Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Si no hubieras criado, oh padre Febo,
a Platón en la Grecia,
¿quién hubiera sanado con las letras
los males y las dolencias de los hombres?
Pues como fue Esculapio
médico de los cuerpos,
curó Platón las almas inmortales.
Este epitafio fue el que inspiró a Diógenes Laercio la muerte del “divino” Platón, habiendo transcurrido –Diógenes Laercio lo escribe hacia el siglo II de.C–, unos 500 años tras la muerte del fundador y escoliarca de la Academia, siendo así que el valor de los clásicos se mide por siglos.
Pues bien, este domingo ha fallecido en el pequeño pueblo asturiano de Niembro una personalidad cuya titánica obra, de un alcance comparable a la platónica, sin duda inspirará más de un epitafio dentro de 500 años, 1.000 o incluso dentro de 2.500 (que son los transcurridos desde la muerte de Platón) porque así lo merece, merece tal reconocimiento de clásico, este gigante de la filosofía que ha sido, y sigue siendo, Gustavo Bueno Martínez.
Así es que hoy, 7 de agosto de 2016, ha fallecido Gustavo Bueno.
Este es el hecho rotundo, irreversible y que Bueno interpreta –porque sí, Bueno ha interpretado su propia muerte, tal era su voracidad analítica, y así lo hizo en cierta ocasión en la que celebrábamos su 80 aniversario–, como la necesidad de “dejar sitio”. Dejar sitio a los que vienen detrás (a los hijos, y a los hijos de los hijos), con esta humildad y generosidad habló en aquella ocasión de la muerte, y también de la suya –sobre todo de la suya–, que tendría que sobrevenir, sencillamente, por razones ecológicas y genealógicas. Las nuevas generaciones son la razón de la muerte de las anteriores. Es decir, los hijos, producto del amor de los padres, son los que propician la muerte de esos mismos padres. Amor y muerte van completamente asociadas, y he aquí un caso ejemplar, la muerte de Bueno, producida apenas dos días después de la de su esposa, la entrañable Carmen Sánchez.
Pero además de dejar sitio, Bueno deja, y más que deja ofrece, una obra muy singular, que no por clásica deja de ser sui generis. No es la obra de un erudito, aunque supone una extraordinaria erudición (recuerdo que una vez, en la Biblioteca Nacional, Gabriel Albiac presentó a Bueno como "el hombre que había leído todos los libros"), no es tampoco la de un intérprete, que es capaz de reexponer con más o menos fortuna tal o cual doctrina (aunque Bueno era un verdadero virtuoso de la interpretación), no es, por supuesto, la de un intelectual (concepto por el que sentía especial rechazo por lo que tiene de pretencioso), ni tampoco la de un escritor que busque el lucimiento literario (es muy difícil extraer citas de las obras de Bueno a modo de aforismo ornamental). Es la obra, más bien, de un compositor, que ha levantado todo un cuerpo de doctrina, que él dio a conocer como “materialismo filosófico”, que solo se puede medir con, escasamente, nueve o diez sistemas filosóficos, con un rango parejo en cuanto a su amplitud y desarrollo, desde que hace 25 siglos Platón institucionalizó esta disciplina con la creación de la Academia. Digamos que hay a lo sumo como una docena de, por decirlo con Galileo, “sistemas máximos” filosóficos (platonismo, aristotelismo, tomismo, cartesianismo, empirismo, kantismo, idealismo, vitalismo, marxismo, positivismo, fenomenología, neopositivismo), y uno de ellos, escrito íntegramente en español, es el que nos ha legado Gustavo Bueno Martínez.
Y es que decía Unamuno, hablando de la filosofía española y de su dispersión asistemática:
Pero yo creo más bien que nuestra filosofía, la que anda difusa y esparcida en nuestra literatura y no en obras estrictamente filosóficas, está por formular; yo creo que nuestro realismo, lo que yo llamaría con una expresión que a muchos parecerá paradójica, nuestro espiritualismo materialista, esto de tomar el espíritu a lo material, no ha encontrado aún quien lo sistematice. (Unamuno, Andanzas y visiones españolas, ed. Austral, p. 97).
Pues bien, ya ha encontrado quien lo ha sistematizado, en una labor en la que convergen, por la propia estructura dialéctica de la filosofía, el resto de “sistemas máximos” que allí encuentran acogimiento en tanto que sistemas rivales con los que entrar en confrontación polémica (particularmente, quizás, sobre todo, frente al mentalismo idealista de corte anglosajón y al espiritualismo idealista germánico).
Por ello ha podido, en torno a ese sistema, cristalizar una escuela filosófica, así se le ha llamado también clásicamente a lo que representa la Fundación Gustavo Bueno, que ha sabido aglutinar, a través de la gigantesca e inteligentísima labor de Gustavo Bueno Sánchez –hijo mayor de Bueno-, un discipulado cuya capacidad y solvencia a la vista está, a poco que el curioso se asome a las páginas de la fundación, si tenemos en cuenta la ingente cantidad de material, literario y audiovisual, producido por dicha escuela en los últimos años con Bueno como escoliarca.
Una obra, por otro lado (como envés práctico del haz doctrinal), que tiene mucho también de medicinal, curativo, terapéutico si se quiere –el padre de Bueno era médico–, si (sobre)entendiéramos que la filosofía, por lo menos esta filosofía, es al entendimiento lo que la medicina al cuerpo.
En este sentido la labor de Bueno, verdaderamente social, relativa a su combate, ya personal, en tanto que ciudadano español, frente a esas nebulosas ideológicas y mitos de todo tipo que nos envuelven (Democracia, Ciencia, Europa, Cultura, Izquierda, Derecha, Felicidad, etc.), ha sido como la de un médico ante un cuerpo infectado de virus y bacterias nocivas. Bueno ha tenido la lucidez y el coraje suficientes apara alertar, avisar, y ponernos en guardia, a quien le quisiera oír, ante una masa que nos rodea, verdaderamente viscosa, de nociones erráticas, oscuras, engañosas, cuando no falsarias, tratando de poner un correctivo, orden y un sano entendimiento frente a ese caos de opiniones, esa diafonía ton doxon, envolvente.
En definitiva, podríamos decir de Bueno, y con más razón creemos, aquello que dijo el romanista Ernst Robert Curtius cuando calificó a Unamuno de “praeceptor” y “excitator Hispaniae”, es decir, maestro y aguijoneador de España.
Así, y ya terminamos:
Si no hubieras criado, oh padre Febo,
a Bueno en la España,
¿quién hubiera sanado con las letras
los males y las dolencias de los hombres?
Pues como fue Esculapio
médico de los cuerpos,
curó Bueno, el divino Gustavo Bueno, las almas inmortales.