Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
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1.La revolución historiográfica española de los años sesenta.
A partir de los años sesenta del pasado siglo, la sociedad española experimentó, bajo la égida de los denominados tecnócratas, transformaciones cualitativas en sus estructuras sociales y económicas, y se perfiló un período fundamental en la evolución del sistema económico español{1}. Sin embargo, la modernización económica y social no se limitó a esos cambios, sino que acabó por abrir las puertas a la secularización cultural, deslegitimando progresivamente la tradición católica, fundamento de lo que se consideraba entonces la identidad nacional. A ello se unieron las repercusiones del Concilio Vaticano II, que fueron igualmente determinantes. El aggiornamento católico iba de la mano de un intento de responder a las condiciones sociopolíticas del mundo moderno{2}. El propio régimen político, cuya principal fundamento seguía siendo hasta entonces el catolicismo tradicional, buscó nuevas bases de legitimación en la modernización social y económica{3}.
La historiografía no fue en modo alguno inmune a ese nuevo contexto. Como señaló José María Jover, los años sesenta fueron los años de la «expansión de la historia»{4}. Por de pronto, se produjo un claro despego de los debates esencialistas sobre el «ser» de España, que habían caracterizado tanto a la historiografía interior como la del exilio. En ese sentido, se sometió a crítica, el concepto de «carácter nacional»{5}. Además, el modelo de historia basado en la exaltación del pasado imperial entró en un proceso de irreversible decadencia; y se produjo un claro retorno de la historiografía liberal, cuyos máximos representantes eran Miguel Artola, José María Jover y Carlos Seco Serrano. En aquel contexto, adquirió igualmente un gran auge la historia de carácter socioeconómico, que arrancaba de la obra de Jaime Vicens Vives{6}. Desde el exilio francés, el historiador marxista Manuel Tuñón de Lara publicó una serie de libros de divulgación -La España del siglo XIX, La España del siglo XX, Medio siglo de cultura española, Historia y realidad del poder, etc,-, que tuvieron en la sociedad española un nada desdeñable impacto. Tuñón de la Lara fue un marxista ortodoxo y escasamente innovador, muy influido por Pierre Vilar y por el sector de la Escuela de los Annales más próximo al materialismo histórico{7}. Se trataba de un marxismo muy alejado del giro cultural protagonizado por Edward Palmer Thompson en Gran Bretaña{8}. La labor de Tuñón de Lara adquirió una mayor relieve no sólo historiográfico, sino político a través de las reuniones de historiadores celebradas en la Universidad de Pau, definidas por algún entusiasta como un «acontecimiento fundador» o un «suceso mítico» en el desarrollo de la ciencia histórica en España, no sólo por la difusión del marxismo historiográfico, sino porque supuso la creación de una serie de redes de relación personal e intelectual{9}. El éxito de Tuñón de Lara fue indudable, pero no tanto por la calidad de su producción histórica, sino porque encarnaba «como nadie la visión del pasado que sostenían como propio quienes se oponían al régimen»{10}.
En este proceso, tuvo igualmente una singular importancia la impronta del hispanismo británico y norteamericano. En el primero de los casos, tuvo especial relevancia la figura de Raymond Carr, profesor en Oxford y autor de la influyente monografía España 1808-1939, que analizaba desde una óptica liberal-conservadora, la historia contemporánea española. Entre sus discípulos se encontraban algunos de los historiadores más innovadores del momento: Joaquín Romero Maura, José Varela Ortega, Juan Pablo Fusi, Slhomo Ben Ami, etc{11}. En ese ámbito, resultó igualmente muy influyente la obra de Hugh Thomas, La guerra civil española, publicada en 1961.
No menos importante fue la influencia del hispanismo norteamericano, a partir de los años cincuenta y sesenta. El milagro económico español y el «boom» turístico que lo acompañó atrajeron el interés de los historiadores americanos. En ese sentido, resultó transcendente la producción de Richard Herr. Edward Malefakis, Gabriel Jackson, Burnett Bolloten, Joan Connelly Ullman, Stanley G. Payne y la del profesor español de sociología en la Universidad de Yale, Juan José Linz{12}.
En un primer momento, los libros de algunos de estos autores no pudieron publicarse en España, porque chocaban con la ortodoxia historiográfica del régimen. La editorial antifranquista Ruedo Ibérico, fundada por el libertario José Martínez, publicó, en Francia, entre otros, El mito de la Cruzada de Franco y Antifalange, del procomunista Herbert R. Southworth; El Opus Dei en España, de «Daniel Artigues», pseudónimo del historiador francés Jean Becarud; El laberinto español, de Gerald Brenan; La guerra civil española, de Hugh Thomas; Falange. Historia del fascismo español y Los militares y la política en la España contemporánea, de Stanley G. Payne, etc{13}. Sin embargo, al socaire de la legislación liberalizadora franquista, cuyo paradigma fue la Ley de Prensa de marzo de 1966, obra de Manuel Fraga, aparecieron nuevos órganos de opinión y nuevas editoriales como Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, Revista de Occidente, Cambio 16, Anagrama, Ariel, Taurus, Ayuso, Seix Barral, Fontanella, Fundamentos, Península, Siglo XXI, donde pudieron publicarse y difundirse muchas de las obras que sometían a crítica la narración legitimadora del régimen y se reivindicaban las tradiciones de los vencidos en la guerra civil: el krausismo, la Institución Libre de Enseñanza, el movimiento obrero, el marxismo, la II República, etc{14}.
Ante tal desafío, sobre todo en el ámbito de la interpretación de la guerra civil, el Ministerio de Información y Turismo, dirigido por Manuel Fraga, creó la Sección de Estudios sobre la Guerra de España, cuya figura más carismática fue Ricardo de la Cierva y Hoces, al lado de Vicente Palacio Atard, Jesús Salas Larrázabal o José M. Martínez Bande. La Sección tuvo como órgano los conocidos Cuadernos Bibliográficos de la Guerra de España{15}. Las principales obras de esta tendencia fueron las de Ricardo de la Cierva, Historia de la guerra civil. Perspectivas y antecedentes; y Ramón Salas Larrazábal, Historia del Ejército Popular de la República.
Desde finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, pero, sobre todo, desde la muerte del general Franco, la escuela marxista de Tuñón de Lara consiguió, incluso a nivel académico, una clara hegemonía, si bien por poco tiempo dada su mediocridad y sectarismo intelectuales. El interés de Tuñón de Lara y sus acólitos fue, como ya hemos adelantado, la reivindicación histórica de los vencidos en la guerra civil: la Institución Libre de Enseñanza, el movimiento obrero, la II República, etc. De ahí que, como señalara José Luis Abellán, en la obra del historiador madrileño se diera «casi nula importancia al pensamiento tradicionalista (¡) en sus diferentes versiones: carlismo, integrismo, autoritarismo, falangismo, etc». «Comprendemos -continuaba Abellán- las razones que a ello pueden haberle llevado. Sin duda, este tipo de pensamiento tiene muy poco valor como tal»{16}. En ese sentido, resulta muy significativo que cuando el historiador de la cultura José Carlos Mainer publicó su conocida antología Falange y literatura, en 1971, despertara los recelos de los sectores izquierdistas de la Universidad, ya que, en aquellos momentos, se juzgaba que lo fundamental era la reconstrucción histórica de las tradiciones revolucionarias{17}.
En general, esta nueva historiografía de izquierda defendía, a la hora no de estudiar, sino de hacer mención a las derechas, lo que el historiador Michel Winock denominó «fascismo protoplasmático» o «panfascismo», es decir, la identificación, sin más, del fascismo con cualquier grupo de derecha nacional o de extrema derecha{18}.
De hecho, los estudios españoles sobre las derechas tuvieron como pionero a Enrique Tierno Galván, quien, en su libro Tradición y modernismo, distinguía entre tradicionalismo y conservadurismo. Mientras el primero se encontraba relacionado, a su entender, con la magia, la religión y el inmovilismo, el segundo se caracterizaba por su perspectiva historicista y evolutiva. Tierno Galván relacionaba el fascismo con el tradicionalismo de Bonald y De Maistre{19}. Muy polémica fue igualmente su tesis sobre el «prefascismo» de Joaquín Costa y Ricardo Macías Picavea{20}. Manuel Tuñón de Lara apenas dedicó su atención a las derechas españolas, a las que definió en términos rígidamente objetivistas y economicistas como «las clases o fracciones de clase, capas y categorías sociales que se benefician de la situación dominante o privilegiada en orden a la distribución de la renta nacional, propiedad de los medios de producción y de otros bienes o/y de situaciones de privilegio residuales de anteriores regímenes»{21}. Uno de sus objetivos fue la identificación del régimen de Franco y, por ende, del conjunto de las derechas con el fascismo. El problema planteado por el escaso éxito político de Falange Española intentó resolverlo mediante el concepto de «fascismo rural», característico, según él, de una sociedad subdesarrollada como la española. Este «fascismo rural» estaría representado no sólo por Falange Española, sino por el Bloque Nacional, la Unión Económica y la CEDA{22}. La conceptualización del régimen de Franco como «autoritario», defendida por Juan José Linz, le pareció un intento de «hacerlo menos sospechoso», «incluso para rehacerle cierta virginidad política, llegándose a hablar de pluralismo»{23}. Siguiendo esta línea, Raúl Morodo, discípulo de Tierno Galván, definía a la monárquica y tradicionalista Acción Española como un «fascismo católico»{24}. De igual forma, el sociólogo José Ramón Montero Gibert, en su voluminoso y desigual estudio sobre la CEDA, definió al partido católico como «parafascista»{25}. El hispanista Paul Preston estimaba, por su parte, que el proyecto corporativo de la CEDA no era «esencialmente diferente del fascismo tal y como se veían ambos fenómenos en aquel tiempo»; y perseguía situar a España «en la línea de Italia, Alemania, Austria y Portugal». Bajo la dirección de José Calvo Sotelo, el partido monárquico Renovación Española se había convertido, según el historiador británico, en «un partido fascista de clases medias». Incluso el carlismo, cree Preston, propugnaba un Estado autoritario y corporativo «con la clase obrera estrictamente controlada dentro de una organización sindical potenciada por el Estado»{26}. Como en el caso de Preston, Julián Casanova estimaba que el fascismo debe definirse por su «función social», es decir, «la destrucción del movimiento obrero organizado y de la filosofía del socialismo, la abolición del sistema parlamentario y el establecimiento de un Estado corporativo»; todo lo demás eran «exquisiteces teóricas y terminológicas». En ese sentido, el régimen de Franco resultó ser «un fascismo no tan peculiar», cuyos sujetos políticos eran, eso sí, el Ejército y la Iglesia católica, no el partido único{27}. De hecho, la ideología historiográfica del «fascismo protoplasmático» continúa. Su último representante ha sido Ferrán Gallego, con su discutible libro El evangelio fascista.{28}
Tampoco el sector neofranquista se prodigó en un análisis de la trayectoria histórica de las derechas. Pese a ser nieto de Juan de la Cierva e hijo de un miembro de Acción Española asesinado en Paracuellos del Jarama, Ricardo de la Cierva defendía entonces una visión muy crítica y negativa del conjunto de las derechas españolas. En concreto, la intelectualidad conservadora española había sido incapaz de «encontrar otra bandera que la aún más negativa de la contrarrevolución», «inhibida por el dogmatismo, el recelo apologético y el complejo de inferioridad cultural de la Iglesia española». Acción Española, en concreto, se desvió «para injertarse en la pseudotradición maurrasiana». A diferencia de los historiadores de izquierda, De la Cierva diferenciaba claramente a las derechas del fascismo, aunque reconocía que las derechas españolas experimentaron, a lo largo del período republicano, un claro «vértigo fascista». El autor aceptaba, en ese sentido, el diagnóstico histórico de Ramiro Ledesma Ramos, sobre la inexistencia del fascismo en España y la «fascistización» de las derechas{29}.
Los discípulos españoles de Raymond Carr -Joaquín Romero Maura, José Varela Ortega o Juan Pablo Fusi- centraron su interés en la España de la Restauración, en el análisis del caciquismo y el desarrollo del movimiento obrero; y no sobre las derechas, salvo, en alguno de los casos, sobre los partidos liberal y conservador de finales del siglo XIX y finales del siglo XX. Excepciones fueron, en el campo del hispanismo británico las obras de Slhomo Ben-Ami, sobre la Dictadura de Primo de Rivera {30}; la de Martin Blinkhorn sobre el carlismo{31} o la de Richard A.H. Robinson{32} sobre la CEDA y los orígenes de la España de Franco.
En cualquier caso, los historiadores españoles como la mayoría de los hispanistas anglosajones fueron ajenos a la nueva historiografía «revisionista» acerca de las derechas, la Revolución francesa o el fascismo representada por Françoist Furet, Renzo de Felice, Ernst Nolte, George L. Mosse, Eugen Weber, etc{33}. No obstante, en 1971 se había publicado en España la innovadora obra coordinada por Hans Rogger y Eugen Weber, The European Right. A Historical Profile, cuya primera edición databa de 1965. Significativamente, entre sus colaboradores se encontraba el joven hispanista norteamericano Stanley G. Payne, cuya colaboración versaba sobre España, pero que desapareció de la edición española seguramente por presiones de la censura{34}. Sin embargo, Stanley G. Payne ha sido -y es- el hispanista anglosajón más destacado y lúcido, con mucho, de los que se han investigado el fenómeno fascista no sólo en España, sino en Europa y al conjunto de las derechas españolas. Sin sus aportaciones históricas y metodológicas, resulta imposible el conocimiento de esas parcelas de nuestro pasado.
2. Stanley Payne, el hombre y su formación intelectual.
Stanley George Payne nació en Denton, al norte de Texas, el 9 de septiembre de 1934. Inició sus estudios universitarios en el Pacific Union College. Finalizada su licenciatura, se trasladó a Clarement Graduate School para realizar el máster. Payne dedicó su tesina a «José Antonio Primo de Rivera and the Beginnig of Falange Española». Finalmente se doctoró en Historia de España, en 1960, en Columbia, con una tesis sobre Falange Española. Durante aquellos años, entabló amistad con exiliados españoles residentes en Estados Unidos como Eloy Vaquero y Joaquín Maurín. Éste último le puso en contacto con Julián Gorkin, antiguo miembro del POUM, y luego conoció al falangista disidente Dionisio Ridruejo. En París conoció al nacionalista vasco José Antonio Aguirre y al socialista Rodolfo Llopis. Ya en España, contactó con el historiador catalán Jaime Vicens Vives, que le sugirió estudiar la historia del Ejército español durante los siglos XIX y XX{35}. Posteriormente, con el sociólogo Juan José Linz y con el carlista Javier Lizarza. Payne nunca ocultó su admiración por Vicens Vives, a quien posteriormente dedicaría su obra Falange. Historia del fascismo español. Igualmente, compartió los planteamientos funcionalistas de Linz, la teoría de la modernización y su interpretación del fenómeno fascista y del régimen de Franco{36}.
Payne es básicamente un liberal-conservador. El único partido español con el que se sintió identificado fue la Unión del Centro Deocrático{37}. Y sus tesis chocaron desde el principio con las defendidas por la historiografía de izquierdas. El que publicara sus primeros libros en una editorial tan significada ideológicamente como Ruedo Ibérico no significaba una adhesión a los planteamientos de la izquierda radical. Como señala Albert Forment, su libro sobre Falange no fue bien recibido por los amigos de José Martínez, a quienes no gustó su objetividad. Sin embargo, «en 1965, estudiar de modo independiente la historia contemporánea española -continuaba Forment- tenía un fuerte componente de crítica al régimen, de subversión ideológica»; y lo mismo ocurría con Los militares y la política en la España contemporánea{38}.
Sus ulteriores investigaciones históricas sobre los procesos revolucionarios le mostraron que la izquierda española no era «necesariamente progresista ni desde luego democrática, sino que en realidad, en la década de 1930, había ocasionado un retroceso de la democracia relativamente liberal instaurada entre 1931 y 1932»{39}.
Significativamente, la publicación de La guerra civil española, de Hugh Thomas, tampoco fue bien recibida por algunos representantes de la izquierda historiográfica, como Manuel Tuñón de Lara, quien, en una carta a su amigo Max Aub, señalaba: «Por cierto que creo un error que saquen esa historia de nuestra guerra escrita por Thomas. Es un cuco «objetivo» que al socaire de ese cuento facilita los argumentos al enemigo»{40}.
Falange. Historia del fascismo español no fue, en cambio, mal recibida por Ricardo de la Cierva, quien veía en Payne a un «discípulo de Tucídides». Se trataba de una «espléndida y difícil aproximación histórica, que estimamos aceptable y lógica, aun cuando no faltan en ella desenfoques y defectos, en perspectiva y detalle». Destacaba «el saldo positivo en la interpretación de la figura de José Antonio». Calificaba de «magistral» su narración de los últimos días del fundador de Falange; y celebraba que Payne reconociera el carácter nacional del alzamiento de 1936. Sin embargo, señalaba que los textos de Primo de Rivera no estaban «suficientemente reflejados, ni estudiados en la obra»{41}. No era de la misma opinión el arriscado procomunista Herbert R. Southworth, para quien Payne realizaba en su libro una auténtica apología del José Antonio Primo de Rivera, «para demostrar que no era un fanático nacionalista»; y le acusaba de mitificar la figura de Manuel Hedilla. Sin embargo, lo consideraba un «historiador serio», a pesar de sus «prejuicios subconscientes»{42}.
Una nueva edición de Los militares y la política en la España contemporánea, titulada esta vez Ejército y sociedad en la España liberal, 1808-1936, estuvo precedida de un elogioso y extenso prólogo del general Ramón Salas Larrázabal: «Honestidad, sinceridad, erudición y dominio de la técnica historiográfica dan valor a una obra considerable»{43}. Ricardo de la Cierva intervino decisivamente para que su obra La revolución española pudiese ser publicada{44}
Por méritos propios, Stanley Payne se convirtió en uno de los grandes especialistas mundiales en el fenómeno fascista. En la línea de Renzo de Felice, George L. Mosse, Juan José Linz, Robert Griffin, Ernst Nolte, Emilio Gentile, Anthony James Gregor, o François Furet, el historiador norteamericano estima que el fascismo es un fenómeno social, político y cultural con una entidad propia, no reducible a una supuesta función social. En su opinión, los estudios sobre el fascismo han pasado por tres fases. La primera dedicada a la investigación y la narración; la segunda, al debate y a la cuestión del «fascismo genérico»; y la tercera, al fascismo como fenómeno cultural, en el arte, la propaganda y el espectáculo{45}. Payne se muestra, en ese sentido, partidario de una definición funcional del fascismo, es decir, de tipo general o genérico, como un fenómeno genérico y comparativo. En su opinión, el fascismo puede definirse como «una forma de ultranacionalismo revolucionario que se basa en una filosofía primariamente vitalista, que se estructura en la movilización de masas, el elitismo extremado y el Führerprinzip, que da un valor positivo a la violencia y tiende a considerar normales la guerra y las virtudes militares»{46}. Sus orígenes filosóficos se encontraban en la Ilustración y en el Romanticismo. De la Ilustración, el fascismo recogía la sustitución de la religión transcendental por un concepto de «dios naturalista y deísta e impersonal» y de lo tradicionalmente sagrado por una «ley natural totalmente secularizada»; la idea de nación y de pueblo; la necesidad de guía y de gobierno elitista; la hegemonía del voluntarismo y el triunfo de una nueva voluntad cultural y reformista; la clasificación de la humanidad por razas. Del Romanticismo, el rechazo del liberalismo, del racionalismo y del materialismo; y la promoción de la emoción y del idealismo, así como el reforzamiento de las identidades históricas, étnicas o místicas y de valores no universales. A todo ello se une, las consecuencias de la revolución intelectual finisecular, con el nietzscheanismo, el neoidealismo, el elitismo de Mosca y Pareto, el darwinismo social, el sindicalismo revolucionario de Sorel, ciertos aspectos del socialismo económico en su vertiente nacionalista, etc. Los fascismos propugnaban un Estado nacionalista autoritario; una nueva estructura económica nacional altamente reglamentada, multiclasista e integrada; la movilización de las masas; una estructura estética de las reuniones, de los símbolos y de la liturgia política, insistiendo en aspectos místicos y emocionales, la exaltación de la juventud y del mando autoritario carismático{47}.
Todo ello individualizaba al fascismo con respecto a las otras derechas. De ahí que, según Payne, hubiera que distinguirse no sólo de la derecha liberal, sino de la nueva derecha autoritaria y de la derecha radical. Mientras que las derechas autoritarias, tenían como fundamento cultural la religión, los fascistas defendían «la nueva mística cultural», basada en el vitalismo, el irracionalismo y el neoidealismo. Por su parte, las derechas pretendían evitar en lo posible «las rupturas radicales de la continuidad legal»; y defendían las instituciones tradicionales como la Monarquía, mientras que los fascistas se mostraban partidarios de la creación de nuevas instituciones y nuevas elites sociales. A diferencia de los fascistas, las derechas no eran partidarias de la movilización de masas: solían apoyarse en los militares; y en política social eran partidarias de la «congelación de gran parte del statu quo». Los fascistas, en cambio, estaban «más interesados en cambiar las relaciones de clase y los procesos sociales y en emplear formas más radicales de autoritarismo para lograr ese objetivo»{48}. Lo cual conducía igualmente a distintas formas de dominación política: totalitarismo, dictaduras sincréticas, regímenes autoritarios semipluralistas, autoritarios conservadores, burocrático-nacionalistas o sultanísticos{49}.
Cada sociedad nacional, en virtud de su configuración histórica, nivel institucional, religión, desarrollo económico, etc, potencia unas determinadas tradiciones de la derecha y otras no. De ahí que Stanley Payne haya destacado la singularidad de España, dentro, eso sí, de la historia de la Europa del sur y mediterránea{50}.
3. La idea española y la trayectoria histórica de una nación.
Los estudios de Stanley Payne sobre España no se han centrado únicamente en la edad contemporánea, sino en la España medieval, imperial y borbónica, así como a la trayectoria del catolicismo español y a Portugal{51}. Siguiendo la tipología metahistórica del filósofo Hayden White{52}, podemos sostener que la trama narrativa de su relato histórico es de claro sesgo satírico; su modo de argumentar, contextualista; y su ideología, liberal. Satírico, en el sentido de que, en sus obras, Payne es consciente de la inadecuación última de la conciencia humana para vivir feliz en el mundo y/o comprenderlo plenamente; contextualista, porque insiste en las relaciones específicas que explican la trayectoria histórica de una nación, un pueblo y una sociedad; y liberal, porque su horizonte político es la democracia representativa liberal.
Para Stanley Payne, la historia se expresa en la diversidad de estructuras, comunidades o sociedades que persisten generación tras generación. En ese sentido, cada historia es «siempre específica y, por tanto, en aspectos clave, única»{53}. Como ya hemos señalado, el historiador norteamericano coloca a España, con todas sus diversidades y diferencias, en el contexto de la Europa del sur y mediterránea, rechazando los contenidos de la denominada Leyenda Negra, los estereotipos «orientalistas» o los mitos de la «España romántica», en gran medida vigentes hasta los años sesenta del pasado siglo{54}. En su opinión, la trayectoria histórica de España y su identidad nacional viene marcado por la Reconquista, por su lucha contra el Islam, a lo largo de la Edad Media. Por ello, Payne relativiza el significado de al-Andalus, al que califica de «mito»; y sus tesis se encuentran mucho más cerca de Claudio Sánchez Albornoz que de Américo Castro. La Reconquista fue «un proceso en ciertos aspectos único en la historia europea y mundial», «sólo por esta razón la historia de España habría sido totalmente singular». Esta lucha contra el Islam generó lo que Payne denomina idea española, es decir, «una especie de actitud común, más o menos compartida» que refleja «la persistencia de una determinada actitud o mentalidad en ciertas elites, pero que puede ser algo discontinuo y en ocasiones dejado totalmente de lado para favorecer otra clase de intereses, aunque vuelva a reaparecer una vez más en circunstancias favorables», «una especie de tipo ideal, una aspiración que, expresada en diversas maneras o con distinto énfasis a lo largo de la historia es en ocasiones dominante, pero con frecuencia recesiva». La idea española tenía sus orígenes remotos en la España visigoda, con Isidoro, y se desarrolla a finales del siglo IX con Alfonso III. Se trata de la identificación de España con la «imitatio Cristi», con misión histórica de expandir en cristianismo por el mundo. Una idea que motivó a Colón, que se reproduce en el testamento de Isabel La Católica y que es dominante en el período de los Austrias, con la Contrarreforma{55}. Sin duda, la idea española condicionó, ya en los siglos XIX y XX, la trayectoria histórica y doctrinal del conjunto de las derechas españolas, así como la identidad nacional. A ello se unieron las dificultades de modernización de la sociedad española. Durante el siglo XVII, España cayó en un modelo de ruralismo, arcaísmo y desarrollo económico lento, típico de la Europa oriental y meridional {56}. El siglo XVIII fue un período de recuperación. El reformismo ilustrado español, cuya principal figura fue Feijó, siempre se situó en «el término medio» y sus planteamientos estuvieron más cerca del empirismo anglosajón que de la vertiente «ideológica» francesa. La sociedad española siguió siendo, a lo largo de aquella centuria, una «sociedad tradicional». Como en tiempos de los Austrias, España fue incapaz de conseguir un Estado centralizado; fue una «una especie de confederación dinástica de carácter fuertemente pluralista», pese al supuesto centralismo borbónico{57}. La Revolución francesa y la invasión napoleónica de 1808 produjeron una reactivación de la ideología española y «la más generalizada e intensa reacción popular antinapoleónica de las registradas en Europa»{58}. En consecuencia, el liberalismo español hubo de enfrentarse a un «Antiguo Régimen que hundía sus raíces en la España del siglo XIX con más profundidad que en ningún otro lugar de Europa occidental, incluso más que en Portugal, un país económica y culturalmente menos desarrollado»{59}.
4. Triunfos y debilidades del liberalismo español.
Por todo ello, Payne estima que la introducción del liberalismo en la sociedad española resultó «un tanto prematura» y que «nunca habría tenido ni la oportunidad ni la fuerza para imponerse en ese momento de no ser porque la invasión francesa destruyó el régimen imperante». Y es que en España existían una clase intelectual liberal y ciertos intereses económicos de clase media y alta que pudieron movilizarse, pero «en realidad, no existía una sociedad civil adecuada para erigir un orden liberal»; algo que dio como resultado lo que Payne denomina «la contradicción española», es decir, «una situación en la que los persistentes esfuerzos realizados por las pequeñas elites liberales o radicales para introducir sistemas «avanzados» carecían de base social, cultural o económica adecuada»{60}. La debilidad de las iniciativas liberales se vio suplida por el apoyo del Ejército, iniciándose la tradición del pretorianismo en la política española, un pretorianismo, en realidad, reactivo, no iniciador, como respuesta a los graves problemas cívicos y a la desunión que padecía la sociedad española{61}. El liberalismo logró triunfar no sólo por la intervención militar, sino porque logró el apoyo de Francia y Gran Bretaña y de gran parte de las clases altas, incluida la aristocracia{62}. A ese respecto, el tradicionalismo carlista, cuya base social eran los campesinos pobres, se convirtió en «la única organización importante de la derecha en oposición al liberalismo», «el principal movimiento político de masas, prácticamente el único de la España del siglo XIX». Y es que España fue el país europeo donde «el tradicionalismo duró más tiempo, persistiendo, aunque en menor medida, al menos hasta mediados del siglo XX»{63}. La persistencia del carlismo fue consecuencia del vigor del sentimiento religioso y del monarquismo «ultra» y de la «solidez de las instituciones tradicionales» en las provincias vascas, Aragón y Cataluña. El carlismo supuso una reactivación de la idea española y «cualquier forma pronunciada de nacionalismo español tendía a confundirse con el carlismo reaccionario y con el clericalismo divorciándose así de las tendencias dominantes en los asuntos públicos»{64}.
Finalmente, el régimen liberal español, bloqueado por la influencia social de la Iglesia católica y del carlismo, se configuró, bajo la hegemonía primero de la derecha moderada y luego por el canovismo durante la Restauración, en un sistema político «elitista y oligárquico, favorecido por las condiciones del intercambio que, aunque terminó disfrutando incluso de una balanza de pagos positiva, permaneció parcialmente cerrado a la economía internacional, carente de cualquier política activa de desarrollo industrial y orientado hacia una agricultura tradicional»{65}. Tras una etapa de liberalismo anticlerical, la Iglesia católica, a partir de la Constitución moderada de 1845 y del Concordato de 1851, logró recuperar un importante papel social y simbólico. A lo largo del régimen de la Restauración, tras el Sexenio Democrático, tuvo lugar un importante resurgir del catolicismo en la sociedad española{66}. Payne valora positivamente la figura de Cánovas del Castillo, «sin duda el hombre de Estado fundamental del parlamentarismo contemporáneo español»{67}.
Bajo la hegemonía liberal, el Estado español se caracterizó por su debilidad, ya que careció de un aparato fuerte capaz de penetrar en todos los niveles de la sociedad y de desarrollar políticas económicas y culturales adecuadas para garantizar la educación y la adhesión de la mayoría de la población. Comparado con el francés, el Estado español fue «más débil y propenso a convulsiones»{68}. Íntimamente unido a ello, se encontraba, a su vez, la debilidad del nacionalismo español. En ese sentido, Payne compara el «moderado vigor del nacionalismo italiano» con la «gran endeblez» del español. Y es que en España no se dio, por ejemplo, a aparición de algo semejante a la Asociación Nacionalista Italiana, capaz de formular «una doctrina nueva que combinaba los fines de la modernización con el gobierno autoritario y la jerarquía de clase media». Y es que el catolicismo tradicional y la derecha clerical carlista carecían de «dimensión dinámica, expansiva y modernizante». Por todo ello, en España no se dieron equivalentes culturales del neoidealismo y del irracionalismo vitalista italiano{69}. El irracionalismo vitalista tan sólo tuvo eco en algunas variantes del anarquismo, en uno sector del modernismo y en el liberalismo elitista de José Ortega y Gasset. El deficiente funcionamiento del régimen liberal, con el caciquismo y su escasa representatividad, hizo que fuese muy impopular. Sin embargo, el antiparlamentarismo no gozó de «la compleja legitimidad intelectual que algunos de los hombres más inteligentes de Italia le había otorgado antes de 1922»{70}. Los representantes del regeneracionismo español, como Joaquín Costa, Ricardo Macías Picavea o Julio Senador, no definieron «ninguna alternativa autoritaria al liberalismo»; tampoco los noventayochistas, la mayoría de los cuales no se sintieron excesivamente tentados por los problemas políticos. En ese contexto, sobresalió la figura del líder conservador Antonio Maura, «el orador parlamentario más destacado de su generación», cuyo liderazgo generó, tras su caída y disidencia política, «un pequeño movimiento de protonacionalismo derechista, las Juventudes Mauristas», que buscaron «un nacionalismo moderno y radical, y también derechista, que nunca estuvo por completo definido»{71}. En cualquier caso, segñun Payne, no existió en España una auténtica cultura «prefascista».
La debilidad del Estado y del nacionalismo español se puso de relieve con la emergencia de los nacionalismos periféricos vasco y catalán; lo que era igualmente el reflejo de la peculiar estructura social y económica española, en la que las regiones políticamente hegemónicas no coincidían con aquellas que marcaban el camino hacia la modernización. Cataluña se había convertido en «la directora industrial y comercial de España, pero también en un centro de cultura diferente, en vez de común y hegemónica»{72}. Los orígenes del nacionalismo vasco fueron producto del proceso de modernización y de la crisis intelectual finisecular, de «la intersección de tradicionalismo y modernización, y de la necesidad de ajustarlos y de lograr la última preservando, en la medida de lo posible, el primero». La ideología de Sabino Arana era «una mezcla única de apostolicismo postcarlista español del siglo XIX y del nacionalismo étnico europeo moderno». Era, al mismo tiempo, «culturalmente neotradicionalista, políticamente revolucionario y radicalmente teocrático»; algo que contrastaba con la moderación catalanista, en la que Payne veía un «instrumento de modernización y desarrollo económico»{73}.
La debilidad del Estado y de la idea nacional favoreció igualmente la persistencia del anarquismo como movimiento político, «el mayor movimiento laboral de masas de España, con casi un millón de miembros siendo el primero y único movimiento de masas anarcosindicalista de toda Europa»{74}.
5. La crisis del liberalismo español: de la Dictadura de Primo de Rivera a la Segunda República.
Para Stanley Payne, a comienzos del siglo XX se inicia un período revolucionario y de guerras revolucionarias. Este período comienza entre 1905 y 1911, en Rusia, Irán, Rumanía, Turquía, Portugal, México y China; y que tendría su continuidad y radicalización a raíz del estallido de la Gran Guerra y el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, las luchas en Finlandia, Alemania, Italia, iniciándose «la guerra civil internacional», que se prolongaría hasta 1945{75}.
Como gran parte de las sociedades del sur y del este de Europa, la sociedad española se enfrentó, antes del estallido de la Gran Guerra, al problema de la democratización de su régimen político. Sin embargo, no contaba con los fundamentos sociológicos, económicos y culturales para llevarla a cabo, A ese respecto, el fracaso de las iniciativas reformistas de Maura y Canalejas, unido a las dificultades en Marruecos, iniciaron un proceso de fragmentación y de crisis que llegó a su punto de ebullición en 1917, con el impacto de la Gran Guerra, de la revolución en Rusia, de la aparición de las Juntas de Defensa y la huelga general revolucionaria de agosto. Todo este proceso no condujo a la democratización; tampoco a una alternativa análoga a la del fascismo italiano, sino a una dictadura de carácter militar acaudillada por el general Miguel Primo de Rivera. Y es que en la sociedad española no se dieron las condiciones para el advenimiento de un régimen fascista, por las razones de tipo cultural, político y social que ya conocemos, y por no haber participado en la Gran Guerra{76}.
En el contexto española, la única alternativa derechista al liberalismo seguía siendo el carlismo, cuyos teóricos había formulado la doctrina de un corporativismo estatal bajo una monarquía neotradicionalista, «basada espiritualmente en una vuelta rigurosa al catolicismo de la Contrarreforma», y el catolicismo social dirigido por Ángel Herrera Oria y la Asociación Católica Nacional de Propagandistas{77}. Finalmente, algunas de estas tendencias cristalizaron en el partido político Unión Patriótica, convertido en el movimiento oficial de la Dictadura, cuya doctrina se basaba en «la recuperación de la ideología histórica española e intentaba crear un nacionalismo político en España». Sus objetivos llegaron a plantear claramente una alternativa permanente autoritario-derechista al gobierno español. Según Payne, la Unión Patriótica se convirtió en «la primera fuerza significativa del nacionalismo español e inauguró un nuevo estilo de concentraciones masivas que reaparecería posteriormente tanto en la izquierda como en la derecha durante la Segunda República». La innovación más notable del régimen primorriverista fue «un sistema limitado de arbitraje laboral supervisado por el Estado, el primer paso hacia el corporativismo», un proyecto en el que colaboraron tanto los católico sociales como los socialistas. Además, el régimen supo aprovechar el período de prosperidad económica de los años veinte y consiguió garantizar un cierto desarrollo económico. Según el historiador norteamericano, su marco político se parecía más a las dictaduras militares del sur y el este de Europa que al fascismo italiano; al final, se configuró como «una alternativa de autoritarismo moderado»{78}. En cualquier caso, el régimen ni pudo consolidarse por el arraigo de la tradición liberal entre las elites políticas e intelectuales e incluso en el Ejército{79}. La caída de la Dictadura contribuyó a la deslegitimación de la Monarquía constitucional y abrió el paso a la Segunda República. Según Payne, la sociedad española había caído, a la altura de 1931, en una especie de «trampa del desarrollo», que, situado en una fase intermedia de la modernización, es la que suele desatar los conflictos más graves. El crecimiento económico había sido lo suficientemente grande como para fomentar la reivindicación de mejoras más rápidas, pero no se disponía de los medios para responder a esas demandas hasta que la sociedad no lograra alcanzar una fase de la modernización más madura. De repente, la sociedad española se vio embarrancada a mitad de camino, que era la situación más peligrosa, ya que genera expectativas desmesuradas{80}.
El nuevo régimen tuvo, desde sus inicios, una clara voluntad de ruptura con el pasado más inmediato, iniciando un claro proceso revolucionario. La Segunda República se configuró como «una democracia poco democrática», vinculándose a un proyecto político-social de «reforma radical» basado en el «anticatolicismo y la permanente exclusión del poder político de todos los sectores conservadores». De los partidos republicanos tan sólo el Radical de Alejandro Lerroux aceptaba «completamente la democracia liberal respetando las normas del juego constitucional, de normas fijas y resultados inciertos». Por su parte, los socialistas «aceptaron inicialmente la República democrática como puente inevitable hacia el auténtico socialismo, y no tardaron en comenzar a rechazarlo cuando vieron que no seguía su trayectoria». Manuel Azaña identificó la República con el proyecto de «reforma radical». Por ello, la nueva legislación tuvo como fundamento «un rechazo absoluto del principio de una Iglesia libre en un Estado también libre, y la limitación constitucional de los derechos religiosos, que incluía el proyecto de poner fin a gran parte de la educación confesional»{81}.
Frente a tal desafío desapareció cualquier atisbo de supervivencia de una derecha liberal monárquica; y la derecha republicana de Niceto Alcalá Zamora y de Miguel Maura fue muy minoritaria. En su lugar, aparecieron nuevos partidos de derecha totalitaria, radical y autoritaria. En el caso español, la derecha totalitaria estuvo representada por Falange Española de las JONS; la radical, por el carlismo, Renovación Española y el Bloque Nacional; y la autoritaria conservadora, por la CEDA{82}.
Como ya sabemos, el historiador norteamericano ha centrado su interés en Falange. Por ello, no tomó excesivamente en serio al Partido Nacionalista Español y a su líder José María Albiñana, «un neurólogo valenciano gordo y con un pulmón artificial», que «se desacreditó desde el principio y pronto adquirió fama de retórico reaccionario pagado por los terratenientes». Reconocía a Ramiro Ledesma Ramos, el fundador de las JONS, categoría intelectual, pero estimaba que sus especulaciones apenas tenían contacto con la realidad. Como Ledesma, Onésimo Redondo era un soñador. La figura de José Antonio Primo de Rivera le interesó mucho más; lo presentó como un hombre «sincero e idealista», que pretendía continuar la obra de su padre «del modo más radical y completo». Era «una persona inteligente, educada, encantadora, verdaderamente seductora», aunque ideológicamente «ambivalente». Ernesto Giménez Caballero era un intelectual vanguardista cuyos escritos carecían de «contenido práctico»{83}. La imagen que nos ofrece Payne de Falange es la de un partido sin liderazgo efectivo, con un proyecto político ambiguo y voluntarista y de escaso eco en la sociedad civil. El único punto radical de su programa era la nacionalización del crédito; y destacaba su «falta de madurez» y su tendencia a la violencia. El falangismo se correspondía con el modelo de las «formas moderadas de fascismo europeo-occidental (el italiano, el francés, el británico y el holandés)», «más católico y culturalmente más tradicionalista, menos estatalista a ultranza», «no proponía ningún horrendo programa de aniquilación en masa de corte nazi, como los fascismos de Europa central y oriental»{84}.
La CEDA representaba, según Payne, la derecha conservadora, pero no liberal, sino católica y corporativa. Una derecha «semileal» a la República; y, en ese aspeto, era «el gemelo opuesto del PSOE»{85}. «Su única aspiración era la de restaurar los principios de la Iglesia y volver al status quo económico y social anterior a 1931». «La CEDA fue un partido burgués y moderado y cauto con escaso verbalismo nacionalista, incapaz de toda violencia». No era un partido fascista en su auténtico sentido. Su objetivo era una «república corporativa, católica y coservadora», cuyo modelo era el Estado novo portugués o el régimen social-católico de Dollfus{86}.
La derecha radical estuvo representada por los monárquicos alfonsinos y carlistas, Renovación Española, Bloque Nacional y Comunión Tradicionalista. Renovación Española no tenia otra objetivo que la destrucción del régimen republicano. La revista Acción Española contribuyó a dar contenido doctrinal a tales planteamientos. Su proyecto político era «un neotradicionalismo modernizador llamado a revivir la ideología tradicionalista española basada en la religión y en firmes instituciones monárquicas». El Bloque Nacional de José Calvo Sotelo se constituyó como un «conglomerado de grupos excindidos de la extrema derecha, que representaba principalmente a cinco grandes bancos y unas decenas de latifundistas». No era mucho mayor que Falange, pero tenía «mucho más dinero». Esta derecha radical difería del fascismo en sus «conceptos de liderazgo y legitimidad, en sus distintas etretegias socioeconómicas y en sus fórmulas culturales»; era «clerical y neotradicionalista». No obstante, el proyecto corporativo y las estrategias de unidad de las derechas propugnadas Calvo Sotelo y sus partidarios presagiaban lo que luego resultó ser el régimen franquista{87}.
El tradicionalismo carlista experimentó en la República una nuevo auge y una renovación a nivel político y cultural. La Segunda República significó para el carlismo «una oportunidad y a la vez un desafío desacostumbrado». Su proyecto político fue renovado por Víctor Pradera, en su obra El Estado nuevo, que influiría en los planteamientos de Francisco Franco. Su actividad política basculó entre las iniciativas de alianza con los alfonsinos y los deseos de independencia protagonizados por Manuel Fal Conde{88}.
La victoria electoral del Partido Radical y de las derechas en las elecciones de 1933 mostró el espíritu antiliberal y antidemocrático de las izquierdas, que no aceptaron la derrota y siguieron identificando las instituciones del nuevo régimen con su propio proyecto político. Anteriormente a esta victoria electoral los anarquistas habían recurrido a la violencia, al igual que un sector del Ejército con la sublevación de agosto de 1932 protagonizada por el general Sanjurjo. Sin embargo, en opinión de Payne, la más grave de las sublevaciones ocurridas en la República fue la protagonizada por los socialistas en octubre de 1934 como respuesta a la presencia de tres ministros de la CEDA en el gabinete presidido por Lerroux. La sublevación tuvo «muchos rasgos de guerra civil» y «marcó el comienzo de la retórica y la propaganda de la Guerra Civil, tanto entre la izquierda como en la derecha». La represión que se produjo una vez vencida la sublevación socialista fue, en comparación con las producidas en análogas circunstancias en otras sociedades europeas, bastante benigna, ya que no tuvo «precedentes en cuanto a su moderación»; fue «la más moderada impuesta por cualquier Estado liberal o semiliberal que se haya visto amenazado por una gran subversión revolucionaria y violenta en la Europa de los siglos XIX y XX»{89}. El gobierno «centrista» dirigido en 1934 por Lerroux fue, según Payne, «el más justo y equiibrado que había tenido la República». Bajo su égida, se mantuvo «escrupulosamente el orden constitucional» y el PSOE no fue ilegalizado. «La CEDA fue paciente y moderada en su estrategia, que, sin embargo, adolecía en gran medida de falta de planificación»{90}.
Con el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, la República constitucional dejó de existir. El período frentepopulista se caracterizó por olas de huelgas, toma ilegal de propiedades, destrucción de iglesias y de propiedades eclesiásticas, cierre de escuelas católicas, censura de prensa, deterioro de la situación económica, detenciones policiales arbitrarias, politización de la justicia, impunidad de los miembros del Frente Popular, disolución de grupos de derecha como Falange Española, perversión de los procedimentos y resultados electorales, incremento de la violencia política, etc. Azaña y luego Casares Quiroga fueron incapaces de contener a los revolucionarios. «En 1936 España -señala Payne- se había convertido en el hogar de la más amplia e intensa panoplia de movimientos revolucionarios del mundo, en sí una situación destacable que requiere una explicación». Los partidos del Frente Popular carecían de un proyecto político común; y, en el caso de socialistas y comunistas, estimaban que en caso de estallido de una guerra civil, ganarían. Los partidos de la derecha se encontraban dividios y prácticamente inertes. El Partido Radical había desaparecido como fuerza política decsiva. Gil Robles y Calvo Sotelo denunciaron, en el parlamento, la situación social y política. Fuera de la ley, Falange recurrió a la violencia. Un sector del Ejército conspiró contra el gobierno frentepopulista, junto al conjunto de las derechas. Sin embargo, fue el asesinato de Calvo Sotelo -equivalente al asunto Matteoti en la Italia de 1924- lo que precipitó el alzamiento de julio de 1936 y la adhesión del general Francisco Franco{91}.
6. La contrarrevolución franquista.
Para el historiador norteamericano, la guerra civil trajo consigo la revolución obrera «más amplia y prácticamente la más espontánea de las ocurridas en ningún país europeo, Rusia incluida». El alzamiento fue, de hecho, «una sublevación preventiva» contra el gobierno frentepopulista y, en general, contra el proceso revolucionario{92}. El bando nacional fue tan plural como el revolucionario; era «un amplio conjunto de fuerzas que iban desde los liberal-conservadores hasta los carlistas». Así, pues, no se trató de un conflicto entre fascismo y democracia, sino entre revolución y contrarrevolución. A ese respecto, la guerra civil española no fue el primer episodio de la Segunda Guerra Mundial, sino «el último coletazo de la Primera», «la última crisis que surgió de la Primera Guerra Mundial». Y es que en la lucha contra Alemania intervinieron no sólo las fuerzas políticas y sociales de izquierda, sino «muchas fuerzas equivalentes a las que habían luchado en el bando franquista durante la contienda española». «Si Hitler sólo hubiera tenido que enfrentarse a fuerzas de izquierda, habría ganado contundentemente la guerra. Ni la contienda europea de 1939-1941 ni la conflagración auténticamente mundial de 1941-1945 se limitaron a reproducir el conflicto español»{93}. La contienda se convirtió en una «pugna entre absolutos sociales, religiosos y culturales, que se considera que exige una solución total y sin concesiones». En buena medida, resultó una «guerra de religión»{94}. Las derechas se agruparon en torno al Ejército, bajo la jefatura del general Francisco Franco. Stanley Payne se ha ocupado, en varias ocasiones, de la trayectoria vital del dirigente español. En su primera obra, lo presentó como «el gran enigma de la España del siglo XX»{95}. Con posterioridad, ha ido profundizando en su figura. En sus últimas obras, lo considera «la figura más determinante de las surgidas en la historia de España», «el más exitoso conntrarrevolucionario del siglo XX». «Y, si tenemos en cuenta, la positiva transformación que experimentó su país, también el dictador de más éxito»{96}. En sus biografías dedicadas a Franco, Payne lo presenta como un militar profesional, un nacionalista español y un regeneracionista, que aspiraba al desarrollo económico del país, que, en su opinión, debería estar dirigido por una política estatalista, nacionalista y autoritaria; un imperialista español que creía en la misión de su país en Marruecos y el norte de África. Aunque sus convicciones eran católicas y monárquicas, aceptó pragmáticamente la República. No obstante, recelaba del liberalismo político. Durante el período republicano, se identificó con la CEDA y tuvo buenas relaciones con los ministros de los gobiernos presididos por Lerroux. En consecuencia, fue muy reacio a sumarse a las conspiraciones monárquicas contra la República. Según Payne, se unió a la rebelión cuando juzgó que era más peligroso que no hacerlo, sobre todo tras el asesinato de Calvo Sotelo{97}.
A diferencia de los revolucionarios frentepopulistas, Franco consiguió la unidad de su retaguardia, logrando acabar con las disidencias de los falangistas de Manuel Hedilla y del carlismo de Fal Conde. Aunque nunca simpatizó en realidad con José Antonio Primo de Rivera, aprovechó el programa falangista para la creación del partido único, FET de las JONS, «un factor determinante en su victoria»{98}. En ese sentido, la influencia fascista fue innegable en los primeros años del régimen, en lo cual incidió igualmente la ayuda militar y política proporcionada por Alemania e Italia a lo largo de la guerra civil. Sin embargo, el liderazgo político y militar había recaído de manera clara en el Ejército. Franco utilizó el partido único para sus propios fines. Payhe conceptualiza al régimen, en esa coyuntura, como «semifascistizado», por lo menos hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, en el régimen siempre fue más importante el Estado que el partido{99}. En esta primera etapa, Franco apostó claramente por el Eje, con la pretensión de que Hitler apoyara las pretensiones imperialistas españolas en Marruecos y el norte de África, algo que chocaba con los intereses de la Francia de Vichy. No obstante, hizo, al mismo tiempo, un doble juego para apaciguar a Gran Bretaña y Estados Unidos{100}. Pasado el tiempo, Franco optó, cuando ya era más que probable la derrota del Eje, por una estricta neutralidad. Al final de la Guerra Mundial, jugó la carta del catolicismo y del neotradicionalismo, en la línea de la idea española, el «corporativismo nacional católico» y la inevitable «desfasticización»{101}. A pesar de ello, el falangismo siguió formando parte del régimen nacido de la guerra civil. Y es que, a diferencia de otros regímenes conservadores autoritarios, como el portugués, el yugoslavo o el rumano, el franquismo no reprimió al movimiento fascista, integrándolo para siempre en sus instituciones. Se produjo, así, lo que Payne denomina «el extraño caso del fascismo español», es decir, su supervivencia hasta los años setenta del pasado siglo. FET se convirtió en un «partido único posfacista»{102}. A partir de mediados de los años cincuenta, se inicó la «fase desarrollista» de la llamada tecnocracia y «una especie de autoritarismo burocrático». A juicio del historiador norteamericano, lo más original del régimen fue el intento «arcaizante de revivir el tradicionalismo cultural y el fundamentalismo religioso, llegando a un extremo sin precedentes en ningún otro régimen europeo y casi guarda más parecido con el integrismo islámico que con el fascismo italiano»{103}. Sin embargo, Payne presenta a Franco igualmente como un líder modernizador consciente. Sin duda, no comprendió la economía moderna, pero su liderazgo no fue extraño al desarrollo de los años sesenta y setenta, ya que aceptó los consejos de sus ministros y el final del período autárquico «por el bienestar de España». Además, la larga duración de su régimen y la despolitización de la sociedad española fueron igualmente objetivos y logros fundamentales, que favorecieron la superación de la épica de la guerra civil{104}. El proceso de desarrollo económico y las repercusiones del Concilio Vaticano II contribuyeron decisivamente a la crisis del régimen. Y, en ese sentido, concluía Payne: «La muerte de Franco marcó la clausura de una época histórica muy prolongada, la de una «ideología española» basada en la unidad, la continuidad, la identidad y la misión católica de una cultura y un conjunto de instituciones tradicionales, cuyas raíces staban en el siglo VIII, incluso antes (.) Franco se lo llevó a la tumba, probablemente para siempre. Fue la última gran figura del tradicionalismo español, que trató sin éxito de conjugar la modernización y la tradición»{105}.
Payne nunca ha creído en la posibilidad de un neofascismo en España{106}. Comparado con el neofascismo italiano con el español, Payne señalaba que la supervivencia de éste último resultaba improbable, dado que el régimen de Franco «murió total y literalmente de viejo y ya hacía tiempo que el falangismo había dejado de ser una fuerza (importante), incluso antes de la muerte de Franco»{107}. En una entrevista concedida a El Imparcial, el historiador norteamericano sostuvo que «la derecha, en términos históricos, ha desaparecido, no se puede hablar de derechas, hay que referirse a la «no izquierda»{108}.
A la hora de finalizar este estudio, podemos decir, como balance, que gracias a los estudios de Stanley Payne hemos podido conocer mucho mejor la trayectoria histórica de nuestras derechas. Payne ha sido capaz de ofrecer una «historia razonada»{109} de nuestro más próximo pasado. Su obra ha supuesto una seria rectificación a los esquemas demonológicos y reduccionistas de un sector de la historiografía española y europea. Todo un legado para una generación de historadores españoles que, defraudados por las corrientes dominantes en su período de formación, pudieron recuerpar, gracias a sus aportaciones y a los de otros autores el norte intelectual y metodológico.
Notas
{1} Gabriel Tortella, El desarrollo de la España contemporánea. Madrid, 1994.
{2} Olegario González de Cardedal, La teología en España (1959-2009). Madrid, 2010, pp. 52-53 ss.
{3} Pedro Carlos González Cuevas, La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, una biografía político-intelectual. Madrid, 2015.
{4} José María Jover, «El siglo XIX en la historiografía contemporánea (1939-1974)», en El siglo XIX en España. Doce estudios. Barcelona, 1974, pp. 9-151.
{5} Véase Julio Caro Baroja, El mito del carácter nacional. Meditaciones a contrapelo. Madrid, 1970. José Antonio Maravall, «Sobre el mito de los caracteres nacionales», Revista de Occidente, julio 1964, pp. 1-13.
{6} Véase José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente, «La evolución del relato histórico», en La historia de España. Visiones del pasado y construcción de la identidad. Barcelona-Madrid, 2013, pp. 405-434. Juan Pablo Fusi, Espacios de libertad. La cultura española y la recuperación de la democracia (c.1960-c. 1990). Madrid, 2015, pp. 41-49. José Manuel Cuenca Toribio, «La historiografía sobre la edad contemporánea», en Historia de la historiografía española. Madrid, 1999, pp. 185-295.
{7} Véase Manuel Tuñón de Lara, Metodología de la historia social de España. Madrid, 1973, pp. 67 ss.
{8} Véase Geoff Eley, Una línea torcida. De la historia de la cultura a la historia de la sociedad. Valencia, 2008, pp. 92 ss.
{9} Véase Ignacio Peiró, «Historiografía española del siglo XX», en Antonio Morales Moya (coord..), La cultura. Madrid, 2003, pp. 72-73.
{10} Álvarez Junco y De la Fuente Monge, op. cit., pp. 414-415.
{11} Véase María Jesus González Hernández, Raymond Carr. La curiosidad del zorro. Una biografía. Barcelona, 2010.
{12} Véase Carolyn P. Boyd, «El hispanismo norteamericano y la historiografía contemporánea de España en la dictadura franquista», en Historia Contemporánea nº 29, 2004, pp. 103-116.
{13} Véase Albert Forment, José Martínez: la epopeya de Ruedo Ibérico. Barcelona, 2000.
{14} Juan Pablo Fusi, Espacios de libertad. La cultura española y la recuperación de la democracia (c.1960-c. 1990). Madrid, 2015, pp. 41-55.
{15} Vicente Palacio Atard, Ricardo de la Cierva y Ramón Salas Larrazábal, Aproximación histórica a la guerra española (1936-1939). Madrid, 1970.
{16} José Luis Abellán, La cultura en España (Ensayo para un diagnóstico). Madrid, 1971, p. 57. Esta perspectiva sectaria explica, entre otras cosas, el rotundo fracaso que supuso La historia crítica del pensamiento español, de Abellán.
{17} Ferrán Gallego, «El hombre que sabía ver pasar a los trenes», en Para Mainer. Granada, 2011, p. 17.
{18} Michel Winock, «Reconsiderando el fascismo francés: La Rocque y los Croix de Feu», en Los años sombríos: Francia en la era del fascismo (1934-1944). Buenos Aires, 2010, pp. 111 ss.
{19} Enrique Tierno Galván, Tradición y modernismo. Madrid, 1962, pp. 97 ss.
{20} Enrique Tierno Galván, «Costa y el regeneracionismo», en Escritos. Madrid, 1972, pp. 170 ss. «El prefascismo de Macías Picavea», en Idealismo y pragmatismo en el siglo XIX español. Madrid, 1977, pp. 97 ss.
{21} Manuel Tuñón de Lara, «Las razones de la derecha en la España del siglo XX», en Cultura, Sociedad y Política en el mundo actual. Guadalajara, 1981, pp. 17 ss.
{22} Manuel Tuñón de Lara, España bajo la dictadura franquista. Barcelona, 1982, pp. 19 ss.
{23} Manuel Tuñón de Lara, «Algunas propuestas para el análisis del franquismo», en Ideología y sociedad en la España contemporánea. Por un análisis del franquismo. Madrid, 1977, pp. 96-97, 101.
{24} Raúl Morodo, Los orígenes ideológicos del franquismo. Acción Española. Madrid, 1985.
{25} José Ramón Montero Gibert, La CEDA. El catolicismo social y político durante la II República. Madrid, 1977, pp. 62-63, 65, 67, 594 ss.
{26} Paul Preston, Las derechas españolas en el siglo XX: autoritarismo, fascismo y golpismo. Madrid, 1986, pp. 23-24 ss. La destrucción de la democracia en España. Madrid, 1979, pp. 75 ss. Franco. Caudillo de España. Barcelona, 2006, pp. 448 ss.
{27} Julián Casanova, El pasado oculto. Fascismo y violencia en Aragón. Madrid, 1992, pp. 20-21.
{28} Ferrán Gallego, El evangelio fascista. Barcelona, 2014.
{29} Ricardo de la Cierva, Historia de la guerra civil. Perspectivas y antecedentes. 1898-1936. Madrid, 1969, pp. 8-9, 511 ss.
{30} Slhomo Ben Ami, La dictadura de Primo de Rivera. Barcelona, 1983.
{31} Martin Blinkhorn, Carlismo y contrarrevolución en España. 1931-1939. Barcelona, 1979.
{32} Richard A.H. Robinson, Los orígenes de la España de Franco. Barcelona, 1974.
{33} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «El revisionismo histórico europeo», en Alcores nº 6, 2008, pp. 135-162.
{34} Stanley G. Payne, «Spain», in Hans Rogger and Eugen Weber (ed.), The Eurpean Right. California Press, 1965, pp. 168-207.
{35} Stanley G. Payne, España: una historia única. Madrid, 2008, pp. 27 ss.
{36} Stanley G. Payne, Historia del fascismo. Barcelona, 1995, pp. 9-10.
{37} Stanley G. Payne, España, una historia única. Madrid, 2008, p. 60.
{38} Albert Forment, José Martínez, la epopeya de Ruedo Ibérico. Barcelona, 2000, pp. 268-269, 350.
{39} Stanley G. Payne, España, una historia única, pp. 50-51.
{40} Carta, 21-XI-1961. Max Aub-Manuel Tuñón de Lara, Epistolario 1958-1973. Valencia, 2003, p. 119.
{41} Ricardo de la Cierva, Cien libros básicos sobre la guerra de España. Madrid, 1966, pp. 179-181.
{42} Herbert R. Southworth, Antifalange. Estudio crítico de Falange en la Guerra de España, de Maxiamiano García Venero. París, 1967, pp. 23, 83, 198, 235, 237.
{43} Ramón Salas Larrázabal, Prólogo a Ejército y sociedad en la España liberal, 1808-1936. Madrid, 1977, p. VI.
{44} Stanley G. Payne, España, una historia única, p. 53.
{45} Stanley G. Payne, Prólogo a Modernismo y fascismo. La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler, de Robert Griffin. Madrid, 2010, p. 7.
{46} Stanley G. Payne, Historia del fascismo. Barcelona, 1995, p. 24. «Fascismo y racismo», en Terence Ball y Richard Bellamy (ed.), Historia del pensamiento político del siglo XX. Madrid, 2013. El fascismo. Madrid, 1980, pp. 25-55.
{47} Stanley G. Payne, «Fascismo y racismo», en op. cit.., pp. 135 ss. Historia del fascismo, pp. 15 ss.
{48} Payne, Historia del fascismo, pp. 27-29.
{49} Payne, El fascismo.. Madrid, 1980, pp. 123 ss.
{50} Stanley G. Payne, España, una historia única. Madrid, 2008, pp. 11 ss. Introducción a Política y sociedad en la España del siglo XX. Madrid, 1978, pp. 7 ss.
{51} Stanley G. Payne, España, una historia única. Madrid, 2008; La España imperial. Madrid, 1994. El catolicismo español. Barcelona, 2006. Breve historia de Portugal. Madrid, 1987.
{52} Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. México, 1992, pp. 18-20 ss.
{53} Stanley G. Payne, España, una historia única, p. 11.
{54} Payne, España, p. 18.
{55} Stanley G. Payne, España, una historia única, pp. 72-129. La España imperial. Madrid, 1994, pp. 51-85. El catolicismo español. Barcelona, 2006, pp. 9-99. «Los nacionalismos», en José Andrés Gallego (ed.), Historia General de España y América. Volumen 16-2. Madrid, 1982, pp. 109-130.
{56} Stanley G. Payne, La España imperial. Madrid, 1994, pp. 87-154.
{57} Stanley G.Payne, España, una historia única, pp. 212-114, 217. Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español. Barcelona, 1997, pp. 78 ss.
{58} Stanley G. Payne, España, una historia única, pp. 220 ss. El catolicismo español. Barcelona, 2006, pp. 87-97.
{59} Stanley G. Payne, 40 preguntas fundamentales sobre la guerra civil. Madrid, 2006, p. 18. La primera democracia española. La Segunda República, 1931-1936. Barcelona, 1995, pp. 21 ss. El catolicismo español. Barcelona, 2006, pp. 99-111.
{60} Payne, España, una historia única, pp. 227-228. El catolicismo español, pp. 99ss. Ejército y sociedad en la España liberal, 1808-1936. Madrid, 1977, pp. 5-33.
{61} Payne, Ejército y sociedad, pp. 15-33. El régimen de Franco. Madrid, 1987, pp. 25 ss.
{62} Payne, España, una historia única, p. 229.
{63} Stanley G. Payne, «El carlismo en la política española, 1931-1939», en Identidad y nacionalismo en la España contemporánea. El carlismo, 1833-1975. Madrid, 1996, p. 103. España, una historia única, p. 228.
{64} Stanley G. Payne, España, una historia única, p. 229. El catolicismo español, pp. 112-113. El régimen de Franco, pp. 18-19. El nacionalismo vasco. De sus orígenes a ETA. Barcelona, 1974, pp. 100 ss.
{65} Stanley G. Payne, La primera democracia española. La Segunda República, 1931-1936. Barcelona, 1995, pp. 21 ss. España, una historia única, pp. 228 ss.
{66} Stanley G. Payne, El catolicismo español, pp. 122-199.
{67} Payne, España, una historia única, pp. 224 ss.
{68} Payne, España., p. 236.
{69} Stanley G. Payne, «La derecha en Italia y España (1910-1943)», en Política y sociedad en la España del siglo XX. Madrid, 1978, pp. 185 ss.
{70} Payne, «La derecha en Italia y España», en op. cit., pp. 190-191. «Spanish Conservatism, 1834-1923», en Journal of Cotemporary History nº 13, december 1978, pp. 765-789. «Los nacionalismos», en José Andrés Gallego (dir.), op. cit., pp. 109-130. Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español. Barcelona, 1997, pp. 65-80.
{71} Stanley G. Payne, El régimen de Franco. Madrid, 1987, pp. 20-23.
{72} Stanley G. Payne, «La derecha en Italia y España (1910-1943)», en Boletín de Ciencia Política nº 13-14, agosto-diciembre de 1974, pp. 65-82. «Los nacionalismos», en José Andrés Gallego (dir.), op. cit., pp. 109-130.
{73} Stanley G. Payne, El nacionalismo vasco. De los orígenes a ETA. Barcelona, 1974, pp. 110, 120, 123.
{74} Stanley G. Payne, La primera democracia española. La Segunda República, 1931-1936. Barcelona, 1987, pp. 15 ss. La revolución y la guerra civil española. Madrid, 1976, pp. 9 ss.
{75} Stanley G. Payne, La Europa revolucionaria. Madrid, 2010, pp. 22 ss, 33 ss.
{76} Payne, España, una historia única, pp. 230-231. La Europa revolucionaria, pp. 209 ss.
{77} Payne, El régimen de Franco, pp. 34-35.
{78} Payne, El régimen de Franco, pp. 39-41. Historia del fascismo, pp. 186-187. El fascismo, pp. 176-177.
{79} Payne, España, una historia única, pp. 250-251.
{80} Payne, La primera democracia española, pp. 39-65. La guerra civil española. Madrid, 2014, pp. 64 ss. ¿Por qué la República perdió la guerra?. Madrid, 2010, pp. 19-35. España, una historia única, pp. 257-267.
{81} Payne, La Europa revolucionaria, pp. 214-215 ss. España, una historia única, pp. 257-267. La primera democracia española, pp. 39-150 ss. El colapso de la República: los orígenes de la guerra civil. Madrid, 2005, pp. 17, 31, 39.
{82} Payne, Historia del fascismo, p. 26.
{83} Payne, España, una historia única, pp. 311, 317, 318. Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español. Madrid, 1997, pp. 122-135.
{84} Payne, Falange. Historia del fascismo español. París, 1965, pp. 9, 12. 16, 25, 67, 69. España, una historia única, pp. 311, 317, 318. Franco y José Antonio, pp. 151-202, 211-291.
{85} Payne, El colapso de la República, pp. 50.
{86} Payne, Falange, pp. 20. Franco y José Antonio, pp. 117-118.
{87} Payne, Falange, pp. 19, 79 ss. Franco y José Antonio, pp. 119 ss, 230-231. «Calvo Sotelo y la Gran Derecha», en Nueva Historia, septiembre 1978, pp. 88.-95.
{88} Payne, «El carlismo en la política española, 1931-1939», en Identidad y nacionalismo en la España contemporánea. El carlismo, 1833-1975. Madrid, 1996, pp. 103, 106 ss. Franco y José Antonio, pp. 104 ss.
{89} Payne, El colpaso de la República, pp. 167, 221-227. España, una historia única, pp. 268-269 ss.
{90} Payne, La Europa revolucionaria, pp. 222-225. La primera democracia española, pp. 259-291.
{91} Payne, El colapso de la República, pp. 167, 539 ss. La Europa revolucionaria, pp. 222-225. La primera democracia española, pp. 259-291. El camino del 18 de julio. Madrid, 2016, pp. 248 ss.
{92} Payne, La Europa revolucionaria, pp. 252-253. La revolución y la guerra civil española, pp. 14-28. Prólogo a La guerra civil española. Revolución y cotrarrevolución, de Burnett Bolloten. Madrid, 2014, 11-16. La guerra civil española, pp. 119-141.
{93} Payne, Prólogo a La tentación neofascista en España, de Xavier Casals. Barcelona, 1998, p. 16. España, una historia única, pp. 297-298, 304.
{94} Payne, La guerra civil española, pp. 131 y 140.
{95} Payne, Falange, p. 163.
{96} Payne, España, una historia única, p. 351.
{97} Stanley G. Payne, Franco. El perfil de la historia. Madrid, 1992, pp. 77 ss. Stanley G. Payne-Jesús Palacios, Franco. Una biografía personal y política. Madrid, 2014, pp. 91-160 ss.
{98} Payne, Falange, pp. 123-163. Franco y José Antonio, pp. 392-411.
{99} Payne, Franco y José Antonio, , pp. 701 ss. España, una historia única, pp. 351 ss.
{100} Stanley G. Payne, Franco y Hitler. España, Alemania, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Madrid, 2008.
{101} Payne, El régimen de Franco, p. 652.
{102} Payne, Franco y José Antonio, pp. 693 ss, 703. España, una historia única, pp. 339 ss.
{103} Payne, El régimen de Franco, pp. 652-654.
{104} Payne, España, una historia única, pp. 363-364.
{105} Payne, España, p. 367.
{106} Véase el testimonio del neofascista español Enesto Milá, en Ultramemorias. Retrato pintoresco de 40 años de extrema derecha. Tomo I. Barcelona, 2011, pp. 65-67.
{107} Payne, Prólogo a La tentación neofascista en España, de Xavier Casals, p. 17.
{108} El Imparcial, 14-III-2008.
{109} Joseph A. Schumpeter, Capitalismo, socialismo y democracia. Tomo I. Barcelona, 2015, p. 109.