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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 42
Artículos

La fe de Gustavo Bueno

Juan Antonio Hevia Echevarría

Si Gustavo Bueno tenía fe, no podía ser una fe religiosa -como cualquiera que le haya oído siquiera una sola vez podrá constatar-, sino una fe natural, es decir, la fe del ateo.

Grupo alrededor de Gustavo Bueno. [La fe en los demás como una forma de fe atea]

Sobre Gustavo Bueno, a raíz de su fallecimiento, se han dicho tantas cosas y tan buenas por tantas personas, que cualquier intento por mi parte de añadir algo más, parece abocado al fracaso. Pero por lo menos quiero que estas líneas sirvan para rendir homenaje a la persona gracias a la cual no sólo descubrí la filosofía, sino que decidí estudiarla académicamente e incluso hacerlo en la Universidad de Oviedo. Comencé la carrera en 1998, pero, para mi desgracia, Gustavo Bueno ya no llegó a darme clases como profesor, aunque no por ello dejaré nunca de considerarle mi maestro. Pues de Gustavo Bueno he aprendido todo lo que sé sobre filosofía.

Sin duda, para mí ha sido un privilegio haber podido conocer personalmente al filósofo español más importante de la historia, al menos hasta el momento presente. Recuerdo como si fuese ayer mi primer encuentro con él, en septiembre de 1999, en su casa de Niembro. Sólo puedo decir que, en la medida en que para mí Gustavo Bueno era para la filosofía lo mismo que Elvis Presley para el rock and roll, es comprensible que la impresión que me causó tener delante de mí a esa persona tan eminente, a la que había conocido por televisión y cuyos libros había leído, nublase en buena medida mi entendimiento y sólo me permitiese constatar que, en efecto, ese gigante del pensamiento era de carne y hueso.

Creo que, en mi caso, desde el principio no se cumplió el apotegma montaigneano de que nadie es un héroe para su ayuda de cámara, probablemente porque antes de llegar a «ayuda de cámara», es decir, de conocer personalmente a Gustavo Bueno, éste ya era un verdadero «héroe» para mí, un genio de la filosofía de inteligencia totalmente desmedida, de erudición oceánica y lógica apabullante, un auténtico titán del racionalismo que no dudaba en triturar toda clase de mitos e ideas oscurantistas y confusionarias, fundamentalismos incluidos; tampoco el posterior trato con Gustavo Bueno hizo que desapareciese esa imagen «heroica» que siempre he tenido de él, si bien encuadrada ya dentro de unos contextos muy determinados que, en todo caso, hacían inteligible cómo una persona con las virtudes y capacidades tan extraordinarias de Gustavo Bueno había llegado a convertirse en un genio filosófico en grado superlativo.

Aquí quiero recordar las palabras con que Gustavo Bueno finaliza su libro La fe del ateo:

El ateo puede tener fe, pero una fe no religiosa, sino una fe natural, o confianza en alguien o algo. El ateo puede confiar, o tener fe, en su padre, en su médico de cabecera o el arquitecto que le hizo la casa. Gustavo Bueno, La fe del ateo, Temas de Hoy, Madrid 2007, p. 356.

¿Quién puede tener «fe en la Humanidad», «fe en la Cultura», «fe en el Progreso». y en toda esa serie consabida de ideas abstractas impersonales? [.] Podemos tener confianza en una persona, en un conjunto de personas por mí tratadas o conocidas [.] ¿En qué fundamento puedo apoyar la fe en la Humanidad de los próximos siglos [.] Bastará que tenga fe o confianza en alguna generación, en algunas personas de esta generación, por ejemplo, en un número indeterminado, pero finito y muy pequeño de personas, de las cuatro o cinco generaciones que van a sucederme. Pero nada más. A lo sumo confiará en que cuando lleguen a la vida adulta las personas de su confianza pertenecientes a esa cuarta o quinta generación tengan a su vez fe o confianza en un número indeterminado, pero finito y pequeño, de personas de la cuarta o quinta generación ulterior. Y así sucesivamente. El autor no tiene nada más que decir. Ibid., p. 363.

Por tanto, no sólo hay una fe religiosa, sino que también hay una fe natural, que es una fe no religiosa, la fe del ateo. Pues sin tener fe o confianza la vida es imposible, porque para poder actuar en ella hay que tener confianza en bastantes cosas, como, por ejemplo, en nuestros sentidos, en la sindéresis de nuestro entendimiento, en los conocimientos recibidos, en otras personas &c. Y del mismo modo en que el ateo confía en que su padre le protegerá, en que su médico hará todo lo posible por curarle y en que el arquitecto ha diseñado la casa en que vive con pilares y vigas resistentes, para que no se caiga, así también, un padre puede confiar en su hijo, del mismo modo que un maestro en sus discípulos y un médico en que el enfermo seguirá el tratamiento prescrito.

Así pues, el hijo confía en que el padre le protegerá y el discípulo en que el maestro le educará y transmitirá conocimientos ciertos y verdaderos; pero también el padre confía en el hijo y el maestro en sus discípulos; no obstante, aunque pueda pensarse que esta confianza se da por supuesta, en realidad, para que pueda darse, debe haber algo que la sustente. Pues si el padre puede confiar en el hijo, será porque previamente le ha educado e inculcado determinados valores y principios éticos y morales; por esta razón, el padre puede confiar en que el hijo no actuará en contra de las enseñanzas recibidas, ni derrochará el patrimonio heredado. Así también, el maestro puede confiar en los discípulos, porque previamente les ha transmitido una serie de conocimientos ciertos y verdaderos que deben servirles para conocer su lugar en el mundo y actuar en consecuencia.

Sin duda alguna, si Gustavo Bueno tenía fe, no podía ser una fe religiosa -como cualquiera que le haya oído siquiera una sola vez podrá constatar-, sino una fe natural, es decir, la fe del ateo, que supone una confianza «en alguien o en algo». Pero la fe que, en particular, Gustavo Bueno pudo tener en personas, en un «número indeterminado, pero finito y muy pequeño», de las cuatro o cinco generaciones posteriores a la suya, sólo podía basarse en el hecho de que el trato directo con ellas o, al menos, de manera indirecta o mediata, le habría permitido transmitirles determinadas enseñanzas y valores que harían muy difícil que esa confianza resultase traicionada. De otro modo, difícilmente podría haber fe.

A todas las personas que hayamos tenido el privilegio de recibir las enseñanzas de ese gran «preceptor de España» -para utilizar la misma expresión que Pedro Insua- sólo nos queda manifestar nuestro más sentido agradecimiento y no traicionar la fe de Gustavo Bueno.

 

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