Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Don Quijote no es la encarnación ni de la racionalidad ni de la razonabilidad, se entiendan éstas como se entiendan, sea a la manera de Toulmin, a quien sigue Serafín Vegas, o de otra manera. Lo que se interpone para que ello sea así es su locura. ¿En qué cabeza cabe que don Quijote sea un emblema de la razonabilidad o del discurso razonable cuando precisamente su locura, como manía caballeresca, se lo impide y lo excluye? El discurso razonable es, según vimos, el que se amolda o se atiene a las circunstancias o situaciones concretas, pero justamente lo que caracteriza la locura de don Quijote es que no se ajusta a las situaciones concretas o locales, a las que ignora y violenta al no ajustarse ni su pensamiento ni su acción a las exigencias de éstas y de ahí sus fracasos y derrotas. Nadie más irrazonable que el sedicente caballero, cuando arrastrado por su enfermedad caballeresca, se entrega a empresas para las que no está preparado ni tienen en cuenta la realidad. ¿Se atiene don Quijote a la realidad concreta cuando lanza la propuesta de hacer frente a la armada turca con una docena de caballeros andantes, entre los cuales naturalmente se incluye a sí mismo? Cuando don Quijote se ofrece para acometer la empresa de liberar de los moros a don Gregorio, el prometido de Ana Félix y cautivo en Argel, los destinatarios de su oferta, don Antonio y el virrey, que saben bien de qué cojea, rechazan su oferta; hasta el propio Sancho considera irrazonable la propuesta de su amo. Finalmente, se encomienda la empresa a un renegado español, que la acometerá exitosamente.
Sin embargo, Vegas González persiste en su afán de interpretar el discurso de don Quijote sobre la caballería andante, sobre la verdad de las historias de los caballeros andantes literarios, sobre la necesidad y utilidad de aquélla y de éstos en el mundo actual y sobre su propia misión como caballero andante destinado a resucitarla, como un discurso razonable. Para ello no da más prueba que la reacción de don Lorenzo y de su padre, don Diego de Miranda, a los discursos correspondientes del hidalgo manchego sobre los mentados temas. Pero, como vamos a ver, el exegeta del Quijote en clave epistemológica malinterpreta la reacción y percepción que estos personajes tienen del protagonista de la novela. Veámoslo siguiendo el mismo orden adoptado por éste.
Según el exegeta de don Quijote como epítome de lo razonable, don Lorenzo ciertamente admite que, desde el punto de vista de la racionalidad formal, don Quijote es un loco, pero no, desde el punto de vista de la razonabilidad, pues don Lorenzo reconoce, según él, la eficacia práctica de la argumentación de don Quijote en pro de sus creencias sobre la caballería andante como respuesta a los calamitosos tiempos del presente de don Quijote y de don Lorenzo. Pero esta exégesis es una fantasía de Vegas González, de ningún modo respaldada por los textos. A Don Lorenzo, luego de escuchar atentamente la disertación de don Quijote sobre la caballería andante, no le queda duda alguna de que éste es un loco y hasta confiesa que sería irracional no verlo así: «Él es un loco bizarro, y yo sería mentecato flojo [débil mental] si así no lo creyere» (II, 18, 684). Y en modo alguno distingue ni ejercidamente ni, menos aún, representadamente entre racionalidad formal y racionalidad sustantiva, para pasar a admitir la disertación de don Quijote como algo razonable por causa de su eficacia práctica en el contexto de la situación y necesidades de aquel tiempo. Esto es lo que es pura invención por parte del exegeta. Lejos de conceder el carácter razonable de las creencias caballerescas de don Quijote, después de terminar la plática con éste, interrumpida al ser llamado a comer, don Lorenzo, en respuesta a su padre que le pregunta nada más encontrarse con él en la mesa qué ha sacado en limpio sobre el huésped, se ratifica en su diagnóstico anterior de que es un loco, bien que un loco singular, lo que se nos presenta como su última y definitiva palabra al respecto, y hasta se atreve a aventurar que ni los mejores médicos lo sacarán de su patológico estado: « No le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» (ibd.). Como se ve, no hay base alguna para las elucubraciones del exegeta sobre la razonabilidad del discurso de don Quijote.
Es interesante conocer los antecedentes del diagnóstico final tan certero de don Lorenzo sobre el carácter singular de la locura de don Quijote por ir acompañada de lúcidos intervalos. El interés de don Lorenzo por el hidalgo manchego comienza cuando su padre lo trae como invitado a su casa. El hijo le pregunta a su padre por el huésped y su padre le adelanta ya a su hijo un primer diagnóstico sobre él declarando que le ha visto hacer las mayores locuras y también decir razones tan discretas que deshacen éstas, pero que lo tiene antes por un loco que por un cuerdo, una observación que, como bien se ve, preanuncia la declaración más nítida de su hijo que ve en don Quijote un loco entremezclado en el que se alternan fases delirantes con fases lúcidas. Don Lorenzo, alentado por su padre, que le ha sugerido que hable con don Quijote y le tome el pulso, decide entablar una conversación con el ingenioso hidalgo para sacar sus propias conclusiones sobre él. La plática tiene dos partes claramente diferenciadas. En la primera de ellas, conversan sobre cuestiones ajenas a la caballería andante y mientras es así don Quijote no parece un loco, sino alguien muy juicioso. Don Lorenzo es consciente de ello y él mismo se ve obligado a confesar que así es: «Hasta ahora - dijo entre sí don Lorenzo- no os podré yo juzgar loco». (II, 18, 682)
Pero muy astutamente, quizás inducido por la hipótesis previa de su padre sobre la doble faceta de la mente de don Quijote que alterna locuras con discreciones, para comprobarla y decidir si es tan cuerdo como parece, decide cambiar la orientación de la conversación («Vamos adelante») preguntándole por las materias que ha cursado. La pregunta produce el efecto quizás buscado por don Lorenzo, que es llevar la conversación al terreno de la caballería andante. Y así es en efecto, pues la respuesta inmediata del sedicente caballero andante es que la materia que ha cursado es la de la caballería andante, que, para él, es sin duda la ciencia suprema o una especie de ciencia de las ciencias o compendio de éstas: «Es una ciencia que encierra en sí todas o las más de las ciencias del mundo» (ibid.). Situado ya en esta órbita, don Quijote, ante la duda de don Lorenzo de que hayan existido y existan ahora caballeros andantes y adornados de las virtudes que aquél les atribuye, se lanza en picado, una vez más, a disertar sobre la verdad de la caballería andante de los libros andantescos y sobre la necesidad y provecho de los caballeros andantes no sólo en los pasados siglos, sino también en el presente si se usaran, aunque los tiempos de ahora no son propensos para ello, pues «triunfan ahora, por pecados de las gentes, la pereza, la ociosidad, la gula y el regalo» (II, 18, 684), una referencia velada sin duda al estado, según don Quijote, degradado y viciado de la nobleza o caballería cortesana de aquel entonces. Después de escuchar esto es cuando ya no le cabe duda alguna a don Lorenzo de que don Quijote está loco, pero que sufre una locura singular en la que se alternan los momentos maníacos, cuando se toca la materia caballeresca, y los discretos o lúcidos, en que, sobre materias ajenas a la caballería andante, el hidalgo manchego se nos manifiesta completamente cuerdo y discreto.
Igualmente malinterpreta la reacción de don Diego de Miranda ante don Quijote. En realidad, el padre sigue el mismo itinerario que su hijo en su diagnóstico sobre el estado de don Quijote, aunque siguiendo un recorrido más largo y complejo. Serafín Vegas no tiene en cuenta este recorrido y de ahí su error. En efecto, según él, don Diego reacciona viendo en el sedicente caballero manchego un adalid del discurso razonable por el hecho de que, según nos relata el narrador, «admirado quedó el del Verde Gabán del razonamiento de don Quijote, y tanto, que fue perdiendo de la opinión que con él tenía de ser mentecato» (II, 16. 668). Pero el razonamiento ahí mentado no es el que podemos encontrar en el discurso sobre la caballería andante, sobre la verdad histórica de los libros de caballerías y la necesidad y utilidad de los caballeros andantes literarios, como sostiene Serafín Vegas, sino el razonamiento que despliega don Quijote en su discurso sobre la educación de los hijos y sobre diversas cuestiones literarias (II, 16, 666-668). Es este discurso, producto de una de las fases de lucidez del ingenioso hidalgo, lo que suscita la aprobación de don Diego y lo que le induce a verlo ahora como alguien cuerdo y no el discurso en que exalta lo hechos de los caballeros andantes literarios en comparación con los de los caballeros cortesanos, un discurso, situado después de la aventura de los leones, provocado por el hecho de que don Quijote, tras esta aventura que don Diego ha presenciado, intuye que éste lo tiene por un loco e intenta defenderse de tal opinión argumentando que el estilo de vida de los caballeros andantes de los libros de caballerías es preferible al de los caballeros cortesanos (cf. II, 17,677-679). Don Diego no replica a este discurso de don Quijote no porque esté conforme con él -¿cómo iba a estar conforme con un discurso en que se da por supuesta la verdad histórica de los caballeros andantes librescos y sus hechos, tales como el no atemorizarse o espantarse ante monstruos fabulosos, como vestiglos y endriagos?-, sino porque está ya muy cerca de su casa, a la que invita a éste, y sabe de sobra ya qué es lo que le pasa después de haberle visto intentar sin éxito luchar, no por necesidad, sino voluntariamente, con un león, como se mostrará inmediatamente después, cuando al encontrarse, ya en su casa, con su hijo, le confiesa, como hemos visto ya, que el invitado es más un loco que un cuerdo, en cuya conducta se alternan los hechos más locos del mundo con los discursos más cuerdos.
En suma, Serafín Vegas incurre en la mala práctica hermenéutica de presentar como respuesta de aprobación a un discurso sobre la verdad histórica de la caballería andante literaria lo que es una respuesta aprobatoria a un discurso del ingenioso hidalgo sobre una materia no caballeresca, en cuyo caso, como bien se sabe, éste razona con cordura y tanto es así que don Diego de Miranda está dispuesto a abandonar su opinión inicial de que aquél es un mentecato, esto es, un loco, una opinión que se había hecho tras su primer encuentro con don Quijote (cf. II, 18, 662-554), en que, tras oírle decir a éste que las historias de los caballeros andantes no son fingidas, sino verídicas, llegó a pensar que debía de ser un mentecato. Será el posterior discurso sobre la educación de los hijos y literatura el que le lleve a modificar su opinión y, luego de la aventura de los leones y el nuevo discurso de don Quijote sobre la caballería andante como superior a la cortesana, lo que definitivamente le induzca a pensar que don Quijote es efectivamente un loco, pero una locura singular que no impide que el ingenioso hidalgo tenga fases de lucidez cuando no se trata de materia caballeresca y en tales fases pensar y hablar como la persona más cuerda.
Para finalizar, vamos a ocuparnos del examen crítico de la exégesis que se nos ofrece de la aventura del barco encantado en el apartado «El Quijote y la racionalidad científica», perteneciente al capítulo sexto del libro de Serafín Vegas, titulado «Reivindicación del discurso razonable». Como dijimos en la exposición de las ideas al respecto del mentado exegeta, se introduce una novedad importante en la exégesis de la novela al retratarnos ahora a su protagonista como un campeón de la racionalidad formal o racionalidad científica y el episodio del barco encantado como una crítica anticipada de la concepción monopolista de la razón como racionalidad formal o científica y un reclamación del discurso razonable por parte de un Cervantes que se nos pinta como un crítico premoderno y escolástico, a la manera del Simplicio de Galileo, del modelo de la racionalidad formal encarnada en el modelo matemático de la nueva ciencia que Galileo estaba poniendo en marcha. Obsérvese que en un mismo capítulo don Quijote se nos ha presentado como un dechado del discurso razonable y finalmente como un abogado de la racionalidad científica como racionalidad formal. Pues bien, y tal es nuestra primera objeción a este género de exégesis, esto es sencillamente una contradicción. Don Quijote no puede ser a la vez la encarnación del discurso razonable y al cabo de una páginas convertirse en la personificación de una racionalidad científica, llevada tan al extremo del cientificismo que don Quijote estaría concibiendo ésta como un modelo de racionalidad única y excluyente de la razonabilidad como modalidad de la razón. O lo uno o lo otro, pero no se puede pretender que don Quijote represente a la vez dos cosas opuestas.
Pero dejando aparte esta flagrante incoherencia, lo cierto es que la propia exégesis de la aventura del barco encantado es completamente arbitraria, hasta el punto de incurrir en los extremos del alegorismo esotérico a la manera de Benjumea y sus discípulos. Es ridículo presentar la diversidad de opiniones del sedicente caballero y su escudero sobre la posición real donde se encuentra la pequeña barca en que se han embarcado como un conflicto entre el abanderado de la racionalidad científica físico-matemática, para quien la objetividad de la realidad viene dada por su susceptibilidad de ser medida matemáticamente, con el consiguiente rechazo de los contenidos inmediatos de la experiencia y singularmente del valor de las cualidades secundarias (color, sonido, olor, etc.) y el defensor del valor de los contenidos de la experiencia perceptiva inmediata, como si ambos no contendiesen en el mismo terreno de las experiencias perceptivas contrapuestas.
En efecto, la disputa arranca del hecho de que, cuando apenas se han apartado unas cinco varas de la orilla del río Ebro, don Quijote, preso del delirio caballeresco, cree haberse transportado en un periquete a unas setecientas u ochocientas leguas, lo que enseguida corrige para decir que ya han pasado o están a punto de pasar la línea equinoccial o el ecuador, esto es, cree hallarse no en las aguas del río Ebro cerca de Zaragoza, sino en pleno océano en las aguas ecuatoriales, mientras Sancho, que no padece el delirio de su amo, cree estar donde efectivamente están, apenas unas varas separados de la orilla donde han dejado atados a su rucio y a Rocinante. Pero, como se ve, se trata de un conflicto entre los respectivos contenidos de sus experiencias perceptivas excluyentes. Es absurdo distinguir aquí entre cualidades primarias y secundarias, pues la locura de don Quijote afecta y altera todos los contenidos de la percepción, también los relativos a las cualidades primarias, como la forma, la figura o el tamaño, o a la identidad misma de las cosas, de forma que donde Sancho percibe un río, don Quijote cree percibir un mar y donde Sancho ve unas aceñas o molinos junto al río, don Quijote cree ver una fortaleza, castillo o ciudad en las aguas ecuatoriales. Sin este conflicto previo entre sus percepciones opuestas carecería de sentido la disputa sobre la posición real del barco, una disputa que provoca don Quijote al creer erróneamente que se encuentra en pleno mar océano.
Y el que don Quijote crea que se puede medir o calcular la posición de la barca no le compromete con doctrina alguna filosófica que distinga entre la objetividad de las cualidades primarias y la subjetividad o carácter ilusorio de las cualidades secundarias; sencillamente se limita a echar mano de conocimientos de astronomía y de navegación, lo que en la época, como el propio don Quijote conoce, se llamaba en España cosmografía, y tales conocimientos, tanto si se adopta la perspectiva de la astronomía precopernicana, como es el caso de don Quijote, y como si uno se acoge a la copernicana, permiten calcular la posición de un barco en el mar sin necesidad de adoptar la doctrina mentada.
Dicho todo esto, resulta igualmente extravagante atribuirle a don Quijote la convicción de que el movimiento objetivo es el que se entiende, a la manera de Galileo, como una cualidad primaria matemáticamente mensurable. En la disputa entre el amo y el escudero no está en cuestión el movimiento, del que no se habla, sino la posición geográfica del barco. Y, aunque don Quijote admitiera que el movimiento es mensurable, como ya admitieron los físicos escolásticos de la Baja Edad Media, ello no le compromete con la doctrina que identifica la realidad objetiva con la de las cualidades primarias, tal como el movimiento, matemáticamente mensurables. El que en la física moderna, la creciente matematización de las cualidades primarias haya llevado a algunos, como Galileo o Descartes, a abrazar la doctrina precedente, no debe hacer olvidar que se puede abogar por la matematización de las cualidades primarias, sin necesidad de abrazar la idea que identifica la realidad objetiva con la de las cualidades primarias matemáticamente mensurables y de relegar las cualidades secundarias a algo meramente ilusorio, ni que las matemáticas y la medición eran también parte importante de la astronomía y cosmografía premodernas sin necesidad por ello de que sus cultivadores tuvieran que comulgar con la precedente doctrina. Don Quijote, un hombre formado en la astronomía y cosmografía ptolemaicas y por las que sentía un gran respeto e interés -recuérdese que en sus discurso sobre la caballería andante como ciencia defendía que el caballero andante debía conocer, entre otras ciencias, precisamente la astronomía-, simplemente se limita a enumerar las nociones técnicas de astronomía geográfica o cosmografía y los instrumentos precisos, como el astrolabio, para averiguar el lugar donde se halla, pero se mantiene completamente al margen de las implicaciones filosóficas que se puedan extraer de ellas o de sus supuestos, tal como la mensurabilidad de la posición de un barco.
Por las mismas razones no es menos ridículo interpretar la aventura del barco encantado como una burla de la ciencia moderna y del experimento científico. Resulta muy aventurado suponer que Cervantes, que ha utilizado a don Quijote para convertirlo en portavoz o vocero de sus ideas sobre la necesidad de las ciencias, tal como el derecho, la teología, que tiene por la reina de las ciencias, la medicina, la astronomía y las matemáticas (cf. el discurso de don Quijote sobre la caballería andante como ciencia en II, 18), lo vaya a utilizar ahora para censurar la ciencia moderna representada por la física matemática de estirpe galileana. Pero si ello fuera así, cabria esperar que ello se hiciese usando nociones de esa nueva ciencia, pero todo lo que nos encontramos son nociones de la astronomía y cosmografía premodernas. Como posibilidad, bien podría ser que Cervantes casualmente fuese una especie de Simplicio, un crítico anticipado de la ciencia moderna desde un punto de vista escolástico. Pero hay una diferencia notable entre el Simplicio de Galileo y Cervantes, y es que mientras el primero estaba al corriente de los primeros pasos de la nueva ciencia y ante ella reacciona como un escolástico, no tenemos ninguna noticia de que Cervantes tuviera información alguna sobre los descubrimientos y hallazgos de Galileo o los primeros balbuceos de la nueva ciencia galileana.
Pero no es sólo que haya una diferencia notable entre Cervantes y Simplicio que hace que sea improbable que el primero sea crítico anticipado de la ciencia moderna en la forma de una burla de ésta. Es que sencillamente no hay burla alguna de ésta. Serafín Vegas cree hallar esta burla al precio de sacar de contexto el pasaje sobre la disputa entre don Quijote y Sancho sobre el lugar donde realmente se halla la barca, ignorando el comienzo de la aventura del barco encantado y su inmediato desarrollo después de esto. Si se tiene todo esto en cuenta, el lector verá, desde el principio, que ciertamente en este capítulo de la novela hay una burla, pero esta burla no tiene como blanco la ciencia y experimento científico modernos, sino las aventuras fantásticas e inverosímiles de los libros de caballerías a través de la locura delirante de don Quijote, que en apenas unos segundos cree haber viajado desde le río Ebro hasta los mares ecuatoriales milagrosamente por medio de un pequeño barco encantado, sin remos ni jarcias.
En las novelas caballerescas sus héroes eran transportados por barcos sin tripulación o por nubes en un instante a lugares remotos donde su ayuda fuera necesaria para deshacer algún entuerto. Don Quijote, como excelente conocedor de los libros de caballerías, está perfectamente familiarizado con tal género de tan fantásticas historias caballerescas y, dejándose llevar por su costumbre, producto de su enfermedad caballeresca, de interpretar las más diversas situaciones que le salen al paso siguiendo los dictados de los libros de caballerías, no tiene duda alguna de que el pequeño barco de pescadores con que se ha encontrado nada más llegar a la ribera del río Ebro no está allí por casualidad, sino que está allí a propósito, colocado por algún encantador, destinado para él, a quien «está llamando y convidando a que entre en él y vaya en él a dar socorro a algún caballero o a otra necesitada y principal persona que debe de estar puesta en alguna grande cuita» (II, 29, 772), tal y como sucedía en la historias homólogas de los libros de caballerías. Don Quijote está tan convencido de ello («Este barco está puesto aquí para el mismo efecto, y esto es tan verdad como es ahora de día»), que decide a toda prisa embarcarse, acompañado por Sancho, para viajar a algún remoto lugar donde poder realizar una hazaña caballeresca, pero la realidad será que, en vez de haber llegado a los mares ecuatoriales para socorrer a algún caballero oprimido o a alguna reina, infanta o princesa malparada en una fortaleza o castillo, como cree él, terminará chocando su embarcación contra las ruedas de un molino, que queda destrozada y ellos en el agua.
El que mientras don Quijote cree estar viajando a velocidades vertiginosas mediante medios extraordinarios y haber llegado tan lejos como él piensa, el narrador inserte un debate entre el escudero y su amo sobre el lugar real donde se hallan, en el que se echa mano de nociones e instrumentos de la astronomía y cosmografía de la época, es simplemente una artimaña suya para aumentar la comicidad del relato al contrastar las pretensiones de don Quijote, revestidas de ciencia, de las que él está convencido de que son serias, con la vulgar realidad, de cuyas exigencias es en este caso notario Sancho, que no para de recordarle, inútilmente como siempre que su amo se ve arrastrado por su locura caballeresca, que apenas se han apartado cinco varas de la orilla del Ebro.
En el mismo sentido hay que interpretar la experiencia que don Quijote le propone hacer a Sancho, la experiencia de comprobar si los piojos que pueblan su cuerpo han muerto y desaparecido como prueba de si se ha llegado al ecuador (en caso de haber muerto) o no (en caso de no haber muerto, lo que es el caso según la experiencia de Sancho, según cree don Quijote que sucede cuando se llega al ecuador), no como una burla grotesca del experimento científico moderno o no moderno, sino sencillamente como una burla, ciertamente grotesca, pero de las ínfulas caballerescas del sedicente caballero y de las viajes fantásticos de los libros de caballerías.
Para terminar, planteamos tres consideraciones generales sobre la interpretación del Quijote y de su protagonista como una reivindicación de la racionalidad en la forma del discurso razonable. La primera se refiere a los disparates de don Quijote, a sus derrotas y a la recuperación de la cordura. Es verdaderamente llamativo que los disparates del loco don Quijote y sus derrotas y fracasos no hagan mella en la orientación de la exégesis de Serafín Vegas. Y aún es más sorprendente que siga abrazando su tesis hermenéutica fundamental según la cual el sentido primordial de la novela reside en su reivindicación del discurso razonable, después de admitir él mismo que los sucesivos y constantes fracasos del héroe cervantino, que culminan en la derrota definitiva ante el Caballero de la Blanca Luna, socavan las ideas y propuestas de don Quijote sobre la caballería andante, sobre la necesidad y utilidad de ésta y sobre su propia misión caballeresca, basadas todas ellas en la creencia previa en la verdad incontestable de las historias de los libros de caballerías, como expresión del discurso razonable. Dado que el exegeta identifica lo esencial del discurso razonable de don Quijote con tales ideas y propuestas, no se entiende tamaña falta de lógica.
Y menos aún se entiende que se siga agarrando a su tesis hermenéutica fundamental a la vista del hecho clave en la trayectoria de don Quijote que representa su sanación o recobro de la cordura. No sólo recobra la cordura, sino que inmediatamente hace pública confesión de su error de haber tomado los libros de caballerías como libros verdaderos y no fingidos («El error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo») y de haber intentado resucitar la caballería andante libresca proclamándose como un caballero andante destinado a cumplir una misión caballeresca que le convertiría en un Amadís redivivo y superior («Yo ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano. Y soy enemigo de Amadís de Gaula.»). Si ahora los libros de caballerías, la verdadera Biblia que sostenía el sistema caballeresco de don Quijote, pasan a ser reconocidos por éste como no otra cosa que algo abominable por ser una sarta de disparates y embelecos («Ya conozco sus disparates y embelecos») y el ya recuperado Alonso Quijano confiesa haber sido un necio por haberse creído las historias de la andante caballería, cuya lectura además es peligrosa, como lo ha sido para él, resulta incoherente pretender, como lo hace Vegas González, que a pesar de esta pública confusión de su error, se mantiene en pie la exégesis de la novela como la reivindicación del discurso razonable, teniendo en cuenta que el contenido fundamental de este son las creencias y propuestas caballerescas de don Quijote inspiradas por las historias de los libros de caballerías. Habría que enloquecer como don Quijote para borrar la incoherencia de esta peculiar forma de ver el asunto.
Ahora bien, negar que el sentido fundamental del Quijote radique en la reivindicación del discurso razonable no implica que no haya discurso razonable en la novela. Lo hay y mucho en las disertaciones y reflexiones de don Quijote en sus fases de lucidez, incluso a veces en que habla de los libros de caballerías, pero más en calidad de un observador externo o crítico literario que de un sedicente caballero andante que los ha adoptado como su particular Biblia y guía infalible para la acción caballeresca. Tal es el caso, por ejemplo, de su disertación sobre la estructura de la trama argumental de los libros de caballerías (cf. I, 21, 193-196). Como buen lector y conocedor de éstos, don Quijote nos proporciona un certera exposición de la trama argumental y de las situaciones típicas de las novelas de caballerías. Muestras de discurso razonable las encontramos también en Sancho y terceros personajes y por supuesto en el narrador. Pero todo esto pertenece al trasfondo de la novela, no está en el primer plano de ésta como su mensaje fundamental ni lo encarna su personaje principal.
La segunda consideración concierne al carácter filosófico-romántico de la aproximación epistemológica al Quijote que nos propone Vegas González. Con frecuencia se refiere a don Quijote en serio como un héroe, y para el caso es irrelevante que se trate de un héroe de la racionalidad o del discurso razonable. En la medida en que la novela se nos presenta como la reivindicación de un nuevo modelo o ideal de racionalidad frente a otros, como la racionalidad común socialmente vigente, o en conflicto con la realidad social de aquel tiempo, o de un modelo de discurso razonable en conflicto bien con otros, como el modelo representado por la caballería cortesana, o con el mundo social de entonces, estamos en presencia de una nueva versión de la hermenéutica filosófico-romántica de la gran novela.
Por último, y ésta es nuestra tercera consideración, una consecuencia indeseable en general de las interpretaciones alegóricas del Quijote, no importa de qué tipo sean (filosóficas o de cualquier otro tipo de los que hemos distinguido y analizado) y, en particular, de la interpretación filosófica en clave epistemológica que nos ofrece Vegas González es que conduce a una desfiguración de la novela, que parece ser más un obra de epistemología que una obra literaria. Todas las exégesis simbólicas producen este efecto, en mayor o en menor grado, pero, en manos del mentado exegeta, alcanza esa desfiguración un grado superior. La novela se convierte en una mera excusa para ocuparse de sus propias inquietudes por la racionalidad y la razonabilidad, y, en los tres últimos capítulos, por otros problemas epistemológicos, totalmente alejados del Quijote como realidad literaria.