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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 37
Artículos

Demostración ejemplar: en homenaje a Gustavo Bueno

José Andrés Fernández Leost

A modo de homenaje, en lo que sigue se tratará de calibrar sucintamente el impacto de la obra de Bueno en el campo de la politología.

José Andrés Fernández Leost junto a Gustavo Bueno A modo de homenaje, en lo que sigue se tratará de calibrar sucintamente el impacto de la obra de Bueno en el campo de la politología. Hasta el momento de su muerte, la presencia académica de sus contribuciones en este ámbito ha quedado relegada a una posición incidental, debido a varios factores. Cabe hablar de un contexto institucional poco favorable al debate genuino de ideas, como ha hecho I. Sánchez-Cuenca, de las enemistades generadas por un librepensador «políticamente incorrecto», de los obstáculos de asimilación que implica sumergirse en una producción exigente o aun del desprestigio -infundado y pasajero- en el que hace medio siglo cayó todo propósito de articular un pensamiento de corte sistemático. No obstante, ahondando en el terreno que nos ocupa, es posible detectar razones inherentes a la lógica actual de la politología que dan cuenta de este bloqueo, pero que a su vez constituyen las líneas de fricción por las que es plausible prever una penetración a fondo de las ideas de Bueno en las «ciencias políticas».

Entre ellas, destaca en primer lugar la controversia sobre el estatuto epistemológico -en rigor, «gnoseológico»- del material científico-social, el cual queda delimitado en las lindes de un plano de trabajo beta-operatorio tal que de sus resultados no puede desprenderse la involucración del sujeto cognoscente, mitigando pues el grado de formalización de estas disciplinas por más que arrojen conclusiones sólidas, concisas e incluso predictivas. Dicha puesta en cuestión lleva aparejado un giro sobre los enfoques metodológicos preliminares, estructurado sobre una filosofía de la ciencia -la teoría del cierre-, que impone un corte ante los consensos epistemológicos predominantes, ya se trate del isomorfismo neopositivista (verdad como correspondencia entre hechos y lenguaje) ya del relativismo cognitivo, según el cual toda verdad no es más que una invención social. Ello obliga al investigador interesado, no menos que al politólogo, a reconsiderar sus protocolos analíticos y cuando menos a tener en cuenta el alcance de un paradigma alternativo, con puntos por lo demás de similitud con propuestas preexistentes, constructivas pero con igual vocación racional de objetividad, presentes en la comunidad científica (Ian Hacking). Con todo, si la estación de llegada consiste, no en demoler, pero sí en tomar distancia crítica ante los avances que va suministrando la rama empírica de la «ciencia política» -sin perjuicio del interés que despierten sus rendimientos estadísticos o sus modelizaciones conductuales- se comprenderá la carencia de una recepción mayor, siquiera sea en el debate en torno a los planteamientos procedimentales. Sirva como ejemplo la consolidación de la teoría de la «elección racional» o del «individualismo metodológico» como base de estudio del comportamiento electoral, del funcionamiento de las instituciones o, más aún, de la revisión del marxismo en clave «analítica» (J. Elster), que ha producido frutos rigurosos, pero ante la que sin embargo es preciso reconocer que presupone una apuesta epistemológica, una toma de partido no neutral (lejos de tratarse de la única lógica comprometida con la racionalidad universal), con consecuencias por tanto sobre nuestra visión social de la realidad -consecuencias para mayor complejidad, de índole política. Esta problemática no se resuelve sino que adquiere más densidad, si desplazamos el foco de atención a la vertiente politológica «normativa», esto es, a lo que llamamos «teoría política», de acuerdo con un desdoblamiento (preceptivo/descriptivo) que ya de por sí es motivo de litigio conceptual bajo la óptica de Bueno. Y ello, toda vez que la simple introducción de la etología en sus tratamientos teórico-políticos desbaratan el estado de cuestión de un dominio que -dejando de lado la experimentación leninista-lacaniana- habría de romper con los diques ora rawlsianos (justicia como equidad), ora identitarios que la mantienen sumida en la misma arena argumental que alumbró su renacer en la década de 1970.

Una opción, y aquí radicaría el segundo motivo o línea de fricción que bloquea y al tiempo permite la recuperación de las aportaciones politológicas de Bueno, consiste en recobrar el empuje de la reflexión teórico-estatal, en concreto de la categoría de Estado -en sintonía con un nutrido grupo de profesores de primera talla: M. Mann, R. Jessop, Th. Skocpol, etc.-, aun desde un ángulo que recalibra su magnitud, haciendo de él pieza clave de la interpretación política del presente y a futuro. En este sentido, la audacia de Bueno no se limitó a poner en entredicho la sentencia mil veces repetida acerca de la inexorable erosión que los Estados-nación estarían padeciendo en un mundo globalizado; en su lugar, advirtió hace más de tres décadas de la buena salud de esta forma política, capaz de adaptarse al decurso evolutivo de la historia, aunque afrontando de nuevo el asunto desde coordenadas extramuros del gremio politológico. Y es que en Bueno la referencia de la forma Estado no se ciñe únicamente a las entidades burocrático-militares y tributarias que a partir del siglo XVI aparecieron ligadas a la defensa y mantenimiento de un espacio geográfico cohesionado por valores de identidad secularizados, hasta desembocar en el establecimiento de la ciudadanía propia de las naciones políticas. Antes bien, el surgimiento del Estado está vinculado al origen de la civilización, es decir, al desarrollo de un conjunto de instituciones antropológicas y tecnológicas -escritura, sedentarismo, agricultura, propiedad, leyes, urbes, liderazgo, etc.- que posibilita la maduración de un funcionariado a cargo del aprovisionamiento y distribución de bienes (a menudo en templos-almacenes) y que cuaja en el momento en el que se trenzan los componentes esenciales que siempre han determinado su organización: población, territorio y poder. Y lo hace al cabo a través del fenómeno crucial de la guerra, que parcela conflictivamente los espacios de apropiación entre grupos y a su vez cierra la ordenación de las funciones sociales según el esquema clásico que distingue entre gobernantes (clero), guerreros (nobleza) y productores (comerciantes), lo que por cierto plasma, desde entonces hasta ahora, las actividades básicas que cubre toda sociedad política: economía, defensa y administración.

Esta perspectiva genético-estructural es justo la que propicia la hipótesis en Bueno de la «vuelta del revés» de Marx, priorizando la dialéctica de Estados sobre la lucha de clases y que, por ende, resguarda la autonomía de «lo político» (valdría decir, de la razón de Estado), frente al reduccionismo economicista, en lo que en parte supuso un cierto distanciamiento de Bueno respecto de la corriente marxista a la que se le adhería, dentro de la cual fue en cualquier caso siempre un heterodoxo, en tanto igualmente se definía como «tomista». Por añadidura, el modo en que Bueno se aproxima a la categoría de Estado nos sitúa en disposición de catalogar las diversas «estructuras de decisión» que se han sucedido desde los imperios antiguos hasta la actualidad, pasando por las ciudades-Estado o los Reinos medievales y, lo que acaso sea más relevante, nos faculta para conceptuar la morfología de las unidades políticas que se están configurando bajo el formato de bloques supranacionales regionales, cuyo perfil socio-moral no puede dejar de estar influido por la matriz religioso-cultural en la que se inscriben. De ahí que quepa hablar de un Bueno como geopolítico del pensamiento -cruce entre el teórico-político y el de las relaciones internacionales- que, en paralelo a los planteamientos de S. Huntington o los estudios de R. Inglehart, vislumbró un mundo fragmentado en esferas civilizatorias, a medio camino entre las «naciones canónicas» fraguadas en la modernidad y ese Estado universal cosmopolita que, desde I. Kant hasta F. Fukuyama, anima al idealismo político: un «medio del camino» o encrucijada marcado por la emergencia de sistemas de escala continental y ante los que necesariamente hay que definirse desde un «estar en el mundo» o «una parte del mundo», desde una implantación arraigada en su caso al área de influencia greco-latina y con una mirada realista contrapuesta a todo horizonte utópico o salvífico, léase «gnóstico».

De ahí por fin el tercero de los obstáculos a salvar por parte del «politólogo-tipo», que estriba en el incisivo escrutinio de Bueno a la idea del Estado democrático de derecho, por cuanto en su fundamentación se trasluce un doble fondo de formalismo jurídico y nematológico que, en su formulación más acabada (la axiomática y piramidal de Kelsen) da por válido un «postulado de cierre» a-empírico -análogo al proceder de la teología dogmática- ante al que además todo cuestionamiento queda proscrito. Al igual que el veto que se produce hacia el crítico de una concepción de una democracia entendida como régimen político definitivo, como consumación histórica y como objeto exclusivo de reflexión, cultivando un fundamentalismo, tanto mayor cuanto más figuras metafísicas recoja («voluntad general», «autodeterminación»...) y que oblitera el obligado estudio y cotejo con el resto de formas conocidas (aristocracia, monarquía, demagogia, etc.). Un abandono impulsado por la globalización pero que, por efecto de los acontecimientos de los últimos lustros -propaganda autocrática, pujanza populista, desarrollismo chino, incluso «regresión democrática» (Larry Diamond)-, está siendo corregido por la academia y he aquí otra vez la pertinencia y tino «politológico» de Bueno. No sería inoportuno agregar la estricta separación entre ética y política que sus propuestas esgrimen -sin menoscabo del deber cívico de «amor a la patria»- ni citar la pulverización de las categorías de izquierda y derecha, nimbadas por el mito, y cuya operatividad histórica ha quedado espacialmente triturada, así como ya temporalmente una vez dejado atrás ese intervalo que se cubrió desde el fin del Antiguo Régimen hasta la caída del Muro. Y no lo sería en tanto estas y las anteriores contribuciones merecen desde luego un análisis mucho más profundo y detenido del que estas líneas reflejan: una recepción y un debate en suma prolífico, ingente y alentador que se le ofrece al politólogo. Así como también al pensador consciente de que la auténtica actividad filosófica rechaza su deriva soteriológica, estando ensamblada en cambio desde su propio origen al devenir práctico-político de las sociedades y a la formación del discernimiento político.

A la luz de este razonamiento, la caracterización «individualista» o «quijotesca» de la obra de Bueno queda de suyo inhabilitada, al igual que -solo porque entonces no era tendencia- sería objetable tachar de aislada la producción de aquellos autores que, entre los años cuarenta y setenta (K. Popper, M. Oakeshott, R. Aron, H. Arendt, B. de Jouvenel, Sh. Wolin, I. Berlin...), forjaron un corpus teórico indispensable para pensar en adelante la política y asentaron en los centros universitarios la exigencia de unas líneas de investigación centrada en estos temas. Por si fuera poco, el grupo de discípulos que Bueno ha dejado tanto en España como en el continente americano silencia el lamento reiterado de que en nuestro país no hay profesores que dejen escuela, hasta el punto de haber venido a sistematizar, según ha subrayado P. Insua, el «espiritualismo materialista» evocado por Unamuno, el cual constituye el tronco nuclear de la tradición filosófica de nuestro país (de F. Suárez a García Bacca, pasando por Feijoo o Donoso Cortés), en una suerte de vindicación de una «escolástica material» en tajante contrapunto respecto de la ascendencia del pensamiento krausista. El crítico cultural George Steiner hablaba en Lecciones de los maestros de la «demostración ejemplar» ejecutada en un laboratorio como una de las vías privilegiadas del profesor para enseñar conocimiento científico, método que se traslada al escenario de la vida real cuando de lo que se trata es de transmitir virtudes morales. Así un Sócrates. Así Gustavo Bueno.

 

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