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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 40
Artículos

El «argumento ontológico» de Gustavo Bueno

Atilana Guerrero Sánchez

Ante el fallecimiento de Gustavo Bueno, nuestro homenaje quiere ser un ejercicio de ensayo filosófico dedicado a su insigne figura

Atilana Guerrero Sánchez y  Gustavo Bueno[Atilana Guerrero Sánchez y Gustavo Bueno en la mesa redonda con la que concluyeron los XXI Encuentros de Filosofía, 12 de abril de 2016]

Ante el fallecimiento de Gustavo Bueno, nuestro homenaje quiere ser un ejercicio de ensayo filosófico dedicado a su insigne figura. Y la materia de esta consideración versará sobre su propia vida, canónica como «vida filosófica», tanto por su longevidad como por la magnitud y calidad de su obra escrita. Una vida dedicada a la composición de un sistema de Filosofía, denominado materialismo filosófico, que ha dado lugar a la existencia de una Escuela al modo clásico griego. Porque como él mismo nos enseñó, de los dos modelos de escuela filosófica que cabe reconocer en la Antigüedad, a saber, el «modelo Crotona», de los pitagóricos, y el «modelo Mileto», debido a Tales, el primero se caracteriza por involucrar a las vidas de quienes pertenecen a la Escuela, mientras que el segundo, más bien de tipo científico, como fue el Liceo de Aristóteles, representaba el cultivo de saberes que podían mantenerse al margen de las vidas de quienes a ella pertenecían. Como es sabido, Platón fundó la Academia siguiendo el modelo pitagórico. Y así creemos que hizo Gustavo Bueno.

Pero hace falta reconocer que Gustavo Bueno no es sólo un ejemplo de «vida filosófica». Si sólo dijésemos esto, con ser verdad y muy importante, nos estaríamos moviendo a una escala lisológica, es decir, fijándonos en lo que tuviera de común con otros filósofos. Para distinguirlo, nos hace falta introducir la escala morfológica, porque Gustavo Bueno es un filósofo cuya obra no tiene parangón en nuestro presente histórico. Y esto no sólo lo digo yo, sino que ya desde hace mucho tiempo, cuando se ha querido presentar su figura pública, se ha hecho hincapié en que las referencias de otros filósofos de su talla se encuentran en los grandes del pasado, desde Platón y Aristóteles hasta Kant, Hegel o Marx. Incluso se ha llegado a utilizar en su contra por quienes achacaban a su propia «voluntad de aislamiento» tal asimetría o falta de «homologación» con sus colegas de oficio. Recuerdo que hace muchos años, siendo yo estudiante, un compañero de facultad me dijo, no sin cierta admiración, que el sistema de Bueno era como una catedral gótica en pleno siglo XX. Más tarde, siempre he pensado que el símil estaba mal puesto, ya que las catedrales góticas siguen siendo admiradas, y, si no se construyen actualmente, es porque no tiene sentido repetir lo que ya está hecho. Gustavo Bueno no es Santo Tomás. Pero se entiende que la crítica tenía la intención de poner de manifiesto el «anacronismo» del sistema del materialismo filosófico. Pues bien, ¿acaso no es Gustavo Bueno, como filósofo, un «problema filosófico» que exige siquiera ensayar una mínima teoría que nos explique tal portento? Esta va a ser nuestra tesis, en efecto, recorriendo exactamente el mismo planteamiento que el propio Bueno dio al «problema» de España, a saber, el del porqué de su unicidad.

Pues bien, creemos que la escala morfológica que hay que introducir para entender la filosofía de Gustavo Bueno está marcada por España. Y es que la relación entre la Idea de España como Imperio filosófico -un imperio generador universal, «católico», a diferencia de los imperios depredadores, necesariamente particulares, como el inglés- y la idea de Persona histórica, dos de las ideas características del materialismo filosófico, es la que nos permite entender quién es, no «era», Gustavo Bueno. En particular, nos vamos a referir al «fracaso constitutivo» que comparten ambas estructuras ideales, la del Imperio Universal y la de la Persona, cuya dialéctica es el recorrido de una contradicción: gobernar a la totalidad del Género humano, en el caso del Imperio Universal; y conquistar la «vida eterna», dicho al modo metafísico, en el caso de la persona humana.

Y ¿qué ha significado el materialismo filosófico de Gustavo Bueno respecto a estas dos Ideas tan principales de nuestra tradición? Nada menos que lo que podríamos llamar su total y definitivo «desengaño», por emplear el término con el que Feijoo definía sus discursos («desengaño de errores comunes»). En el primer caso, porque su Filosofía de la Historia deja formulado el «desengaño» de la Humanidad como una entidad positiva, cuando en realidad es, siempre lo ha sido, y aún más, siempre lo será, -tal es una de las tesis fundamentales de su libro España frente a Europa-, el proyecto político imperialista que una parte de los hombres (sean romanos, españoles o estadounidenses) dirige al resto, sin que se pueda pedir el principio de su armonía, tal como hace hoy en día la Declaración de los Derechos Humanos; y en el segundo caso, porque la teoría materialista de la Persona es excluyente de toda realidad personal espiritual, necesariamente ligada al ateísmo esencial (Dios no sólo no existe, es que no puede existir; de lo contrario, dicho con Calderón, nuestra vida sería un sueño); así como, al mismo tiempo, negadora de la identificación entre el hombre y la persona, siendo esta una institución histórica muy tardía, en comparación con la realidad zoológica de la especie humana. Así pues, para el materialismo filosófico, si bien toda persona debe ser humana, no todo hombre es una persona.

Detengámonos en la relación entre estos dos casos de «imposibles ontológicos». ¿Qué tipo de «fracaso» es aquel según el cual nuestra vida se queda «corta», tal como reza el adagio ars longa, vita brevis? No puede ser la mera constatación empírica de que «queda mucho por hacer». La cuestión importante es el qué se hace, como para que no dé tiempo a concluirlo. Con el ejemplo que a Bueno tanto le gustaba poner: quien buscase construir el móvil perpetuo nunca tendría tiempo suficiente.Y es que la vida personal, para que sea personal, ha de estar «embarcada» en planes y programas políticos de determinado alcance. Así, sólo bajo un «Imperio generador» como fue el romano, pudo formularse por primera vez la Idea de Persona, como bien nos enseñó Bueno, en el contexto de las discusiones teológicas sobre la humanidad de Cristo. Y aquí creemos que está la conexión necesaria entre ambas Ideas, entre ambos «fracasos constitutivos», unidos los cuales, su «fracaso» -que no deja de ser visto como tal desde un punto de vista metafísico-, cobra diferente figura: porque la persona humana fallece, es ineludible; su vida está limitada temporalmente en virtud de la propia limitación del individuo corpóreo humano en el que se encarna; pero también es un hecho que en la misma medida en que sus planes se limitaran a su propia esfera biológica -no «fracasando», por tanto, en su limitación-, dejaría de ser persona, en definitiva, se convertiría en lo que llamaríamos un perfecto idiota, un «consumidor satisfecho». ¿Y no nos suena este «modelo de vida»? No hace falta responder; tal es la mayor crítica que Bueno ha dirigido contra las sociedades democráticas actuales, en las que la «felicidad canalla» es insultantemente patrocinada como un sustitutivo de la «vida eterna» de las sociedades medievales. Pero ¿qué es España, especialmente hoy? Por lo menos, una nación que lucha, aunque sólo sea por la inercia histórica de su pasado imperial, para no sucumbir ante semejantes acometidas ideológicas de la Democracia como «fin de la Historia», esa extraña situación en la que los hombres, descargados del «duro bregar» de los siglos, ya podemos disfrutar y relajarnos (otros serán los que deban frenar al «Estado Islámico».)

Es verdad que los planes y programas de la política desbordan la vida individual, pero eso no quiere decir que dichos planes no sean operatorios, «practicables», esto es, que se puedan considerar prudentes y embarcar en ellos a las nuevas generaciones sin que sus vidas se vean sacrificadas en el «altar de la Historia», como es la acusación que, con razón, se ha dirigido contra el hegelianismo. De otra manera no estaríamos aquí tal y como estamos. Dichos planes no salen de la nada, sino que se fundan a su vez en otros proyectos pretéritos cumplidos en algún grado por nuestros antepasados, demostrando con ello ser posibles (el «futuro perfecto» lo llamó Bueno). Su herencia a veces nos obliga a sostenerlos, salvo hundirnos. Pues bien, la «vida eterna» es un imposible metafísico, pero no lo es la «vida histórica», y esta es la gran lección del materialismo, de estirpe estoica. Que morir no significa gran cosa cuando lo que hacemos «tiene su eco en la eternidad», es decir, sirve a los demás, en el presente, y a los que vienen detrás, en el futuro.

Y ahora diremos, ¿qué saber es ese que hace «practicable», a la escala racional operatoria humana, mediante el lenguaje escrito, el punto de vista histórico universal sobre el mundo que nos rodea? Evidentemente, la filosofía. Pero es que dicho «punto de vista universal» no es una capacidad subjetiva de los hombres, salvo para la filosofía metafísica. El materialismo filosófico, constituido como la crítica de toda metafísica, nos ha enseñado que dicho «punto de vista» es objetivo, histórico; es aquel que alcanzan los imperios universales «realmente existentes», y, a su través, los hombres en ellos «embarcados».

Pues bien, entonces, visto así, Gustavo Bueno no es una «anomalía salvaje», como se ha querido ver muchas veces al modo de un Benito Espinosa (que tampoco lo era), ni es producto del azar; un hombre genial, pero asimismo accidental; no. Gustavo Bueno es, él mismo, un filósofo a la escala de una «sociedad universal», entre cuyas «partes formales» hay que contar a la España que le «moldeó» y por la cual él mismo pudo ser como fue. Para empezar, por la lengua española. Una lengua en la que no se puede hablar sin hacer filosofía, como él nos enseñó, debido a aquella labor iniciada ya desde el siglo XIII con la Escuela de Traductores de Toledo. Lengua, por cierto, que queda sumamente enriquecida gracias a la labor de Gustavo Bueno y su escuela, dando nombre y definición a realidades hasta ahora mal vistas o ni siquiera vistas nunca antes (pensemos en palabras tan vulgares como «nación», «democracia» o «ciencia»; pero también «diamérico», «eutaxia» o «anamórfosis». Sólo la incorporación al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española de las acepciones salidas del «taller» del materialismo filosófico, justificaría el contrato de colaboración vitalicio entre la Escuela de Oviedo y tan venerable institución).

Pero junto con la lengua española, habrá que contar a las otras personas con las que Gustavo Bueno, antes de escribir, hablaba en esa misma lengua, a la sociedad política mediante cuyas instituciones pudo desplegar su desbordante energía: una familia de médicos en la que pudo conocer sin intermediarios la tradición secular española de los «médicos filósofos» materialistas; unos amigos que eran «tipos de primera», como a él le gustaba decir, sus interlocutores. En nadie mejor que en él podemos comprobar el principio de que el individuo es una abstracción, siempre en compañía, especialmente de su esposa, doña Carmen Sánchez, hasta el final de sus días, con quien formó una entrañable familia. Por no hablar de los alumnos, los discípulos, y, en general, el público que llenaba las salas con sus magníficas conferencias -nunca he visto con otros conferenciantes los excesos de aforo que Bueno producía. Él escribía porque se lo pedían los demás, literalmente, a través de las editoriales. Y podía llevar con orgullo el que todos sus libros, excepto uno, El animal divino, fuesen «de encargo». ¿A qué filósofo español llamaron desde los platós televisivos, casi con urgencia, para que explicara qué era el programa de TV «Gran Hermano» a la audiencia y a sus propios agentes? No podía cumplir de mejor manera el oficio de filósofo «en español».

Y vayamos a los escenarios en los que dichas personas se podían relacionar actuando, todo un «teatro universal»: Santo Domingo de la Calzada, Zaragoza, Madrid, Salamanca, Oviedo... No hace falta probarlo, pero qué mejor ejemplo que los libros de la escolástica española presentes en sus bibliotecas, a cuyo cultivo intensivo se dedicó durante más de una década, y en los que encontró su «arsenal»; los centros de estudio, el Instituto y la Universidad, en los que antes que profesor fue alumno, donde hubo necesariamente profesores que le pusieron «al cabo de la calle», como él decía, en las materias científicas, no sólo en Filosofía (siempre recordaba cómo fue un cura, Ramón Roquer, quien le habló por primera vez, siendo muy joven, del Círculo de Viena). Los laboratorios, en los que conversaba con científicos de primera línea -su padre mismo había sido discípulo de Cajal-, donde pudo dar los primeros pasos su teoría de la ciencia, la Teoría del Cierre Categorial.(¿Cómo es posible que haya quien enfrente al «Bueno, teórico de la ciencia» y al «Bueno, ideólogo sobre España»?¿Acaso no saben que uno de los «puntos de cristalización» del «problema de España» es la famosa polémica de la «ciencia española»?.) Y cómo no, la Iglesia católica, a través de cuyos agentes (curas, obispos, etc.) pudo hacerse una idea de lo que significaba «estar en el secreto»...el secreto del ateísmo católico. Y si le hacemos caso, él siempre dijo que de no haber vivido en Oviedo, no habría escrito su obra.

Siguiendo con los elementos de esta composición, los sillares del edificio que conforman su sistema nos los ha señalado muchas veces: no hay ningún misterio, sino la consecución de esta tradición universal de la filosofía española, en español pero también en latín, desde Suárez hasta Feijoo. Una filosofía que no hizo más que continuar la labor iniciada por Platón y Aristóteles a la escala de su tiempo, el tiempo del Imperio católico español, en guerra constante con los otros Imperios. El llamado «ortograma imperial», precisamente iniciado en Asturias frente a la fuerza avasalladora del Islam, fue el «metabolismo» de una sociedad que se hizo tan resistente por necesidad, porque sin avanzar hubiera perecido. Y no todo era la guerra, con ella acompañaban las categorías religiosas, científicas y políticas con las que tuvo que vencer a un enemigo que no tenía límite. Por eso se produjo el «descubrimiento» de América, en ese seguir avanzando ante un horizonte ilimitado. Pero cuando se vieron los límites, y los otros imperios europeos salieron a escena (Francia, Inglaterra, Holanda), España ya era algo muy parecido, como nación histórica, a lo que es hoy. Y de este programa secular, es decir, de siglos, inscrito en numerosas instituciones de nuestro presente, la complejidad y riqueza, a través del español, del materialismo filosófico es un grandioso «efecto».

Y bien, ¿hay algo que haga del tiempo de Gustavo Bueno un tiempo único, tan único como él lo fue? Así lo creemos. Nuestro tiempo es el de la caída definitiva del Imperio español, de cuya teoría filosófica él se hizo cargo prácticamente 100 años después del hito histórico que así lo reconoce, el desastre del 98. Los filósofos coetáneos del momento no podían calibrar el verdadero alcance de lo que suponía, si bien es cierto que la intensa dedicación a desentrañarlo, a través del género del ensayo sobre la «decadencia de España», acaso ha permitido que hoy tengamos la claridad con la que Bueno lo ha mostrado. Pero también el tiempo de la caída de la Unión Soviética, el otro modelo de imperio «católico» con el que Bueno podía medir el significado histórico de su propia nación y de su propio sistema filosófico. De la caída de la URSS, naturalmente, serán ya otros quienes puedan ofrecer una respuesta análoga en el futuro, pero qué duda cabe de que Bueno nos ha dado muchas de las claves para ello, y la «vuelta del revés» de Marx del materialismo filosófico será un paso obligado.

Se puede decir que nadie podía definir mejor qué es España, y con ella, a todo lo que su Idea misma implica; sin hipérbole, una «visión filosófica del mundo», si es que hemos hecho a la filosofía un saber solidario, ya desde Platón, de la Historia Universal. Y así como la caída del Imperio católico español no significó su aniquilación, pues sus efectos son «reliquias vivas» en nuestro presente, tampoco el fallecimiento de Gustavo Bueno significa que su filosofía no vaya a seguir influyendo en las futuras generaciones. No se puede fingir, a pesar de los intentos del europeísmo, que no haya una unidad histórica efectiva entre todas las naciones hispanas, gracias a cuya lengua española la obra de Bueno es ya leída, y lo que aún es más importante, admirada y desarrollada, fuera de España, especialmente en el lugar que por antonomasia se puede llamar representativo de su imperio, la Nueva España, es decir, México. Pero también en Ecuador, donde ya ha tenido lugar la primera edición americana de uno de sus libros más importantes, El mito de la Cultura. Y seguimos: el mundo no se reduce a la Comunidad Hispánica; esta es sólo la plataforma desde la que los hispanos debemos mirar hacia el exterior, y las traducciones de sus libros a otras lenguas como el alemán ( también El Mito de la Cultura) el inglés (¿Qué es la ciencia?) y el chino (España no es un mito) no dejan de mostrar este carácter universal impreso en el materialismo filosófico.

Gustavo Bueno Sánchez, su hijo mayor y principal responsable de la difusión de su obra, así lo consideró en la ceremonia de despedida del filósofo en Santo Domingo de la Calzada, al subrayar el hecho de que la Facultad de Filosofía de León en Guanajuato, México, fundada bajo la dirección de la Fundación Gustavo Bueno desde España, se fuera a inaugurar prácticamente al mismo tiempo en el que su inspirador iba a recibir sepultura. Un hecho, desde luego, dramático, tanto por la pena de su ausencia, como por su final teatral, la unidad de tiempo y acción de dos escenas tan ligadas a la propia vida del actor principal y cuya coincidencia evidentemente no podía estar prevista.

Y ahora, llegados a este punto, cómo no apelar al «argumento ontológico» de España como Imperio católico, cuya esencia le obligaba a existir, referido a la persona que ya es una institución de la misma España, a Gustavo Bueno. Su obra no ha sido «pensada para caer», sus efectos piden prolongarse a través de las vidas de los demás, libros que deben, como un nuevo Quijote, «hacerse sustancia».

Atilana Guerrero Sánchez y  Gustavo Bueno[Atilana Guerrero Sánchez y Gustavo Bueno en la mesa redonda con la que concluyeron los XXI Encuentros de Filosofía, 12 de abril de 2016]

 

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