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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 45
Artículos

Gustavo Bueno, fuera de su tiempo, también

Patricio Peñalver Gómez

Sobre la necesidad de sopesar la trascendencia del materialismo filosófico

Patricio Peñalver Gómez y  Gustavo Bueno[Gustavo Bueno y Patricio Peñalver Gómez debaten durante la lección de la Escuela de Filosofía de Oviedo, La filosofía en traducción, 6 de mayo de 2013]

«Embarcaste, navegaste, arribaste: desembarca».
Marco Aurelio, III, 3

«Exigir el cambio de las cosas del Mundo corpóreo sin destruir el Mundo, sumergiéndolo en un trasmundo incorpóreo, es la contradicción misma en la que puede darse la acción revolucionaria -que busca el cambio del mundo social, mediante la lucha, que, poniendo en peligro el propio cuerpo, por la muerte, asegure, sin embargo, una nueva posibilidad de vida a ese cuerpo que ha sido destruido». Gustavo Bueno, Ensayos materialistas, 1972, p. 183

Es y no es éste el momento para intentar sopesar la trascendencia histórica y teórica de la obra filosófica de Gustavo Bueno. Muy trivialmente podría aducir alguien que no lo es: al menos no con la seguridad que podría desearse de alguna distancia, para una perspectiva más «ecuánime» de la que cabría ahora, y a la vista de que el genio engendrador de esa obra tan sólo hace unos días que se embarcó con Caronte. Los que quedamos en esta orilla, incluso o sobre todo quienes estamos convencidos de que se ha ido un grande indiscutible del pensamiento hispánico y europeo, podemos ser víctimas culpables de una inercial y hasta cobarde desconfianza ante los riesgos de la hipérbole en el discurso funerario. Y hasta podría aducirse el papel de la crítica a esa específica retórica en la génesis del platonismo (vid. Menéxeno). Cabe barruntarlo, los malos, los que animan tan maliciosamente como vulgarmente a «situar» al filósofo en «su» tiempo, con las consabidas luces y sombras, y con énfasis en sus presuntos excesos polemistas y mediáticos, ya murmuran que ante la despedida del maestro de Oviedo sus discípulos más próximos iniciarán, con un mecanismo demasiado previsible, el proceso de veneración del maestro. Voluntariosamente intento ahora por mi parte mantener a raya esa inercial mala autocontención típica de la seudoserenidad académica, y asumo más bien el riesgo de admirar, y de invitar a que se mire que las fuentes objetivas de la compartida por muchos admiración del trabajo filosófico de Gustavo Bueno son exactamente impresionantes. No quita que uno pueda y deba recordar que a su manera Bueno «mismo», fiel al ideal aristotélico del mesotés, y al amor fati de los Estoicos, se sonreiría ante la escena, ante el altercado apenas imaginario entre autocontenidos y admiradores. Una amiga comentaba risueñamente que «sólo» en una cosa se equivocó el filósofo: en pensar que a su muerte, no pasaría nada. Testigos somos de que «algo» sí ha pasado, incluido el hecho de que gracias a Dios los medios de información nacionales se han hecho de momento «bastante» eco del fallecimiento de «un filósofo importante». Pero la elegante ironía de Bueno ante la perspectiva de su propia muerte y la de su gente más querida, y más allá de su posible vínculo con la teorización estoica de toda muerte en la línea marcoaureliana de una naturalización del morirse como una acción más de la vida (IX, 3) (y, dicho sea en passant, en las antípodas de la nihilista y descabellada teorización filosófica dominante de la muerte como tránsito del ser a la nada, y muy lejos de la consabida verborrea existencialista del Sein zum Tode y el finito quejica), esa autoironía trasmite una parte de verdad. Puedo imaginármelo escribiendo un auto-obituario en el estilo del célebre que publicó todavía en vida Bertrand Russell. Y sin embargo, caído en combate tras larga vida de trabajos («sin tiempo para ponerse enfermo») el notabilísimo individuo al que tantos hemos querido, queda, quedará, la Ontología materialista, y pluralista. Quedará, incluso para quien no lo siga en todas sus decisiones filosóficas, la «incontorneabilidad» diría un parisino de una «reforma del entendimiento», de una emmendatio intellectus asociada para siempre a su nombre.

De manera entonces que cabe por nuestra parte intentar mostrar, y si se me sigue, en una primerísima urgente consideración, que sí: que sí es ya un buen momento para empezar nosotros, («nosotros», ¿quiénes?) a medir, y precisar en sus contenidos y tendencias principales, el alcance a ojo de buen cubero de jure propiamente histórico-mundial del materialismo trascendental construido por Bueno y su escuela en el contexto por cierto de la filosofía española relevante de los últimos decenios: en «su» tiempo, pues. Pero también en el contexto amplísimo histórico multisecular de la historia de la filosofía académica. Fuera de su tiempo, también, pues, con permiso. Como que este materialismo trascendental remueve en el presente las estructuras de «la» filosofía académica. O del Platonismo. Y cabe resumirlo así sin mucha violencia, en el instante de evocar la fundación de la Academia de Platón: este materialismo, muy sabiamente consciente de su raíz en el intelectualismo griego y europeo (al que incorpora audazmente los elementos corporeístas del cristianismo, incluidas las enseñanzas del mito católico del «cuerpo glorioso», vid. Materia, pp 57 y ss., no muy lejos por cierto del mito de la acción revolucionaria) es también más específicamente una potentísima lectura de los Diálogos de Platón. Habría que remontarse al libro de Paul Natorp para encontrar un referente del mismo nivel en estos parajes. La saludablemente strong reading buenista de los Diálogos deja muy atrás, no sin comprenderla, la lectura escolar del dualismo metafísico, secundariza la Idea quasiteológica de Bien, y relanza la potencia dialéctica de la symploké de los géneros («entretejimiento», «ensortijamiento») hasta el punto de poder dar cuenta filosóficamente de las ciencias modernas, y de «tocar» el concepto clásico de verdad.

Nosotros: ¿Quiénes? Por lo pronto, en el sentido más amplio, todos los que hemos podido y debido acceder directamente y fructíferamente a esta obra, que se ha ido produciendo ante el público lector culto durante casi medio siglo, los españoles e hispanoamericanos interesados en alguna medida en un tratamiento específicamente teórico de las cuestiones digamos palpitantes de nuestro tiempo. En el prólogo a El sentido de la vida, definía Bueno, buscaba Bueno, ese público lector dispuesto a pasar de «opinador» frívolo a teorizador serio: esa minoría social de profesionales cultos tan necesaria en las democracias. Este Bueno accesible para gente culta de fuera del gremio filosófico, pero no «fácil», y que excluía la posibilidad o la legitimidad de una «divulgación filosófica», ha enseñado mucho a la nación española: sobre la televisión (invento del siglo), sobre la democracia, sobre unos cuantos mitos. Bueno le ha dado también quebraderos de cabeza a parte de esa gente culta o semiculta. El izquierdista español tranquilo, quiero decir, el instalado en alguna de las formas de buena conciencia de «progresista», no le ha perdonado al que pareció una época un marxista que publicara una obra como El mito de la izquierda. Luego, «nosotros», en segundo lugar, somos los profesores de filosofía en general, y quizá especialmente los que somos suficientemente mayores como para haber ido viendo crecer casi durante cinco decenios los trabajos de Bueno: y en concreto, que el programa de filosofía conscientemente sistemática propuesto en los primeros libros no quedaba en mero proyecto, en mera «voluntad de sistema»; que se realizaba en muchas de sus partes a partir del núcleo duro gnoseológico de la teoría del cierre categorial. «Nosotros» podrá referirse también en un tercer momento más concretamente a quienes han venido formando parte comprometidamente de la escuela o han estado vinculados a ella en su trabajo teórico, no sólo claro está desde la filosofía gremial, también por parte de aquellos científicos capaces de dar cuenta filosóficamente de su respectiva ciencia categorial. Ese nosotros lo podía usar el mismo Gustavo Bueno de manera muy expresiva en intervenciones semipúblicas. Que el fundador no esté ya aquí, por ejemplo para preguntarle sobre temas controvertidos generados en el propio desarrollo interno del sistema, o en relación con otros paradigmas filosóficos, es un hecho, y también una nueva chance para la dialéctica compleja de enseñanza oral y de obra escrita que reclama todo verdadero pensamiento filosófico. La teoría platónica de la boétheia (Fedro, in fine) en el contexto de este «problema» (si lo es), no es la mera añoranza del diálogo vivo de las almas vivas, pero sí apunta a la parte irreductiblemente testamentaria de todo escrito. Y a que francamente no cabe dialogar en serio con los definitivamente ausentes. El Sócrates del Protágoras reconoce sus dudas sobre lo acertado de su propia interpretación de un poema de Simónides, no quita que esa lectura socrática resulte imprescindible para una lectura, a su vez, del diálogo en cuestión. Novísima en todo caso la experiencia de estos días para este nosotros de Escuela: empezamos a leer o a releer a Bueno en su ausencia. Es más fácil decirlo que hacerlo: pero será cosa de evitar la tentación de lo que se llamó con gracia metafórica (Sacristán a propósito de Marx) las lecturas embalsamatorias. Pero en la naturaleza de esta filosofía, quizá en la naturaleza de toda «verdadera filosofía», está la exigencia de una coherencia sistemática que no está reñida con la necesidad salutífera de tensiones internas y externas. Una ventaja comparativa de la filosofía académica respecto de las ciencias categoriales, al menos en la Universidad moderna, es que aquella soporta y requiere por motivos muy obvios más libertad que la posible en la maquinaria de los aparatos institucionales de investigación científica. En todo caso, dicho sea cum grano salis, una escuela filosófica como Dios manda necesita sus herejes. Arrio dio ocasión a que los teólogos de los primeros siglos de nuestra era explicaran mejor el sentido del «verdadero cristianismo». Lutero y los sucesivos protestantismos han obligado a la Iglesia petrina a aclararse sobre ella misma. Si se me permite la comparación, y el caso es que una parte relevante de la borgiana erudición de Bueno era sus conocimientos de primera mano de la Historia de la Iglesia. Pero el materialismo trascendental es una escuela filosófica con todas las de la ley, excepcionalmente lúcida respecto a la naturaleza de la conciencia filosófica y a las formas de implantación de esa conciencia en el Mundo. El conjunto impresionante de los escritos ya publicados de Bueno ha tenido en general una efectividad, una influencia constatable, queremos creer que no sólo en el círculo de sus discípulos. Obviamente habría que tener en cuenta aquí la diversidad de géneros o cuasigéneros en el interior de una prosa filosófica característicamente segura en su expresión y muy adecuada al kairós de cada intervención. Los escritos más técnicos -los cinco volúmenes publicados de la Teoría del cierre categorial, que justifican una concepción muy compleja de la verdad, o El animal divino, o El ego trascendental- puede uno temer, no han circulado «suficientemente» en el espacio universitario hispánico: al menos cabe decir que esos libros traspasaron el «valladar de sus dientes» (suyo el recuerdo de la metáfora homérica, a propósito creo de la doctrina gnoseológica).

Quedaría, en cuarto lugar, el nosotros más restringido en el que me incluyo generacionalmente. El de quienes asistieron o pudieron asistir más o menos de cerca al crecimiento de esta escuela como estudiantes universitarios apasionadamente políticos del turbulento tardofranquismo. Y enganchados vitalmente a la irrupción polémica de Bueno (El papel de la filosofía en el conjunto del saber) en los últimos sesenta frente a la bárbara propuesta de un Manuel Sacristán (prestigiosísimo marxista, y con fundamento, «pero» profético y escatológico, y epicúreo melancólico en sus horas bajas): suprimir los estudios de filosofía en la Universidad. Ví y escuché por primera vez a Gustavo Bueno en una conferencia que impartió en la Universidad de Sevilla en los primeros setenta del pasado siglo. Lo invitaba allí Patricio Peñalver Simó, un profesor de filosofía de orientación fenomenológica, y fascinado por entonces por la doctrina de la triple materialidad de los Ensayos materialistas. Tema del día era el palpitante aquellos días en la aristocracia revolucionaria de los movimientos antifranquistas universitarios: ¿cómo había que interpretar los Grundrisse de la economía política del Marx de 1857, recién traducidos?. Para acudir a aquellas conferencias cuasiasamblearias, un estudiante comme il fallait debía tener una posición al respecto. Recuerdo bien que muchos amigos experimentamos con alguna perdonable maldad la parte regocijante del espectáculo: la vanguardia de los marxistas sevillanos de entonces, unos cuantos juristas e historiadores muy seguros, que sabían muy bien qué era ser marxista y cómo había que militar en el PCE en aquella hora, perdían los estribos, e influencia en su territorio, ante los enérgicos argumentos filosóficos de Bueno. Retrospectivamente las escenas fuertemente polémicas de Bueno, por ejemplo en los congresos de filósofos jóvenes de los últimos setenta, me aparecen como acontecimientos de un tiempo salutíferamente convulso. Y en cuanto a sus «formas» de discusión no siempre exactamente diplomáticas, me gustaría situarlas como ejemplos de un método de enseñanza filosófica que pone por encima de la cortesía la libertad de palabra, la franqueza: la parresia, en el sentido del Gorgias platónico, pero también, por qué no, en la línea de Filodemo de Gádara.

Vélez-Rubio (Almería), agosto de 2016

[Patricio Peñalver Gómez y Gustavo Bueno en el programa Teatro Crítico, mayo 2013]

 

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