Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
[José Manuel Rodríguez Pardo responde a las cuestiones planteadas por Gustavo Bueno y Tomás García López, en su conferencia en la EFO, 11 de enero de 2016]
Dies iste,
quem tanquam extremum reformidas,
aeterni natalis est
(Séneca)
Recuerdo la primera vez que me encontré en persona con Gustavo Bueno. Era el año 1998, curiosamente la última vez que impartiría docencia reglada en un curso de la Universidad de Oviedo, y cuando estábamos a punto de cruzarnos en una acera estrecha, en uno de los ángulos rectos que formaba circundando el jardín que daba paso al edificio de la Facultad de Filosofía en el Campus del Milán, Bueno me sorprendió al dar un paso en diagonal hacia la otra acera para salvar mi presencia, antes de que incluso pudiera cederle el paso. Yo aún no le conocía en persona, pero aquel encuentro casual no pudo dejar en mí más que la impresión de un hombre con vigor y decisión, como el arquero que dirige la flecha al blanco en la famosa metáfora aristotélica que define al hombre virtuoso.
Por aquel entonces ya algunos de los profesores de la facultad, especialmente en sus órganos de gobierno, comenzaban a mostrar su resentimiento hacia Gustavo Bueno, especialmente hacia el hecho de que sus obras estuvieran disponibles a la venta en la secretaría de la facultad para los numerosos alumnos de mi promoción, tales como El animal divino (1985), Qué es la filosofía (1995) o Qué es la ciencia (1995). Las más destacadas muestras de esa lógica particular que da el odio, tuvieron lugar en el contexto de la norma ad hoc emanada por la Universidad de Oviedo al final de aquel curso 1997-1998, con la que se daba carta legal a la expulsión de Gustavo Bueno bajo una interpretación retroactiva y tendenciosa de su jubilación a los setenta años, cuando en 1989, contando con sesenta y cinco años de edad, se jubiló según la legislación entonces vigente. Aquel formalismo burocrático de carácter prevaricador, que suponía su paso, con 74 años de edad, a una categoría inexistente y por lo tanto nula a efectos laborales, de «catedráticos eméritos honoríficos», según una nueva normativa al efecto, aplicada retroactiva y surrealistamente para desposeerle de su cátedra, motivó que durante dos semanas protestásemos y organizásemos nuestra Universidad paralela.
En aquel contexto, un 26 de Octubre de 1998, Gustavo Bueno ofreció de manera informal su última lección en la Universidad de Oviedo, en las escaleras de la Facultad de Filosofía, ante un auditorio que desbordaba el improvisado lugar. Aquella lección constituyó el acta de defunción de la Universidad española, más concretamente de una Universidad ovetense que se homologó con este vil acto a la mediocridad generalizada de la institución en España: una «muerte burocrática» que el propio Bueno había anticipado en sus obras años atrás y que afectaba especialmente a la Filosofía académica de tradición platónica. Convertida en una disciplina de especialistas que no podrían desbordar su estrecho ámbito, la actividad filosófica en la Universidad acabaría siendo una disciplina vetusta e inútil, a extinguir. De hecho, esa última lección tuvo el mismo aire de la Apología de Sócrates: la reconstrucción de la actividad filosófica y el destino del filósofo, condenado y traicionado por sus supuestos compañeros de gremio, desdeñosos y envidiosos de sus apariciones públicas, encerrados en una filosofía de profesores y para profesores condenada a su muerte burocrática.
Todo este desmán sucedió bajo la democracia que muchos fatuos y pánfilos consideran el Fin de la Historia. Una democracia que odia la crítica a la corrección política y de la ideología ambiente realizada por la verdadera filosofía, y que en consecuencia no duda en usar de los métodos más mafiosos para quemar, aun en efigie, como antaño, a los filósofos: si Sócrates fue condenado a beber la cicuta, Aristóteles hubo de huir para que los atenienses no cometieran un nuevo crimen contra la Filosofía por su teoría del motor inmóvil y a Fichte le desposeyeron de su cátedra por ser considerado ateo, Bueno pagó muy cara su crítica a la ideología medioambiental de la democracia realmente existente y fue condenado por quienes decían ser sus colegas. Precisamente en el contexto de aquella protesta, conocí al gran amigo de Gustavo Bueno y filósofo estoico, José María Laso, cuya amistad salió a relucir con su presencia en la universidad improvisada que organizamos los alumnos, para mantener viva la llama de nuestra protesta.
El profesor Bueno no llegó a impartirme «docencia reglada» en la Universidad de Oviedo; solamente tras su definitiva expulsión de la institución a la que tanto aportó, que supuso paradójicamente el inicio de las actividades en la Academia platónica ovetense, la Fundación Gustavo Bueno, pude conocerle en persona y recibir una importante formación, a la que debo absolutamente todo. Recuerdo que, en aquella primera charla, Bueno me preguntó qué profesor me había inspirado a estudiar Filosofía, y ante la pregunta le respondí que ninguno, que mi llegada a la Facultad había sido casual, ejemplificándolo con la famosa anécdota del estoico Zenón de Citio, que embarrancó su nave en Atenas y allí tomó contacto con la filosofía a través de las tablillas de cera. «Felizmente la Fortuna me impele a la Filosofía», le señalé ante su asombro.
Gustavo Bueno me pareció, como virtuoso, un hombre virtualmente eterno: un 17 de Septiembre de 2004 celebramos en Oviedo el homenaje a Bueno por su ochenta cumpleaños, idea original de Eliseo Rabadán y en la que participé activamente, haciéndole entrega de una placa donde aparecía la Proposición 59 de la Parte III de la Ética de Espinosa, en la que se definen las dos virtudes éticas por excelencia enunciadas en El sentido de la vida (1996) que Gustavo Bueno, desde el materialismo filosófico, siempre reivindicó: la firmeza, como forma de perseverar en el ser individual, y la generosidad, como forma de ayudar a los demás a perseverar: «Refiero a la fortaleza todas las acciones que derivan de los afectos que se remiten al alma en cuanto que entiende, y divido a aquella en firmeza y generosidad» (Benito Espinosa, Ética, Parte III, Proposición 59).
Una década después, en el contexto de los XIX Encuentros de Filosofía de Oviedo, en el año 2014, dedicados al tema «El Reino del Hombre», se produjo la presentación de un libro dedicado a glosar sesenta visiones de la figura de Gustavo Bueno, en homenaje por los noventa años que iba a cumplir el fundador del materialismo filosófico; obra en la que yo colabore celebrando, como le indiqué al propio Bueno al conocerle, que la fortuna me haya impelido hacia la Filosofía cual Zenón de Citio y el haber podido vivir la época de Gustavo Bueno. Diez años después de aquel homenaje de 2004, tras aumentar considerablemente una obra ya de por sí colosal, se me ocurrió que la única forma de resumir una trayectoria única era citando otra frase de Espinosa adaptada a su persona: si el hispanojudío dijo que «Nadie sabe lo que puede un cuerpo» (Espinosa, Ética, Parte III, Proposición 2, Escolio), en este caso cabía decir que nadie sabe lo que puede Gustavo Bueno.
Gustavo Bueno siempre fue mal visto por quienes habían realizado el tránsito de la comodidad de encontrarse bien instalados en el franquismo, a la comodidad de haberse situado acordemente a sus oportunistas intereses en la actual democracia coronada; en buena lógica, quienes afirmaban haber consagrado su vida a mantener, de modo oportunista, las modas del «legado del pensamiento internacional», la mera filosofía de profesores para profesores exenta de los problemas del presente, tuvieron que desmarcarse de forma acrítica y violenta de quien había criticado no sólo la primera Transición como una simple metamorfosis, «de la ley a la ley», del régimen franquista, sino también la actual «segunda Transición» que hoy los medios de comunicación pretenden vendernos a machacamartillo.
Las acusaciones sobre su persona de «falangista» (que sin embargo no recayeron sobre reconocidos falangistas como el idealizado Manuel Sacristán o el pope de la Historia de la Filosofía española, José Luis Abellán), su presunto oportunismo por haberse convertido «en apologista del PP», así como otras afirmaciones de verdadera brocha gorda, fueron proferidas por quienes nunca prestaron atención (o quizás desde el principio lo supieron de buena tinta), que en realidad Bueno representaba la virtud por excelencia que Montesquieu atribuía a un régimen republicano: el patriotismo, la defensa de la Nación Española, que se convirtió en una necesidad en una nación corrompida por la amenaza separatista. No por casualidad, el hecho de su encuentro con el Presidente del Gobierno José María Aznar, en el año 2000, no supuso ningún tipo de manifestación de cercanía al Partido Popular; sin embargo, ya habiendo abandonado Aznar la política activa, Bueno afirmó que el Partido Popular era el partido político que mejor engranaba con la defensa de la Nación Española. La promoción que desde el «Pensamiento Alicia» del Presidente Zapatero se realizaba de las sectas separatistas que aspiran a la pulverización de nuestra soberanía nacional, era suficiente razón para decantarse políticamente, pero siempre desde una perspectiva de crítica filosófica, apelando al mal menor.
Precisamente, los XXI Encuentros de Filosofía de Oviedo, celebrados este año 2016, estuvieron no por casualidad dedicados al tema «Transiciones democráticas». Ahí fue cuando observé algo que me dejó impactado: Gustavo Bueno hizo acto de presencia en los Encuentros caminando con el apoyo de un bastón, tras haber tenido una dolencia importante ese mismo mes. Con el recuerdo siempre vivo en mi memoria de aquel primer encuentro, aquella imagen de vigor de Bueno, con fuerza suficiente como para enterrarnos a todos, comprendí sin embargo que la trayectoria de este hombre virtuoso no podía ser eterna. Aunque no sería hasta un tiempo después cuando comprobé que la situación era desgraciadamente peor de lo que yo esperaba, sobre todo tras verle por última vez, a finales del mes de Mayo de este año, con la misma lucidez y buen humor que siempre exhibió, pero ya visiblemente más cansado.
Señalaba Gustavo Bueno en la necrológica de su gran amigo José María Laso, a finales del año 2009, a propósito de la obra de Laso, la paradoja de que todo el saber acumulado a lo largo de una vida de dedicación al estudio, se perdería sin embargo con su fallecimiento, al no haber diseñado un sistema que pudiera servir de estructura para que toda esa erudición fuera aprovechada e incorporada por otros. En el caso de Gustavo Bueno, ha sucedido a la inversa, pues a pesar de todos los pesares, se ha cumplido aquella frase que profirió aquel 17 de Septiembre de 2004: «Cuando me muera, no pasara nada». Todo gracias al sistema filosófico que pergeñó durante décadas y que sirve para que otros recojamos su legado. Con su fallecimiento el 7 de Agosto de 2016, el profesor Bueno ha alcanzado el «natalicio eterno» que enunció Séneca en su día. Gustavo Bueno, in memoriam.