Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
«Bien sabía yo que no había engendrado hijos inmortales». Esta fue al parecer la respuesta del filósofo presocrático Anáxágoras de Clazomene al recibir la infausta noticia de la muerte de su hijo, caído virtuosamente en combate por su patria. Sin perjuicio de su frialdad aparente (la «frialdad» de un padre adusto y un punto desnaturalizado que nos escandaliza) tal respuesta resulta a su modo admirable en cuanto que ella misma haría resonar a pleno pulmón con una contundencia heladora -y esto es precisamente lo que nos admira de ella- la máxima estoica puesta en circulación más adelante por Marco Aurelio: «en el universo mudanza, en la vida firmeza».
Igual que el filósofo de Clazomene, los que tuvimos el privilegio de tratar a Gustavo Bueno en vida sabíamos de buena tinta que no teníamos a un maestro inmortal lo que sin embargo, no es óbice en absoluto para que la noticia de su muerte nos produzca una tristeza verdaderamente desoladora que de algún modo se explica bien por razones estrictamente espinosianas (pues la muerte del profesor Bueno representa una pérdida que ciertamente disminuye muchos enteros de nuestra propia potencia de obrar). No se me ocurre mejor modo de comenzar este obituario que remitirme al innumerable cúmulo de recuerdos de su persona y de las conversaciones que mantuve con él a lo largo de los últimos dieciséis años, por cuanto dichos recuerdos, que atesoraré con agradecimiento siempre renovado, alivian de alguna manera la tristeza que su fallecimiento provoca inevitablemente.
Sin embargo, tales «recuerdos» así como aquella «tristeza», al igual que la misma individualidad corpórea de don Gustavo, constituyen texturas engranadas entre los límites del primer y segundo género de materialidad que en absoluto revisten una estabilidad imperecedera puesto que ellos mismos están abocados a su propia difuminación ligada a los límites del curso biográfico, inevitablemente caduco desde el punto de vista bioquímico, citológico y aun termodinámico, de aquellos que conocieron a Gustavo Bueno. Ello no obstante, tales determinaciones primo y segundo-genéricas no agotan exhaustivamente la figura personal de Bueno por cuanto esta misma , de contornos ontológicos mucho más dilatados (en efecto: terciogenéricos), no se deja reducir con facilidad entre los márgenes de su individualidad corpórea, biológica y aun psico-etológica según las premisas de un materialismo vulgar y corriente propio de boticarios decimonónicos.
Si ello es así, esta circunstancia se debe ante todo al hecho de que Gustavo Bueno es además el autor del único sistema filosófico concebido en lengua española, un sistema que representa el engranamiento de las ideas más destacadas de la propia tradición filosófica según un orden trascendental sui géneris que se alimenta incesantemente del desarrollo científico, tecnológico, político y religioso de nuestro tiempo. Semejante geometría de las ideas , aunque en modo alguno deba tampoco ser considerado eterno (y así en efecto: en el universo -Mi- mudanza), no puede propiamente morir según nos lo recordaba Tomás García López en Santo Domingo de la Calzada el día posterior al fallecimiento del filósofo, al compadecer a una escala diferente de aquella en la que se establecen los ritmos que son característicos de M1 y M2. Algo que da cuenta de la relativa inmortalidad personal, a efectos de su influencia histórica multisecular, de individualidades pretéritas como las de Platón, Aristóteles, Santo Tomás, Leibniz, Kant o Hegel. No creemos equivocarnos si declaramos que Gustavo Bueno pertenece a esta misma estirpe.
De otro modo: mis «recuerdos» de don Gustavo y la propia «tristeza» ocasionada por su fallecimiento sólo se dibujan fenoménicamente, como tales autologismos de carácter psicológico y subjectual, en cuanto que intersectando de modo permanente e inseparable con terceros dialogismos (a título por así decir, de «tristeza compartida») dados a la escala del grupo de sus discípulos al que estos mismos «recuerdos» remiten necesariamente haciendo con ello impertinente toda tentación de hipostasiar mis propios sentimientos privados como si ellos estuviesen autocontenidos entre los límites de un estuche epidérmico. Es en efecto, este mismo «estuche» ( y su tristeza autológica) el que queda desbordado , atravesado internamente por la coordinación dialógica de muchos otros «estuches» sin que obre para ello ninguna metafísica armonía preestablecida.
Y a su vez, si no obra tal armonía ello se deberá que a su vez, dichos dialogismos (la tristeza de la escuela en la que la mía propia se inserta estructuralmente) no adquieren su fisionomía característica más que en tanto que referidos a los contenidos semánticos del sistema filosófico tejido por Bueno y que el grupo de discípulos al que aludía ha venido tratando de ejercitar en la medida de sus propias fuerzas.
Un tal sistema y la propia figura de su autor ha ejercido un influjo absolutamente extraordinario en mi propia vida (y en la de mis condiscípulos) al punto de que me resulta ahora imposible por entero determinar con precisión lo que le debo a Gustavo Bueno (y lo que le debemos). Acaso, la forma más rápida y a la vez más adecuada de diagnosticar esta deuda compartida sea justamente la siguiente: si la verdadera filosofía de tradición platónica ejerce el papel de la destrucción de los mitos más vulgares (y aquí hay que recordar aquella sentencia de Feijoo tan cara al Profesor Bueno: «hay vulgo que sabe latín») que atraviesan incesante e inevitablemente las sociedades de nuestro presente en marcha, como si fuesen las sombras que se proyectaban en la pared de la caverna del mito platónico, entonces lo que principalmente debo a Bueno es disponer de las herramientas más ajustadas a la trituración de nebulosas ideológicas tan pregnantes como puedan serlo las del fundamentalismo científico o el fundamentalismo democrático entre otras muchas (pensemos, a título de ejemplo, en ideas tales como las de humanidad, de izquierda, de derecha, &c).
Se trata de premisas metafísicas cuando no míticas en los que al margen de dichas herramientas sistemáticas, habría caído prisionero con absoluta probabilidad lo que a su vez significa, y he aquí la importancia académico-platónica de la influencia pedgógica de Gustavo Bueno en mi vida, que fue el filósofo español el que pudo sacarme de la caverna.
O para decirlo ahora en román paladino, si es que las premisas del materialismo filosófico pueden compararse a un báculo en virtud del cual he podido sustraerme al influjo de los grandes mitos de nuestro tiempo, lo que le debo a Gustavo Bueno es principalmente algo tan impagable como esto: el no ser totalmente imbécil.