroli, El Estado cultural. (Ensayo sobre una religión moderna). Barcelona, 2007.

{13} Francisco Rodríguez Pastoriza, Cultura y televisión. Una relación de conflicto. Barcelona, 2002.

{14} Jean Bricmont, La republique des censeurs. París, 2014, pp. 12-13.

{15} Theodore Dalrymple, Sentimentalismo tóxico. Madrid, 2016, pp. 175 ss.

{16} Peter Sloterdijk, Crítica de la razón cínica. Madrid, 2007, p. 762.

{17} «La filosofía en España en un tiempo de silencio», El Basilisco nº 2, 1996, pp. 55 ss. Entrevista en Meta. Revista de Filosofía, 4-I-1984.

{18} Gustavo Bueno, Cuestiones cuodlibetales sobre Dios y la religión. Madrid, 1989, pp. 75 ss.

{19} Ibidem, pp. 26-38.

{20} Gabriel Plata Parga, «Gustavo Bueno. La austeridad materialista», en De la revolución a la sociedad de consumo. Madrid, 2010, p. 75,

{21} Michel Foucault, El coraje de la verdad. México, 2010.

{22} Ernest Robert Curtius, «Unamuno, Excitator Hispaniae», en Cuadernos Hispanoamericanos nº 60, 1954, pp. 248-264.

{23} Carl Schmitt, Romanticismo político. Buenos Aires, 2001.

{24} Véase José Luis Abellán, «La polémica sobre la enseñanza de la filosofía en los estudios superiores», en Panorama de la filosofía española actual. Una situación escandalosa. Madrid, 1978, pp. 180-196.

{25} Gustavo Bueno, El papel de la filosofía en el conjunto del Saber. Madrid, 1970, pp. 275, 251-255.

{26} Gustavo Bueno, Ensayos materialistas. Madrid, 1972, pp. 45-46, 77-79, 391-396, 182-183.

{27} Véase Felipe Gómez Pérez, El materialismo filosófico de Gustavo Bueno. Oviedo, 2004.

{28} Gustavo Bueno, ¿Qué es filosofía?. Oviedo, 1995, pp. 13-14, 55, 56, 57, 66, 70, 82, 84 ss. Véase igualmente ¿Qué es la bioética?. Oviedo, 20011, pp. 57-58 ss. «Sobre la intolerancia», en El Basilisco nº 4, septiembre de 1978, pp. 80 ss.

{29} Véase Francisco Vázquez García, La filosofía española. Herederos y pretendientes. Una lectura sociológica (1963-1990). Madrid, 2009, pp. 121-134.

{30} Plata Parga, op. cit., pp. 84-86 ss.

{31} No obstante, participó en el homenaje al intelectual abulense que se le tributó en 1972. Véase Gustavo Bueno, «El concepto de «implantación de la conciencia filosófica», implantación gnóstica e implantación política», en Homenaje a Aranguren. Madrid, 1972, pp. 37-72.

{32} Vázquez García, op. cit., pp. 132-133.

{33} Véase Gustavo Bueno, El mito de la derecha. Madrid, 2008.

{34} Véase Pedro Carlos González Cuevas, El pensamiento de la derecha española en el siglo XX. De la crisis de la Restauración (1898) a la crisis del Estado de partidos (2015). Madrid, 2016, pp. 21-31. Véase igualmente Chantal Mouffe, Agonistique. Penser politiquement le monde. París, 2013, pp. 157 ss.

{35} Entrevista en La Nueva España, 28-XII-1994.

{36} Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia. Un presidente en el País de las Maravillas. Madrid, 2006, pp. 10-11, 12, 15, 90 ss.

{37} Gustavo Bueno, El mito de la derecha. Madrid, 2008, pp. 303-304. Zapatero y el Pensamiento Alicia..., pp. 211, 226, 235.

{38} Gustavo Bueno, Zapatero y el Pensamiento Alicia..., pp. 83-108.

{39} «La filosofía en España en un tiempo de silencio», en El Basilisco nº 2º, 1996, pp. 55-72.

{40} Gustavo Bueno, ¿Qué es filosofía?. Oviedo, 1995, p. 61.

{41} «Los derechos humanos», en El Basilisco nº 3, enero-febrero 1990, pp. 67-88.

{42} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las Ciencias Políticas. Logroño 1991, pp. 350-354.

{43} Gustavo Bueno, Panfleto contra la democracia realmente existente. Madrid, 2004, pp. 192 ss.

{44} Ibidem, pp. 192 ss. Bueno, Zapatero y el pensamiento Alicia, pp. 267-268.

{45} Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático. La democracia española a examen. Madrid, 2008, pp. 164-165.

{46} Gustavo Bueno, El mito de la cultura. Barcelona, 1996, pp. 77 ss. España frente a Europa. Barcelona, 2000. España no es un mito. Claves para una defensa razonada. Madrid, 2005. Véase igualmente José Andrés Fernández Leost, «La teoría política de Gustavo Bueno», en El Catoblepas nº 48, febrero de 2006, pp. 18 ss.

{47} Gustavo Bueno, España no es un mito..., p. 45 ss, 75 ss.

{48} «Un musulmán va a ser reconocido en referéndum como Padre de la Patria Andaluza», en El Catoblepas nº 60, febrero de 2007, pp.2 ss.

{49} Gustavo Bueno, ¿Qué es filosofía?. Oviedo, 1996, pp. 11-12.

{50} Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático..., pp. 341-350.

{51} Santiago Abascal y Gustavo Bueno Sánchez, En defensa de España. Razones para el patriotismo español. Madrid, 2008, pp. 153-194.

{52} Gustavo Bueno, ¿Qué es la bioética?. Oviedo, 2001, pp. 89-90.

{53} Gustavo Bueno, El fundamentalismo democrático..., pp. 286-288, 308.

{54} Véase Daniel Barredo, El tabú real. La imagen de la Monarquía en crisis. Barcelona, 2013.

{55} «El fracaso de la descentralización política», en Revista de Occidente nº 416, enero 2016, pp. 5-39.

{56} Ignacio Sotelo, España a la salida de las crisis. La sociedad del capitalismo financiero. Barcelona, 2014.

{57} Alejandro Macarrón, El suicidio demográfico español. Madrid, 2011.

 

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