Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
I
Su complejidad es también una incomodidad. Y esto es así porque en la época de las certezas extremas a la que se vio sometida su vida, a Curzio Malaparte no le tembló el pulso para acercarse a todas las alternativas ideológicas que históricamente se le ofrecían. Por eso es inquietante. «Fascistoide, pero no menos marxistizante y anarquizante», dice su biógrafo Maurizio Serra, «Malaparte fue siempre un rebelde también por desconfianza y aun por repugnancia de la democracia parlamentaria, sistema fallido que, a sus ojos, no supo responder más que con tópicos a los jóvenes que volvían del frente ávidos de certidumbre». (Maurizio Serra, Malaparte. Vidas y leyendas, Tusquets, Barcelona, 2012, p. 23).
Para él y los de su generación el escepticismo era lo mismo un imposible político que una degradación burguesa; y la neutralidad un crimen. De esto trata la película Europa de Lars von Trier. Los tiempos catastróficos pueden producir caracteres catastróficos. Conocerlos implica el estremecimiento, así como el moldeado del entendimiento por vía de la confrontación polémica, que no es otra cosa que la dialéctica en su sentido clásico.
Ese fue su caso, lo mismo que Vasconcelos, lo mismo que Malraux. Es imposible no pensar también en Carlos Marx. A nadie, ni en su tiempo ni desde la distancia histórica ni mucho menos a la vista de las realidades producidas como consecuencia de sus actos, de su obra o de su trayectoria personal, pueden dejar indiferente. Su personalidad tenía el arrastre incontenible de la proa de un barco, que a su paso divide el oleaje de las pasiones humanas: o se le odia o se le cede peligrosamente la voluntad para no recobrarla jamás nunca, como ocurría con Pancho Villa según cuenta Rafael F. Muñoz. Análogo caso, pero en sentido inverso, es lo que ocurre con los tiempos mediocres y planos, que no exigen nada, o muy poco, políticamente, a la vida, produciendo caracteres igualmente planos y mediocres, sin el temple producido por el combate o por el atestiguamiento de la catástrofe.
Y si a una vida como la que vivió Malaparte se le añade la fuerza de un genio narrativo como el suyo, con esa milimétrica capacidad descriptiva y animado, además, por una muy singular intensidad dialéctica, a través de la cual se nos ofrecen las conexiones históricas entre el drama humano representado en el campo de batalla con la trama de la alta política de los Estados mayores y la diplomacia cuando la una y la otra no son otra cosa que momentos internos y dramáticos de la guerra -a la manera de un Tolstoi en Guerra y Paz-, y no intriga en estado puro y entre esnobs o entre mediocres, el resultado con el que nos quedamos es el de una obra que exige, por necesidad, una lectura apasionada. Kaputt es de esa clase de obras de arrastre poderoso, en donde la política se hace historia a través de la guerra, y en donde la transformación de las cosas reales, o imaginarias, se logra con maestría. Las similitudes con su contemporáneo André Malraux (que nace en 1901, Malaparte lo hace en 1898) son casi milimétricas, lo que nos da cuenta también de la existencia de una misma sintonía histórico-generacional.
«Hombre de grandes complicidades, lo atraen los espíritus inclasificables como él mismo, Malraux, Drieu La Rochelle, Malaparte. Después de la derrota francesa, respondiendo, como Tasca y Berl, a la llamada de Pétain, publicó en ensayo titulado Tres pruebas: 1871. 1904. 1940, en el que parecen resonar los acentos de la revolución nacional». (Serra, p. 144).
La coincidencia se da también en el hecho de que la literatura terminaría constituyendo la plataforma fundamental de su vida, pero solo en la medida en que por su través les fuera posible dejar un testimonio de la política, de la historia o de la guerra.
«Sin embargo, si la literatura es el asunto de su vida, los literatos pintan poco entre sus modelos, a menos que, como Chateaubriand o Byron, como Boccaccio o Goethe, no hayan sido otra cosa con el mismo éxito, no hayan hecho otra cosa excepcional que justifique su existencia en el mundo, en vez de limitarse a desempolvar gabinetes y bibliotecas. Como ellos, él fue sucesivamente soldado, hombre de acción, diplomático, cortesano y, cuando dejó de serlo, buscó la compañía de los soldados, los hombres de acción, los diplomáticos y los cortesanos más que la mayoría de sus colegas». (Serra, Malaparte, p. 49)
La acción en Malaparte solamente importa si toca la política, y ya fue dicho que, de entre los siglos más intensamente políticos, el XX se destaca por derecho propio. Antonio Gramsci, que al parecer no lo tuvo nunca en gran estima, le puso el calificativo de «camaleón». Milán Kundera encumbró tanto Kaputt como La piel, que reputó de genial «archinovela» y como de las obras más importantes del siglo XX. El 20 de septiembre de 1922, Malaparte se había inscrito en el Fascio de Florencia, aunque su «toscano ejemplar», su alter ego o padre putativo, fue el obrero agrícola Milziade Baldi, representante de una aristocracia proletaria que Malaparte respetaría toda su vida, aunque no haya podido nunca identificarse completamente con ella, lo que nos recuerda ahora, por otro lado, al Jünger de El trabajador.
«Se siente al punto atraído por lo que tienen de «viejos bolcheviques» esos trabajadores duros, sobrios, honrados, llenos de espíritu de sacrificio y entrega, verdadera elite de un pueblo que camina hacia su emancipación, tal como lo vemos representado en el célebre cuadro de Pellizza da Volpedo El cuarto estado (1901)». (Ibid., p. 45)
II
El diario parisino de Malaparte es uno de aquéllos testimonios. Luego de catorce años de haberse alejado de Francia, vuelve en 1947, y anota los momentos «escogidos al azar en la corriente del tiempo» en un período muy breve, que va de junio del cuarentaisiete a diciembre del año siguiente.
En ese lapso, capta la transformación que le había ocurrido a Francia antes y después de la guerra, y nos da cuenta tanto de la singularidad de la estructura cristiana que vertebra al pueblo francés:
«Francia es el país de Europa en el que se piensa en Cristo con mayor sutileza, y en el que se representa a Cristo en su forma más simple, más femenina, más emasculada. El Cristo para muchachas que empieza con Luis XIII y llega al Cristo de Cocteau, de Maritain, al falso Cristo de porcelana de Maritain, al Cristo de terracota de Paul Claudel. Al Cristo no pastor, sino pastora, al Cristo con lacitos, al Cristo oveja del Trianon. Al Cristo a la moda de Schiaparelli, que es también, pesa a todo, el Cristo de Claudel» (Curzio Malaparte, Diario de un extranjero en París, Tusquets, Barcelona, p. 67),
como de las modas intelectuales en estado de gestación:
«Ya he dicho que no solamente Sartre no ha inventado nada, sino que ni siquiera el llamado sartrismo de la juventud es obra o invento de Sartre. La moda del pelo largo, de la barba sin afeitar, de las uñas sucias, del calzado de cáñamo, de los chandails, del desaliño, es el modo de vestir de toda Europa, es un mimetismo de carácter social, es la manera que la pequeña burguesía ha inventado, en toda Europa y ya en la primera guerra mundial, para confundirse lo más posible con el proletariado. Es una consecuencia o bien del miedo (que domina en todo), o bien de la miseria, de la escasez de prendas y de su alto precio, o bien de una necesidad inconsciente de parecerse al elemento básico de la sociedad moderna, las masas. Sartre ha creído que ponía de moda una actitud que en Europa ya existía antes que él, y que existía antes que él también en Francia». (p. 69)
Pero lo que me ha parecido central en estas breves notas parisinas, es la descripción de la languidez de la clase política francesa, que carecía de rumbo y de espina dorsal, y que se sentía incómoda en el poder por no saber muy bien cómo es que había llegado ahí, consciente de la inexistencia, tras de sí, de la fuente de legitimidad fundamental: el mérito, ya sea militar, ya sea de partisano, ya sea de formación y de catadura intelectual. La descripción de Malaparte resuena inquietantemente tanto en la Francia de hoy en día como en las sociedades occidentales, en Europa y en América, sumidas hasta la médula en el fundamentalismo democrático, en el relativismo nihilista y en el complejo de culpabilidad:
«He notado muchas veces, durante mi estancia en Francia, que la clase política actual está formada por hombres que tienen miedo de sus opiniones, cuando las tienen, y más aún cuando no las tienen. ¡Qué bien conozco este miedo! Es una clase política -es la misma en toda Europa- que no se siente cómoda en el poder. Temen por su posición, sienten la inseguridad del momento, esa inseguridad universal que mina toda la vida pública europea. Son parvenus. Lo siento por ellos, pero hay que llamar a las cosas por su nombre. Eso sí, son parvenus bienintencionados». (Diario, p. 53).
El contraste entre los tiempos de las certezas y de la necesaria toma de partido en los que la generación de Malaparte se formó, se hace evidente cuando se comparan con el carácter de la clase política francesa de cuyas características nos da cuenta:
«No comparto la opinión de quienes dicen que ven en las palabras, los gestos, la actitud de los nuevos políticos franceses, sus malas intenciones. No, esta gente tiene buenas intenciones, actúa de buena fe. Su miedo no tendría sentido, no sería interesante si no fuera así. Estas personas no creen en nada, como nadie cree en nada, pero les pagan por hacer creer a la gente que creen en algo. Que creen en Francia, por ejemplo. Pero precisamente en Francia es en lo que menos creen. Se han creado una retórica que sustituye a la retórica de la preguerra, sobre todo la retórica de la Resistencia. Si no tuvieran esta retórica, no serían nada.
De la naturaleza misma de esta retórica, en la que ellos fundan, aunque débilmente, su razón de ser, viene el hecho de que su poder sea no sólo provisional sino ilegítimo. Pero aun cuando no fuera ni provisional ni ilegítimo, ellos harían creer que lo es, porque todo en ellos da esa impresión. De hecho, ellos mismos lo creen.
Esta circunstancia no sólo es evidente en Francia, sino que se da también en todas las nuevas clases políticas de Europa: ellas mismas se creen ilegítimas y por tanto provisionales, y viven con el miedo de tener que abandonar su puesto y volver a ser lo que eran, es decir, casi nada. Esto se observa en Francia y en Italia más que en los países ocupados por los rusos, en los que la retórica, en la que se basa la nueva clase política, es sólida, está justificada y puede constituir el fundamento de una verdadera metafísica, de una verdadera mística. Quiero decir que el nuevo cuerpo político polaco, o rumano, o húngaro, es menos ilegítimo que el francés y el italiano porque se basa en los intereses de clase del proletariado, en la nueva propiedad de la tierra y de los medios de producción, y porque para echar a los nuevos políticos de su puesto primero hay que echar a los campesinos de las tierras que les ha dado el Estado, y a los obreros de la administración del país. Menos ilegítimo, he dicho, pero ilegítimo también, porque ha llegado al poder gracias a un ejército extranjero y aprovechándose tanto de la ayuda positiva de los rusos como de la acción negativa de los alemanes en esos países». (pp. 53 y 54).
Rara vez empieza una persona un diario sin el sentimiento oscuro de que algo empiece también en su vida, de que se abra ante él una nueva época, dice Enrico Falaqui refiriéndose a este diario parisino. Viendo las cosas a la distancia de más de medio siglo, y a la vista también de lo que está ocurriendo con Europa en general y, más concretamente, con Francia en particular, con unas sociedades en proceso de desvertebración y aniquilación por vía del relativismo, el individualismo hedonista, el consumismo y el complejo de culpa remachado una y otra vez por las escuelas de «pensamiento crítico», estas notas parisinas de Malaparte adquieren los atributos lapidarios de una sentencia de muerte por adelantado. Por eso vale la pena leerlo.
«Pero en Francia y en Italia, la nueva clase política no funda sus derechos más que en una retórica, que es nueva por los eslóganes pero vieja por los intereses que representa, y que es provisional y de eficacia poco duradera porque sólo se basa en el sentimiento de aversión por los colaboracionistas, un sentimiento destinado a atenuarse con el paso del tiempo, a ser menos sectario y más conciliador, en parte por la fuerza de las cosas y en parte por el cansancio que el espectáculo de los inevitables abusos e injusticias que todo sectarismo lleva aparejado genera en los ánimos.
Esto hace que la nueva clase política se sienta mal preparada, carente de méritos legítimos y a merced del sentimiento popular. Es evidente que, a medida que se realiza, la reconstrucción del país debilita más y más a la nueva clase política, porque, al despertar la conciencia del pueblo, su voluntad de vivir, la conciencia de su fuerza y el sentido del orden, engendra también en él la voluntad de un orden más profundo, tanto de las instituciones como de los hombres que las representan. De los nuevos políticos se salvarán los hombres cultos, que tienen méritos permanentes, además de los provisionales de la Resistencia, sean del partido que sean. De esto no hablo con Maurice Schumann, porque prefiero, siendo extranjero, abstenerme de hablar de cosas que sólo incumben a los franceses. Pero esto es lo que pensaba en mi fuero interno hablando con Schumann.
Maurice Schumann es un hombre culto, en el que el miedo a lo provisional y a la sinceridad se reduce a los límites de la reserva y la prudencia propias de los políticos. Es un hombre culto, es decir, un hombre que tiene una estructura mental, una arquitectura moral, un armazón de nociones, de ideas. No viene al poder solamente del maquis, sino también de la École Normale Supérieure. Es un normalien en el sentido más serio y más francés del término. Habla de literatura, de arte, con competencia, con criterio. Sabe formular un juicio exacto de las diversas corrientes literarias francesas y europeas, un juicio no mezquinamente nacionalista, sino europeo, internacional. Habla de Corneille, de Racine, de Regnar, del que ayer vi, en el Théatre Francais, Le légataire universel. Habla de la tendresse raciniana como persona que conoce no solamente el teatro francés del gran siglo, sino también el teatro trágico de los griegos y la tendresse de Sófocles y de Eurípides. Habla con Véra Koréne de los asuntos complejos que los mismos contemporáneos de Racine veían en Andrómaca, en Fedra, de los diferentes significados que ya ellos daban al argumento de aquellas tragedias». (p. 54 y 55)