Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Nuestro plan, en estos últimos capítulos con los que cerramos la serie de las interpretaciones filosóficas de la gran novela, comprende dos importantes objetivos, el primero de carácter primariamente crítico y el segundo, de carácter constructivo. Primero de todo, como indica el epígrafe de este trabajo, nos proponemos examinar críticamente los fundamentos o tesis hermenéuticas capitales de la aproximación filosófica al Quijote. Concluida esta tarea, nos plantearemos, si tras esa crítica, queda alguna razón para sostener que en la novela cabe hallar algún género de filosofía, y, dado que nuestra respuesta es, como se verá, afirmativa, nos dedicaremos, en la segunda parte de este estudio, a exponer los contenidos principales de esa filosofía del Quijote.
Antes de emprender la primara tarea primariamente crítica, debemos realizar una relevante observación. En este capítulo final de la serie no vamos a ocuparnos del conjunto de las interpretaciones filosóficas que la componen, sino sólo de las interpretaciones filosófico-románticas, a las que consagramos los nueve primeros capítulos, desde el estudio de sus orígenes y desarrollo en Alemania hasta su difusión por el resto de Europa y, finalmente, en España. La atención especial de nuestro examen crítico a éstas se debe a varias razones.
Primeramente, porque de las interpretaciones filosóficas emprendidas desde otras corrientes o enfoques filosóficos ya nos ocupamos de evaluarlas críticamente tras la exposición de cada una de ellas en los ensayos individuales que les dedicamos; en cambio, no hicimos lo mismo con las interpretaciones filosófico-románticas, porque, dado que eran muchas y atenderlas requería muchos capítulos, decidimos dejar para el final de la serie su valoración crítica; eso no quiere decir que en el curso de su exposición no aparezcan notas críticas, pero se trata de notas críticas particulares referidas a aspectos concretos o elementos menores de tales enfoques filosófico-románticos, pero, en ningún momento, cuestionamos allí las tesis hermenéuticas capitales de esos enfoques.
En segundo lugar, creemos que el examen crítico ha de conceder una consideración especial a las concepciones filosófico-románticas del Quijote porque no sólo han sido las primeras, sino porque históricamente han sido las más importantes e influyentes, las que mayor repercusión, sin duda, han tenido en la posteridad no sólo en el ámbito estrictamente académico sino también entre el público general, pues han gozado de un curso de circulación general y han llegado hasta los manuales y libros de texto de literatura para alumnos de enseñanza universitaria y también media, amén, de popularizarse entre las gentes, a través del cine y la televisión.
En cambio, las concepciones filosóficas de la magna novela ajenas a las filosófico-románticas no han rebasado los muros del recinto estrictamente académico, siendo ignoradas por el gran público y sólo accesibles para círculos muy minoritarios de estudiosos. En otras palabras, mientras el enfoque filosófico-romántico se ha convertido en la corriente principal y canónica de la comprensión filosófica del Quijote, los enfoques filosóficos de otro orden son sólo alimento para estudiosos, parte de corrientes secundarias o marginales. De acuerdo con esto, no es de extrañar que, para la mayor parte del estamento académico y para el público general, interpretar filosóficamente la magna novela o su significado más profundo equivale a interpretarlo conforme a la concepción filosófico-romántica
En tercer lugar, porque han constituido el pilar y baluarte principal de las interpretaciones filosóficas, su base y fundamento, pues, como ya indicamos, en el examen específico dedicado a cada una de las interpretaciones filosóficas ajenas, al menos tal y como se presentan prima facie, a la concepción filosófico-romántica (las renacentistas, cartesianas, epistemológicas, filosófico-históricas, etc.), en el fondo se trata de reexposiciones o variantes de ésta, en la medida en que abrazan alguno de sus presupuestos fundamentales. En este sentido, en la medida en que estos presupuestos fundamentales son comunes a todas, ya sean exégesis filosófico-románticas o de otro orden, la crítica general de tales presupuestos tiene consecuencias también sobre la valoración y aceptación de éstas últimas.
Por último, una cuarta razón tiene que ver con el carácter trascendental de las interpretaciones filosóficas con respecto al resto de interpretaciones alegóricas del Quijote que hemos distinguido y analizado: autobiográficas, históricas, políticas, sociales, psicológicas y religiosas, las cuales, en cierto modo, se hallan envueltas por las primeras, en la medida en que casi todas ellas presuponen el alegorismo filosófico que ve en los dos personajes principales de la novela la encarnación del idealismo y el realismo. Así, por ejemplo, en el caso de las interpretaciones autobiográficas, el idealismo atribuido a don Quijote es, en realidad, el idealismo del propio Cervantes; en las históricas, el idealismo de don Quijote es, en el fondo, el de la historia de España y de los españoles o de uno de sus periodos históricos, especialmente del que va desde los Reyes Católicos a los inicios de la decadencia; en las políticas, el idealismo quijotesco es el de la propia España como sujeto político; en las sociales, este idealismo pasa a ser el de un grupo social determinado, el de la aristocracia; en las psicológicas, el idealismo quijotesco es un rasgo psicológico del alma española; y en las religiosas, el ideal de don Quijotes se transforma en un ideal o credo religioso. Por tanto, la crítica de las interpretaciones filosóficas, en la medida en que en las demás se hallan incrustadas las filosofías idealista de don Quijote y realista de Sancho, afecta también indirectamente a las otras clases de aproximaciones al Quijote.
Fundamentos de la interpretación filosófico-romántica del Quijote
Vista y expuesta detalladamente la interpretación filosófico-romántica del Quijote en su devenir histórico, a efectos de su examen crítico, empecemos reduciéndola a su idea más fundamental. Su núcleo básico se resume en la idea de que el Quijote es una alegoría filosófica sobre el conflicto entre el ideal y lo real, que, como vimos, A.W. Schlegel y Schelling fueron los primeros en formular canónicamente. Naturalmente, ya desde esta versión germinal de la concepción filosófico-romántica es don Quijote quien personifica el ideal, un ideal ante todo de carácter ético y moral que roza lo sublime. De acuerdo con esto, la filosofía alegorizada en la novela es la filosofía del idealismo.
En una segunda fase, por obra de Bouterwek, Sismondi y sobre todo Heine, se incorporó una innovación hermenéutica, que ya había sido sugerida por Schlegel, aunque apenas desarrollada. En primer lugar, se buscó un simbolismo que oponer al de don Quijote en alguien que encarnase las exigencias de la realidad y se halló en la figura de Sancho, el inseparable escudero de su señor don Quijote. Sancho será el representante de lo que unas veces se llamará materialismo y otras realismo o positivismo, que se presentará como alternativa en conflicto con el noble idealismo de don Quijote. Así, pues, ahora resulta que la magna novela se nos presentan de forma alegórica dos filosofías, tan enfrentadas entre sí como inicialmente lo estaba el idealismo de don Quijote, en la forma de idealismo caballeresco, con la realidad: la filosofía idealista de don Quijote y la filosofía realista o materialista de Sancho.
En su fase inicial embrionaria, el Quijote era sólo una representación simbólica de un único conflicto: el de la oposición dramática entre el idealismo y la realidad. En esta segunda fase del desarrollo de la concepción filosófico romántica la novela se convierte en el escenario en que se representa alegóricamente un doble conflicto: de un lado, el que enfrenta primariamente al idealismo con la realidad y, de otro lado, el que enfrenta entre sí el idealismo y el realismo como filosofías morales y programas de acción contrapuestos.
En una tercera fase, anticipada por y Sismondi y cristalizada en forma madura en Heine, se introduce la idea de que en la novela no sólo se dramatiza simbólicamente la oposición del idealismo de don Quijote a la realidad, sino también la oposición del realismo o materialismo de Sancho a ésta, con la que también choca. En su versión definitiva y madura, la novela cervantina se convierte, pues, en una alegoría filosófica en la que se recrean dramáticamente tres conflictos, de forma que a los dos señalados anteriormente hay que añadir ahora el que enfrenta al realismo o materialismo sanchopancesco con la realidad, la cual castiga no menos a Sancho que a su amo. Hay tramos de la novela en que el narrador enfrenta conjuntamente o a la vez el idealismo de don Quijote y el realismo vulgar de Sancho con los embates de la realidad, pero en otras partes de la obra, lo aborda separadamente, especialmente en la segunda parte, donde el realismo crédulo y utilitario o materialismo egoísta de Sancho, el cual le ciega de tal forma que crédulamente acepta las promesas y esperanzas alentadas por su señor, en verá vapuleado en sus carnes al final de su fracasado gobierno de Barataria.
Posteriormente, se introducirá una última innovación hermenéutica, debida esta vez, no a los románticos alemanes, sino a sus discípulos españoles, especialmente, Benjumea y sobre todo Revilla, consistente en que la alegoría filosofía se amplía para incorporar al sistema hermenéutico filosófico-romántico una tercera filosofía ética o moral, que sería la filosofía del sentido común o buen sentido y discreción, una especie de realismo moral ilustrado, que, obviamente, no podría estar representado por Sancho, quien sólo puede encarnar un realismo vulgar, crédulo y del propio provecho, sino por unos terceros personajes, el cura, el barbero y Sansón Carrasco, más o menos ilustrados, que carecen de estos defectos y que suelen coincidir en su forma de pensar con la del narrador, por lo que no es difícil verlos como portavoces del propio Cervantes.
El tema nuclear de la novela estaba claro para todos los románticos: el Quijote es la representación de la batalla eterna del hombre como portador de un ideal y la realidad. Pero no estaba tan claro cuál era el mensaje o moraleja final de la obra que Cervantes quería transmitir. En su momento germinal y a lo largo de las dos primeras fases del desenvolvimiento de la concepción filosófico-romántica del Quijote, la posición prácticamente unánime entre ellos fue una posición constructiva o positiva, según la cual el mensaje último de la novela era el del triunfo final del ideal sobre lo real. Pero, a partir de la fase final de configuración de la visión filosófico-romántica del Quijote, surgió una posición discrepante, anticipada por Byron en los años veinte del siglo XIX y culminada en los años treinta del mismo siglo con el espaldarazo definitivo que le imprimió Heine, según la cual el mensaje último de la novela no era un mensaje constructivo, sino uno destructivo o negativo, según el cual en la novela no se proclama la victoria moral del ideal en el mundo, sino, muy contrariamente, se denuncia su derrota o fracaso.
De acuerdo con esto, cabe distinguir dos tendencias hermenéuticas en el seno de la escuela romántica en su aproximación filosófico-romántica al Quijote: la que lo ve ante todo como una novela constructiva, cuya moraleja es la de la exaltación o apoteosis del ideal y, por tanto, de la filosofía idealista, que fue la línea hermenéutica defendida, entre los románticos alemanes, por A.W. Schlegel, Schelling y Tieck, y, entre los exegetas españoles, por Valera, Revilla, Menéndez Pelayo y Menéndez Pidal; y la que los ve como una novela destructiva, cuya moraleja es la del fracaso o derrota del ideal y, por tanto, la filosofía dominante de la novela sería la del idealismo derrotado o de la vanidad o esterilidad del ideal, que fue la orientación hermenéutica respaldada por los ya citados Byron y Heine, pero a los que hay que agregar a Dostoievski y a Nietzsche. Es interesante observar que esta forma negativa de acercarse a la gran novela no tuvo repercusión alguna en España entre las figuras principales del cervantismo.
Hasta aquí esta concisa reconstrucción de los elementos fundamentales que componen lo esencial de la exégesis filosófico-romántica del Quijote, que ahora, a efectos del examen crítico a que la vamos a someter, la descomponemos en las siguientes tesis hermenéuticas capitales:
1. El Quijote es una alegoría del idealismo, cuyo símbolo es don Quijote como caballero del ideal, independientemente de si se trata de un idealismo victorioso o un idealismo fracasado.
2. El libro alegoriza el combate o conflicto eterno del hombre entre el ideal y lo real, siendo aquí lo nuclear la idea mismo de combate o conflicto.
3. La novela es una exaltación del ideal o del triunfo del idealismo.
4. La novela, por el contrario, proclama el fracaso del ideal o derrota del idealismo.
5. El gran libro es también una alegoría del realismo, positivismo o materialismo, simbolizado por Sancho, al margen de si, a la postre, acaba triunfando el idealismo o el realismo.
Comenzamos el examen crítico con la primera de las cinco tesis hermenéuticas cruciales.
De acuerdo con los exegetas filosófico-románticos, el Quijote alegoriza el idealismo, de suerte que las aventuras y desventura de don Quijote, el caballero del ideal, son las aventuras y desventuras del idealismo que simboliza. El ideal de don Quijote es el ideal caballeresco y se interpreta que, a su vez, este ideal no se representa sólo a sí mismo, sino, que a través de él, se está representando a todo forma de ideal, por lo que se considera que el caballero manchego no es meramente el símbolo del ideal caballeresco como ideal concreto o histórico, sino de cualquier ideal en general. Esto es, según la línea hermenéutica dominante entre los exegetas, don Quijote es a la vez símbolo del ideal caballeresco como ideal particular que concierne al hombre en cuanto caballero y símbolo trascendental del ideal, que concierne a toda la humanidad o a cada hombre en cuanto tal, bien es cierto que algunos exegetas filosófico-románticos, como Hegel y otros, tendían a ver a don Quijote más como emblema del idealismo caballeresco que del idealismo en general o en abstracto. Pero esto, a efectos de una consideración crítica, es un asunto menor, porque las objeciones que vamos a formular conciernen por igual a la visión del Quijote como alegoría del idealismo y de don Quijote como su encarnación y a la visión del mismo sólo coma alegoría del idealismo en su versión caballeresca y de don Quijote como su emblema.
Las críticas que vamos a plantear son de dos clases. Las primera de ellas se dirige contra la idea del Quijote como un libro alegórico del idealismo; la segunda de ellas, contra la tesis que hace de don Quijote la personificación simbólica de éste.
El Quijote no es ni puede ser una alegoría del idealismo
Por lo que respecta a la primera, empecemos reconociendo que en la gran novela es omnipresente el idealismo en su versión caballeresca y está presente de dos maneras, como teoría o doctrina, que don Quijote, como sedicente caballero andante, se encarga constantemente de predicar y anunciar, y como programa práctico de acción, que él trata de ejecutar. Pero esta omnipresencia del idealismo a través de su versión caballeresca no convierte por ello al libro en una alegoría del idealismo, y para el caso da igual que se entienda éste en general, esto es, como un modo de pensar y de actuar común a todo hombre o sólo como algo atribuible a quienes, como don Quijote, abrazan el idealismo caballeresco. No lo convierte ni puede serlo, porque el género de idealismo predicado y puesto en ejecución por su heraldo y paladín es un pseudoidealismo y ¿cómo va a ser el Quijote entonces la novela del idealismo y don Quijote su encarnación cuando lo que nos encontramos allí es más bien una caricatura del idealismo, esto es, un pseudoidealismo? Esto no quiere decir que en el idealismo caballeresco quijotesco no haya elementos salvables o aceptables. Los hay en lo que respecta a los fines últimos en abstracto declarados por don Quijote, hacer el bien y contribuir a su triunfo en el mundo, y luchar por instaurar la justicia en éste, y al núcleo de valores que apadrina, tales como el heroísmo, el valor, el amor a la virtud, el honor, el amor, etc., puestos al servicio de tales fines últimos.
Pero cuando descendemos de la capa o estrato superior de idealismo quijotesco a su capa o estrato inferior de los fines intermedios, esto es, fines que hay que realizar para lograr instaurar los fines últimos mentados, las cosas se complican de tal manera que el idealismo se deteriora. Pues, aunque la consecución de los fines últimos requiere el logro de fines intermedios, tales como socorrer a los menesterosos, desvalidos u oprimidos (y recuérdese que esto no tiene nada que ver con los pobres y explotados, sino con los que han sufrido, o se les amenaza con hacer sufrir, injusticias o entuertos, tales como secuestros, forzamientos -violación de doncellas, robo de haciendas o usurpación de señoríos o reinos, abusos de poder, invasión y conquista de reinos o imperios por enemigos, etc.), lo que es muy loable, también requiere la realización de fines intermedios nada loables, sino absurdos a través de empresas dirigidas a metas tan extravagantes y fantásticas como alzarse con la victoria en la guerra con pocos efectivos ante ejércitos colosales (recuérdese una vez más que, a semejanza de los héroes caballerescos librescos, don Quijote cree que una docena de caballeros podría derrotar a la armada turca), combatir por la justicia y por el bien contra encantadores y sus encantamientos, contra gigantes y contra animales monstruosos fabulosos, tales como endriagos o vestiglos.
Ahora bien, el problema no es sólo que el idealismo abrazado por don Quijote contenga una sección de fines medios irracionales, sino que el idealismo en su conjunto del que se erige en su paladín, a pesar de la racionalidad de sus fines últimos, es irracional o absurdo y, por tanto, tan desatinado como su propio adalid; y de ahí que lo califiquemos de pseudoidealismo. En efecto, el idealismo patrocinado por don Quijote, un reflejo idealizado y falseado del idealismo caballeresco de la caballería medieval, es un falso idealismo, porque, como ya señalara acertadamente Revilla, es absurdo, extemporáneo e imposible (véase nuestro estudio «Revilla y el comentario filosófico del Quijote», El Catoblepas, nº 133, Marzo de 2013). Es absurdo o utópico, porque entraña la idea inviable prácticamente de que, en el contexto de la España y de la Europa de las primeras décadas del siglo XVII, la meta de instaurar la justicia se encomiende al esfuerzo individual de un caballero o de un conjunto de caballeros andantes en vez de a las instituciones del Estado moderno.
Es extemporáneo, porque el idealismo de don Quijote, una mezcla de elementos históricos medievales y de añadidos literarios postizos incorporados por los libros de caballerías, y que además entraña para su realización la actividad de la caballería, resulta anacrónico y fuera de lugar en el seno de la sociedad española y europea de un tiempo en que la caballería medieval ya había desaparecido y se había transformado en caballería cortesana. La cosa es aún desatinada si se tiene en cuenta que la caballería que don Quijote quiere resucitar para suplantar a las instituciones del Estado moderno (tribunales, policía y ejército) no es propiamente la caballería histórica de la Edad Media, sino la caballería de los libros andantescos, cuyas principales representantes no son figuras como el Cid, sino la caterva de Amadises y Palmerines, caballeros imposibles.
Es en definitiva imposible, porque lo es revivir ideales muertos, aunque el idealismo de don Quijote contenga ideales últimos salvables y en tal sentido vivos, y aún más, si cabe, resucitar instituciones aún más muertas, como la caballería, no digamos la caballería andante literaria, sin más ayuda que la iniciativa y esfuerzos individuales de un hombre solo, que no dispone de más medios para tamaña empresa que su propia fuerza, que es poca, de sus armas desvencijadas, obsoletas, que de poco le sirven, y de un viejo caballo, que no es precisamente un corcel, sino un mal jamelgo. En suma, el idealismo auspiciado por don Quijote, mezcla de idealismo caballeresco medieval y de idealismo caballeresco meramente literario o novelesco destilado en los libros de caballerías, es algo desatinado o desatentado y la empresa quijotesca de resucitarlo en el siglo XVII es una locura, una locura que el narrador no trata como algo serio, sino como una ridiculez o extravagancia, puesta en evidencia por el contraste y desproporción entre el elevado ideal que don Quijote supuestamente personifica, pero un ideal utópico, anacrónico y, en definitiva, imposible, y los escasos medios, por no decir insignificantes, que tiene a su alcance para realizarlo.
Otro tanto cabe decir de los valores fundamentales, heroísmo, valentía, honor y amor, cuya posesión y cultivo son necesarios por parte de un caballero para conseguir los fines últimos de la caballería andante de hacer el bien y que triunfe la justicia: que también son pseudoideales o pseudovalores tal y comos se representan en los libros de caballerías. El heroísmo y valor mostrados por los caballeros andantes librescos en las aventuras que llevan a cabo son tan desmesurados y disparatados que resultan increíbles e irreales y de los que las declaraciones de don Quijote, verdaderas fanfarronadas, en las que se proclama él mismo como un héroe y un caballero valeroso sin par, y su aventuras son una caricatura. No menos desorbitado es el sentido del honor de los caballeros librescos, quienes no pocas veces por motivos nimios se desafían en duelos a muerte; el propio don Quijote incurre en este viciosa idea del honor: en la aventura de los mercaderes, confundidos con caballeros andantes, lanza a éstos un desafío simplemente por negarse a confesar que Dulcinea es la más bella dama del mundo; en el duelo con el Caballero del Bosque es él a quien se le pide que confiese que la más bella dama no es la suya, sino la de su rival que le reta. El amor caballeresco y las cualidades de la dama a que se dirigen no son menos exagerados y artificiosos y ello es lo que se parodia a través del amor de don Quijote a Dulcinea.
Así, pues, el idealismo de don Quijote no puede ser un emblema del idealismo sin más porque tanto globalmente como en sus partes es un pseudoidalismo. En el idealismo caballeresco tal como se lo representa don Quijote hay que distinguir tres niveles o estratos. Un primer nivel, la cúspide de la pirámide, donde se sitúan los fines o ideales últimos, que, aunque en sí mismos no son censurables, lo son como parte de un proyecto global utópico, anacrónico e imposible; un segundo estrato de fines o ideales intermediarios entre los ideales supremos y los fines o ideales de rango inferior, y situados en la parte central de la pirámide, tal como el heroísmo, el valor, el honor y el amor a una dama, sin los cuales no es posible realizar exitosamente los ideales supremos, ya que las acciones caballerescas de primer nivel sólo contribuyen a la realización de éstos si se llevan a cabo con heroísmo, con valor, con honor y con el impulso del amor a y de una dama; la capa inferior de los fines o ideales de primer nivel, ubicados en la base de la pirámide, que comprende objetivos, ya mencionados más arriba, de auxiliar a los necesitados o desvalidos, pero también, por decirlo en palabras del propio don Quijote, «hender gigantes, descabezar serpientes, matar endriagos [monstruos con brazos de león y garras de águila], desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer encantamientos» (I, 25, 235). Pues bien en todos los niveles de la estructura jerárquica del idealismo de don Quijote hay utopismo, anacronismo, inviabilidad y falsedad, cualidades que se transmiten de abajo arriba, del estrato inferior de la jerarquía de ideales al superior. Los dos primeros ideales en sí mismos son meramente formales y reciben su contenido del primer nivel, en el que realmente podemos ver lo que el caballero andante estima como bueno o malo, justo o injusto. El primer nivel sólo nos dice que hay que perseguir y hace el bien e instaurar la justicia, pero no nos dice lo que es bueno o malo ni justo o injusto; igualmente el segundo nivel es meramente formal, mientras no señalemos qué es lo bueno o justo que el caballero ha de ejecutar con heroísmo, valor, honor y por amor a una dama.
Ahora bien, en el grado más bajo nos encontramos con objetivos irreales y falsos y las acciones consiguientes igualmente irreales, falsas, que por tanto ni son ni pueden ser bienes ni su ejecución hacer de la sociedad una realidad más justa. Por tanto, los contenidos falsos e irreales del primer nivel contaminan de falsedad y de absurdo el resto de la jerarquía de ideales, los de las dos capas superiores, pues deshacer encantamientos, hender gigantes y matar endriagos (nivel inferior) heroica y valerosamente y por amor a una dama (segundo nivel) sólo quiméricamente o en la mente desvariada de don Quijote puede añadir un pizca de bien o de justicia a la sociedad (primer nivel). Siendo objetivos imposibles y las empresas correspondientes un sinsentido o absurdo, lo ideales de segundo grado y de grado superior en tanto sólo pueden realizarse a través de los de primer grado pasan a ser igualmente imposibles y absurdos. Otras metas del primer nivel y las acciones que estimulan no conciernen a cosas irreales, sino a cosas reales, pero la realización de los fines y acciones que a éstas atañen, tal como desbaratar ejércitos o derrotar armadas, por un caballero o una hueste de caballeros es igualmente utópica e imposible y eso convierte a los fines intermedios y superiores en algo igualmente impracticable, salvo en la delirante mente de don Quijote, que tomándose por reales los hechos narrados en las novelas de caballerías, cree posible que un solo caballero andante derrote un ejército de dos cientos mil hombres (véase II, 1, 552). No es de extrañar que, creyéndose todo esto y que él mismo es tan capaz como los caballeros andantes de la ficción literaria, que con la fuerza invencible de su brazo desbaratan ejércitos, se figure que puede emular tan descomunales hazañas, como así lo hace en la aventura de los rebaños, que don Quijote interpreta como una batalla entre dos copiosísimos ejércitos comandados por sendos emperadores, enfrentados en guerra abierta por motivos ridículos e inverosímiles, en la que el sedicente heroico caballero interviene pensando que él solo es bastante para decidir el curso de la batalla dando la victoria al bando que él quiera ayudar: «Solo basto a dar la victoria a la parte a quien yo diere mi ayuda» (I, 18, 161).
El proyecto de don Quijote de desbaratar ejércitos y derrotar armadas es más absurdo aún, si cabe, que los relatos del mismo tenor de los libros de caballerías. En estos, aun siendo totalmente inverosímiles, tales relatos se situaban en una idealizada y falseada Edad Medica caballeresca en que la caballería es la columna vertebral de los ejércitos y armadas, nutridos de caballeros que portaban armas blancas, la espada y la lanza y en la que están todavía totalmente ausentes las armas de fuego y, por tanto, las batallas y guerras eran entre rivales que, al menos estaban igualados, en cuanto a las armas, pues todos combatían con el mismo tipo de éstas. En cambio, don Quijote es menos realista aún, puesto que pretende resucitar la caballería andante literaria de pesadas armaduras y armas blancas en un tiempo en que las armas de fuego modernas han convertido la vieja caballería de lanza y espada en algo ya obsoleto.
Hubiera sido más realista, por su parte, proponer una reforma modernizadora de la caballería para adaptarla a los nuevos tiempos de las armas de fuego, pero él quiere preservarla tal cual se representaba en los libros de caballerías; recuérdese su expreso rechazo a las armas de fuego en su discurso sobre las armas y las letras y también su permanente hostilidad a la caballería cortesana, cuyos miembros precisamente se habían adaptado a los nuevos tiempos convirtiéndose en profesionales del ejército y de la armada y desempeñando en éstos cargos de relevancia, algunos de los cuales contribuyeron a la modernización de la milicia española, como Gonzalo Fernández de Córdoba o Gran Capitán. Pero el modelo de don Quijote no es un caballero de la alta nobleza como el Gran Capitán, revolucionador de las técnicas de la guerra moderna dando más presencia a las armas de fuego, lo que fue clave de su victoria en la guerra y conquista de Granda y de sus victorias en Italia, aunque sí lo fue para Cervantes (según puede deducirse de la recomendación que hace el canónigo de la lectura de su biografía, además de las de otros grandes talentos militares, por ser autor de grandes proezas y caballerías), sino Amadís, un caballero fantástico y libresco.
No queremos terminar este asunto sin reconocer la deuda y afinidad de nuestro análisis del idealismo de don Quijote como un pseudoidealismo con el de Revilla, que igualmente lo calificaba de falso idealismo porque el ideal quijotesco, decía él, es absurdo, extemporáneo e imposible. Compartimos su diagnóstico y sus razones. Maeztu acusaba injustamente a Revilla del error de pintar a don Quijote como el representante del falso idealismo, lo que es, sin duda, un error, porque «el ideal de don Quijote no es falso, puesto que se propone realizar 'el bien de la tierra' «, bien es cierto, añadía Maeztu, que «lo que ocurre es que la caballería andante es hace ya siglos institución anticuada e impropia para su ejecución» (Don Quijote, don Juan y la Celestina, págs. 78-9). Maeztu confunde la caballería de la que don Quijote se cree miembro, una caballería meramente novelesca, aunque con un punto de apoyo histórico, con la caballería medieval, e igualmente confunde el ideal de aquélla con el de ésta, con el que ciertamente se superpone parcialmente. Pero la objeción principal contra la tesis de Maeztu, de acuerdo con nuestro análisis precedente, es que el hecho de que el ideal de don Quijote tenga un componente verdadero, cual es el fin supremo de realizar el bien en la tierra, ello no obsta para que el proyecto global del idealismo quijotesco sea un desatino, utópico e inverosímil, como hemos mostrado suficientemente. De hecho, el propio Maeztu viene a reconocer su utopismo e inviabilidad, dejando al margen su confusión de la caballería novelesca de la que es abogado don Quijote con la histórica, al reconocer que ésta misma, no digamos la libresca, es, desde hace siglos, una institución obsoleta e inadecuada
Sin embargo, Maeztu andaba acertado al acusar a Revilla de que incurría en una contradicción, ya que primero presentaba a don Quijote como personificación del ideal y luego lo niega al concebirlo como encarnación del falso idealismo (cf. op. cit., pág. 77). Ciertamente Revilla empieza señalando, en perfecta sintonía con la exégesis filosófico-romántica del Quijote, que su tema vertebrador es la oposición entre el ideal, representado por don Quijote, y la realidad, lo que sugiere que la magna novela es una apología del idealismo, y concluye su comentario describiendo el idealismo quijotesco como un falso idealismo (remitimos de nuevo a nuestro estudio arriba citado publicado en El Catoblepas, nº 133, Marzo de 2013), lo que, muy contrariamente, convierte a la novela en una sátira y repudio del falso idealismo. El propio Revilla está a punto de darse cuenta de su incoherencia cuando después de razonar su tesis sobre el carácter falso del idealismo quijotesco, termina preguntándose si el idealismo de don Quijote, previamente descrito como desatentado o enloquecido, absurdo e imposible, «¿puede confundirse, por ventura, con el idealismo racional y legítimo, y sostenerse que la obra de Cervantes es la oposición entre lo ideal y lo real?» («La interpretación simbólica del Quijote», en Obras completas, III, pág. 58).
Obviamente, la respuesta es que no, pero Revilla no saca las consecuencias de ello invalidando su previo análisis del Quijote, en la mejor tradición hermenéutica filosófico-romántica, como alegoría sobre la oposición de lo ideal a lo real. De haber dado este paso adelante, Revilla habría sido el primer crítico sistemático de los fundamentos de la interpretación filosófico-romántica de la gran novela. El que no lo haya hecho no debe impedirnos reconocer su contribución a la crítica de ésta, pero, al mismo tiempo, hay que señalar que permaneció prisionero de ella, no sólo porque no retira su visión del Quijote como lugar de la oposición entre el ideal y lo real, sino porque, incluso aunque la hubiera abandonado, seguía preso de la hermenéutica filosóficia-romántica, puesto que, aun deshaciendo la contradicción del modo indicado, se mantenía fiel a la exégesis simbólica de la novela. Lo único que hacía era cambiar los valores del simbolismo alegórico: don Quijote dejaba de ser la personificación del idealismo y la novela un enaltecimiento del idealismo, para pasar a ser el primero la personificación del falso idealismo y la segunda, una sátira destructiva del falso idealismo.
Por nuestra parte, escapamos de las redes de la interpretación filosófico-romántica, rechazando toda forma de simbolismo alegórico, incluida la forma sugerida por Revilla que hace de la novela una sátira del falso idealismo y de don Quijote su encarnación. Pues el sedicente caballero no es un símbolo alegórico del falso idealismo, sino un símbolo literal de éste, y la novela, lejos de ser una representación alegórica del falso idealismo, lo representa literalmente. En efecto, es la lectura literal de la novela la que nos permite identificar el idealismo quijotesco como una forma de pseudoidealismo, ya que se nos retrata constantemente a don Quijote como un personaje paródico del pseudoidealismo de las novelas de caballerías. Y este pseudoidealismo, como elemento constitutivo, al lado de otros, de éstas, es lo que satiriza Cervantes, pero, no aisladamente, sino como parte de una programa más amplio de una sátira que, al tener como blanco de su ataque los libros de caballerías como género literario, ha de incluir sus componentes más relevantes como parte de ésta crítica general, entre los que se hallan ciertamente su pseudoidelismo caballeresco, pero también sus héroes y aventuras inverosímiles, su estilo, etc. Así que sí es el Quijote una sátira del falso idealismo, pero no una sátira simbólica, sino literal, y una sátira cuyo tema central vertebrador no es la oposición del falso idealismo a lo real, sino la parodia de los libros de caballerías en su conjunto, de los que era un componente central el pseudoidealismo caballeresco, y por ello la burla satírica de éstos no puede dejar de incluir como parte importante de la misma la del falso idealismo caballeresco, tan inverosímil y disparatado como las novelas caballerescas de las que formaba parte esencial.
Don Quijote no es ni puede ser un símbolo del idealismo
Pasemos a la segunda clase de crítica, la relativa a la concepción de don Quijote como figura simbólica del idealismo. En la primera clase de crítica, nos centrábamos en los rasgos del idealismo caballeresco o del ideario abrazado por don Quijote que impiden considerar la novela como una alegorización del idealismo, dejando aparte, hasta donde se podía, a la figura de don Quijote; ahora depositamos en éste el foco de la atención y centramos el análisis en las cualidades suyas que impiden considerarlo la encarnación simbólica del idealismo.
Pues bien, don Quijote no reúne las cualidades apropiadas para poder erigirse en el emblema del idealismo, que en su caso ha de serlo como adalid del ideal caballeresco. Es absurdo pensar que podría ser su símbolo alguien que ni siquiera es caballero y es viejo, enfermo, débil y además un loco. En cuanto a lo primero, no hay que olvidar que don Quijote ni es un caballero ni podría serlo de acuerdo con el código de la caballería, tan invocado por él mismo, que prohibía muy sensatamente que los locos fueran armados caballeros. De hecho, el episodio en que don Quijote es armado caballero, es una burla paródica de los episodios homólogos de los libros de caballerías (para más detalles remitimos a nuestro estudio sobre la construcción de don Quijote como personaje en «Estructura narrativa y personajes principales», El Catoblepas, Enero de 2008). En resumidas cuentas, don Quijote, lejos de ser un caballero, es un impostor, una impostura perdonable por su estado de enajenación psíquica. ¿No es un sinsentido presentar como símbolo y modelo del ideal caballeresco a quien ni siquiera es caballero, sino un impostor?
Si a este fallo se suman los demás, más difícil aún se hace tenerlo por la encarnación del ideal, pues no está en condiciones de poder aplicarlo realizando hechos heroicos. Aunque frisaba los cincuenta años, su sobrina no tiene duda alguna de que es un viejo, al que describe encorvado ya por la edad, y nos lo pinta también como enfermo y carente de fuerzas, por lo que ella misma, que también sabe que no es caballero, niega que sea valiente y pueda enderezar tuertos.
Por si todo lo anterior fuera poco, hay que contar además con la locura, un factor decisivo que imposibilita que pueda ser la personificación del ideal. No se trata sólo de que, como loco, no pueda ser caballero, ni de que sea viejo y esté enfermo y débil; es que, aunque no concurrieran esas circunstancias, sino que don Quijote hubiera sido caballero antes de emprender la carrera de caballero andante y se le hubiera trastornado el juicio al empezar su carrera caballeresca, y fuera joven y fuerte, esa locura bloquearía igualmente la posibilidad de alzarse en el caballero emblemático del ideal, por la sencilla razón de que la demencia no le permite poner en ejecución adecuadamente el ideario caballeresco. No sería posible por dos razones; primero, porque, aunque posee un buen entendimiento, en grado de ingenio, lo tiene tan perturbado o desquiciado que yerra necesariamente al conectar los ideales caballerescos con la acción; y, en segundo lugar, porque su facultad de percepción también está alterada, sufre alucinaciones o ilusiones que le impiden identificar correctamente los seres, personales y no personales, sobre los que tiene que actuar o de los que ha de servirse en sus empresas. Por tanto, dados los fallos del sedicente caballero tanto en le terreno de la percepción como en el del entendimiento o del juicio, un don Quijote joven, sano físicamente y fuerte, pero loco cometería los mismo yerros que el don Quijote viejo, enfermo y débil que nos pinta Cervantes.
En efecto, la locura de don Quijote afecta negativamente a los tres niveles jerárquicos que hemos distinguido en el ideario caballeresco en el que él cree y al que se atiene en sus actuaciones. Por lo que respecta al primer estrato, amén de tomar por reales operaciones irreales, como combatir a los gigantes, deshacer encantamientos o matar endriagos, la mayor parte de las aventuras de don Quijote tienen que ver precisamente con la realización de operaciones que resultan fallidas por las confusiones en que se ve sumido por culpa de sus erróneas percepciones debidas a su locura, una locura idealizadora que le lleva a desfigurar la realidad, incluso a inventársela, acomodándola a lo relatado en los libros de caballerías. Incluso en las aventuras en que don Quijote tiene una percepción realista, como en la de los leones, hay un componente de idealización desfiguradora o alucinatoria, porque en toda aventura no se autopercibe como quien realmente es, el hidalgo Alonso Quijana, sino que se figura participar en ella como un heroico caballero andante, y además porque, tras las apariencias de sus aventuras, se imagina que hay un mundo invisible de encantadores, en contra de él y a su favor, de los que depende el éxito o fracaso de sus empresas: «Andan entre nosotros siempre una caterva de encantadores que todas nuestras cosas mudan y truecan y las vuelven a su gusto...» (I, 25, 273)
Pero también falla don Quijote en su comprensión de los ideales del segundo estrato: toma el heroísmo meramente fantástico por real hasta el punto de despreciar la lectura de las biografías de personajes históricos sobresalientes por sus hazañas y caballerías, pues en su delirante cabeza no son comparables con los héroes de los libros de caballerías, y de colocar muy por encima del Cid al Caballero de la Ardiente Espada (Amadís de Grecia) por haber partido por la mitad de un solo golpe a dos fieros y descomunales gigantes. Asimismo tiene una deficiente noción del valor y del honor por culpa de la nefasta influencia de las novelas caballerescas e igualmente del amor, que le lleva a incurrir en las exageraciones y ridiculeces del amor caballeresco libresco y en la idealización hiperbólica de la mujer amada, que le impide reconocer que Dulcinea no es sino una vulgar labradora.
Por si todo lo anterior fuera poco, don Quijote falla asimismo en la comprensión de los ideales supremos de hacer el bien e instaurar la justicia. El caso más notable al respecto nos lo brinda la aventura de los galeotes, una de las más favoritas entre los adeptos a la exégesis filosófico-romántica. Los partidarios de ésta ven en ella a don Quijote como un paladín de la justicia y la libertad, como si los galeotes fueran unos condenados y presos injustamente. Pero los galeotes realmente son delincuentes, como reconoce el más peligroso de ellos, Ginés de Pasamonte, quien, consciente de que don Quijote no está cuerdo, tacha de disparate el haberlos liberado, y como le advierte sensata, pero inútilmente, el propio Sancho: «Le avisé que mirase lo que hacía, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos» (I, 30, 300); la vileza de los galeotes liberados es tal que, una vez en libertad, le pagan a don Quijote su buen servicio apedreándolo y robándole parte de su ropa y a Sancho también, a quien dejan sólo con la camisa. Más adelante, nos enteramos por el cura, que se ha topado con los galeotes en Sierra Morena, descritos por él como salteadores, de que éstos le han robado y maltratado a Cardenio.
En fin, lo que el sedicente caballero nos revela en este episodio, como ya señalamos en otros lugares, es que su idea de la justicia está desquiciada, pues, lejos de luchar por una causa justa, lo que hace es libertar a unos peligrosos malhechores. Su idea desquiciada de la justicia se revela especialmente en la justificación que da de su actuación cuando argumenta que está mal hacer opresos o esclavos a los que Dios y la naturaleza hizo libres (I, 22, 207), lo que le lleva a equiparar a los inocentes privados de su libertad con los presos castigados por haber cometido un delito. Equipado con este argumento y armando con armas modernas, un don Quijote actual actuaría usando la fuerza para sacar a todos los delincuentes de las cárceles. Cierto que es misión de los caballeros andantes liberar a los oprimidos o esclavizados, pero esos opresos o esclavizados en los libros de caballerías son personas inocentes, caballeros o damas, prisioneros o cautivos en castillos de caballeros malvados, como los prisioneros del perverso caballero encantador Arcaláus en el Amadís, que terminan siendo liberados por su heroico protagonista. Jamás se le ocurriría a éste ni a ningún otro caballero andante, a pesar de los disparates de los libros de caballerías, liberar a unos malhechores condenados por la justicia del Rey, salvo a un caballero malvado o traidor. Todo se arregla si interpretamos, en cambio, la intervención de don Quijote en la aventura de los galeotes como una sátira burlesca de las aventuras caballerescas en las que sus héroes liberaban a prisioneros o cautivos, como la mentada protagonizada por Amadís.
En conclusión, un personaje incapaz de interpretar adecuadamente la realidad y de aplicar correctamente las ideas de bien y de justicia y demás ideales, por causa de la locura, que altera tanto su percepción como su entendimiento, el cual tiene perdido o desquiciado, no puede ser un símbolo del idealismo. No hay analogía adecuada entre el noble idealismo que se dice que representa y los rasgos examinados del personaje, sino conflicto manifiesto. Habría analogía, con base suficiente para erigirse en símbolo alegórico, si el noble idealismo estuviese encarnado por alguien como Amadís, pero depurado de todo lo inverosímil y exacerbado que envuelve al personaje y a sus proezas. De hecho, en el Quijote, el cura y el canónigo, en sus pláticas literarias del final de la primera parte, proponen un nuevo tipo de libro de caballerías, en los que el ideal caballeresco se represente realistamente encarnado en héroes verosímiles y aventuras y hazañas creíbles. Incluso el canónigo admite estar escribiendo un libro de caballerías de este nuevo género, del que lleva escritas más de cien hojas, pero confiesa que ha renunciado a su intención de acabarlo, porque en el momento presente cree que una novela de caballerías de tal laya sería un fracaso en vista del éxito, nos dice, de las comedias actuales, a pesar de que, tanto si son enteramente ficticias como de base histórica, las más de ellas son obras disparatadas, sin pies ni cabeza (cf. I, 47, 491-3).
En cambio, encajan perfectamente las piezas si interpretamos a don Quijote como un personaje paródico de los caballeros andantes protagonistas de los libros de caballerías, esto es, si vemos en él y en sus aventuras una parodia de los pseudohéroes caballerescos y del falso idealismo que abanderan.