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El Catoblepas, número 171, mayo 2016
  El Catoblepasnúmero 171 • abril 2016 • página 6
Filosofía del Quijote

El Quijote no es una reivindicación de la racionalidad.

José Antonio López Calle

Examen crítico de la interpretación epistemológica del Quijote de Serafín Vegas González (I).
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (47).

Crítica de las ideas de Foucault sobre la locura en el Renacimiento

En la primera parte de la exposición de las ideas de Serafín Vegas sobre el Quijote hemos visto que su interpretación de éstecomo reivindicación de la racionalidad o como propuesta de una nueva racionalidad descansa sobre el análisis de la naturaleza de la locura de don Quijote. A su vez éste depende totalmente del enfoque adoptado para ello que no es otro que la concepción de Foucault sobre la evolución del pensamiento sobre la locura expuesto en su libro Historia de la locura en la época clásica. Esta obra es la guía hermenéutica del autor en su aproximación a la novela cervantina. Por tanto, el examen crítico ha de empezar por la inspección de la perspectiva foucaultiana sobre el desarrollo de las ideas sobre la locura.

El pensador francés distingue cuatro fases en ese desarrollo, desde el Renacimiento hasta la segunda mitad del siglo XX, pero, en relación con nuestro tema, sólo nos interesan las dos primeras fases, la renacentista, en cuyo marco se sitúa el Quijote, y la clásica (término que Foucault emplea en el sentido francés del mismo), que comienza a mediados del siglo XVII y dura hasta fines del siglo XVIII. En esta obra Foucault no habla todavía de epistemes, pero en la práctica está utilizando ya esta noción que popularizará en Las palabras y la cosas, de manera que cada época histórica se caracteriza por una forma epistémica específica de entender la locura. La serie de fases es discontinua, en el sentido de que entre fase y fase hay una ruptura epistémica, un cambio radical en la forma de entender la locura. Así, como bien resume Serafín Vegas siguiendo el pensamiento de Foucault, en el Renacimiento la locura no es todavía la mera sinrazón, sino en todo caso una razón significativa, en el fondo una forma distinta de sabiduría o de acceso a la verdad, lo que bien se refleja en el elogio de la sabiduría de la locura de Erasmo o en los personajes locos de Shakespeare o en don Quijote, caballero loco, pero sabio. En fin, para el hombre del Renacimiento, había muchos puentes entre la razón y la locura, ya que ésta no estaba enajenada de la razón, sino que en el fondo contenía sabiduría y contenía parte de la verdad.

En coherencia con esta forma de pensar, la locura no se percibía como una enfermedad y el loco como un enfermo que hubiera que encerrar en un manicomio. Por el contrario seguía formando parte de la sociedad y con él se mantenía la comunicación, en tanto portador de una sabiduría distinta, y, como se nos muestra en el propio Quijote, se le dejaba moverse libremente y era motivo de solaz diversión, pero no de exclusión social. Todo esto cambió en el periodo clásico, durante el cual la locura dejó de ser una parte de la razón, para convertirse en pura sinrazón y, consiguientemente, una enfermedad, cuyo tratamiento requería el aislamiento de los locos en manicomios.

El análisis de la locura de don Quijote por parte de Serafín Vegas es el resultado de la aplicación de las ideas de Foucault sobre la locura en el tiempo del Renacimiento. Las precedentes ideas foucaultianas le llevan a la conclusión de que el desvarío del sedicente caballero manchego ni es sinrazón o falta de juicio, ni por supuesto es un enfermo, sino alguien portador de una sabiduría distinta, nada menos que de una forma nueva de racionalidad y, de ahí que, aunque parezca paradójico, se nos presente a través de don Quijote el mensaje principal de la novela como una reivindicación de una forma alternativa de racionalidad.

Todo esto no se sostiene. Empecemos por el marco foucaultiano que envuelve y sirve de guía a la interpretación de Serafín Vegas. Tan falsa y arbitraria como era, según vimos en su momento, la sucesión de epistemes discontinuas en que Foucault descompone la historia del saber occidental del Renacimiento hasta el siglo XX, lo es la sucesión de epistemes con respecto a la manera de entender la locura a lo largo de ese mismo periodo.

El cuadro histórico que se nos ofrece de la locura en el Renacimiento y que Serafín Vegas sigue incondicionalmente, es realmente idílico y no resiste su cotejo con la realidad histórica. Lo cierto es que ya en ese tiempo la demencia se tenía como una enajenación de la razón o forma de sinrazón y como una enfermedad que exigía la reclusión en un hospital o casa de locos y, por tanto, contra la tesis discontinuista de Foucault, no hay una ruptura radical entre las fases renacentista y clásica o moderna, sino una continuidad en el pensamiento psiquiátrico. Ahora bien, negar el rupturismo y defender el continuismo no equivale a negar la expansión, sin duda, de la actitud médica o psiquiátrica ante la locura a partir de mediados del siglo XVII ni el proceso creciente de internamiento de los locos en manicomios; pero el reconocimiento de todo esto no debe llevarnos a pensar que la visión médica de la locura comience con el racionalismo propio de la modernidad o del periodo del Clasicismo, que supuestamente viene a romper bruscamente con una pasado renacentista de transigencia y diálogo con la locura, en contraste con la actitud segregadora hacia ella imperante en los tiempos modernos, sino que arranca de las postrimerías de la Edad Media y va ampliándose progresivamente en toda Europa occidental.

En gran parte el error de Foucault procede de su tendencia a generalizar demasiado a partir del caso de Francia. No disponemos de datos suficientes para cuestionar su pintura para el caso francés, pero sí los disponemos para rechazarla en relación con España, donde, ya desde el siglo XV, en todos los grandes hospitales de las grandes ciudades existían dependencias para los mentalmente enfermos, en lo que España precedió a Francia, donde no se hizo lo mismo hasta el reinado de Luis XIV; y, lo que es más, desde ese mismo siglo había en España hospitales especializados en los locos, de los que el más antiguo fue el de Valencia, cuyo origen se remonta a los inicios del siglo XV; en aquel entonces en ellos también se acogía a los muy pobres o menesterosos (véase «Melancólicos e inocentes: la enfermedad mental entre el Renacimiento y el Barroco», en La ciencia y el Quijote, dir. por José Manuel Sánchez Ron, Crítica, 2005, pág.184).

Incluso el propio Quijote nos da testimonio de ello, pues, al comienzo de la segunda parte, en el cuento del loco de Sevilla, se alude a un hospital de locos de Sevilla, entonces llamado usualmente «casa de locos», como así lo nombra el propio Cervantes (cf. II, 1). También nos lo da el Quijote apócrifo de Avellaneda, en el que a don Quijote se le da un final muy distinto del que le dio Cervantes, puesto que termina ingresado en el Hospital de locos de Toledo. Serafín Vegas conoce perfectamente el pasaje del Quijote sobre la casa de locos de Sevilla, pero sorprendentemente no le provoca duda alguna sobre el cuadro histórico de Foucault sobre la locura en el tiempo de Cervantes.

La locura como falta de juicio y enfermedad en el Quijote

Pero el Quijote nos proporciona información no sólo sobre la reclusión de los locos en hospitales al efecto, lo que refleja el desarrollo de la visión médica de la locura, sino que también nos aporta una base documental sobre la concepción de ésta como una forma de sinrazón y una enfermedad, como bien se manifiesta en el tratamiento que el narrador da a la demencia de don Quijote. Numerosas veces alude directamente el narrador a ésta como una falta o pérdida de juicio o de entendimiento o de seso o de estar fuera de juicio (I, 30, 300), de tener vuelto el juicio (I, 5, 58) o de tener vacíos los aposentos de la cabeza (I, 52, 522); otras veces, de forma más indirecta, como cuando califica los dichos y hechos de don Quijote como disparates o sandeces, que apuntan sin duda a un desvarío. De hecho, como desvarío la describe en ocasiones, cuando habla, por ejemplo, de los desvariados pensamientos de don Quijote o de su desvariado intento (II, 17, 673) o de su desvariado propósito (II, 7, 594). Por si esto no fuera suficientemente claro en cuanto a la clasificación de la locura no sólo como sinrazón sino también como enfermedad, en el libro también se la cataloga expresamente como tal. Así el narrador trata el estado de don Quijote, desde los primeros capítulos de la novela, como enfermedad; tal sucede cuando nos relata que el labrador vecino suyo que lo socorre tras su caída del caballo al final de su primera salida acabó de entender «la enfermedad de su vecino» (I, 5, 59); igualmente la sobrina de don Quijote muy acertadamente se refiere al trastorno de su tío describiéndolo como «enfermedad caballeresca» (I, 6, 66), una expresión de la que por ello nos hemos apropiado y la hemos empleado con mucha frecuencia.

Puede decirse sin miedo a errar que desde el principio hasta el final del libro la falta o pérdida de juicio o seso de don Quijote se trata por el narrador como una patología o psicopatía. Cuando en el primer capítulo Cervantes nos informa de que don Quijote perdió el juicio a causa de la sequedad del cerebro y que ésta a su vez se produjo por dormir poco y leer mucho, nos está indicando sin duda alguna que su criatura ha enfermado como efecto de una alteración cerebral. No sólo trata a don Quijote como un enfermo que padece enajenación mental, sino que además nos señala el origen o causa fisiológica de su enfermedad de acuerdo con las ideas vigentes en su época sobre la base somática de las enfermedades mentales.

La atribución de la causa de la locura de don Quijote a la sequedad del cerebro nos remite a la teoría de los humores, de origen hipocrático, que, en la versión de Galeno, se transmitió a la Europa medieval y moderna, la cual abogaba por una interpretación somática de las enfermedades mentales. En España un exponente destacado de ésta fue Juan Huarte de San Juan en su libro Examen de ingenios para las ciencias, en el que algunos, como Rafael Salillas en Un gran inspirador de Cervantes:el doctor Juan Huarte y su Examen de ingenios (1905), Unamuno en Vida de Don Quijote y Sancho (1905) y Martín de Riquer en Aproximación al Quijote (1970), entre otros, han visto la fuente de la inspiración de Cervantes para la descripción física y psicológica de don Quijote, así como para la comprensión de la raíz somática de su locura.

El retrato físico de don Quijote como alguien de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, de poco dormir, alto de cuerpo, piernas largas y flacas, llenas de vello, rostro seco y amarillo coincide con la caracterización de Huarte de los individuos coléricos y melancólicos, que tienen talento rico en inteligencia e imaginación, pero son propensos a sufrir manías, esto es, locuras, rasgos todos ellos que se hallan en don Quijote. Los coléricos y melancólicos son individuos de temperamento caliente y seco, lo que indica que es el predominio del humor caliente, la bilis amarilla, segregada por el hígado y la vesícula biliar, y del humor seco, la bilis negra o melancolía, segregada por el bazo, lo que causa el calentamiento y secamiento del cerebro y esto es un arma de doble filo, pues, por un lado, produce ingenios inteligentes e imaginativos, pero, por otro, individuos desequilibrados, dados a terribles manías, como es el caso de don Quijote, por culpa de su cerebro caliente y seco. Según Huarte, la manía, que es como en el lenguaje médico de la época se denominaba a la locura, es una destemplanza caliente y seca del cerebro. Cervantes coincide con Huarte en concebir la locura como una destemplanza del alma, esto es, como un desorden o perturbación causada por un desequilibrio en algunas de las cualidades primeras de la materia, en este caso por el exceso de sequedad de la materia cerebral sobre la humedad, pero nunca usa el término «manía» para describir la locura de don Quijote.

Sea o no cierto que la fuente principal de los conocimientos médico-psiquiátricos de Cervantes proceda del libro de Huarte y que los haya utilizado para la construcción de don Quijote como personaje loco, lo que es innegable es que Cervantes considera la enfermedad mental de su criatura como una enfermedad cerebral y que su tratamiento de ella es un perfecto reflejo de la tradición hipocrático-galénica, de la cual seguía nutriéndose la práctica totalidad de los tratados médicos aparecidos en España, que a la hora de abordar las enfermedades mentales continuaban echando mano de la teoría clásica de los humores y de los temperamentos (véase el interesante estudio de Pedro García Barreno «La medicina en El Quijote y en su entorno», incluido en La ciencia y El Quijote, págs. 155-179, especialmente págs. 157-159).

No sólo en su origen se trata la locura de don Quijote como sinrazón y enfermedad. Así sucede a lo largo de toda la novela. De este desarrollo vamos a seleccionar, como prueba de lo que decimos, cuatro momentos: el final de la primera salida que concluye con el regreso del hidalgo a su hogar, el de la segunda salida que también termina con la vuelta a casa, el periodo de reposo en su hogar tras ésta antes de iniciar la tercera y última salida y la fase final de ésta antes de regresar a su casa. En el primer caso, nada más volver don Quijote a su aldea traído por su vecino Pedro Alonso, las conversaciones de los personajes y sus comentarios sobre el estado de don Quijote se hacen tanto en los términos de la falta o pérdida de juicio o entendimiento, lo que apunta a la locura como sinrazón, como en los términos médicos de la salud y la enfermedad. Las referencias de la sobrina, al final del capítulo quinto de la primera parte, a los disparates de su tío reflejan su creencia de que está falto de juicio o de razón; esta misma referencia a la sinrazón del desvarío de don Quijote se halla en las observaciones del ama, quien se lamenta de que se le haya vuelto el juicio por causa de la lectura de libros caballerescos y de que se le haya echado a perder el entendimiento, que ella tiene en la alta estima de ser el mejor («el más delicado») en toda la Mancha.

Por su lado, el narrador no tiene duda alguna de que el hidalgo sufre una enfermedad ni tampoco la sobrina, que certeramente, como ya dijimos más arriba, la describe como enfermedad caballeresca al final del capítulo sexto y le preocupa el que en caso de sanar de ella cambie esa enfermedad por otra como la de hacerse pastor y andarse por los prados y bosques cantando y tañendo. De una forma más indeterminada alude el narrador a la enfermedad de don Quijote como un mal cuando al comienzo del capítulo sexto sobre el escrutinio de los libros de caballerías se habla de ellos como autores del daño sufrido por don Quijote y también nos relata, ya en el capítulo séptimo, que uno de los remedios en que pensaron el cura y el barbero para el mal de su amigo fue tapiar el aposento de los libros y decirle que un encantador se había llevado el aposento con los libros, pues, supuesto que la causa de su mal eran los dañinos libros, quitada tal causa cesaría el efecto.

Hacia el final de la segunda salida se alude de nuevo al estado psíquico de don Quijote en los términos médicos de salud-enfermedad mental. Esta vez por boca del canónigo, quien, al separarse de la comitiva que lleva a don Quijote enjaulado en el carro hasta su aldea, para seguir su viaje, se despide de la comitiva no sin antes pedirle al cura que le avise de la evolución del estado de don Quijote, esto es, «si sanaba de su locura o si proseguía en ella» (I, 52, 527), una petición que sólo tiene sentido dado el supuesto de que don Quijote sufre la locura como un proceso patológico.

El periodo de reposo en su casa entre la segunda y la tercera salida es particularmente clarificador con respecto al tratamiento del trastorno psíquico de don Quijote como una enfermedad. Ya en las primeras líneas del primer capítulo de la segunda parte no sólo se presenta la locura quijotesca como una enfermedad, sino como una enfermedad del cerebro, para cuya cura se requiere un régimen dietético apropiado, lo que refleja una de las prácticas médicas de la época. Esto es lo que se infiere de las palabras del narrador al contarnos que el cura y el barbero visitaban la casa de don Quijote para encargar a la sobrina y al ama que lo trataran con cuidado y mimo «dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura» (II, 1, 549). La respuesta de la sobrina y el ama da por supuesto que don Quijote está enfermo, pues contestan que siguen sus indicaciones o instrucciones médico-terapéuticas y les ponen al corriente del estado de su amigo anunciándoles que, según pasaba el tiempo, daba muestras de estar en su entero juicio. La reacción del cura y el barbero a tan buenas nuevas se desarrolla en el terreno conceptual de la enfermedad y la sanidad de su amigo. Se alegran de la mejora de la salud de éste y también por haber sido entonces un acierto haberlo traído en el carro de los bueyes gracias al engaño del encantamiento. Pero, para mayor seguridad, lejos de lanzar las campanas al vuelo al oír tan buenas noticias, deciden visitarle y comprobar personalmente la mejoría de la salud mental de don Quijote, ya que, a pesar de todo, la tenían casi por imposible, y, puesto que el abuso de la lectura de libros de caballerías había sido una causa de su locura y se había convertido en la materia de ésta, acordaron no tocar «ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro a descoser los de la herida, que tan tiernos estaban», una forma muy expresiva de decir que consideraron prudente no tratar los asuntos caballerescos por el riesgo evidente de que resurgiesen los puntos o temas de su locura.

Lo visitan, en efecto, y, puesto que para ellos era incuestionable la enfermedad mental de su amigo, lógicamente lo primero que le preguntaron, luego de ser muy bien recibidos por éste, fue por su salud, de la que habló con tan buen juicio y elegantes palabras que parecía estar sano. Y el discurso de la plática entablada les llevó a departir sobre la razón de estado y modos de gobernar, a lo largo de la cual don Quijote habló con tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos amigos empezaron a creer sin sombra de duda alguna que «estaba del todo bueno y en su entero juicio» (II, 1, 550).

El cura se dio cuenta de que esa estrategia no era la adecuada para determinar indubitadamente el estado de la salud mental de don Quijote, ya que la singular y extraña enfermedad de éste sólo se manifestaba cuando se abordaban asuntos tocantes a la caballería andante; él es consciente de que mientras no se lo someta a prueba en el campo caballeresco no se podría averiguar si realmente las muestras dadas de buen juicio son una señal inequívoca de salud o de enfermedad. Así que, en vista de esto, el cura abandonó su primer propósito de no tocar esas cosas, y decide tantearlo sobre ellas para comprobar completamente «si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera» (ibid.). Astutamente el cura lo pone a prueba llevando la conversación a un asunto de la actualidad política de aquel entonces, que no es, pues, directamente materia caballeresca, pero que fácilmente puede conducir a ella, a saber, la posible amenaza para las posesiones españolas en Italia de una poderosa armada turca que se estaba moviendo, de lo que el cura le da cumplida información a don Quijote para ver por dónde respira. El hidalgo pica el anzuelo y de inmediato toma la palabra para señalar que él podría aconsejar al Rey (en ese momento Felipe III) y proponerle una medida o prevención en que seguramente él no ha pensado. Nada más oír esto el cura se teme lo peor y le lleva a decir, sin que su amigo le oiga, que le parece que «te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad».

Y, en efecto, la prevención o solución que se le ocurre a don Quijote para resolver el problema de la amenaza turca es una mezcla de locura y simplicidad. Según él lo que debe hacer Su Majestad es convocar por público pregón en la corte para un día señalado a todos los caballeros andantes que vagan por España y con sólo que media docena atendiese a la llamada del Rey bastaría para derrotar el poder turco. Para justificar tamaña solución invoca la autoridad de los libros de caballerías alegando que no es novedad alguna que un solo caballero andante derrote a un ejército de doscientos mil hombres. Eso sería pan comido, según don Quijote, para don Belianís si viviera hoy o para cualquiera del linaje de Amadís de Gaula. En este momento la locura de don Quijote se ha desbocado o despeñado de tal manera que de forma velada llega a ofrecerse él mismo para esa operación cuando termina diciendo: «Pero Dios mirará por su pueblo y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el ánimo; y Dio me entiende, y no digo más» (II, I, 552). No hace falta que diga más; con lo dicho basta para que el cura y el barbero tengan la prueba incontestable de que las muestras de mejoría eran aparentes, de que, lejos de estar sano y cuerdo, realmente está absolutamente enfermo y loco.

Seguidamente toma la iniciativa el barbero, a quien don Quijote le recuerda el loco, que se cree Neptuno, del cuento del loco de Sevilla, un licenciado en derecho canónico, pero demente que se tenía por cuerdo y que hablaba tan atinada y prudentemente y con razones tan concertadas que llegó a hacer pensar al capellán encargado de examinarlo de que estaba cuerdo y que, por tanto, podía salir a la calle. El relato, dicho sea de paso, es relevante además, en relación con el asunto que abordamos, porque contiene un testimonio valioso de que la locura se consideraba una enfermedad; en el curso del relato se revela que hasta los propios locos la tenían por tal. Así otro loco interno cuando oye decir al licenciado, en conversación con un loco furioso, que vuelve a su casa, dando por sentado que la locura es una enfermedad, pregunta «quién era el que se iba sano y cuerdo» (II, 1, 554). La respuesta del licenciado loco que se cree cuerdo de que está bueno también da por supuesto que la locura es una enfermedad. Pero el otro loco, que se tiene por Júpiter tonante, no se lo cree y poniéndolo en duda le replica: «¿tú libre, tú sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado?» (II, 1 555), donde de nuevo se da por sentado que la locura es una enfermedad.

Pero ahora nos interesa este relato por otra razón, por la reacción de don Quijote al cuento del loco de Sevilla traído a colación por el barbero. Naturalmente, don Quijote, que se tiene por cuerdo, niega rotundamente que él sea un loco como el de Sevilla («Yo, señor barbero, no soy Neptuno»), pero su negación es baldía, pues, a renglón seguido, se entrega a una encendida apología de la orden de la caballería andante de los libros de caballerías y de sus nobilísimos fines y a exaltar las virtudes de los más grandes caballeros andantes protagonistas de éstos, tal como Amadís, Palmerín de Inglaterra, Tirante el Blanco, etc., frente a los vicios de los caballeros cortesanos del tiempo del Quijote, lo que, a su vez, desencadenará una plática sobre la realidad histórica de los caballeros andantes, durante la cual don Quijote rechaza que se trate de personajes ficticios y arguye contra el error de no tenerlos por personajes históricos. Oído todo esto, es el propio narrador el que se ve obligado a tachar de «grandes disparates» lo dicho por don Quijote y, por tanto, a tenerlo por un loco, que, en cuanto tal, no difiere del loco de Sevilla, bien es cierto, que, como le gusta decir al narrador, la locura de don Quijote es extraña (I, 26, 257) o de un género extraño (I, 3, 44). Pero también es extraña la locura del loco del cuento.

También en la fase final de la historia de don Quijote se nos presenta la locura de don Quijote como sinrazón y enfermedad. Seleccionamos dos episodios o lances como muestra inequívoca de ello. Primeramente, el momento en que, tras la derrota de don Quijote en Barcelona, descubrimos la identidad del Caballero de la Blanca Luna, que no es otro que el bachiller Sansón Carrasco, y los verdaderos motivos por los que ha viajado hasta Barcelona para derrotar a don Quijote, explicación que se ve obligado a dar cuando se encuentra ante el caballero barcelonés don Antonio Moreno. Ahí se entera el lector de lo que ya sabe, en realidad, desde los primeros capítulos de la primera parte: que Sansón Carrasco, movido por la lástima que le causan la locura de don Quijote y las sandeces caballerescas que le lleva a realizar, ha salido en su busca para conducirlo de vuelta a su hogar, para que se esté en su tierra y en su casa, y además está convencido de que «está su salud en su reposo» (II, 65, 1049) y de que si hace todo esto cabe cierta esperanza de que «vuelva a cobrar su juicio un hombre que le tiene bonísimo, como le dejen las sandeces de la caballería» (ibid.) Las alusiones a las sandeces caballerescas y al recobro del juicio denuncian la idea de la locura como sinrazón, mientras que las alusiones a la salud, bien al reposo como medio para lograrla, bien a la recuperación del juicio, presuponen la creencia en la locura como una suerte de enfermedad.

Que ello es así se pone además de manifiesto en la respuesta de don Antonio, la cual se desarrolla dentro de los mismos presupuestos compartidos con Sansón Carrasco sobre la concepción de la locura como sinrazón y enfermedad. Don Antonio tiene a don Quijote por un loco gracioso y le hacen tanta gracia sus sandeces de la caballería andante, que no querría que el bachiller tuviese éxito en su empeño de sanarlo queriendo volverlo cuerdo. Para él vale más el gusto y diversión que dan los desvaríos de don Quijote que el provecho que cause su cordura. No obstante, el caballero barcelonés es muy escéptico con respecto a la posibilidad de sanar de don Quijote, tan escéptico que llega a declarar que toda la industria de Sansón Carrasco será insuficiente para volver cuerdo a un hombre tan rematadamente loco como don Quijote. Sólo por caridad cristiana don Antonio acepta que sane don Quijote volviéndose cuerdo, pero confiesa que si no fuera algo contrario a la caridad, desearía que «nunca sane don Quijote, porque con su salud no solamente perdemos sus gracias, sino las de Sancho Panza su escudero, que cualquiera de ellas puede volver a alegrar a la misma melancolía» (II, 65, 1049-1050).

Finalmente, es bastante obvio que la recuperación del juicio poco antes de morir se presenta como un proceso de sanación, la cual don Quijote percibe como una obra debida a la misericordia divina, gracias a la cual puede morir cuerdo, si no evitar dejar renombre de loco.

En suma, tras este recorrido por algunos de los principales hitos de la vida de don Quijote, resulta harto patente la consideración de su locura, tanto por Cervantes como por muchos de sus personajes, como una forma de sinrazón y de enfermedad. Por esto todos los intentos de Serafín Vegas por caracterizar la locura de don Quijote, siguiendo las ideas de Foucault, como algo ajeno a la sinrazón, como una forma de razón alternativa a la socialmente vigente, y a la enfermedad, resultan inútiles, tanto por falsear las concepciones de la época en España sobre la locura como por tergiversar su tratamiento literario en el Quijote, que, por cierto, está en consonancia con esas concepciones. Pretender contrarrestar o rebajar o sembrar la duda sobre el abundante y abrumador material literario con que en la novela se tilda la locura de don Quijote como falta o pérdida del juicio o del seso y, por tanto, como sinrazón, alegando, como hace Vegas González, que los personajes que denuncian la locura de don Quijote o bien no son nada recomendables (así el capellán de los Duques) o bien son intrigantes inoportunos (como el castellano de Barcelona en II, 62) o son bienintencionados, pero ignorantes (como el ama y la sobrina o el mozo Andrés) es una empresa imposible, inevitablemente condenada al fracaso.

Para empezar, recurrir a la descalificación de éstos para anular su juicio es argumentar falazmente, un argumento ad hominem. Conviene recordar que Cervantes no descalifica el certero juicio del capellán sobre la demencia de don Quijote, que el narrador comparte, sino su calidad moral. Ser intrigante inoportuno tampoco invalida el juicio del castellano de Barcelona, que tampoco el narrador desmiente. Ser ignorante como el ama y sobrina de don Quijote o el mozo Andrés tampoco les invalida para pronunciarse sobre el estado mental del hidalgo manchego. ¿Acaso hace falta haber estudiado en Salamanca para ser competente para determinar si alguien, como don Quijote, tan manifiesta y rematadamente loco, realmente lo es? El propio narrador da por sentado que los individuos de escasa formación e incluso analfabetos pueden apreciar el verdadero estado de don Quijote y así lo hacen todos los que de poca instrucción se encuentran con éste, que enseguida se dan cuenta de que ha perdido el juicio, opinión que el narrador nunca desmiente, porque es la suya propia.

Por otro lado, la denuncia de la loca insensatez de don Quijote no es cosa sola de personajes poco recomendables, intrigantes o ignorantes y, al presentarlo así, Vegas González está falseando burdamente la novela, pues, como sabe cualquier lector un poco serio, todos los personajes que tienen trato con el sedicente caballero manchego, independientemente de su nivel académico o cultural, enseguida se dan cuenta de su locura. Los más cualificados y cultos de los personajes, como el cura, el canónigo, los Duques, Sansón Carrasco, don Diego de Miranda y su hijo, don Antonio Moreno, etc., también advierten la extraña y sorprendente insania que padece don Quijote.

No va más lejos la argumentación de Vegas González basada en la comparación del estado mental de don Quijote como el del interno de la casa de locos de Sevilla. De hecho, al aceptar comparar el género de locura de don Quijote con la del loco de Sevilla, está concediendo, al menos inconscientemente, que éste está loco, aunque, a la postre, termina negando que sea propiamente locura, sino más bien una nueva forma de racionalidad. Pero todo su intento de distanciar la falta de juicio de don Quijote de la del loco de Sevilla resulta también frustrado.

En primer lugar, se toma en serio el hecho de que sea el propio don Quijote el que niegue ser como el loco de Sevilla, cuando rotundamente declara: «Yo no soy Neptuno». ¿Y qué valor tiene el que un loco no ya niegue ser como otro loco, sino que niegue ser tal y se tome por cuerdo, como le sucede a don Quijote? Pero en esto, además, no difiere en nada del licenciado demente de Sevilla, quien también se tiene por cuerdo, no cree ser loco como los demás internos de la casa de locos de Sevilla, e incluso escribe al arzobispo de Sevilla para pedirle que lo saque del manicomio y sus razones son tan persuasivas que, si bien el arzobispo no se cree aún que esté cuerdo, le convencen al menos de la necesidad de investigar el asunto para averiguar si realmente ha recobrado el juicio o no. Pone el asunto en manos de un capellán al que encarga que vaya al manicomio para que hable con el rector o director del manicomio y estudie el caso. El rector le informa al capellán de que el interno de referencia no ha sanado, sino que todavía está loco, pues, aunque muchas veces habla como persona de gran entendimiento, al cabo termina disparatando con tantas necedades, que tanto por su cantidad como por el tamaño de éstas llegan a igualar a sus primeras discreciones, lo que él mismo puede comprobar por sí mismo hablando con el interno que se cree cuerdo. El capellán le toma la palabra al rector y decide mantener una larga conversación con el loco, durante la cual éste dijo razones tan rectas y atinadas, que el capellán llegó a creer que el loco estaba efectivamente cuerdo y a dar orden al rector, a pesar de las advertencias de éste, de que se le permitiese salir del manicomio. Pero antes de marcharse, el interno quiere despedirse de sus compañeros locos, a lo que asiente el capellán no sin acompañarlo, y será entonces, tras entrar en conversación con él un loco que se cree Júpiter tonante, cuando todas las muestras de cordura del licenciado se vengan abajo al confesarse ser Neptuno ante la amenaza del loco jupiterino de castigar a Sevilla con una sequía de cuatro años por el pecado de sacar del manicomio al licenciado, al que tiene por loco, un castigo que éste piensa impedir en su calidad de dios de las aguas. Oído esto, el capellán se da cuenta de su error, se avergüenza a causa de las risas del rector y otros presentes y el licenciado se queda en el manicomio.

Obsérvese que el loco licenciado, según la descripción precedente, tiene, como don Quijote un gran entendimiento, y que padece, al igual que éste, una locura intermitente, en la que similarmente se alternan fases de lucidez o cordura, en que habla y razona discreta y concertadamente, y otras, en las que lo que dice está plagado de razones torcidas y disparates. Y, a diferencia de don Quijote, que nunca logra engañar a nadie con su locura y que a lo más que llega es a dejar perplejos a personajes como el cura, don Diego de Miranda o a su hijo, don Lorenzo, ante la manera como en el comportamiento del sedicente caballero a los disparates y desvaríos en materia caballeresca suceden los discursos concertados sobre asuntos ajenos a ésta, el licenciado loco de Sevilla sí llega a engañar, durante un tiempo al menos, a pesar de las advertencias del rector del manicomio, a alguien, en este caso al capellán, que lo tiene por cuerdo aunque sea por poco tiempo, y, en parte al arzobispo, que llega a tomarse en serio la posibilidad de que el licenciado esté cuerdo a juzgar por las «muy concertadas razones» que argüía en las misivas que le escribía para convencerle de que se había curado y ya había recobrado el juicio perdido.

Tampoco se distinguen el licenciado de la casa de locos de Sevilla y don Quijote si se los compara en el terreno de la coherencia. Yerra Serafín Vegas al afirmar que la locura de don Quijote no es asimilable a la del primero porque la incoherencia aflora de modo absoluto en la demencia del sevillano, mientras que en la del autoproclamado caballero se revela coherencia, por lo que el narrador habla de los «concertados disparates» de su criatura (I, 50). Pero lo primero, según hemos visto, es totalmente falso: en la locura del licenciado hay incoherencia en ciertas fases de ésta, pero no en las fases en las que se expresa con «muy concertadas razones». Por otro lado, el que los disparates sean concertados no rebaja en nada la locura de don Quijote; los disparates de don Quijote, que es como Cervantes describe frecuentemente los desvaríos o sinrazones con que se prodiga el trastorno psíquico de don Quijote, no son menos disparates por el hecho de ser concertados. Así es como hay que entender el pasaje en que el narrador habla de los «concertados disparates» de don Quijote: escribe así al describir la reacción del canónigo, quien, evidentemente es harto consciente de la singular locura de su interlocutor, al quedarse admirado ante los «concertados disparates» que el hidalgo manchego había soltado, en el curso de la conversación mantenida entre ambos, en su ardiente defensa de la verdad histórica de los libros de caballerías.

Además, los disparates del licenciado del manicomio sevillano también son concertados: en coherencia con su creencia de ser Neptuno, el dios de las aguas, cree estar en disposición de poder impedir la sequía con que el loco que se cree Júpiter tonante piensa castigar a la ciudad de Sevilla en caso de que se permita salir de la casa de locos al licenciado. En realidad, la coherencia no es un rasgo singular de un género de locura frente a otros, pues en todas las formas de ésta los locos se muestran coherentes en el contexto de sus propios disparates.

No menos absurdo es echar mano de la libertad para distinguir la locura de don Quijote de la del esquizofrénico de Sevilla. Se nos dice que, a diferencia de ésta, la del hidalgo manchego es un modo de vida libremente aceptado, una idea en la que insiste frecuentemente Serafín Vegas, como ya vimos que también lo hizo Carlos García Galiano, el impulsor o abogado de la exégesis schopenhaueriana del Quijote. Pero esto es un error manifiesto carente de base en el material literario disponible. Serafín Vegas, como en su momento García Galiano, yerra al dejarse llevar por el hecho de que el hidalgo manchego toma la decisión de hacerse caballero andante e irse por todo el mundo en busca de aventuras. Pero no tiene en cuenta que antes de esto se nos ha informado de que el hidalgo manchego ha enloquecido al habérsele secado el cerebro por poco dormir y mucho leer, y que, a raíz de esto, el primer efecto de su naciente locura es que le dio por tomarse todo lo que leía en los libros de caballerías como algo verdadero, tomando así lo ficticio por realidad histórica, y que, por último, esta locura caballeresca es la que le mueve a tomar la decisión de hacerse él mismo caballero andante, por lo que ésta se nos presenta como un fruto de su manifiesto trastorno. Por si esto no estuviera claro, el propio narrador recalca el hecho de que se trata de un efecto de haber perdido el juicio, pues tilda la decisión de convertirse en caballero andante a la manera de los que pueblan los libros de caballerías como «el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo», un pensamiento, se nos dice, que le vino una vez «rematado ya su juicio». Hablar, pues, de la voluntaria aceptación por el hidalgo manchego de su demencia como forma de vida es un palmario falseamiento del texto literario. Como también lo es el decir que la recuperación del juicio por don Quijote al final de la novela es fruto de una decisión suya.

La locura de don Quijote no es una sinrazón positiva o forma alternativa de racionalidad

Establecido que es el propio Cervantes y muchos de sus personajes los que consideran la locura de don Quijote como una enfermedad, como una pérdida del juicio o forma de sinrazón, la tesis de Serafín Vegas sobre aquélla como una sinrazón positiva o modelo alternativo de racionalidad frente a la racionalidad ordinaria es simplemente una especulación extravagante, una extravagancia que alcanza uno de sus más altos niveles cuando se atreve a declarar que es indecidible la realidad de la locura de don Quijote (acabamos de ver extensamente que no lo es para Cervantes y sus personajes de toda condición) y que, correspondientemente, no hay modo de poder decidir entre el modelo de racionalidad propugnado por don Quijote y el de la racionalidad común, lo que equivale a decir que son equivalentes o equipolentes. Pero puesto que el sedicente caballero no encarna modelo alguno de racionalidad alternativo, dada su enfermedad y sinrazón, resulta grotesca la tesis de la indecidibilidad entre los dos supuestos modelos de racionalidad, pues, desde la perspectiva de Cervantes, no hay más que un modelo de racionalidad, la común, frente a la cual las manifestaciones de don Quijote pertenecen al ámbito de la sinrazón y del dislate.

Serafín Vegas pretende ilustrar su tesis de la indecidibilidad con el debate entre el canónigo y don Quijote sobre la realidad de las novelas de caballerías. Pero aquí no hay indecidibilidad alguna, ya que es evidente que durante el debate Cervantes se coloca del lado del punto de vista del canónigo: no es sólo que sus opiniones sobre los libros de caballerías y teoría literaria sean completamente coincidentes con las de Cervantes; es que desde el principio hasta el final el canónigo coincide con Cervantes en retratar a don Quijote como un loco. Inmediatamente antes de empezar la discusión, el narrador nos informa de que el canónigo estaba admirado por la extrañeza de la gran locura del hidalgo manchego, por cuanto solamente se manifestaba en tratándose de caballerías, pero no cuando se hablaba de cosas ajenas a éstas, en cuyo caso mostraba un excelente entendimiento (I, 49, 503). Luego, en medio de la discusión, es el narrador el que nos habla de la mezcla que hacía don Quijote de verdades y mentiras en lo concerniente a los hechos de la andante caballería, lo que provoca la admiración del canónigo (I, 49, 507) y es también el narrador quien, al cerrarse la contienda entre ambos, descalifica, como ya vimos, las opiniones de don Quijote al presentarlas como «concertados disparates», que también suscitan la admiración del canónigo (I, 49, 513). En cambio, no descalifica simétricamente el narrador las opiniones del canónigo para que pueda decirse que el narrador establece una equidistancia entre las opiniones de ambos interlocutores. Lejos de ser así, mientras se tilda lo dicho por don Quijote como disparates, por más que sean concertados, los puntos de vista del canónigo se presentan del modo más favorable. ¿Qué lugar queda, pues, para la supuesta indecidibilidad entre dos supuestos modelos de racionalidad?

Además, la defensa de la tesis de la imposibilidad de decidir entre dos supuestos modelos de racionalidad socava los propios supuestos hermenéuticos de SerafínVegas, Pues si don Quijote propugna una nueva racionalidad que entraña una nueva conciencia crítica, social y moral ante la sociedad de su tiempo, ¿qué valor puede tener si, a la postre, no se puede decidir la superioridad de la misma frente a la racionalidad común? Si la novela no ofrece un modo de determinar el valor superior de la primera sobre la segunda, no se estaría ofreciendo un modelo nuevo de racionalidad, sino un mensaje puramente escéptico. Pero éste no es el objetivo de Serafín Vegas, quien se esmera en presentarnos el mensaje del Quijote como un mensaje nada escéptico acerca de la locura de don Quijote como un modelo nuevo de racionalidad y militantemente moral al ser la expresión de una conciencia crítica y moral de la sociedad de aquel entonces.

Se equivoca igualmente Serafín Vegas al querer hacer empatar en cuanto a razonabilidad las respectivas recomendaciones de lecturas por parte del canónigo y de don Quijote. La opinión del canónigo que estima más razonable leer libros sobre personajes históricos sobresalientes en hazañas guerreras o militares por tener sobre sus lectores un benéfico efecto moral que no tienen los libros de caballerías se nos presenta por Cervantes como una opinión superior a la de don Quijote, quien muy contrariamente defiende enfervorizadamente el buen provecho moral de éstos, poniéndose a sí mismo como ejemplo de tan benéfico influjo. Pero no hay aquí indecidibilidad alguna tampoco. El lector ya sabe, a estas alturas, que el propio narrador ha tachado los puntos de vista de don Quijote sobre los libros caballerescos como «concertados disparates». Es sólo don Quijote el que está convencido del benéfico efecto de tal género literario sobre sus lectores y singularmente sobre él mismo, y Serafín Vegas, como tantos otros cervantistas adscritos a las interpretaciones alegóricas, se deja llevar por el punto de vista del protagonista, que el narrador descalifica y no es capaz de ver tampoco la ironía de Cervantes cuando don Quijote describe la manera como la lectura de los libros andantescos le ha transformado moralmente a él.

Pero el lector avisado sabe que ello no es así. Y ¿cómo habría de serlo si las novelas de caballerías, para empezar, le han enloquecido? Además no es verdad que, según declara don Quijote, después de ser caballero andante haya adquirido o progresado en toda una serie de virtudes y demás ítems. Primero de todo, porque es erróneo el supuesto mismo de partida de que es un caballero andante, cuando realmente no lo es. Y varias de las virtudes que menciona (como el comedimiento, la generosidad, quizás la paciencia, la cortesía y el ser buen criado) ya las tenía antes de convertirse en don Quijote; y se engaña al creer que posee otras de las que carece, como la valentía. Además sencillamente delira cuando se retrata a sí mismo como sufridor de trabajos, de prisiones y de encantos.

La locura de don Quijote no es una conciencia crítica y moral de la sociedad española

No corre mejor suerte la tesis sobre la locura de don Quijote como conciencia crítica y moral de la sociedad española de su tiempo. La primera razón esgrimida en pro de esta tesis, extraída del testimonio del morisco Ricote, cuya afirmación «todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido» (II, 65) Serafín Vegas interpreta como una denuncia de la putrefacción moral de la España del Quijote, es totalmente errónea, pues se basa en una lectura equivocada del texto, que le conduce a una burda tergiversación del sentido real de éste, muy distinto del que falsamente le asigna Serafín Vegas. En efecto, cuando Ricote habla de «todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido» no se está refiriendo a la nación española, sino a la nación morisca. Que ello es así no sólo es evidente por el contexto inmediato de la mentada frase, sino por el contexto remoto de la primera aparición en escena de Ricote en su encuentro con Sancho en el capítulo cincuenta y cuatro de la segunda parte. Aquí Ricote, en conversación con su vecino y amigo Sancho, por dos veces emplea el vocablo «nación» en referencia a los moriscos como grupo social relativamente homogéneo y diferenciado de otros. La primera vez habla de «los desdichados de mi nación» a los que con tanto rigor amenazaba el bando de expulsión del rey Felipe III (II, 54, 961). La segunda vez habla de «los de mi nación» contra los que Felipe III mandó publicar el bando de expulsión de España. Pues bien, cuando Ricote aparece por segunda y última vez, en Barcelona, y declara ante don Antonio y el visorrey que «todo el cuerpo de nuestra nación está contaminado y podrido» no está hablando de la nación española, sino de la nación morisca, de la que Ricote se considera miembro, pero no de la nación española, aunque reconoce a España como su patria natural. Lo que Ricote quiere decir es que el motivo de la expulsión de los suyos es que la autoridad política vio que la nación morisca estaba contaminada y podrida y para impedir que pueda contagiar a la nación española, tal autoridad decidió extirpar el mal de raíz con tan severísima resolución, la de la expulsión, que para él es lo mismo que usar contra el cuerpo de los de su nación el cauterio, esto es, una brasa ardiendo o un hierro al rojo vivo (II, 65, 1052).

La segunda razón en pro de su tesis de la locura de don Quijote como conciencia crítica y moral de la sociedad española de su tiempo, basada en el hecho de que el protagonista de la novela frecuentemente describe su presente histórico en términos denigrativos como un tiempo calamitoso o detestable, no es menos desacertada. Primeramente, porque el tiempo calamitoso de que habla don Quijote no tiene como referencia específica a España, sino el mundo en general. Y en segundo lugar, porque en realidad las palabras de sedicente caballero manchego carecen de valor, ya que está comparando la realidad ficticia del mundo caballeresco de las novelas de caballerías con la realidad del presente histórico. Esa idealizada realidad ficticia de las novelas de caballerías, en la que pululan caballeros andantes recorriendo el mundo imponiendo el orden y la justicia, es visto por el enloquecido hidalgo como una edad dorada frente a la cual el mundo del presente histórico es sólo una edad de hierro calamitosa y detestable porque el mal no encuentra freno debido a la ausencia de caballeros andantes encargados de hacerle frente y extirparlo; en una palabra, don Quijote evalúa la situación del presente utilizando como canon la situación en un mundo de fantasía que él toma como real. Una vez más, Serafín Vegas comete el error de tomarse en serio las palabras de don Quijote, sin tener en cuenta el tratamiento irónico del narrador de lo que dice su criatura, que lo dice además en momentos de arrebato inducido por su enfermedad caballeresca.

Tampoco acierta el exegeta de la locura de don Quijote como conciencia crítica y social de la España del presente cuando alega como prueba de ello las denuncias de aquél de que en la edad presente asistimos al triunfo del vicio en general sobre la virtud (II, 1) y todo un séquito de vicios particulares, como la pereza, la ociosidad y la arrogancia. Nuevamente, esta crítica del sedicente caballero no va dirigida específicamente contra el estado general de España. Tampoco va dirigida contra la sociedad en general, sino sólo contra un sector minoritario de ésta, si bien socialmente influyente en aquel entonces, el de los caballeros cortesanos o, si se quiere, la nobleza cortesana. Estas restricciones reducen enormemente el mordiente que podría tener la crítica, que finalmente queda reducido a nada cuando se tiene en cuenta que, una vez más, la presunta denuncia de don Quijote tiene su origen en momentos de enloquecida exaltación caballeresca, en una disparatada comparación de la nobleza cortesana, una institución que era común en aquel entonces a toda Europa, con la nobleza itinerante representada por los caballeros andantes de los libros de caballerías. Desde semejante punto de vista, la nobleza cortesana se nos presenta como una degeneración de la verdadera nobleza, encarnada por los caballeros andantes de las ficciones caballerescas. Obviamente, comprados con éstos, a los que retrata como virtuosos, diligentes, trabajadores, austeros y valientes, los caballeros cortesanos le parecen a don Quijote viciosos, ociosos, pendientes o atentos a su atavío o vestimenta y arrogantes. Nuevamente don Quijote compara algo real con algo irreal, ante lo cual lo primero sale mal parado. Vale la pena citar las palabras del enloquecido caballero para que se vea cómo éste compara, en términos morales, los reales caballeros cortesanos de entonces con los irreales Amadises, Palmerines, etc.:

«Los más de los caballeros que ahora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo. Mas ahora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula. ¿Quién mas discreto que Palmerín de Inglaterra? . ¿Quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandíán? ¿Quién más arrojado que don Cirongilio de Tracia? ¿Quién más bravo que Rodamonte? ¿Quién más prudente que el rey Sobrino? ¿Quién más atrevido que Reinaldos? ¿Quién más invencible que Roldán? Y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero.?» II, 1, 556-7

En conclusión, la locura de don Quijote no es una sinrazón positiva o una forma alternativa de racionalidad, sino una forma de sinrazón negativa, en definitiva una enfermedad; ni es tampoco una conciencia crítica y moral de la sociedad, aunque, como ya comentamos en la serie de entregas sobre la interpretación social de la novela, ésta esté salpicada de observaciones críticas de carácter social, pero este componente crítico no se nutre especialmente de la locura de don Quijote, sino de otras fuentes, cual son otros personajes, el narrador y, en el caso del protagonista, más bien sus momentos de lucidez. En cualquier caso, la crítica social y moral en el Quijote no está en el primer plano del libro, sino en un segundo plano. En el primer plano está, si se quiere decir así, el Quijote como conciencia crítica y moral de los libros de caballerías, que son rechazados tanto por razones de índole literaria como moral.

Si todo esto es así, tampoco se sostiene la tesis del exegeta de que la locura de don Quijote como conciencia crítica y moral de la sociedad proceda de Erasmo, una tesis en la que frecuentemente insiste. Como ya nos ocupamos extensamente de esta cuestión e impugnamos la tesis de que la locura quijotesca esté inspirada por la moria o stultitia de Erasmo (cf. la parte final de «El erasmismo reforzado en Erasmo en tiempo de Cervantes», El Catoblepas, 115, Septiembre de 2011), hacemos ahora un escueto resumen. Serafín Vegas da por sentado por cuenta propia el influjo de Erasmo como si fuera algo obvio y sin contar con bibliografía académica alguna al respecto, pero si la hubiera consultado habría podido averiguar que nadie ha podido probar que Cervantes haya leído el Elogio de la locura (por decirlo conforme a la traducción habitual, aunque, como ya advertimos en su momento en el trabajo antes citado, es más adecuado traducirlo por Elogio de la estupidez), que ni siquiera se había traducido al español (lo que hace aún más improbable que la haya leído, pues se duda de que Cervantes supiese latín, o al menos tanto como para poder leer un libro), o cualquier otra obra de Erasmo. Mientras en el Quijote la locura del protagonista tiene un papel central, en el Elogio de Erasmo, es la estupidez la protagonista, concebida como un personaje alegórico, de cuyo cortejo forma parte la locura, con la que está emparentada.

La moria o estupidez de Erasmo es ciertamente portadora de una durísima crítica moral (y también religiosa, lo que no menciona nunca Vegas González, quizás porque este aspecto de la obra de Erasmo no encaja muy bien con la locura quijotesca, en la que, salvo que se esté dispuesto a seguir a Unamuno y no es el caso de Vegas, no parece fácil ver una faceta religiosa), pero, en cambio, la locura de don Quijote está destinada a satirizar los libros de caballerías y, aunque ciertamente, como se ha indicado más arriba, en el Quijote hay elementos dispersos por toda la obra de crítica social y moral, están en un segundo plano y no son en modo alguno comparables con la acerba crítica social y moral erasmiana. Difieren en carácter, intensidad y alcance, pues, a diferencia de la crítica de Erasmo que es sistemática, intensa (es muy cáustica y despiadada) y general (alcanza a todos los sectores de la sociedad, aunque se ceba especialmente con el estamento eclesiástico en todos sus niveles, desde los papas o los sacerdotes), la de Cervantes es dispersa, bastante menos intensa y centrada sólo en algunos males y, en todo caso, a diferencia también de Erasmo, que la pone en boca de la Estupidez como personaje alegórico, Cervantes no la pone en boca sólo del loco don Quijote, sino también de otros personajes, como Sancho, o del narrador.

 

El Catoblepas
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