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El Catoblepas, número 174, agosto 2016
  El Catoblepasnúmero 174 • agosto 2016 • página 35
Artículos

El hombre de quien hablo

Carlos Pérez Jara

El autor rememora a propósito de la posible influencia de Gustavo Bueno en su propia vida a lo largo de los últimos catorce años y muestra su agradecimiento.

Vista del Castillo de Cortegana (Huelva) donde el autor trabó conocimiento con la filosofía de Gustavo Bueno[Vista del Castillo de Cortegana (Huelva) donde el autor trabó conocimiento con la filosofía de Gustavo Bueno.]

Es difícil expresar con palabras la deuda de gratitud que se siente cuando alguien le ha hecho abrir a uno los ojos a la racionalidad crítica. Cuando se ha descubierto así lo que muchos ignoran toda su vida sin saberlo. Se trata de una especie de regalo inesperado que alguien transmite a otra persona sin conocerla ni tener referencia alguna de que existe, y que sin embargo tiene consecuencias reales para quien lo acaba recibiendo.

Con el paso de los años, y visto con cierta perspectiva, he acabado por percatarme de la implicación personal de ese hallazgo. En mi caso puedo decir que una vez encontré un mapa mundi de ideas y de metodologías que pulverizaban (como lo hacen ahora, o como lo harán en el futuro) lo que yo entonces había creído axiomas o hechos «irrefutables» con la misma facilidad con la que un niño puede aceptar las maravillas de una fantasía. ¿Cuándo sucedió aquello?

Ahora recuerdo ciertas noches de verano de 2002, cuando mi hermano Javier y yo pasábamos largos ratos de conversaciones con amigos de Cortegana, pueblo de la Sierra de Aracena y Picos de Aroche, Huelva, desde el viejo mirador del Castillo de Sancho IV. Nuestro amigo Juan Pablo Cubero, oriundo de dicha sierra y profesor de Filosofía, fue el que nos mencionó sus sonadas apariciones televisivas. Lógicamente, ya me era conocida la denominación materialista en otros campos, desde Marx al terreno del materialismo cultural dentro de la antropología. Pero el sintagma «materialismo filosófico» me era ajeno por aquella época.

Por eso, la televisión fue el primer punto de partida. A veces eran espacios donde se desplegaba una ingente carga de ideas y de erudición apabullante: entrevistas profundas pese a la vanidad incurable de su entrevistador, Fernando Sanchez Dragó (en su programa «Negro sobre Blanco»), uno de los responsables de que su figura adquiriera notoriedad en el «gran público» a principios del siglo XXI. En otras ocasiones, en cambio, asistía a espectáculos en pantalla donde el absurdo y el disparate alcanzaban cotas de humor surrealista, pero donde este hombre destacaba como un lobo solitario en medio de una conjura de necios. Fuera como fuera, no me resultó indiferente. En absoluto.

Con mi hermano, Daniel Borrallo y Daniel López, ambos también de la misma tierra de Cortegana (extraño encontrar una razón para tantas coincidencias) pasamos no pocas horas charlando sobre lo que había más allá del temperamento a veces volcánico que veíamos en aquellos programas, ya fuera contra Ignacio Sotelo o contra una bruja de barrio propia del esperpento nacional. Supongo que ése fue el origen de una segunda fase de descubrimiento, más profunda: entonces supe de las ideas de Cultura, Izquierda, Materia, Democracia, etc. Destruidas y reconstruidas bajo el armazón de su sistema.

A veces la vida ofrece curiosas casualidades. Por ejemplo, que su nieto viviese y estudiara filosofía en la misma ciudad que la nuestra, Sevilla. Eso nos llevó a otro hecho casual pero no por ello menos importante y cuyas consecuencias se extienden hasta hoy mismo: que Lino Camprubí sea hoy uno de nuestros verdaderos amigos, alguien con la honestidad y el principio de actitud de nobleza de su propio abuelo, a quien mi hermano conoció en persona sólo un año más tarde de aquellas conversaciones nocturnas en la sierra; en concreto durante el memorable Congreso de Jóvenes Filósofos celebrado en Sevilla, en 2003.

Luego, al fin, lo conocí a través de sus libros, de su obra. Fue en sus páginas donde tuve la oportunidad de «desvelarlo» más allá de los artificios de quienes lo criticaban de forma gratuita o bien de los programas de TV donde se ofrecía una imagen parcial de su figura. En su obra es posible encontrar con detalle un rigor pocas veces visto, un ojo analítico propio del entomólogo que clasifica especies salvo que él clasificaba ideas y las interpretaba para combinarlas usando como método el apagógico dentro de la dialéctica platónica clásica. En 2004 tuve la oportunidad de conocerlo en persona y dirigirle algunas pocas palabras, durante su formidable conferencia y presentación de su libro «La vuelta a la caverna: terrorismo, guerra y globalización» celebrada en el Centro Riojano de Madrid. Siempre estaba abierto a preguntas, a ayudar y a enseñar, porque tanto como filósofo era un maestro en el sentido más exacto de la palabra.

No, no es fácil reunir en un mismo individuo la virtud del conocimiento con la modestia de lo que nosotros entendemos por un sabio. El hombre común suele estar reducido a la silueta de su propio ego diminuto, muchas veces sobredimensionado por alguna clase de narcisismo sin cura o de prepotencia «congénita» (estupidez al fin y al cabo), pero en su caso esto agranda aún más su propio genio: por su cercanía, por su entrega, empezando hacia sus seres queridos (como es el caso de la emocionante unión con su mujer, Carmen, con la que se marchó de este mundo casi al mismo tiempo) y luego, por supuesto, hacia quien estuviera dispuesto a salir de la «caverna» de la ignorancia, de los prejuicios, del llamado «cerrojo ideológico», del error en definitiva: esto le llevó a animar, apoyar y estimular los trabajos de gente mucho más joven que se acercaron a su sistema para comprenderlo y, más tarde, poder ejercitarlo. Su influencia ha sido la de la piedra que cae sobre el estanque y propaga una serie de ondas expansivas sobre el agua, reflejadas en las distintas «oleadas» de generaciones de filósofos adscritos a dicho sistema. Como dice en una de sus más célebres obras, murió el individuo, no la persona.

Hoy, 14 años después de haber oído hablar por vez primera de Gustavo Bueno Martínez, siento la necesidad de expresar con unas pocas palabras mi agradecimiento por aquel regalo, y la responsabilidad personal de ejercitarlo para no caer en el error, el fallo, cuando no en la ignorancia o la estupidez, un mal, que por cierto, él consideraba como el mayor que afecta hoy a España (y yo diría que también al resto del orbe). Ya no podré decírselo directamente, darle las gracias, pero queden estas palabras con cariño hacia su persona y mi profundo respeto por una obra que, sin duda, deja una huella indeleble en la Historia de la Filosofía y en las vidas particulares de quienes, de una manera u otra, lo conocieron.

Vale.

 

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