Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Hay palabras y expresiones que nada más pronunciarse sugieren la dignidad de merecer reconocimiento especial. Las de «pensador», «filósofo» y «sabio» son de esta condición. Cuando adjetivan a un nombre propio intuimos, al instante, que se trata de alguien con excelencias que sobresalen por encima de lo habitual. A don Gustavo Bueno se le atribuyen las tres indistintamente.
La de «pensador» evoca, ya sin remedio, la postura tensa de quien medita o reflexiona con fuerza, al modo que quiso plasmar Rodin en su famosa escultura. Gustavo Bueno criticaba el uso de este término, sobre todo porque elude determinar qué contenidos ocupan al pensador, sobrentendiendo especificaciones. «Pensador», sin más, lleva la carga psicológica de quien, en el sentido del pensare latino, pondera y juzga los pros y contras de algo.
La denominación de «filósofo», como «amante de la filosofía», se atribuye a Pitágoras. Dicen que se llamó «filósofo» a sí mismo, para diferenciarse del «sabio» que ya había alcanzado la sabiduría. Cuando don Gustavo era presentado como «filósofo», matizaba enseguida que el término a secas no dice nada: hay que definir la especie, detallar si se trata de un filósofo estoico, epicúreo, platónico, aristotélico, tomista ... idealista o materialista.
En ocasiones era anunciado como «sabio» y entonces echando mano de su fina ironía recordaba que un «sabio» era experto en sabores y entre risas decía que él sólo sabía diferenciar un Rioja de un Valdepeñas.
Pero la «filosofía» que nos ha enseñado Bueno, de algún modo se encarna en un tipo especial de «sabio». En la Grecia homérica, «sabio» era quien practicaba con eminencia un conocimiento práctico, técnico. A finales del siglo VI a.c., el término también se hizo extensible al conocimiento del modo concreto de comportarse para lograr una conducta recta. Sabio era quien estaba en condiciones de decidir la acción adecuada para cada caso concreto. Testimonios que de los filósofos más ilustres han dejado sus grandes biógrafos dan sobrados ejemplos de esto.
La concepción materialista de la «filosofía», de raigambre platónica, ve al «filósofo» como alguien que se ha liberado de los supuestos, de las conjeturas, de las creencias; que ha remontado las hipótesis. No porque las haya negado, sino porque las ha puesto en tela de juicio, en discusión, contrastándolas. El filósofo que logra esta liberación se afana por unificar conocimientos y acciones prácticas; y esta característica totalizadora es la que hace que lo que podemos llamar «vida filosófica» coincida con una «sabiduría prudencial».
Quienes viven instalados en el «sentido común» se sorprenden e incluso se molestan ante las palabras del filósofo que orienta en una dirección totalmente distinta lo que a ellos, desde una visión pacata e ingenua, les parece inmutable y definitivo. La biografía personal de Gustavo Bueno está plagada de estos episodios que han hecho que muchos creyentes de verdades sublimes y eternas se hayan desentendido del filósofo. Merece la pena recordar alguno, pues dan muy bien la medida de una figura provocadora, que se erige en auténtico revulsivo contra opiniones, convicciones y mitos que no tienen otro fundamento que su gratuita repetibilidad.
Ante el revuelo que por el año 1993 causó la posible clonación de embriones humanos, debatiéndose si ésta era o no ética, Bueno desenmascaró el argumento de fondo viendo que la causa de aquellos miedos era en realidad el problema de la identidad. Porque lo que se confundía era la igualdad o identidad esencial con la identidad sustancial, según la cual se pensaba, en términos mágicos o místicos, que un clon es uno mismo, alguien que me sustituye.
La clonación, en contra de la opinión común, no hace individuos iguales. Sólo hay semejanzas que resultan espectaculares en lo fenoménico, pero no hay dos individuos verdaderamente iguales, porque «para que así fuera debería de haber una clonación genética y otra, digamos, mental».
Hacia el año 2000 se puso de moda que los «intelectuales» hablaran de «televisión basura» y aborrecieran verla. Contra ellos, Bueno ironizaba que había muchas clases de basura que exigían clasificar la televisiva y que lo importante era saber precisar muy bien por qué desentenderse de la televisión era considerado por los bienpensantes como un «acto heroico».
Causó estupor entre sus colegas que un prestigioso catedrático de Universidad con una enorme y sesuda producción bibliográfica se dedicara a decir que la televisión era algo más que la «caja tonta». La sutileza de don Gustavo, para sonrojo de sociólogos que no se habían percatado, desvelaba que gracias a la televisión surgieron nuevos modos de entender las relaciones humanas que se plasmaron en cosas dispares, como el fútbol mismo. Resultó chocante que en una entrevista, Bueno dijera que «el fútbol es una de las instituciones de la sociedad post-industrial que ha permitido que la televisión siga adelante. La mitad de la población o más, a la vez que ven el fútbol están repartiendo el tiempo, que ya no se mide por las fiestas, sino con respecto al siguiente partido. Y tener el tiempo organizado es fundamental para cualquier sociedad».
En España, durante la primera década del presente siglo tomó cuerpo la creencia en la democracia como la forma perfecta de la sociedad política, y en este contexto, por el año 2010, se debatía el Proyecto de Ley de Plazos del Aborto. Gustavo Bueno tuvo la novedosa lucidez de enfocarlo como «corrupción no delictiva, que no por ello deja de ser perversión de la democracia». Sus comentarios no dejaron a nadie indiferente.
En primer lugar, consideró el aborto provocado como algo propio de sociedades bárbaras que desconocen las técnicas de control de natalidad.
En segundo lugar, la corrupción democrática en la que incurría el gobierno de entonces no era otra que la propia estrategia elegida: «zanjar la cuestión reduciéndola a un enfrentamiento entre los defensores racionalistas del aborto y los antiabortistas, que se apoyan en la Conferencia Episcopal».
En tercer lugar, algo que las propias mujeres, empecinadas en defender el aborto como derecho sobre su propio cuerpo, eran incapaces de advertir: que el «derecho al aborto» de la mujer embarazada es incompatible con la identidad individual del nasciturus. En palabras de Bueno, «¿qué le importa al germen, al embrión, al feto o al infante, que tiene vida individual propia y autónoma respecto de la madre, el no haber sido deseado por ella?».
Y a quienes se llevaban las manos a la cabeza ante el aborto de las menores sin el conocimiento de los padres, centrando en esto todas sus protestas y silenciando los principios, Bueno les recusó «un grado de corrupción o de mala fe, aún mayor que el de quienes apoyan explícitamente la ley del aborto en todas sus líneas».
El pasado año, a propósito de las elecciones españolas de mayo del 2015, cuando los tertulianos y grupos políticos parecían tener muy clara la distinción entre «ciudadanos» y «súbditos», Bueno les recordaba, al modo socrático, que «cuando un diputado nacional comienza a insultar a otro diputado (acusándole de corrupción fiscal, de falta de inteligencia, incluso de crímenes), comienza también a no considerar a su señoría como un conciudadano con el que está debatiendo; comienza a olvidar que su señoría, la insultada, ha sido elegida por el mismo 'pueblo' que lo eligió a él, y en consecuencia está negando en realidad la unidad de ese 'pueblo', que trata como fracturado en partes o partidos incompatibles entre sí». Y esto significa que, «comienza a representarse al pueblo que lo ha elegido como un pueblo que no parece dotado de una mínima unidad de convivencia, sino como un conjunto de partes (partidos), clubs, iglesias, sectas o tribus. Y que los miembros de tales grupos, como súbditos de esos partidos o sectas, están en conflicto permanente antes y después de la época electoral. De este modo podríamos observar como se ha transformado una democracia de ciudadanos en una democracia de súbditos, una democracia degenerada 'puramente procedimental', que es la democracia 'realmente existente'. En consecuencia, la proyectada democracia de ciudadanos habrá degenerado, en la democracia realmente existente, hasta el punto de ponerse muy cerca de la guerra civil o, en todo caso, de la liquidación de la unidad del Pueblo, de la Nación o del Estado en cuyo ámbito debería desarrollarse esa supuesta democracia de los ciudadanos».
La sabiduría sui generis de don Gustavo hay que ponerla, sin duda, en ese constante bajar a la palestra pública del presente; en ese progressus permanente que desde las Ideas talladas en su sistema filosófico ha sabido ejercer como nadie, con esa singularidad que sólo el «filósofo» como «sabio» posee.
Carmen Baños
Gijón, 11 de agosto de 2016