Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
[Gustavo Bueno y Carmen Sánchez]
Un día de enero de 1998, cuando don Gustavo aún trabajaba en la universidad, hablábamos de la muerte reciente de un buen amigo suyo y don Gustavo comentó que su suerte era envidiable ya que había tenido una muerte rápida y había estado en plenitud de facultades hasta el final. Me alegra poder pensar que don Gustavo también tuvo una buena muerte ya que él quería «morir con las botas puestas». Me recuerda la muerte del maestre don Rodrigo Manrique, tal como la narra su hijo: en la tranquilidad de su casa, todos los sentidos conservados, y rodeado del círculo de los más íntimos que supo respetar con disciplina su voluntad y acompañarle con cariño. También recuerda, en algunos aspectos, el final que Cervantes ideó para don Quijote, como ha sabido ver, con mucha agudeza, Marino Pérez. Y, en cuanto a la ceremonia de su entierro, también creo, como su hijo Álvaro, que le hubiera gustado escuchar a todos los que en ella hablaron, y ver a sus hijos, nietos y discípulos sacando a hombros su féretro entre los aplausos emocionados de tantas personas que le querían y admiraban.
Gustavo Bueno fue un hombre extraordinario, dotado de capacidades excepcionales, y que cultivó siempre con exigencia las virtudes éticas, morales y políticas. La genialidad de Bueno como filósofo está fuera de toda duda y siempre saltará a la vista para cualquiera que le escuche o le lea sin prejuicios. De la filosofía de Gustavo Bueno se hablará durante mucho tiempo porque es objetivamente valiosa e interesante. También saltan a la vista, para cualquiera que le escuche, sus capacidades como orador y sus habilidades para desenvolverse en cualquier medio, escrito o audiovisual.
Pero don Gustavo fue también, para mí y para tantos otros, un maestro de la virtud. Los que fuimos sus alumnos, conocemos bien su generosidad intelectual poniendo a nuestra disposición todo su tiempo y todos sus saberes, ideas y conocimientos. La vida virtuosa de don Gustavo a lo largo de más de sesenta años no se puede entender sin hablar de doña Carmen, su mujer, que abandonó el mundo de los vivos dos días antes que él. Hablando de los siameses bicípites inseparables, proponía don Gustavo su analogía con las parejas que comparten toda una vida. Por eso, las virtudes éticas de doña Carmen y de don Gustavo se funden: los dos fueron firmes y generosos en extremo. El esfuerzo que Carmen y Bueno exigían a los próximos era parte nuclear de la generosidad de quien quiere hacer mejores a los demás.
Don Gustavo y doña Carmen se fundieron también en la práctica de las virtudes morales para con su familia y para con sus amigos y conocidos: conviví diariamente con don Gustavo en el trabajo durante años y puedo dejar constancia de sus desvelos y preocupaciones para con los suyos. La atención a las necesidades de los próximos pasaba siempre por delante de cualquier otra ocupación, incluida su pasión filosófica. Así fue cuando sus hijos o sus amigos requirieron esa atención, y así fue cuando su mujer enfermó y su cuidado pasó a ser la prioridad absoluta de don Gustavo.
Don Gustavo fue, además, un ejemplo de virtudes políticas, poniendo todas sus capacidades al servicio de la defensa de España y de la lengua española en el importante campo de batalla de las letras. Defendió a España frente a sus enemigos interiores: frente a los secesionistas que quieren romper su unidad, frente a los terroristas y sus secuaces, frente a los que corrompen de modo sistemático la política y las instituciones debilitando el Estado, y frente a los fundamentalistas de la democracia. Defendió también a España frente a sus enemigos exteriores: frente al islamismo, frente a la leyenda negra, y frente a las ideologías disolventes del internacionalismo idealista y del pacifismo ingenuo. Concibió y formuló la teoría de la esencia procesual de España, que es el arma teórica más potente con que haya contado nuestra nación en el ámbito de las ideas para combatir a todos los que buscan su ruina. Reivindicó la importancia del español como idioma filosófico desde sus orígenes, y contribuyó de un modo decisivo al desarrollo de la filosofía en español.
Lloramos y sufrimos la muerte de don Gustavo y de doña Carmen, y estamos tristes porque todos hemos perdido mucho: sus hijos han perdido a sus padres, sus hermanos y sus nietos se han quedado sin esas dos personas generosas tan cercanas, otros hemos perdido a quienes fueron durante muchos años una referencia de conducta ética, hemos perdido a un maestro en nuestra tarea filosófica, y se nos ha acabado ese privilegio extraordinario de comentar con don Gustavo la marcha del mundo. Por último, todos los españoles hemos perdido al gran patriota Gustavo Bueno, el hombre que, en el presente, en el ámbito de las ideas y en la guerra de las letras, más y mejor supo defender España y el idioma español frente a sus enemigos interiores y exteriores. Por todo eso estamos tristes y desconsolados, y lloramos sus muertes al sentir que nos han arrancado algo muy nuestro.
No es cierto que la muerte de otros no pueda causarnos alegría o, al menos, alivio. Nos alivia la muerte de los asesinos, los criminales, los tiranos vesánicos, aunque sólo sea por el mal que se evita en el futuro con sus muertes. Nos alegramos también de la muerte de nuestros enemigos, de aquellos que quieren destruir nuestra nación, nuestras familias, nuestras vidas, nuestra sociedad, nuestros valores, pues su muerte es debilidad de su causa abyecta y es, por tanto, fortaleza nuestra. En las narraciones, en las novelas y en las películas, festejamos la muerte y el infortunio de los villanos y de los malos. Nos quedamos indiferentes cuando mueren personas lejanas y desconocidas, ya que todos los días mueren miles y no podemos vivir angustiados en un duelo que nos sumiría en un abatimiento permanente. Sentimos y lloramos, sin embargo, la muerte de las personas buenas que han jugado un papel importante en nuestras vidas, de aquellas que han contribuido a mejorar el mundo, cada una en el radio más o menos amplio de su influencia. La muerte de los buenos es mala y nos deja tristes ya que nos roba una parte valiosa de nuestras vidas y nos arranca una parte querida de nuestra propia existencia. Es una gracia y un privilegio singular poder convivir con los mejores: como dejó dicho el judío «en el confín del gueto», «todo lo excelso es tan difícil como raro». Por esa razón si, para los que quedan en este mundo, la muerte de los buenos es funesta y mala, entonces la muerte de los mejores, esa es la peor.