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El Catoblepas, número 173, julio 2016
  El Catoblepasnúmero 173 • julio 2016 • página 2
Rasguños

Prólogo a El papel de la filosofía en el conjunto del saber

Gustavo Bueno

Ante la crisis de la filosofía administrada en España, recuperamos este prólogo de 1968 en el que ya se analizaba el lugar de la filosofía en la educación.

Alegoría de la Filosofía, fresco de Pellegrino Tibaldi en la Biblioteca de El Escorial (s. XVI).

Advertencia
[impresa en una hoja suelta que acompaña al libro]

Este libro fue escrito hace dos años; circunstancias muy conocidas retrasaron su publicación hasta la fecha. En este intervalo se han producido nuevos hechos y, en particular, han aparecido algunas publicaciones que alteran muchas de sus referencias y lo hacen anacrónico antes de nacer. Me refiero, principalmente, a la entrevista a Manuel Sacristán por José María M. Fuertes («Cuadernos para el diálogo», agostoseptiembre 1969); al folleto de L. Althusser, «Lénine et la Philosophie» (París, Maspero, 1969); al libro de Tierno Galván, Razón mecánica y razón dialéctica (Madrid, Tecnos, 1969), y al libro de Eugenio Trías, La Filosofía y su sombra (Barcelona, Seix-Barral, 1969). Resulta imposible, en esta ocasión, desarrollar debidamente las consecuencias suscitadas por estos hechos en el conjunto de la argumentación de este libro. Sale éste, pues, consciente de su insuficiencia y de la necesidad de ser completado en su momento, determinando algunas de sus fórmulas que, en su estado actual, resultan excesivamente programáticas (por ejemplo: filosofía y revolución, teoría de las contradicciones dialécticas, teoría de las ideas como funciones, etc.).

Prólogo a El papel de la filosofía en el conjunto del saber, Ed. Ciencia Nueva, Madrid, 1970, 319 págs.

Manuel Sacristán Luzón, amigo mío, a quien profeso singular estimación, acaba de publicar un ensayo «Sobre el lugar de la Filosofía en los estudios superiores», que hace el número 2 de la colección «Debates universitarios» de la editorial Nova Terra. El libro que el lector tiene entre sus manos es, en buena medida, una respuesta al escrito de Sacristán.

Este libro mío está escrito muy de prisa, y esta prisa se reflejará, sobre todo, en la proporción no siempre regular de las citas, y en su selección -en realidad, he utilizado solamente los libros que tenía a mi alrededor: quiero decir, por ejemplo, que ni siquiera he tenido tiempo de consultar los que tengo en las estanterías más altas, para llegar a las cuales necesito de una escalera que no he tenido a mano. ¿Por qué, entonces, citar libros? Más que nada, como un acto simbólico destinado a manifestar mi voluntad de no hablar en soliloquio, la voluntad académica de engranar con la terminología de los demás, aunque "los demás" estén aquí representados por una muestra muy exigua. Por ello, a pesar de las citas abundantes, no quisiera que se tomase este libro como un libro informativo: es un libro más bien polémico, una respuesta apresurada, y he creído conveniente que salga antes de octubre de 1968, aunque salga imperfecto -casi puedo asegurar que no lo he leído entero, ni he podido homogeneizar las citas, que unas veces van traducidas y otras en lenguaje original, según el humor estético del momento- a que salga más perfecto dentro, pongamos, de veinticinco años. Sin duda, la multitud de temas que en él se tratan, de un modo en exceso sumario -estructura de las contradicciones, conceptos de «ciencia», de «conciencia», de «organización totalizadora» y otros muchos-, pueden causar en algún lector una impresión desfavorable: «es mejor no suscitar ciertas cuestiones, cuando no van a tratarse como es debido». A este lector me permito recordarle que tales cuestiones aparecen en este libro oblicuamente; su tema central es el concepto de Filosofía, pero mi principal designio ha sido llevar al ánimo del lector la evidencia de que no es posible formarse una opinión responsable sobre el concepto de Filosofía sin complicar a otras muchas opiniones sobre asuntos, a primera vista, muy heterogéneos. Precisamente, el mayor peligro que encuentro en ensayos como el de Sacristán es su capacidad de inducir a muchos lectores, que no tienen los presupuestos de su autor, a un juicio simplista, a quedar como hipnotizados por la rápida, sencilla y vigorosa argumentación de Sacristán. Mi libro quiere ofrecer modestamente algún remedio a todo aquel que quiera despertarse. Por ello, mi principal esfuerzo ha consistido en acuñar una terminología que, basándose en la tradición filosófica, pueda utilizarse de un modo coherente en los problemas del presente. Mi esfuerzo ha sido orientado a ofrecer fórmulas que sirvan provisionalmente para organizar, según ciertos axiomas, el material discutido. Como toda fórmula, ellas están destinadas a ser desbordadas por otras más potentes. Muchas de ellas, incluso podría yo mismo sustituirlas ahora, si no quisiera correr el riesgo de que el libro no saliese inmediatamente.

El objetivo de este libro es contribuir a la determinación de las coordenadas de la Filosofía en el conjunto del «saber». Ahora bien: como este objetivo es el tema de muchos otros libros, creo conveniente advertir, en dos palabras, al lector acerca del modo concreto como se plantea aquí la cuestión.

Mi punto de partida es la constatación -que quiere pasar como constatación de un hecho cultural- de una dualidad «estructural» en el significado de la palabra Filosofía:

a) Por un lado, «Filosofía», en cuanto conserva su significado de Sabiduría, una sabiduría que consiste precisamente en no aceptarse en posesión de ningún saber definitivo, de acuerdo con su misma etimología, lo que, con palabra kantiana, suele llamarse filosofar. Por tanto, una sabiduría «mundana», difícilmente recluible en los límites de un oficio o de una especialidad, puesto que se ejercita en todos ellos. Un político -al menos, cuando pronuncia su discurso presidencial-, un matemático, un metalúrgico, un músico, filosofan desde su característica situación con el mismo derecho y, muchas veces, con más conocimiento de causa, que un profesor de Filosofía

«Car il me semblait que je pourrais rencontrer beaucoup plus de vérité, dans les raisonnements que chacun fait touchant les affaires qui lui imporíent, et dont l'événement le doit punir bientót aprés, s'il a mal jugé, que dans ceux que fait un homme de lettres dansson cabinet...». Descartes, Discurso del Método, I).

b) Por otro lado, la Filosofía designa la tarea propia de «los filósofos», considerados como especialistas en un aspecto del conjunto de la cultura, con su propia tradición gremial (Descartes, Spinoza, Kant...). Como oficio, la filosofía es una actividad académica; pero difícilmente el filósofo podría llamarse ahora "sabio" -el filósofo, como especialista, no es ni más ni menos sabio de lo que pueda serlo cualquier profesional en su propio oficio: simplemente tiene conocimientos característicos, en los cuales alcanza diversos grados, según su pericia o su genio.

La dificultad específica con la que se enfrenta este libro es ésta: ¿Cómo formular la tarea de la Filosofía como oficio, la naturaleza del conocimiento filosófico como especialidad? Si damos por descontado que el filósofo académico no es el «representante» de la sabiduría -de la sabiduría filosófica-. si no aceptamos, desde luego, que los Departamentos de Filosofía monopolicen la Filosofía como Sabiduría simpliciter, si no queremos recaer en la pedantería filosófica, entonces podemos comprender el problema que este libro plantea con toda su fuerza: ¿Cuál es el puesto de la Filosofía académica en el conjunto de la cultura?

Sin duda, es muy difícil responder. Incluso una respuesta positiva puede parecer imposible a priori. Si la significación fuerte de la palabra «Filosofía» se desplaza hacia su primera acepción, si Filosofía es, ante todo. Sabiduría, ¿queda algún espacio para la filosofía como especialidad? Si Filosofía es filosofar desde cualquier parte, ¿qué quiere decir la especialidad filosófica? El Filosofar será sagesse y no connaissance, viene a decirnos Piaget en su libro reciente, Sagesse et illusion de la Philosophie. Grosso modo esta es también la posición de Sacristán, quien, además, saca audazmente las consecuencias prácticas que Piaget, más diplomático, no se atreve a sacar: la supresión de la Filosofía como especialidad académica. Porque la Filosofía académica no es un oficio, no es un conocimiento especial. Lo que conoce específicamente el gremio de los filósofos es, a lo sumo, la «historia artesanal» de su oficio; pero precisamente esto no sería ya Filosofía, sino Filología. La Filosofía es sólo un filosofar (sin embargo, me parece enteramente discutible que la distinción entre filosofar y filosofía, tal como suele hoy utilizarse, pueda ponerse bajo la autoridad de Kant. Sugiero que el «filosofar» kantiano cae del lado de lo que él mismo llamó «Metafísica» -metafísica de la naturaleza y metafísica de las costumbres-; pero no del lado de la «Propedéutica», es decir, de la Crítica).

El propósito de este libro es ofrecer fórmulas tales que, sin incurrir en la «pedantería filosófica», pero tampoco sin cortar la referencia interna que la Filosofía académica guarda siempre a la Filosofía como sabiduría -que es el nervio que confiere vida al propio oficio filosófico-, permitan atribuir un campo positivo al conocimiento filosófico y delimitar el propio oficio del filósofo profesional en tanto que no es sólo una variedad del oficio filológico. Puede darse el caso de que muchos filósofos de oficio se adhieran a la tesis de Piaget, o de Sacristán, no ya por motivos de «psicología profunda» (el «sadomasoquismo» de que nos habla Marcuse), sino simplemente porque no encuentran fórmulas a mano para señalar sus propias coordenadas ante los demás ciudadanos y porque esta carencia de fórmulas bloquea sus planteamientos y los lanza hacia los fúnebres pensamientos sobre la «muerte de la Filosofía» -que tiene otros fundamentos, sin duda-, asumiendo el papel de enterradores. (Los optimistas acoplarán a la «muerte de la Filosofía» un mecanismo «dialéctico» de resurrecciones reiteradas. Es el esquema del positivismo clásico -la ley de los tres estadios, de Comte- utilizado cíclicamente: la Filosofía es Ideología -es decir. Teología o Metafísica- y viene a morir transformada en ciencia positiva, en Teoría, dice Althusser. Pero a esta muerte sigue una resurrección, que dará origen a un nuevo ciclo, en un plano más elevado.)

La caracterización general que en este libro voy a ofrecer del oficio filosófico -supuesto que es ilusorio atribuir al conocimiento filosófico la misión de aprehender «las primeras causas», o los primeros principios del ser en cuanto ser», en el sentido de los metafísicos- puede resumirse en los siguientes puntos:

1. El oficio filosófico se caracteriza, ante todo, por sus instrumentos sociales: el instrumento de la Filosofía académica es el lenguaje, el lenguaje de palabras, es decir, los lenguajes «naturales» y trozos importantes de lenguajes «artificiales». Esta característica diferencia a la Filosofía académica de otras especialidades, como la Química o la Música -que utilizan balanzas o violines-, y la aproxima, por ejemplo, a las Matemáticas o a la Poesía, en tanto que utilizan solamente palabras, o signos de lenguajes algebraicos.

2. Pero si la Filosofía es, como especialidad, una actividad eminentemente verbal y el filósofo académico es, por su instrumento, algo así como un escriba, o un orador, sin embargo, la Filosofía no tiene, como tema característico, el análisis del lenguaje. La Filosofía no es Filología, y los significantes que utiliza los emplea en proceso abierto, abierto no sólo por referencia a los significados de Saussure, sino también a los objetos materiales, y a las nuevas construcciones de palabras, tal como las afronta la «gramática generativa» de Chomsky. En este punto, el filósofo se parece más al químico, para quien los símbolos de su lenguaje se refieren -en el sentido de Frege- a objetos de la realidad exterior.

3. La filosofía académica, en tanto que, por medio de palabras, busca construir otras combinaciones de palabras, o incluso palabras nuevas, tiene una practicidad que no es cerrada, sino abierta a las referencias de estas palabras, por tanto, a los demás individuos que engranan en el juego verbal. Pero la practicidad de la Filosofía no sería unitaria en el sentido de que no está determinada a colaborar, por medio de las palabras, a la instauración de una situación humana definitiva, irrevocable, que haga superflua a la propia actividad filosófica (por ejemplo, al transformarse en comunismo, en el sentido de Lefebvré). Esto no significa que la Filosofía académica pueda desinteresarse de los problemas políticos. Pero no ya por motivos éticos generales, sino por motivos Internos al propio interés del oficio filosófico. La transformación revolucionaria de las condiciones políticas, culturales, religiosas, de una sociedad determinada, pueden interesar al filósofo en cuanto tal -es decir, no ya en cuanto ciudadano, burgués o proletario-, como hombre de oficio obligado a mejorar las condiciones de su trabajo y las condiciones de su «material»: los objetos y las conciencias, como condiciones ineludibles para llegar al cambio de significaciones en el que está formalmente interesado.

4. El oficio filosófico no tiene por objeto, sin embargo, trastornar las «verdades» ofrecidas por cada ciencia particular, por cada técnica, por una praxis especializada, cualquiera que sea. En principio, cada ciencia, cada técnica, lleva acoplada su propia crítica categorial a los resultados que establece. En este sentido, podría incluso decirse que la Filosofía, como especialidad, no tiene una categoría de verdades para su explotación especializada -la «Verdad filosófica» tiene otro sentido-. Pero esto no significa que la Filosofía no se interese por las verdades. Solamente que las verdades «categoriales» son materiales de su trabajo específico, que ciframos en la determinación de las Ideas trascendentales (por modo distributivo o por modo atributivo) que están «disueltas» en las categorías científicas, técnicas o prácticas en general, en tanto que las Ideas constituyen el tejido de la misma conciencia. La filosofía, como oficio, trabaja en el plano trascendental de una conciencia, que no es tanto conciencia psicológica como conciencia lógica y moral, conciencia objetiva.

5. La Filosofía, como oficio, es, en suma, la institucionalización de ese trabajo con Ideas que llamamos «reflexión» -es decir, distanciamiento, reconsideración en «segundo grado»-, no sólo analizándolas, sino también componiéndolas «geométricamente», en la medida en que ello sea posible. La Filosofía académica aspira, sobre todo, a ser una «Geometría de las Ideas», para ofrecer un entramado ideal, que, por sí mismo, es ya una realidad cultural, cualquiera que sea el alcance que pueda tener en el conjunto de las realidades culturales. En tanto que las Ideas sólo pueden brotar del ser mismo social e histórico del hombre, el material filosófico procede íntegramente del estado cultural en que vive, pero siempre que no se olvide que la tradición histórica es un componente esencial de este estado cultural. Ello no significa que la Filosofía sea una Ideología', las Ideologías ambientes son, tanto como el caudal de verdades científicas y técnicas coetáneas, materiales para la reflexión filosófica.

6. Por último, y en la medida en que la «reflexión» sobre las Ideas sea un mecanismo necesariamente intercalado en el proceso dialéctico mismo de la realidad del inmenso conjunto histórico de organismos dotados de sistema nervioso, interconectados por códigos de señales sometidos a esquemas de desenvolvimiento (v. gr.: los esquemas de Markov) que pueden ser afectados precisamente por la «reflexión», la Filosofía académica será sólo eso: una especialidad, cuyo vigor sólo puede ser extraído de las fuentes que le dieron origen, y a las cuales, por estructura, tiene que volver incesantemente.

En todo caso, el objetivo que hemos atribuido a la Filosofía académica -la reflexión sobre las Ideas- no excluye, en modo alguno, la posibilidad de una consideración filosófica de las «realidades concretas», que mínimamente consisten en ser complejos de elementos pertenecientes a distintas categorías, en tanto que empíricamente asociados en una experiencia. El análisis de estos concretos empíricos es también, sin duda, una tarea filosófica -una tarea del filosofar regresivo, mundano-, aunque puede también constituir el tema de una tarea no filosófica, de un ensayo no filosófico {me permito hacer aquí una referencia a mi estudio «Sobre el concepto de Ensayo», Symposio Feijoo, Universidad de Oviedo, 1966). Pero, en cambio, me parece por completo insuficiente tomar estos concretos empíricos para definir la tarea de la Filosofía en general -y, por tanto, de la Filosofía académica en particular-, y enteramente erróneo el apoyarse en estos concretos empíricos (aunque sean designados como «totalidades concretas») para definir la dialéctica, como hace, en el fondo. Sacristán, en el Prólogo que puso a su excelente traducción del Anti-Dühring (México, Grijalbo, 1964). El esquema con el que operaba Sacristán era el siguiente (página XVIII): De un lado, hay que poner a las ciencias positivas, que acotan áreas abstractas de la realidad y proceden según un método analítico-reductivo; de otro lado, habría que poner a la Dialéctica {sobreentendemos a la filosofía), que trabajaría sobre «totalidades concretas». Este esquema resulta, a mi entender, sólo claro en apariencia; pero oscuro en el fondo {¿qué son las totalidades concretas, pese al intento de Kossik?) y además gratuito. Gratuitamente segrega los métodos científico-positivos del ámbito de la dialéctica, al subsumirlos en un método analítico reductivo que no tendría carácter dialéctico. Es acaso una tradición kantiana -precisamente en el punto en el que el pensamiento kantiano quedó más rezagado-, de la que se deriva una mutilación profunda del campo del proceder dialéctico. Desde nuestras hipótesis, las «totalidades concretas» constan, ante todo, como intersección de diversas categorías trabajadas por sendas ciencias positivas. Pero o bien esta intersección es empírica -y entonces no puede ser llamada dialéctica-, o bien es dialéctica, y entonces la síntesis (para utilizar términos kantianos) tiene que realizarse a través de Ideas, precisamente aquellas que constituyen el objeto de la reflexión filosófica.

Si prescindimos de las Ideas -por lo demás en proceso movido por el mismo material en el que se realizan- y operamos con un concepto tan ambiguo como el de «totalidad concreta», la filosofía, como tarea académica, se volatiliza, resolviéndose en puro filosofar. Pero esta volatilización será debida, no tanto a la naturaleza de la Filosofía, cuanto a un concepto inadecuado de ella.

 

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