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El Catoblepas, número 172, junio 2016
  El Catoblepasnúmero 172 • junio 2016 • página 7
La Buhardilla

Retrato de Joseph Fouché por Stefan Zweig

Fernando Rodríguez Genovés

Sobre el ensayo biográfico y el retrato político de Joseph Fouché por Stefan Zweig.

[Joseph Fouché][Joseph Fouché]

Stefan Zweig no escribió una biografía, como tal, de Napoleón Bonaparte. El escritor austriaco -a mi juicio, el más notable biógrafo que han dado las letras universales- no dedicó una monografía explícita a uno de los héroes (en el sentido que Thomas Carlyle aplica al término «héroe») más renombrados de todos los tiempos, una figura esencial, ese experto en revolucionar el curso de la historia. No quiere decirse con esto que Zweig ignorase en su obra personaje tan extraordinario, tan fuera de lo común. Ocurre que la Revolución Francesa y Napoleón, como dos hitos históricos que son, sí los trató a fondo, aunque no directamente. Lo hizo a través de un protagonista aparentemente de segunda fila, un oscuro actor de reparto, pero que, no obstante, interpretó un papel capital en el siglo XIX. Hablamos de Joseph Fouché.

No compuso, ciertamente, Zweig una monografía explícita sobre la Revolución Francesa, ni sobre el rey Luis XVI. Sí nos da dado, en cambio, su trabajo más memorable en lo que a género biográfico se refiere: María Antonieta. Tampoco Zweig dedica de modo específico un estudio a Isabel de Inglaterra, cabeza regia y principal donde las haya. Pero sí escribe, sin olvidarse de la «reina virgen», una portentosa pieza histórica y literaria acerca de la vida y la muerte de María Estuardo. No busque el lector ningún título que responda al nombre de Martin Lutero, otra notoriedad decisiva en los destinos históricos, lo que no es óbice para que el máximo inspirador de la reforma protestante fuese magníficamente retratado, como en un «negativo» fotográfico, en el libro dedicado a biografiar la persona de Erasmo de Rotterdam. Ecos del fraile agustino pueden escucharse, asimismo, y con graves resonancias, en el soberbio ensayo Castellio contra Calvino.

Zweig es un maestro del género biográfico, entre otras razones por la admirable capacidad que demuestra a la hora de cotejar y confrontar singularidades contrapuestas. En la biografía consagrada a Fouché, Zweig encara al biografiado con Napoleón Bonaparte, pero al mismo tiempo con Maximilien Robespierre y Charles Maurice de Talleyrand. Este trabajo da cumplida noticia de los personajes basándose tanto en sus rasgos físicos como psicológicos, labor en la que la escritura de Zweig brilla en esplendor y precisión. Pero también sabemos de ellos por contraste con otros prohombres contemporáneos suyos. Todos ellos reflejados en el espejo de la Historia.

En el estudio sobre Fouché, Zweig no sólo realiza el «retrato de un político», sino del político par excellance. El político -el arquetipo político- vive de la acción y de la ocupación. Esto sostiene José Ortega y Gasset en el célebre ensayo que escribió sobre Mirabeau. El oficio del político no es pensar, sino actuar. El temperamento que exuda es puro nervio, excitación extrema. La constitución que lo estructura, y hace de él un animal político, es básicamente fisiológica: «el político es -como Mirabeau, como César-, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.» Tal descripción del filósofo español muy bien podría aplicarse a la tipología del hombre político que Zweig ofrece en Fouché.

[Joseph Fouché][Joseph Fouché]

Todavía hay más. La biografía del plenipotenciario ministro francés contiene un fresco soberbio de los tiempos modernos nacidos de la guillotina y la Enciclopedia, unos tiempos abiertos en canal que inician sus pasos de modo torcido; sin duda, sangriento; a todas luces, conflictivo. Unos tiempos que se desbordan en el siglo XX, centuria particularmente tenebrosa, ensombrecida por dos guerras mundiales y la emergencia de los totalitarismos más destructivos jamás conocidos en la historia del hombre: el nazismo y el comunismo. «Genio tenebroso» es, justamente, el sobrenombre por el que suele reconocerse a Fouché, y subtítulo añadido al título de la biografía escrita por Zweig en no pocas ediciones de la misma. No cabe duda de que el escritor vienés elegía con suma atención las personalidades a biografiar.

Stefan Zweig (Viena, Austria, 1881 - Petrópolis, Brasil, 1942) fue, ya en su momento, un escritor enormemente popular, tanto en la faceta de ensayista y biógrafo como en la de novelista. Un autor que amó y padeció Europa en proporciones muy considerables. Su capacidad narrativa, la pericia y la delicadeza en la descripción de los sentimientos, así como la elegancia de su estilo narrativo, hacen de él un escritor que cautiva al gran público sin dejar indiferentes a los lectores más exigentes y especializados.

Joseph Fouché, epítome del funcionario plenipotenciario, del político incombustible que enciende pasiones y no deja crecer la hierba allá por donde pasa, este Atila de los ministerios, es, sin reservas, un personaje fascinante. «Uno de los hombres más extraordinarios de todos los tiempos» afirma decididamente Zweig en las primeras líneas de la Introducción que abre el libro. Pocos sujetos han acaparado tanto poder en la Historia como Fouché; pocos han sido más ricos; pocos, trabajando en la sombra, han tenido más influencia sobre los hombres públicos de mayor perspectiva y proyección. Todo reunido en una personalidad, ciertamente, poderosa.

«Cuesta cierto esfuerzo -añade Zweig- imaginar que el mismo hombre, con igual piel y los mismos cabellos, era en 1790 profesor en un seminario y en 1792 saqueador de iglesias, en 1793 comunista y cinco años después ya multimillonario, y otros diez años después duque de Otranto. Pero cuanto más audaces eran sus transformaciones, tanto más interesante me resultaba el carácter, o más bien no carácter, de este hombre, el más consumado maquiavélico de la Edad Contemporánea, tanto más incitante se me hacía su vida política, completamente envuelta en secretos y segundos planos, tanto más peculiar, hasta demoníaca, su figura.»

Sucede que este hombre «de cara pálida» dedica su vida a la política, y sin pretenderlo, escribe un tratado superior de ciencia política. Vela sus armas públicas con los girondinos, se une a Robespierre, derriba a éste, sobrevive, se arrima a Napoleón, quien lo teme más que al duque de Wellington, compite con Talleyrand, quien (a pesar de todo) le sobrevive, ayuda a la restauración de la Monarquía en Francia. Allá por donde pasó, en todas partes, quedó memoria amarga de Fouché.

A fin de precisar la catadura de personaje tan singular, reparemos en la poco conocida Instruction de Lyon, redactada por ese viejo zorro de la política. El mitrailleur de Lyón dirige, en plena orgía del Terror revolucionario, la cacería de lioneses (muertos a miles, a cañonazos, para ahorrar tiempo y balas) y la destrucción de la ciudad, como lección por encararse al poder de la Convención francesa. Relata el episodio con minuciosidad, justamente, Stefan Zweig en su biografía sobre este poderoso Ministro de Policía con Napoleón y, por merced suya, rico duque de Otranto.

Este tremendo arribista e intrigante, mientras ordena la matanza de Lyón, pergeña en 1793 el -a juicio de Zweig- primer manifiesto comunista dirigido contra la especie humana, antes de que Marx y Engels redactasen el suyo. El tercer párrafo de la Instruction no tiene desperdicio, todo en él es, en verdad, aprovechable, nada hay de superfluo, ni una palabra de más; tiene lo justo para derramar hiel y un rencor infinito. En esas páginas inyectadas de «virtud ciudadana», de republicanismo, manchadas literalmente de sangre del pueblo, leemos todavía sin poder evitar el escalofrío una proclama que hoy sigue repitiéndose con similar furia e impudor por sus sucesores:

«Todo el que posea más de lo indispensable ha de contribuir con una cuota igual al exceso, a los grandes requerimientos de la patria. De modo que habéis de averiguar, de manera generosa y verdaderamente revolucionaria, cuánto tiene que desembolsar cada uno para la causa pública.»

A continuación, quien llegó a ser el segundo capitalista de Francia y el primer terrateniente del país, enuncia el imperativo categórico de la redistribución socialista:

«Obrad, pues, generosamente y con audacia; quitadle a cada ciudadano lo que no necesite, pues lo superfluo es una violación patente de los derechos del pueblo.»

He aquí, en suma, la argumentación republicana y socialista:

«Todo lo que tiene el individuo más allá de sus necesidades no lo puede utilizar de otra manera sino abusando de ello. No dejarle, pues, sino lo estrictamente necesario; el resto pertenece íntegro, durante la guerra, a la República y a sus ejércitos».

Comoquiera que la «República» está en revolución permanente, en siniestra lotta continua contra la sociedad, la movilización general no conoce tregua ni cuartel. Cuando no inflama y arma a la turba para la revuelta, activa la milicia, la reserva extremista, siempre sedienta de motín y botín, para hacerse con el poder.

Mas ¿cómo delimita el primer manifiesto comunista lo superfluo y lo necesario?: «El republicano sólo necesita hierro, pan y cuarenta escudos de renta». Así habla Fouché el jacobino, antes de convertirse en noble y multimillonario, en buena medida gracias a la Revolución.

 

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