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El Catoblepas, número 171, mayo 2016
  El Catoblepasnúmero 171 • mayo 2016 • página 3
Artículos

Las cortes de Cádiz y la constitución de 1812

Fernando Álvarez Balbuena

Mitos y realidades

Juramento de los diputados en la Iglesia Mayor Parroquial de la Real Isla de León en Septiembre de 1810[Juramento de los diputados en la Iglesia Mayor Parroquial de la Real Isla de León en Septiembre de 1810]

I
Consideraciones previas

Antes de entrar en el asunto que hoy nos ocupa, y por tratar éste estudio de un tema histórico, aún a riesgo de de extenderme más de lo convencional, permítaseme hacer unas breves reflexiones sobre la Historia y su manera convencional de ser narrada.

La escuela de «Annales»{1}, fundada en 1929 y a cuya metodología histórica me adhiero, (aunque no al pensamiento político de algunos de sus miembros de las generaciones posteriores), preconiza que todas las ciencias empíricas y descriptivas deben de ser auxiliares y colaboradoras en la transmisión de los sucesos históricos. Así la geografía, la psicología, la lógica, la sociología, la economía y la antropología, y aún otras más, deben de conformar el entramado de la crítica histórica e inspirar la interpretación de los hechos, además, claro está, del cúmulo de datos que estén disponibles a la hora de hacer un estudio riguroso de los acontecimientos a exponer, y dejando de hacer ese énfasis en los hechos políticos, diplomáticos y bélicos del que tanto usan y abusan algunos historiadores, así como del personalismo de reyes, emperadores, presidentes y otras y figuras que vienen constituyéndose en protagonistas de la Historia.

He repetido ya algunas veces las reflexiones que siguen, pero me parece necesario insistir en ellas, dado que el escaso rigor y las interesada mendacidad con las que tradicionalmente se nos ha transmitido la Historia de España, han producido una serie de prejuicios y falsas afirmaciones de nuestro acontecer histórico que se han confundido los criterios del gran público y se aceptan generalmente como dogmas de fe falsedades de gran calado.

Esta desafortunada circunstancia produce al día de hoy enorme confusión en las gentes que de buena fe y ya desde la escuela primaria han aceptado sin crítica las aseveraciones formales sobre el «heroísmo», la «valentía» y la «grandeza» de personajes, muchas veces menos encomiables, y sobre situaciones por las que han pasado la mayor parte, por no decir todos, los pueblos del mundo.

Por ello me remito a quienes considero maestros imparciales y de probada rectitud que han hecho de la metodología, la lógica y la crítica las reglas de oro de sus investigaciones y de las conclusiones históricas a las que han llegado.

Un apasionado diletante de la investigación histórica como fue Don Juan Blas Sitges y Grifoll, establecía las fuentes a las que, por riguroso orden, debía de acudir el historiador. Estas eran:

1º) Los monumentos (por su carácter de permanencia en el tiempo y por ser prácticamente imposible manipularlos).

2º) Los documentos originales (la diplomática).

3º) Los libros (con crítica rigurosa y compulsa de las referencias).

El gran maestro de la biografía, Stefan Zweig, decía también que cuando las fuentes históricas estaban cegadas, manipuladas o alteradas, la lógica, la deducción, la inferencia y, en suma, la psicología, eran muchas veces más válidas y certeras en el verdadero análisis histórico que una mera repetición de los aconteceres que nos vienen transmitidos de generación en generación. Estos, muchas veces, contienen prejuicios, errores e inexactitudes que por el mero paso del tiempo transcurrido se han consagrado como verdades sin réplica.

Así el insigne médico e historiador D. Gregorio Marañón, citando una frase de Dión Crisóstomo decía:

«Muy difícil es enseñar, pero más aún lo es desenseñar cuando el prejuicio y el error nos han sido transmitidos por nuestros antepasados»{2}

Tal ocurre con el asunto que hoy nos ocupa, porque las Cortes de Cádiz y el tiempo en que se desarrollaron, vienen adornadas por la historiografía patriótica y, más que patriótica, yo me atrevería a calificar de vulgar y patriotera, de una falsa orla de heroísmo y de un inmarcesible sentido de sublimidad. Estos condicionamientos distan tanto de la realidad objetiva que merece la pena meditar un poco en el procedimiento crítico y de visión general y compacta de la Escuela de Annales al que aludo, para poner las cosas en sus justos término y medida, desprendiéndolas de toda la hojarasca que falsamente las circunda.

El notable escritor Vicente Blasco Ibáñez en su obra «Las Cortes de Cádiz. Historia de la Revolución de España» es un buen ejemplo de éste modo de hacer historia. Lo es también del novelista que trasciende de su profesión de creación imaginativa a la de historiador y se entusiasma con sus propias ideas políticas, alterando la realidad hasta extremos grandilocuentes y, por tanto, rayanos en el ridículo. Veamos un ejemplo:

«La revolución política de España en el presente siglo (está escrito en 1890) constituye uno de los períodos más interesantes de nuestra historia patria.

Su principio es una epopeya a cuyo lado palidecen las mayores heroicidades llevadas a cabo por los diversos pueblos de la tierra; uno de esos arranques propios de una gran nación que al tocar el suelo bajo el rudo impulso de un invasor se levanta con mayores fuerzas para conquistar su independencia; y el movimiento político que se inicia en aquel brillante período demuestra que los pueblos, cuando despiertan de su letargo para reconquistar su dignidad nacional, no vuelven a su reposo sin antes adquirir la libertad que se dejaron arrebatar en sus épocas de estúpida indiferencia».

El primer comentario que se nos ocurre al leer semejante soflama, es que resulta bastante incongruente hablar de libertades políticas y sociales en España previas al dos de mayo y a la Guerra de la Independencia, sin hacer referencia a las antiguas Cortes Medievales, a los fueros regionales, cartas pueblas, villas de realengo, etc. etc. que las Leyes de Nueva Planta arrumbaron con los Borbones del siglo XVIII, porque las primeras libertades del pueblo español y de sus diversos reinos, fueron consagradas en la época feudal, aunque sean muchos quienes opinen sin fundamento real que la Edad Media fue una época triste y oscura de nuestra historia, criterio que felizmente hoy en día está en profunda y sensata revisión.

Continúa Blasco Ibáñez:

(...) España, como dice Víctor Hugo, ha sido durante mil años el primer pueblo de Europa; ha igualado a la Grecia en la epopeya, a la Italia en el arte, a la Francia y la Alemania en la filosofía; ha tenido unas Termópilas en Asturias y un Leónidas que se llamó Pelayo; una Ilíada con la historia de sus héroes de la Reconquista y un Aquiles conocido por El Cid. Sus cuadros llenaron los museos del mundo causando la admiración del orbe; su literatura ejerció la hegemonía sobre todas las de Europa; y con su Fuero Juzgo, sus Partidas y sus fueros creó un derecho nuevo en contraposición del romano, que era el derecho de la usurpación y las clases privilegiadas, y el mundo antiguo le debió uno nuevo descubierto por la fe y la constancia de Colón.

Párrafo grandilocuente, rimbombante y vacío de contenido. O, mejor dicho: su contenido es de latiguillos, lugares comunes y manidas falsificaciones históricas que no resisten la más benigna crítica...

Pero aún continúa empecinándose en sus criterios:

Pueblo tan grande y sublime, que proyecta sobre el vasto escenario de la historia una sombra que oscurece a las demás naciones, solo ha tenido en medio de su grandeza dos terribles enemigos con quienes luchar; dos cánceres que llevaba en su interior y que corroían poco a poco sus entrañas, y estos has sido el Rey y el Papa, de los que jamás logró verse libre.{3}

Todo ello es pura ideología radical izquierdista y republicana sin fundamento científico sólido. Porque el patriotismo no es otra cosa que simple y llanamente el amor a la patria y el amor a la patria debe ser igual que el amor a la madre. Es claro que por mucho que amemos a nuestra madre, no podemos creer que ella sea la mejor mujer del mundo y que no haya otra igual. Esto sería pura y simplemente exageración, porque existen millones de madres todas tan buenas y excelentes como la nuestra y el reconocer las virtudes de la propia no puede significar el desprecio hacia las demás.

El efecto contrario a la soflama de Blasco Ibáñez y que consiste en ver la historia a través de la crítica, la lógica, la psicología y la ponderación, lo tenemos en el insigne historiador y filólogo D. Ramón Menéndez Pidal, quien al definir los sucesos del dos de mayo de 1808, tan glorificados por la transmisión histórica, dice:

«El pueblo, como mera colectividad, sin dirección, no es capaz de tomar la menor iniciativa...La actuación más popular que consideremos no puede producirse sin la levadura de una minoría.

Y así ocurrió efectivamente en aquella ocasión (2 de mayo), pues sin mengua de su espontaneidad, nuestro alzamiento antinapoleónico fue indudablemente estimulado y dirigido por la fracción más decidida y exaltada del bando fernandino»{4}

Aquí tenemos, según los datos de que se dispone, la intervención del Conde de Montijo - haciéndose llamar «el tío Pedro»- y de sus colaboradores en Madrid, como poco antes habían hecho en Aranjuez, disfrazados de menestrales e instigando al pueblo a la sublevación, dirigiendo bajo mano los movimientos populares. Y cabe preguntarse, como señalaremos más adelante, por qué el pueblo, tan presto espontáneamente a la rebelión generalizada contra el Ejército francés, no se levantó igualmente ante otro Ejército igualmente francés, diez años más tarde, cuando vinieron los Cien Mil Hijos de San Luis al mando del Duque de Angulema.

Por ello y en virtud del rigor histórico que pretendo ejercer en éste estudio, serán muchos los mitos históricos que se desmontarán y no de una forma gratuita y «porque yo lo diga», sino porque la realidad desmiente la ficción y el tiempo, que a todo y a todos pone en su verdadero lugar, ha hecho que investigadores e historiadores, con el estudio, la meditación, la inferencia, la psicología y el concurso de todas la ciencias empíricas y sociales como auxiliares de la Historia, hayan abierto caminos que hasta hace muy pocos años estaban completamente cegados por una historiografía interesada en transmitir el heroísmo del pueblo español en base a unas ideas, o mejor dicho, a unas ideologías políticas, que a día de hoy la ciencia ya ha superado.

La escuela primaria, dicho sea de paso, ha sido en gran parte culpable de la transmisión de estos prejuicios que, aún hoy, son difíciles de superar por mucha gente a la que se ha educado en la dudosa grandiosidad de las glorias patrias y a las que nadie ha puesto en tela de juicio. El método científico, precisamente, consiste en no dar nada por cierto sin someterlo a la crítica y a la verificación rigurosa, tal como preconiza la, tantas veces repetida, escuela de Annales. Ésta, en su meritoria labor de crítica y de rigor científico, ha permitido que la Historia se haya convertido en una ciencia social y política y no en una mera relación de hechos deficientemente interpretados o, lo que es peor, interesadamente deformados.

II
Las Cortes de Cádiz

Las Cortes de Cádiz constituyen, como veremos, uno más de los muchos mitos de la Historia de España del siglo XIX y no tanto por su intencionalidad, obra de gentes ilustradas, cuanto por sus resultados, no tan brillantes como se nos ha querido hacer creer por parte de la historiografía liberal. Se han magnificado tanto su significación como su pretendida trascendencia; se ha glorificado a sus protagonistas y se les han dedicado una serie de alabanzas que exageran, tanto la labor de las propias Cortes, como el ideario democrático de sus diputados. Éstos, hombres ilustrados y con altas miras patrióticas, siendo evidentemente liberales, estaban muy distantes de ser demócratas, tal como hoy entendemos éste término. Por eso, tres cosas hemos de decir antes de empezar nuestra exposición. Las tres son absolutamente ciertas e incontestables, están basadas objetivamente en hechos y testimonios de la época y, desde luego, en la crítica histórica más desapasionada y rigurosa, desvestida de todo ese oropel patriotero con el que se nos ha venido transmitiendo y enseñando la Historia de España.

Así pues comenzamos eliminando las tres constantes consagradas, que son solo palabras huecas: heroísmo, patriotismo y grandeza. Sabemos que causará extrañeza el negar estos tres conceptos a la mayor parte de nuestros lectores, pues los libros de historia oficiales transforman, manipulan y transmiten la realidad cargada de prejuicios y deformaciones para hacerla, unas veces más exaltadora de las virtudes del pueblo, otras mitificándola para engrandecerla, cuando no para que sea políticamente correcta. Los antecedentes de ésta locución estúpida, como podremos ver, aunque han cobrado vigencia social en nuestros tiempos, ya vienen de muy antiguo y contra tal simpleza, dentro de nuestro estudio, sin apasionamientos que deformen la escueta verdad, haremos las tres afirmaciones a que líneas arriba me refiero y que me parecen fundamentales:

-Primera: La Constitución de Cádiz de 1812 no fue la primera constitución de España, sino, materialmente la segunda, y formalmente la tercera, sin perjuicio de que desde la monarquía medieval ya existiera, como decía Jovellanos, una «Constitución Interna» en España, reguladora de las relaciones entre el rey y el pueblo, que defendía en las Cortes estamentales del medioevo sus fueros y privilegios frente a la Corona.

-Segunda La Constitución de Cádiz, que fue un prodigio de altura de miras en su elaboración, hecha por gentes altamente ilustradas y de buenas intenciones, no fue en absoluto democrática Fue, eso sí, muy liberal, aunque en el bien entendido de que el liberalismo del siglo XIX no es equiparable al concepto que del mismo tenemos hoy en día, indisolublemente unido al de democracia.

-Tercera: Fernando VII, tal como asegura el eminente historiados D. Jesús Pabón, no fue el monstruo felón y vengativo que nos ha transmitido la historiografía liberal.

Iremos ilustrando y demostrando estas afirmaciones en orden inverso al precedente enunciado:

Fernando VII, en realidad, fue más una víctima de las circunstancias que un tirano malintencionado, y debe de ser juzgado a la luz de sus tiempos, tiempos que vistos en la distancia y con la perspectiva histórica que conllevan, aclaran bastante la conducta del rey que fue un hombre tenazmente perseguido desde niño por la mala fortuna. Empezando por el desamor de sus padres, especialmente el de su madre que le odiaba y decía de él cosas tan graves como la siguiente, expresada en una carta a Godoy:

¿Qué haremos con el cobarde marrajo de mi hijo y con la sierpe venenosa de mi nuera?{5}

Así mismo padecía la indiferencia de su padre, quien le evitaba cuanto podía y le mantenía lo más aislado posible de los negocios del Estado. La conducta tanto de Carlos IV como la de su esposa la reina María Luisa de Parma, propició el profundo resentimiento del Príncipe de Asturias hacia sus padres. Además, aconsejado por el canónigo Escoiquiz y alentado por un llamado partido fernandino, que apoyándose en su figura trataba de desbancar al valido, Fernando aparecía como el mejor banderín de enganche parta cuantos estaban en contra de Godoy y de sus veleidades políticas. Los reyes no llegaron a percibir el riesgo que con su conducta hacia su hijo estaban corriendo, ni que, tanto ellos como el Estado, serían las primeras víctimas de su miopía tanto familiar como política.

En tal sentido se expresan los historiadores Guerrero Latorre, A., Pérez Garzón, S. y Rueda Hernández G., cuando escriben:

Tomaban así cuerpo los temores expresados por Carlos III cuando había advertido a su hijo que un navío no anda si las velas son encontradas y que entre un rey y un príncipe heredero no podía haber diversidad de intereses, pues al final quienes lo pagaban eran el soberano y el Estado. (2004:23)

Todo ello, junto a la manifiesta animosidad que contra él tenía el valido, hizo que su carácter se fuera conformando de manera perniciosa; primero para él mismo y, consecuentemente, después para la propia gobernación de España. Las suspicacias alimentadas en su ánimo por tan desastrosa educación, le hicieron proceder siempre con doblez y disimulo ya que las circunstancias de su entrono familiar y político le obligaban a ser, a modo de lógica defensa personal, mendaz y traicionero, sin que esto quiera servir de disculpa a un carácter que abundaba de motu proprio en dichas perversas cualidades. Únicamente queremos dejar constancia que bajo otros condicionamientos en su infancia y en su educación, quizás Fernando no hubiera resultado la figura del tirano execrable, cuya tacha de felonía, con la que pasó a la historia, cubre completamente su memoria y que, en realidad, tampoco se corresponde con un concepto mínimamente objetivo, pues se debe más a la transmisión que del personaje nos ha hecho la historiografía liberal que a su verdadero carácter. Es pues, más que probable, y la moderna psicología así lo ratifica, que Fernando VII, bajo otra tutela y otros condicionamientos educativos, hubiera sido una persona de distinto comportamiento en su madurez ya que se hubieran atenuado sus defectos de carácter y sus suspicacias y desconfianzas si el cariño de sus progenitores hubiera servido de base sólida para una buena educación como futuro rey de España.

Algunos de sus contemporáneos nos transmiten de él una imagen que se desmarca notablemente de los estereotipos con los que comúnmente se le juzga; así Don Ramón de Mesonero Romanos, queriendo ser lo más objetivo posible y basándose en sus propios recuerdos, apostilla:

Llegué a formar una idea de la manera que Fernando tenía de ejercer la suprema autoridad, y que si bien no se distinguía por lo conducente al buen orden y gobierno del reino, era muy propia para no verse molestado en ella, ni dominado por una influencia superior; pues que con cierta agudeza y sagacidad desbarataba las intrigas y manejos de sus aduladores y amigos, y también las de los amigos de sus enemigos, oponiéndolos unos contra otros, alzando a éstos, abatiendo a aquellos y empuñando con fuerte mano no las riendas del Estado... sino las del tiro que bajo su dirección arrastraba el carro del Estado y enarbolando con la otra la fusta, advertía con ella al que intentaba descarriar o le remudaba con frecuencia a la primera parada. (1881, vol. I pp.201-202)

Otro testigo importante que fue ministro en el sexenio, García de León Pizarro, dejó escrito en sus memorias:

Cuando S. M. tenía confianza y se dejaba ir a su temple natural era muy amable, naturalísimo y bondadoso: luego venían los hálitos pestíferos de esa nube de estúpidos maliciosos y sus alarmas enlutecían el ánimo de S. M.; las sospechas, incertidumbres e inquietud estrechaban su corazón y alteraban su semblante; pero jamás oí cosa dura de su boca (1953:276).

Sin embargo, sus defectos no trascendían al pueblo y éste, en su tiempo, le era absolutamente adicto y cuantas manifestaciones a posteriori se han hecho por los historiadores sobre su odio al propio liberalismo y a la traición que por dos veces hizo a su juramento de la Constitución de 1812, no se corresponden con el júbilo y los entusiasmos que despertaba su presencia entre el pueblo, pueblo al que la Constitución de Cádiz, el liberalismo y las ideas de cambio político que se patrocinaban por parte de las elites, le traían completamente sin cuidado, probablemente tanto por su incultura (80% de analfabetos) como por la poca vigencia social y escaso interés que la política suscitaba en la inmensa mayoría del pueblo.

Fernando, pues, en rigor y visto con la perspectiva de su propio tiempo, no fue el déspota empecinado que, como arriba apuntamos, nos transmite le historiografía liberal. Era un hombre de gustos sencillos hasta la austeridad y, contrariamente a las afirmaciones liberales, muy querido por sus servidores. Por cuanto queda apuntado y por su propia naturaleza, fue un contemporizador, poco firme de carácter, pero en absoluto desposeído de talento. Desde el principio de su reinado, y aún antes, se convenció de que el liberalismo era impopular entre las masas (Carr, R. 2003:127) y la fidelidad de sus súbditos le tenía convencido de su misión histórica y de su poder absoluto. Así, por ejemplo, el episodio de su regreso a Madrid en 1824, tras el Trienio Constitucional provocado por las sublevaciones de Riego y Quiroga, fue apoteósico. Fernando VII mismo, le dictó a su secretario el siguiente memorando:

En todas las grandes poblaciones y a distancia de un cuarto de legua, el pueblo desenganchaba las mulas del coche y se obstinaba a ponerse a tirar de él. A nuestra llegada y sin dar lugar a que descansásemos, se nos presentaban al besamanos y felicitaban a toda la familia real por el feliz y deseado acontecimiento de nuestra libertad, todas las clases del Estado.

En Pinto, ya cerca de Madrid, el entusiasmo popular llegó incluso a utilizar para pasear al rey ente el pueblo, un carro que solo se empleaba para llevar al Santísimo Sacramento el día del Corpus Christi. (Martínez de Velasco, A.1990:132-133).

Siguiendo por el pertinaz apartamiento injusto de las tareas del Estado y del gobierno, que como príncipe heredero del trono le correspondían, porque como asegura el profesor Seco Serrano:

«Rey, reina y ministro hicieron del futuro monarca un ser de carácter desconfiado, receloso y frustrado»{6}.

También fue su carácter influido por unos tiempos de revueltas, guerras y revoluciones que necesariamente contribuyeron a deformar su conducta. Fue una grave injusticia la que le propiciaron Godoy junto con su madre la reina Maria Luisa, alejándole de sus afectos y coartándole sus dignidades, todo ello ante la indiferencia estulta de su padre Carlos IV. Y para comprender bien al personaje, sus motivaciones y su proceder, que se ha tildado de mendaz y sinuoso, no se puede hacer preterición de todos los demás avatares que tuvo que pasar con Napoleón, con los liberales y con quienes quisieron arrebatarle tanto el poder real primero, como el poder absoluto después.

Esto es así literalmente, porque educado en el concepto patrimonialista de la monarquía, se sabía y se consideraba como el hombre que por la gracia de Dios habría de gobernar España y, lógicamente, no podía soportar con indiferencia que se le apartara, primero por su propia familia y el valido, de los cenáculos de la política en los que se arreglaba la gobernación del Estado y convencido de su absoluta legitimidad histórico-teológica, tampoco pudo comprender después que los liberales le cortaran el imperio de su soberana voluntad para ejercer el poder absoluto, mediante una Constitución que ni quería ni podía entender.

Éste poder absoluto, a día de hoy, solo con nombrarlo produce rechazos viscerales, pero en el siglo XIX era algo perfectamente asumible e incluso querido por el pueblo. Para Fernando VII era herencia innegable de sus ascendientes y visto con la perspectiva de la época, el arrebatárselo equivaldría a lo que hoy entendemos como un expolio sin compensación de ninguna clase o, lo que es peor, como un delito de alta traición, pues siempre se consideró así en la monarquía española cualquier intento de coartar el poder real, y además era consciente de que el pueblo le adoraba y la llamaba «El Deseado» porque estaba harto de la política errática y del mal gobierno de Carlos IV, cuya floja voluntad estaba secuestrada por María Luisa de Parma, mujer sinuosa y malvada y por el favorito Godoy, que si bien no era ningún incapaz como se ha dicho reiteradamente, sí que era un ambicioso sin escrúpulos, odiado además por el pueblo, el Ejército y la nobleza.

A mayor abundamiento a Fernando le tocó vivir una época de cambios profundos y de guerras generalizadas y en éste caldo de cultivo era muy difícil asumir que el absolutismo estaba ya agotado o en vías de agotarse rápidamente y que las restricciones que se imponían a la corona eran el futuro político de una nación que se asomaba a la modernidad.

Consecuentemente, y en contra de las grandilocuencias y las magnificaciones y aún de las hagiografías que la historiografía patriotera nos ha transmitido sobre los diputados gaditanos y sobre la Constitución, hemos de decir que ésta, pese a sus excelentes intenciones de modernizar el país y la institución monárquica, no solamente no trajo a España la paz, sino que fue causa de pronunciamientos, desórdenes y tensiones entre los políticos liberales, tanto moderados como exaltados, y absolutistas, todos ellos apoyándose en la figura del rey. Y, desde luego, como asegura Palacio Atard, totalmente divorciada del auténtico sentir popular.

Este apoyo al rey, tanto por parte de los liberales exaltados como de los moderados, no era gratuito ni por amor a la persona de Fernando VII, sino, al contrario, era muy interesado, pues tanto unos como otros y los propios absolutistas, sabían que sin el rey y su sagrada persona no era posible llegar al poder de forma medianamente estable en España y por ello le halagaban e intentaban llevarle al terreno de su provecho partidista; es decir: todas las facciones instrumentaban en su favor la figura real. Fernando VII, prisionero de unos y de otros, tuvo que fingir y transigir en cada momento político con cada partido porque no le quedaba otro remedio si quería conservar el trono y acabar por hacer su real voluntad. Así fue como juró, aunque a regañadientes, la Constitución de Cádiz que había abolido de un plumazo a su regreso del exilio francés, declarándola contraria a la dignidad real, y no solo porque así se le ocurriera a él, sino también porque así se lo pidieron tanto una parte del Ejército, representada por el general Elío, que acudió a recibirle, como los diputados absolutistas (los llamados Persas, en su manifiesto), e incluso el clamor popular.

Pero no pasaría mucho tiempo sin que la tuviera que asumir contra su clara voluntad y hubo de tragarla, como se decía en el argot liberal, durante el período conocido como trienio constitucional, que fue el de su mayor vigencia. Pero ésta reimplantación de la Constitución Gaditana, gracias al pronunciamiento militar extendido por toda España y que comenzó con la sublevación de Riego en Cabezas de San Juan{7}, fue causa de numerosas discusiones en las Cortes entre diputados realistas, liberales exaltados y liberales moderados. Su vigencia en el trienio produjo guerras intestinas, golpes de estado, desórdenes callejeros, asesinatos y muertes alevosas, hipocresías políticas de gran magnitud e incluso una guerra civil que llevó la muerte y la destrucción a Cataluña{8}. Este estado social de tensiones políticas y luchas armadas terminó gracias a la antes aludida intervención de Francia, con el ejército enviado por Luis XVIII al mando del Duque de Angulema, pomposamente denominado Los Cien mil Hijos de San Luis, al que ya hemos hecho referencia. Este Ejército venía a reponer en el trono absoluto al rey y, por ello, el pueblo le recibió sin resistencia y, en algunos sitios, con aclamaciones entusiastas.

La abolición de la Constitución gaditana y su jura forzada después por los liberales triunfantes le ha valido a Fernando VII el remoquete histórico de «rey felón» por parte de la historiografía oficial. No es justa, a la luz de cuanto hemos analizado, ésta inquina contra él. Autores solventes como Ricardo de la Cierva,{9} optan por darle a Fernando VII una presunción de buena voluntad al afirmar que juró la Constitución y pronunció aquella célebre frase:

«Marchemos todos, y yo el primero, por la senda constitucional»

y lo hizo más por prudencia que por felonía, evitando una muy probable guerra civil que la sublevación de una gran parte del Ejército hubiera podido producir.

Así pues, el remoquete con que le ha «obsequiado» la Historia, tiene escasa consistencia, sobre todo si tenemos en cuenta, viendo las cosas con adecuada perspectiva, que otros reyes anteriores han merecido más tan peyorativa calificación que Fernando VII. Tal es el caso de otro Fernando, el llamado «Católico» quien para seguir siendo rey de Castilla no dudó en eliminar a su yerno Felipe el Hermoso, poner a su hija por loca y, anteriormente y en compañía de su sagaz y sinuosa esposa Isabel de Trastámara, falsificar la bula papal para contraer matrimonio. Igualmente indigno fue el poner por bastarda a su sobrina Doña Juana, que pasó a la historia con el apodo de «La Beltraneja», por achacarse su paternidad a Don Beltrán de la Cueva, cosa harto improbable. Y ya viudo de Isabel, tuvo el cinismo de pedir a su repudiada sobrina en matrimonio, no importándole entonces su incierta bastardía, y todo ello lo hizo para poder seguir siendo rey de Castilla, poniendo a la hija de Enrique IV como legítima heredera al estar «loca» y recluía en un dicasterio su hija Juana, viuda de Felipe el Hermoso. Afortunadamente la dignidad de «La Beltraneja», se impuso mandando a paseo a los emisarios de su tío.

Tampoco fue menos nefasto para España el super glorificado Carlos V, que usó a nuestro país como «banco» para sus aventuras europeas y llenó Flandes, Italia, Francia y Alemania de cadáveres españoles, haciéndolos luchar por sus intereses personales y no -como se nos ha transmitido falsamente- por la grandeza de España, arruinando nuestra hacienda y gastando en insensatas guerras los caudales americanos y exportando la lana de Castilla para obtener más recursos para sus campañas europeas, dejando desabastecidas las incipientes manufacturas españolas.

Así pues, tanto las pretendidas doblez e insidia de Fernando VII deben de ser puestas en tela de juicio, porque quizás en su mente pensaba que andando el tiempo otra Constitución menos agresiva contra el poder real podría ser la solución del conflicto. De todas formas, aunque esto sea tachado por algunos de mera especulación, la realidad, como hemos visto, es que la Constitución gaditana promovió conflictos de considerable magnitud. Calcúlese los que hubiera producido si Fernando VII se hubiera negado a jurarla tras la sublevación militar generalizada, incluso del regimiento de su Guardia.

También conviene resaltar que el liberalismo consagrado por la Constitución del 12, a la luz de lo que más adelante hemos de estudiar y analizar, no era nuevo en España, sino que hundía sus raíces en la Edad Media, pues las Cortes medievales, antecedente tanto de las de Cádiz como del parlamentarismo moderno, eran, aunque con matices de tiempo y de sistema, defensoras de los derechos de los súbditos frente a la autoridad real, que no podía ser omnímoda, según los diversos fueros, ni en lo que se refería al derecho a la vida, ni en la recaudación de subsidios.{10}

Por lo concerniente a la convocatoria a Cortes y a la pretendida «Primera Constitución Española» que se les atribuye a las de Cádiz, diremos que fue un acto nacido de la Junta Suprema y, por delegación de ésta, de La Regencia. La Guerra de la Independencia había propiciado la constitución de Juntas en todas las provincias y estas eligieron, por uno u otro medio, una Junta Suprema para que las coordinara a todas, y esta Junta Suprema eligió, en ausencia del rey, una Regencia cuyos miembros, corporativamente, ostentaban la representación de la Jefatura del Estado. La Regencia tenía el tratamiento, un tanto pomposo, de Alteza Real y, dicho sea de paso, se dedicó a obstaculizar cuanto pudo la convocatoria a Cortes.

Actuó sin duda como revulsivo en las mentes de las elites de la nación el verse privadas de la autoridad del rey, y por ello consideraron urgente reestructurar el Estado. Para ello nada parecía mejor que convocar Cortes, costumbre por otra parte muy tradicional en la antigua monarquía española, como ya hemos mencionado y veremos a lo largo de éstas páginas.

En rigor puede decirse que las cortes convocadas en el año 1810 tuvieron muy poco o nada tanto de democráticas como de representativas, ni por el sistema de elección, que era complicado, indirecto, de cuarto grado y por compromisarios, ni por las circunstancias del momento. Se establecía el voto por parroquias, partidos y provincias, pues como dice el ya reiteradamente citado Blasco Ibáñez en su «Historia de la Revolución Española»:

«Antiguamente verificábase la elección directamente por el pueblo o se encargaban de ella los ayuntamientos; pero la Regencia cambió este sistema por otra más complicado y menos racional.

Para ser elector no se exigía más que tener veinticinco años y estar avecindado con casa abierta; y para ser elegible reunir iguales condiciones y haber nacido en la misma provincia que le enviara a las cortes. Este sistema, en principio, era casi de sufragio universal (masculino), pero quedaba desvirtuado por el método indirecto que se empleaba para la designación de candidatos, pues esta pasaba por tres grados y se sometía a la opinión política del país al azar de una lotería. Los candidatos iban siendo nombrados primero por las juntas de parroquia, después por las de partido, luego por las de provincia y, finalmente, de una urna se sacaba el nombre de uno de los tres que primero hubiera alcanzado mayoría de votos (...) Además la Regencia accedió a que las ciudades que tenían antiguo voto en cortes pudieran enviar sus diputados elegidos libremente por los ayuntamientos.»{11}

Es obvio que este sistema se parece como dos gotas de agua a lo que moderna y vulgarmente llamamos «pucherazo».

Tampoco podían considerarse democráticas las Cortes por la cuantía de los votos, casi absolutamente sin representatividad, pues los electores finales o compromisarios fueron verdaderamente escasos. En Asturias, por poner un ejemplo, fueron solamente cinco y, a mayor abundamiento, en Madrid, población entonces de unos ciento veinte mil habitantes, votaron solamente alrededor de mil personas. Este reducido número de votantes eligió igualmente a unos pocos compromisarios, que eran los que designaban a los diputados. En estas primeras Cortes se elegía un diputado por cada cincuenta mil almas, pero después de los debates de Cádiz y con la elaboración de la Constitución de 1812, se ampliaría el número de los representados, llegándose a un diputado por cada setenta mil habitantes.

Insistiendo en la escasa representatividad popular de la convocatoria de 1810 y en su déficit democrático, hemos de tener en cuenta que la inmensa mayoría de las provincias estaban ocupadas por los franceses y no se pudo votar en ellas y, en algunas, solo los habitantes de un pequeño pueblo o aldea remota, lejos del dominio francés, elegían a cuatro o cinco diputados por el censo total de la provincia.

Así, para cubrir las plazas de quienes no podían estar presentes en Cádiz, se nombraron «a dedo» sustitutos residentes ya en Cádiz, ya en otras localidades no invadidas por el ejército francés, que ostentaron el cargo de diputados con todos los derechos inherentes al mismo. Igual sucedió con la representación americana, a la que habían de acudir 65 diputados, en clara minoría y desproporción con los de la península. Como no pudieron llegar a tiempo, sino unos pocos, fue cubierta por el mismo procedimiento y muchas veces por individuos que nada tenían que ver con las regiones de América. Además, por si todo esto fuera poco, el censo era muy defectuoso y no se podía saber con seguridad cuántos eran los representados, auque teóricamente, como hemos dicho, había un diputado representando a cincuenta mil ciudadanos.

Pueblo y Cortes no tenían absolutamente nada en común y no eran, pues, tan dispares en el procedimiento de elección las de Cádiz de las de Bayona, aunque la legislación salida de una y otra fuera bien diferente, como diferentes fueron también las circunstancias de ambas, aunque en las dos estaba presente la idea liberal nacida de las corrientes de pensamiento de la Revolución Francesa y plasmadas en la Constitución de aquel país elaborada en 1791.

Algo que en general se ignora es el hecho de que las primeras discusiones entre los diputados gaditanos conservadores (Aner y Valiente) y liberales (Muñoz Torrero y Artguelles), surgieron al no ser capaces de ponerse de acuerdo en la redacción del borrador constitucional. Por ello decidieron encargárselo a un jurista. Fue así como Don Antonio Sanz Romanillos, ex secretario de la Junta de Notables de Bayona y ex consejero del rey José I redactor de aquel texto constitucional, fue también el redactor de la Constitución de Cádiz{12}

III
Antecedentes históricos y promulgación de la Constitución de 1812

Siguiendo con el hilo de afianzar nuestras tres afirmaciones antes formuladas, insistiremos ahora en la manifestación antedicha que la primeraConstitución española, en rigor, no es la de Cádiz. Anterior a ésta es sin duda la de Bayona, pero la primera no es ni la una ni la otra, sino la llamada Ley Perpetua de 1520, votada en las Cortes de Ávila por las Comunidades de Castilla, reunidas por estamentos, como se hacía en la época medieval. Aunque por las razones que veremos no llegó a estar vigente, éste proyecto constitucional, incardinado en la viejas tradiciones de la monarquía castellana, sí es el primer intento moderno de recoger en un solo documento, los usos y costumbres ya antiguos, que regían la vida política de los distintos reinos españoles.

La Ley Perpetua trató de normativizar, compendiándolas en un solo cuerpo legal, las antiguas leyes y fueros que establecían las relaciones entre el Estado y el Pueblo, entendiendo que el Estado, de tamaño muy reducido comparado con el de hoy, estaba constituido poco más que por la voluntad real, frente a la cual el Pueblo alzaba su voz y exigía el cumplimiento de pactos y fueros de manera totalmente legal, formal y legítima.

Conviene tener en cuenta las palabras de Julio Nombela:

«La vieja y genuina Monarquía Española, en cuanto a libertades y franquicias, no ha sido superada, ni siquiera igualada, por la Revolución Francesa.» {13}

Lo que quiere decir que en los antiguos reinos españoles, ya existían constituciones que limitaban el poder real. El propio Jovellanos al establecerse las bases de la Constitución de Cádiz, ya hacía patente que su espíritu estaba insito en la conciencia política española; es decir: España ya tenía una «Constitución interna». Y ésta era heredera de las deliberaciones y costumbres de las antiguas Cortes medievales, las cuales establecían un verdadero pacto entre el Jefe del Estado y los estamentos sociales cuyo hilo conductor era, sin duda, el feudalismo, institución que pese a la enorme carga peyorativa de que goza al día de hoy, cumplió en su tiempo un importante papel{14} que es perfectamente explicable, justificable y comprensible, aunque detenernos en estas consideraciones excedería el ámbito del presente estudio.

La Ley Perpetua, redactada por la Junta de Procuradores de las Comunidades Castellanas, reunidos en Ávila el verano de 1520, resulta ser el verdadero y real antecedente constitucional hispánico moderno. Es, además, la plasmación en una nueva fórmula de las antiguas libertades de los distintos reinos españoles, interpretada por la ciudadanía castellana, como reino más evolucionado y desarrollado, junto con Aragón, quien también tenía una antigua tradición de libertades ante la autoridad real.{15}

Su intención era, no solamente imponerse en Castilla, sino en la España unificada por el matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en la persona de su nieto y heredero Carlos de Habsburgo. Éste era ya rey de toda España, aunque visto con gran recelo por un amplio sector no solo de la nobleza castellana, sino también del pueblo llano, tal como antes lo había sido su padre, Felipe I, llamado El Hermoso, rey de hecho, aunque el poder real, en puridad y por derecho, le correspondía a Doña Juana, su esposa, hija y heredera de los reinos unificados por los reyes católicos.

Fue frustrada en su aplicación la llamada Ley Perpetua de Ávila por la oposición feroz de Carlos V y de su corte de extranjeros flamencos, con el Cardenal Adriano de Utrech a la cabeza, y todos ellos muy mal vistos tanto por el pueblo como por la nobleza tradicional, quienes querían un monarca español, nacido y educado en España y, por lo mismo, con mentalidad netamente española.

El movimiento político comunero desarrollado entre 1519 y 1521 puede considerarse con toda propiedad como la primera piedra en la construcción de una España Estado-Nación, y la elaboración de la Ley Perpetua de Ávila, como el primer antecedente de una constitución española. Si analizamos con detalle el proceso y el documento en que se concreta, veremos cómo la Ley Perpetua de 1520 expresa los elementos propios de la Constitución Política Castellana, formalizados con meridiana claridad en un texto aprobado por los representantes -democráticamente elegidos, aunque por estamentos- de las principales ciudades de la Castilla del siglo XV y XVI.

Ni ésta ley, ni tampoco la convocatoria parlamentaria castellana, tuvieron lugar a iniciativa del rey, sino que nacieron de un movimiento popular, fuertemente consciente de su derecho a participar en las cuestiones del gobierno del reino, haciendo oír su voz y su criterio frente a las decisiones del rey y de su corte que, como queda ya dicho, producían en los dirigentes de opinión de la época y aún en los estamentos populares, una fuerte reacción de rechazo.

Fue, pues, su nacimiento a modo de Cortes Constituyentes y el criterio de ellas le es impuesto al rey elaborando una Ley Perpetua que no puede ser modificada ni por el propio rey, ni por Cortes ordinarias. Se establece en esta ley la total independencia de las Cortes como asamblea representativa de estamentos y ciudades con respecto a la Corona, la cual aparece como titular del poder ejecutivo y protectora del reino. Se fijan las funciones y modo de elección de los diputados (llamados también procuradores) como portavoces de los concejos y se declara la independencia y profesionalidad de los jueces.{16} Se reestructura la administración estableciéndose criterios de selección y controles objetivos del funcionariado. Igualmente se concretan garantías específicas judiciales a favor de la libertad y derechos de los ciudadanos y se reordenan los derechos de nacionalidad. Se establece una Hacienda Pública y un riguroso orden económico en beneficio del desarrollo material del reino, de su producción y de su comercio, prohibiéndose la injerencia de extranjeros y excluyéndolos del Ejército y de cualquier cargo público. Se regula también la elección de procuradores y de autoridades locales, dando autonomía a los municipios y ciudades para elegir a sus Ayuntamientos y a éstos para nombrar a los diputados en Cortes, sin intervención ni injerencia del rey ni del gobierno de la nación.

El pueblo castellano pretendía así establecer formalmente la primera monarquía constitucional de Europa pero, sin embargo, Carlos V, el monarca glorificado por la historiografía oficial, al frente de su corte de nobles y dignatarios extranjeros, apoyados por un grupo de caciques que se beneficiaban de la que se dio en llamar política imperial, combatieron aquella clarividente pretensión castellana desvirtuando sus esencias y sus principios en beneficio exclusivo de las ambiciones personales del rey flamenco, mucho más atento a sus intereses imperiales que al buen gobierno de España.

El Imperio de los Habsburgo terminaría por eliminar aquella dinámica castellana que se asomaba pletórica al mundo en los albores del siglo XVI. (Peralta, R. 2010)

La historiografía oficial, repetimos, no lo ha recogido así en su afán narcisista e impropio, y ¿por qué no decirlo? acomplejado, de engrandecer la memoria de los reyes de la Casa de Austria. Y en ésta líneas de pensamiento histórico, considera la política de Carlos V y de Felipe II como gloriosa hacedora de la grandeza de España, cosa absolutamente falsa, ya que aquel imperio europeo (no así el americano) fue la causa de nuestra decadencia política y de la ruina de nuestra hacienda.

El pueblo español a día de hoy, en su inmensa mayoría, ni sabe siquiera que haya existido la Ley Perpetua de Ávila y, por tanto, ignora su enorme influencia en el pensamiento político posterior, como, por ejemplo, que las discusiones y debates para redactar la Constitución de los Estados Unidos de América del Norte, habidos en la Convención Constituyente Americana, entre mayo y septiembre de 1787. En dichos debates se aludió en varias ocasiones, y tomándola como modelo, a la «Constitución de Ávila» elaborada 267 años antes. Lo mismo sucede con el hecho de que esta constitucionalización de la monarquía hispánica, es decir, su limitación jurídico objetiva, se anticipa en más de siglo y medio al modelo político británico resultante de la Gloriosa Revolución Inglesa de 1688.

Sin embargo, volviendo a las Cortes de Cádiz, no podemos obviar que los diputados que las compusieron, realizaron, entre muchos debates, contradicciones, peleas verbales, recelos y ambiciones políticas, una Constitución, promulgada el 19 de Marzo de 1812, que, como elaborada por un selecto grupo de ilustrados, encarnaba los más altos ideales de libertades civiles y políticas y un conjunto de valores sociales altamente modernos, sobre todo si tenemos en cuenta la época de su discusión y puesta en vigor. Inspirada en los principios de la Constitución francesa, nacida de la Revolución de 1789, mejoraba en ciertos aspectos el espíritu de ésta y consagró el término «Liberal», que tomó carta de naturaleza en Europa y en el mundo a partir de las libertades plasmadas en los debates gaditanos. Estableció igualmente un principio de democracia que, andando el tiempo, habría de ser el ideal político de todos los Estados modernos. Pero, precisamente por su anticipación ilustrada y su progresismo, la Constitución gaditana no se hizo con el acuerdo popular, ni siquiera con un conocimiento cabal del pueblo de lo que se estaba desarrollando en la Iglesia de San Felipe Neri, porque en realidad, todas aquellas discusiones y debates se hicieron de espaldas a él. Para el pueblo español, inculto y apegado a las tradiciones absolutistas del Antiguo Régimen, las Cortes no significaban otra cosa que el depósito de la autoridad real, en virtud del cual gobernaban el reino en su guerra contra Napoleón, por la lamentada ausencia de su amado Fernando VII. Sus disposiciones y decretos eran obedecidos única y exclusivamente por éste aspecto de la cuestión, y el pueblo era completamente ajeno a los debates de las Cortes puesto que para él las sutilezas políticas de la libertad, la democracia y la soberanía nacional, eran asuntos que ni le interesaban ni le concernían, porque no los entendía en absoluto. En otras palabras: aquellas Cortes ni representaban al pueblo, ni su ideología era compartida por éste.

Sin embargo, en cuanto aquella Carta Magna cobró vigencia, habría de ser piedra y motivo de contradicción entre los propios españoles, causa de guerras civiles y de un sin número de desgracias que solamente el triunfo liberal, ya bien entrado el siglo XIX, pudo superarlas.

Aunque fueron otras las constituciones liberales que estuvieron vigentes en España durante mucho más tiempo que la de Cádiz, fue la Constitución del 12 tan adelantada a su tiempo, que sirvió de base a las constituciones liberales del Piemonte y de Nápoles, siendo además traducida a todas las lenguas más importantes de Europa. La vocación de progreso y de modernidad de la Constitución de 1812, es evidente. Así el hecho de abolir la odiada Inquisición y de establecer nuevos mecanismos políticos de igualdad y el esfuerzo por proceder a la recepción de las ideas de los revolucionarios franceses de 1789, tales como la de los derechos humanos, soberanía nacional, libertad de expresión, etc., significan un claro avance social y político, pero ello no empece al hecho de que su redacción y su germen, no obedecían a los deseos populares, sino a los criterios de unas elites de ilustrados. El pueblo odiaba el liberalismo, los principios de la Constitución de Cádiz, como más adelante veremos, eran perfectamente ignorados o repelidos por el pueblo (Espoz y Mina, 1851:339, vol. IV). Para éste el liberalismo no significaba otra cosa que el bienestar de la burguesía y el enriquecimiento de los económicamente poderosos. Fue precisamente el estrato social más bajo el que más agriamente hubo de padecer las consecuencias de la constitución gaditana:

Los campesinos vieron que las tierras pasaban de manos de unos terratenientes a otros, en el mejor de los casos. La mayoría de los «señores» pasaron a ser, merced a intrincados manejos jurídicos, «propietarios». Las reformas liberales, pues, no variaron en nada la penosa e injusta situación del campesino. Aunque con distinta denominación, el feudalismo agrario permanecía intacto. (Carles Clemente, J. 1985:28).

Abundando en este criterio, Agustín Argüelles ha escrito que, a partir de la Constitución gaditana el clero y la magistratura formaron la gran confederación que hundiría el sistema constitucional.

Alarmadas, pues, aquellas dos clases al ver que con la abolición de los señoríos el poder de las cortes era irresistible, desde luego se propusieron destruirlas y aniquilar de este modo una institución que consideraban origen y fundamento de toda reforma (...). Aquellas dos clases fueron las que principalmente fundaron el partido anticonstitucional bajo principios de oposición constante y sistemática, ofreciendo apoyo y sirviendo de centro común a todos los que, viviendo de abusos, errores y vicios en los diversos ramos de la administración pública, aborrecían como ellos el sujetarse a la responsabilidad efectiva de las leyes y al juicio y censura de la opinión ilustrada. Asociados unos y otros en forma o manera de liga, se conjuraron para estorbar por todos los medios imaginables el establecimiento del gobierno representativo. (Argüelles, A. 1970:231-232)

Por eso el grito de ¡Vivan las caenas! que la historiografía liberal nos ha transmitido como paradigma de atraso e incultura de la plebe, obedecía a razones mucho más profundas cuales eran que ésta veía en el absolutismo un orden de convivencia más acorde con sus necesidades y, además, el liberalismo representaba una ruptura del sistema que no le transmitía percepciones de progreso ni de movilidad social e iba contra la costumbre, muy arraigada, de considerar al rey absoluto como la institución básica del Estado (Rey neto). (Palacio Atard, V.1978:75)

No es menos cierto, sin embargo, que cundo nos referimos en general al pueblo, lo hacemos con la vista puesta en la inmensa mayoría de España, que entonces era rural y agraria, con un enorme índice de analfabetismo{17} y sometida incondicionalmente a una influencia muy fuerte del bajo clero, poco o nada culto, y que, a su vez, simpatizaba profundamente con las ideas absolutistas. Por eso el liberalismo fue más bien un movimiento o estilo político urbano, porque fue la burguesía más culta y también más incardinada en el tráfico mercantil, la defensora a ultranza de las ideas liberales y gracias a la influencia de ésta clase culta y adinerada, logró el liberalismo imponerse frente a la mentalidad más cerrada del pueblo bajo.

De todos modos asegurar, como dice Artola, que el júbilo con el que nación recibió a Fernando VII a su vuelta de Valencay es una prueba de la degradación que a había llegado el pueblo español, casa muy mal con las hagiografías y alabanzas que de ése mismo pueblo hacen otros autores cuando «se levantó espontánea y heroicamente el dos de Mayo contra Napoleón»

Las ideas de libertad política y social fueron, como se sabe, importadas de la revolución francesa de 1789, traídas posteriormente a España por los que, como consecuencia de sus exilios, habían conocido otros horizontes y otros sistemas políticos en los que habían vivido siempre con la esperanza de volver a España y de cambiar el sistema imperante, pues, como dice Llorens, concretamente de los exiliados en Londres:

La mayoría, lejos de dispersarse por la gran ciudad, se concentró en un barrio modesto, Somers Town, donde habían vivido antes numerosos emigrados franceses de la época de la Revolución. Allí fueron a parar también los constitucionales españoles; allí puede decirse que se recluyeron muchos de ellos, casi aislados del mundo que les rodeaba (...) Viviendo de un modo provisional, animados tan solo por la esperanza del retorno, ni siquiera se familiarizaron con la lengua ajena. (Llorens, V.1979:42).

Por eso quienes no tuvieron necesidad de buscarse la vida y el refugio personal fuera de España, que eran la inmensa mayoría del pueblo, continuaban apegados a ideas de inmovilismo social y de convicciones políticas aún incardinadas en las bases ideológicas del Antiguo Régimen. Quizás de aquí, de esta situación contradictoria, y de las dos formas diferentes de ver el mundo, nazcan las raíces del eterno y trágico pleito posterior de las llamadas dos Españas y, desde luego, como más adelante habremos de ver, las del carlismo. (Carles Clement,J. 1982:198)

Abundando en esta afirmación de que el pueblo era muy distante a las ideas gaditanas, seguimos al profesor José Luis Comellas que ha escrito:

Como escribe Juan Gabriel del Moral en sus memorias, «Cuando Fernando VII entró en España, ya no había Constitución, ni señales de que la hubo» Quizá sea más exacto decir que esas señales fueron destruidas en el mismo momento en que el monarca cruzó la frontera. Todos los testimonios de la época coinciden en que las gentes, por doquier, rompieron o pisotearon las simbólicas lápidas constitucionales, y, antes de que el propio rey tomara decisión alguna, cambiaron el nombra de la plaza mayor de cada pueblo o ciudad: de plaza de la Constitución pasó a llamarse plaza de Fernando VII.

Se vio entonces mejor que nunca -aunque desde tiempo antes había motivo suficiente para adivinarlo- que si el naciente liberalismo proclamado por las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812 era respaldado por personas pertenecientes a las clases medias ilustradas, la mayoría del pueblo español o no comprendía aquellas reformas, o las aborrecía, considerándolas contrarias a la tradición española, o, más aún, sospechosamente afines a las que los derrotados invasores franceses había tratado de imponer. Estos dos hechos, la ruptura con una tradición secular, y su parecido con las «máximas francesas», hacían muy difícil que las reformas realizadas entre 1810 y 1814 pudieran ser aceptadas por la mayoría del pueblo español. (1998:67)

IV
Primera abolición de la Constitución de 1812

Al finalizar la guerra contra Napoleón en 1814, Fernando VII es restaurado como rey de España y vuelve al país entre las continuas y jubilosas manifestaciones del pueblo, que ve en su llegada la reanudación de la normalidad y el restablecimiento de la autoridad encarnada en su añorada persona, la cual nunca dejó de ser considerada como la encarnación de la legitimidad dinástica.

Por Decreto de 4 de mayo de 1814, Fernando VII derogó la Constitución de 1812 y todas las disposiciones dictadas en su desarrollo, «como si no hubiesen existido nunca en el tiempo» y a partir de esa fecha fueron restableciéndose las del Antiguo Régimen Absolutista aunque, como afirma algún autor, bajo la promesa de redactar una nueva Constitución. Pero si bien la Constitución de 1812 fue hecha enteramente en beneficio del pueblo, a éste las disquisiciones y fundamentos constitucionales no le decían absolutamente nada

Así pues, cuando Fernando VII decreta la abolición de la Constitución de Cádiz, no se produce, en rigor, un hecho puramente arbitrario del rey. Se corresponde con un movimiento general en España y con el llamado Manifiesto de los Persas. Uno de los grandes mitos de nuestra historia es aquel que glorifica a las Cortes de Cádiz como un hito de liberalismo y de democracia. Estas cortes, como ya hemos visto, nada tenían de democráticas, eran por su naturaleza estamentales y, en realidad, no representaban absolutamente a nadie. España estaba invadida y ocupada por Napoleón, los intelectuales y los burgueses eran en su mayoría afrancesados, las Juntas de Defensa y la de Regencia eran respaldadas militarmente por partidas irregulares de guerrilleros y, en definitiva, la guerra de la independencia no la ganaron las tropas españolas, esta es otra de las falsedades transmitidas por la mala enseñanza de la Historia de España. La Guerra de la Independencia la ganaron las tropas inglesas y sus aliadas (Wellington). Por otra parte las Cortes de Cádiz estaban imbuidas, por parte de los elementos liberales, de las propias ideas revolucionarias francesas que representaba Napoleón. A mayor abundamiento la facción de los llamados serviles, aún le eran perfectamente fieles a Fernando VII y al absolutismo. El sentimiento general del pueblo, no se olvide, nada tenía que ver con la Constitución de Cádiz.

De todos modos, en la España de 1810, el pueblo no estaba por la labor de modificar, ni menos aún, de sustituir las instituciones del antiguo régimen. Enraizada en su sentir colectivo la idea del sometimiento al monarca, del respeto y de la aceptación de las autoridades tradicionales, no podía ver con buenos ojos el cambio que se avecinaba. Incluso cuando se eligieron diputados para las revolucionarias Cortes de Cádiz y para dirigentes de las Juntas, el poco papel que jugaron las clases populares en dicha elección es evidente y, para mayor abundamiento, dentro de este escaso protagonismo popular, como dice Martínez de la Rosa:

El pueblo nombró para que le gobernasen aquellos cuerpos y personas a quienes tenía costumbre de obedecer y reverenciar (Cit. Palacio Atard, V. 1978:36)

Por eso la inmensa mayoría de los diputados eran sacerdotes, nobles, militares o burgueses ilustrados (ver apéndice)

Así pues, el acto voluntarista de Fernando VII aboliendo la Constitución, si bien era absolutamente antiliberal, fue perfectamente democrático, pues el pueblo, situado cultural, ideológica y mentalmente a años luz de los legisladores de Cádiz, como aseguraba el General Espoz y Mina, odiaba el liberalismo y la Constitución{18}. Quería cumplir únicamente la voluntad de su adorado y deseado rey Fernando VII.

He aquí una muestra del pensamiento popular de la época fernandina que confirma nuestro aserto:

«Hay en Madrid por esta época -y desde hace bastante tiempo -unos seres popularmente conocidos como flamasones. (El francmasón galicista se ha convertido en boca de la plebe celtíbera en flamasón). Con los flamasones se hallan muy a mal los buenos españoles, que constituyen la inmensa mayoría: el pueblo, casi en masa, la aristocracia, las tres cuartas partes del Ejército, las dos terceras partes de la burguesía civil y el clero en su totalidad. El resto no está a mal con los flamasones. Pero es porque el resto no lo constituyen los buenos españoles y son flamasones ellos mismos. O liberales y negros, que es peor.

Esta gente negra extravagante y nociva proclama inauditas doctrinas. Quieren que el rey sea rey, y que lo sea de España -si no hay otro remedio - Don Fernando VII. Pero opinan que la nación, con todos los españoles que tiene dentro, significa algo, y también debe intervenir en el gobierno del reino por medio de sus representantes. Defienden una cosa absurda que llaman Cortes, y otro cierto artilugio que llaman Constitución. Afirman que sin ambas cosas el rey no debe gobernar. Si gobierna, ellos -los liberales- se oponen, protestan, conspiran, imprimen hojas clandestinas, en prosa y verso. Y si es preciso -que no deja de serlo- , mueren por sus ideales.

Por fortuna, tales ideas las mantienen pocas personas en el país. La mayoría sabe perfectamente (y no serán bastantes todas las malignas teorías de extranjis para conocerlo), que el único que puede mandar en España es el rey. Y el rey tiene que ser absoluto y Neto. Y además católico, como vocifera muy bien por estas plazas el padre Pajarito con su pico de oro.

Los flamasones son, pues, gente malvada y viciosa, digna toda ella de bailar en la horca. Así lo dicen las personas mayores -con raras excepciones- y así lo repiten los chicos en sus peleas y travesuras, aplicando el mote como cruel afrenta a los adversarios y los enemigos. Por eso cada bando guerrero en las riñas y pedrizas lanza este motejo envenenado de flamasón o negro al bando contrario». (Espina, A. «Cosas de Madrid» 1996: 67)

A la muerte de Fernando VII en 1833, la maquinaria del Estado estaba en manos de los liberales. El testamento instituía como sucesora a Isabel II y nombraba Reina Gobernadora a Maria Cristina, esposa del Rey. Durante la enfermedad del monarca y ante las pretensiones carlistas, la Corona se alía con los liberales concediendo una amplía amnistía e inicia un reformismo moderado que topa con la oposición carlista (en parte por motivos dinásticos, en parte por motivos socioeconómicos y en parte por la cuestión foral).

La pretensión de abrir el sistema político a la participación de los liberales moderados se hará mediante la elaboración de una norma, el EstatutoReal, con vocación transitoria. Fracasada la reforma de Cea Bermúdez, la Regente (en 1834) encarga la formación del Gobierno a Martínez de la Rosa quien, junto a Garelly y Javier de Burgos, será autor de dicho Estatuto Real (que será sancionado el 10 de abril de ese mismo año).

Cabe hacer aquí una reflexión sobre la democracia y sobre el liberalismo, conceptos que la gente confunde lamentablemente, pues como dice Ortega se puede ser muy liberal y nada democrático y, al revés.

El concepto de democracia liberal es relativamente nuevo. En realidad, ambos conceptos por separado existieron hace ya mucho tiempo. El de democracia, desde la Grecia antigua y el de liberalismo, como sistema de gobierno, desde el siglo XVIII, pero fundidos en una sola e inseparable idea política, solamente desde muy a finales del siglo XIX, pues conjugar democracia y liberalismo no es una tarea fácil, ya que en ciertos aspectos existen contradicciones formales y aún materiales entre ambos términos. Tanto es así que Vallespín llama a la democracia liberal «el centauro transmoderno», considerando liberalismo y democracia tan difíciles de maridar, como crear un ser mitad hombre, mitad caballo.{19}

Las notas definitorias del sistema liberal-democrático son, según Torcuato Fernández-Miranda: Individualismo, nomocracia, sufragio universal, separación de poderes y un sistema parlamentario representativo voluntarista.{20} Hoy una democracia si no es a la vez liberal es inconcebible, pues no hay tiranía peor que la difusa del «demos»{21}, en tanto que el liberalismo trata de poner freno al poder, lo ejerza quien lo ejerza, porque las mayorías no tienen necesariamente la razón y buena prueba de ello es que Hitler llegó al poder por procedimientos escrupulosamente democráticos y lo primero que hizo al alcanzarlo fue suprimir todas las libertades, instaurando una dictadura feroz, tanto como la de Stalin, quien decía, siguiendo a Marx y su teoría de la dictadura del proletariado, que Rusia era una verdadera democracia ya que allí mandaba la clase obrera y ésta constituía la inmensa mayoría del pueblo ruso.

Por eso el slogan de que en unas elecciones el único que no se equivoca es el pueblo, no se tiene en pié, pues es el pueblo el único que puede equivocarse, como en ocasiones ya antiguas ya recientes ha sucedido.

V
Otras consideraciones

En el proyecto constitucional gaditano el bicameralismo fue totalmente rechazado por los padres de las Cortes y se decidió que éstas formaran una cámara única, pues como dice el ya aludido Blasco Ibáñez:

La implantación del modelo bicameral en un estado unitario, solo se explicaría como una reminiscencia feudal, al resucitar una cámara popular y otra privilegiada.

Pero no fue solamente el pueblo quien dio las espaldas a la Constitución del 12, durante todo el llamado trienio constitucional. En las Cortes y en las calles los diversos grupos políticos lucharon ardientemente entre sí, unos a favor y otros en contra de ella. Así había un numeroso grupo realista que defendía ardientemente el absolutismo regio, en tanto que los liberales exaltados defendían el constitucionalismo ardientemente y en sus sociedades secretas y masónicas (Café Lorenzini, Café La Fontana de Oro, Café La Cruz de Malta) así como en las logias masónicas y en las comuneras, tanto los hijos de la Viuda, como los hijos de Padilla, conspiraban para orillar y desplazar a los realistas, en tanto que los liberales moderados, a caballo de ambas tendencias, eran incapaces de cohonestar una y otra postura. Y entre tanto el rey, obligado por sus ministros a hacer continuos elogios de la Constitución, era muchas veces zaherido por los exaltados que prohibieron el grito de ¡Viva el Rey!, considerándolo sedicioso e imponiendo el más de su gusto: ¡Viva el Rey Constitucional!

Cabe hacerse una pregunta bastante lógica: ¿Por qué los liberales, tanto exaltados como moderados, no prescindieron de Fernando VII, bien creando una república, bien eligiendo a su hermano Carlos o a otro miembro de la familia real, si preferían la forma de estado monárquica? Pues muy sencillo, porque unos y otros sabían que sin la figura de Fernando VII nada de lo que hicieran sería aceptado por el pueblo, que había hecho del rey un ídolo. Así Fernando a rastras de liberales y de realistas, hubo de transigir, aceptar y mantenerse en el trono como fuera, pero sabiendo y teniendo claro que el pueblo era a él a quien quería y no a las reformas constitucionales. Precisamente por eso y no por otra razón, cuando los franceses nos volvieron a invadir con sus Cien mil Hijos de San Luis, al revés de lo que sucedió el dos de mayo de 1808, el pueblo los recibió, unas veces con aclamaciones, otras con simpatía y, en el peor de los casos, al menos sin hostilidad, porque esta vez Francia nos venía a devolver fortaleciéndola en su absolutismo la figura de Fernando VII, mientras que la vez anterior había venido a destronarle.

Al enjuiciar el comportamiento del pueblo con el Rey y aún al reflexionar sobre la conducta de éste para con el pueblo, no podemos por menos de dar un gran salto atrás en la historia y remontarnos a la Italia del Renacimiento y más concretamente a un libro que pretendió ser norma de la política regia del siglo XV, «El Príncipe» porque vienen aquí como anillo al dedo aquellos consejos que Maquiavelo, trescientos años antes ya había dado al príncipe, tanto para conservar su principado, como para ejercer el buen gobierno del mismo.{22} Es curioso que Fernando VII, muy probablemente, sin haberlos leído, los cumplía a la perfección:

El príncipe tiene que contar con un ánimo dispuesto a moverse según los vientos de la fortuna y la variación de las circunstancias se lo exijan.

A un príncipe le conviene contar con la amistad de su pueblo, de lo contrario no tendrá remedio en la adversidad.

A un príncipe no deben preocuparle las conjuras de los poderosos si cuenta con la amistad de su pueblo.{23}

∗∗∗

En conclusión: No hay muchos motivos para exaltar el democratismo de la Constitución del 12, que si bien ya hemos visto cómo fueron elegidas en 1810 las Cortes y su escasa representatividad, fueron abolidas merced al grito del pueblo, al manifiesto de los Persas y al apoyo que el Ejército, representado por el General Elío, prestó a Fernando VII, quien in mente ya traía el propósito de abolirla. Un golpe de estado, se dirá, por parte del rey y del ejército. Efectivamente, así fue, pero otro golpe de estado, el del General Riego y sus superiores jerárquicos, la volvió a imponer y tras vicisitudes y luchas, la Santa Alianza, otra vez militarmente la abolió y, cuando ya difunto Fernando VII, la gobernadora María Cristina volvió a proclamarla, fue también gracias a otro golpe de estado protagonizado por los sargentos de la guardia real en La Granja. Así que el pueblo, o sea la democracia, jugó un papel nulo en la elaboración, las alteraciones y la vigencia de la Constitución de Cádiz, la cual, insistimos en que siendo profundamente liberal, era nulamente democrática.

No es dable, pues, hacer apología del democratismo constitucional español del siglo XIX pues, por lo que hemos visto, se hizo de espaldas al pueblo y, a pesar de la admiración que causó en algunos países de Europa, nunca fue sometida a referéndum.

Y, finalmente, haremos una reflexión sobre aquella constitución, comparándola con la actual, porque los prohombres de Cádiz en aquellas Cortes, sin ser democráticas, ni representativas stricto sensu, sí que tenían una idea de España y de la Modernidad bastante más plausible que la que aportaron los padres de la actual Constitución española, los cuales merced al llamado Estado de la Autonomías, abrieron las puertas para retornar a España a los tiempos pretéritos en que los diversos Estados componentes del territorio español tenían distintas leyes y distintos gobiernos, Y así cometieron la terrible equivocación de constituir una especie de estado federal que ya durante la primera república dio nefastos resultados. Sin embargo, las Cortes de Cádiz, hace ya doscientos años, con mucha más perspicacia, sentido de estado y lucidez, se negaron a establecer un estado federal, pues entendían que España había superado dicho estadio de de desarrollo político. Así lo entendían también las Juntas, pues, a modo de ejemplo, citaremos las ordenanzas de la Junta de Cataluña, que exigía a sus vocales:

«¿Jura Vd. contribuir con todas sus fuerzas a que se verifique la unión de todas las provincias en un gobierno superior?»

Jovellanos y Quintana en 1808 rechazaron severamente la opción federalista, al igual que lo haría más tarde Martínez de la Rosa pues para ellos federalismo era sinónimo de anarquía.

Jovellanos escribió:

«Ninguna constitución política puede ser buena si le faltare unidad y nada más contrario a la unidad que las varias constituciones municipales y privilegiadas de algunos pueblos y provincias»

Y Quintana sostenía que las Cortes tenían que elaborar una Constitución que:

«(...) hiciera de todas las provincias que componen éste Monarquía una nación verdaderamente una. En ella deben cesar a los ojos de la ley las distinciones entre valencianos, aragoneses, castellanos, vizcaínos, todos ellos deben ser españoles» {24}

El proyecto de Constitución comenzó a debatirse en 1811, para aprobarse en 11 de marzo de 1912 y su preámbulo fue obra de Argüelles.

Tres tendencias, o si se quiere, tres partidos políticos, había en las Cortes: Realistas o Serviles, Liberales Moderados, Liberales Exaltados, y un pretendido sector republicano, del que no hay constancia documentada, aunque sí algunos indicios (interpretados, a mi juicio sin base, por Blasco Ibáñez y por Alcalá Galiano), como es el hecho de que los diputados, liberales de las dos tendencias, aunque no los llamados serviles, estuvieron de acuerdo en establecer que la soberanía residía en la Nación y no en ninguna persona real. He aquí que la Ley Perpetua de 1529 establecía que la soberanía residía esencialmente en la Comunidad (Espina, A. Op. Cit..71) lo que salvando tiempo y circunstancias viene a ser lo mismo.

En cuanto al pretendido republicanismo gaditano, expresado de forma poco rigurosa por los antedichos, ha sido en la actualidad reivindicado por algunos autores y, sobre todo, por un pequeño grupúsculo de políticos izquierdistas afines a la idea republicana y, desde luego, nostálgicos de la injustamente glorificada Segunda República. Creemos, sin embargo, que ésta actitud responde más a un deseo partidista retrospectivo que trata de idealizar y legitimar la idea de que la república es más útil y democrática que la monarquía.

Sin embargo y a pesar de cuantos intentos literarios se traten de hacer para consolidar ésta visión rompedora con la monarquía de cierto sector de los padres de la Constitución de Cádiz, la lectura de los primeros artículos desmonta por completo una afirmación tan traída por los pelos, porque la consagración de la forma monárquica, según las actas de las sesiones, no fue en ningún momento puesta en debate, ni contradicha por ningún diputado, y menos aún por un grupo de ellos. Lo mismo sucedió con la declaración solemne de que la religión católica sería la única y perpetua del Estado. Esta proposición fue entusiásticamente aprobada por el pleno cameral, junto con la forma monárquica, respondiendo a un sentimiento absolutamente unánime de los padres constituyentes, quienes también definieron a España como «La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios», dando un sentido hispanoamericano al Imperio y a la Corona.

Muchos años después, durante el Sexenio Democrático que se inicia con la Gloriosa Revolución de 1868, el «hombre fuerte» de España y factotum de la revolución que destronó a Isabel II, el general Prim, no dudó ni por un momento, a pesar de que entonces sí que existía ya un partido republicano, que la única forma viable de Estado en España era la monarquía parlamentaria, a pesar de las inmensas dificultades que comportaba encontrar un rey para el trono español.

Tanta razón tuvo Prim que, a pesar del fracaso de la monarquía saboyana, mayor aún fue el fracaso de la irregularmente nacida Primera República, paradigma de errores históricos y políticos en cuya consideración no vamos a entrar aquí.

De la Segunda República, nacida igualmente de forma irregular, ya que fue fruto de unas elecciones municipales, que no tenían poder legítimo ni constitucional para cambiar el régimen, es tema para un estudio separado del nuestro y solamente queremos dejar hecho mérito aquí del poco arraigo que el sistema republicano tuvo siempre en la raíz y esencia del pueblo español para cuya lengua, en sentido coloquial, la mera palabra «república» es sinónimo de desorden y, si se me apura, de catástrofe.

Por lo que atañe al pretendido sentimiento republicano de un sector de los diputados de las Cortes de Cádiz, nos atenemos al siguiente párrafo:

En España no hubo un grupo republicano de cierta consistencia organizativa e ideológica hasta la segunda mitad del siglo XIX. En las Cortes de Cádiz, desde luego, ningún Diputado se manifestó a favor de la República, ni siquiera entre los Diputados americanos. Esta forma de gobierno se identificaba en aquella Asamblea con la democracia directa de la Antigüedad, con los excesos de la Convención francesa de 1793 y con el federalismo de los Estados Unidos. Si el ejemplo de las polis griegas y de la República romana resultaba impracticable y opuesto al sistema representativo, el régimen de guillotina y terror les repugnaba profundamente. En cuanto al modelo norteamericano, tanto a los Diputados realistas como a los liberales de la metrópoli, les parecía tan lejano ideológica como geográficamente, sin que los americanos llegasen a reivindicarlo nunca de forma expresa.{25}

Y para finalizar diremos algo que la inmensa mayoría de los españoles ignora porque nadie se lo ha explicado o, mejor dicho, las ideologías que rigen la pésima enseñanza de la Historia de España lo han ocultado cuidadosamente.

Aunque parezca mentira, la Constitución de Cádiz de 1812 careció de legalidad. Le faltó para ello algo tan elemental como haber elaborada por genuinos representantes del pueblo, pues ya hemos visto como la elección de diputados fue una verdadera farsa. Le faltó también para ratificar su legalidad el haber sido sometida al referéndum de toda la nación, lo cual aún abunda más en nuestra afirmación de que aquellas Cortes tenían poco o nada de democráticas. El pueblo, ajeno a sus debates y al texto constitucional de ellos nacido, tuvo que aceptar la Constitución de 1812 sin rechistar, o al menos eso es lo que pretendieron los diputados gaditanos y la Junta Suprema, entidad ésta última de cuya ineficiencia e irrelevancia podrían escribirse libros enteros.

El pueblo, no obstante, ya lo hemos dicho líneas arriba, en principio vio y consideró la labor de las Cortes, sobre todo en lo concerniente a sus decretos y disposiciones previas o simultáneas a la discusión constitucional, como una continuidad de la voluntad real secuestrada, y entendió que en ausencia de su amado Fernando VII, las Cortes recogían el testigo de la gobernación de país y que constituían la oposición nacional a la invasión napoleónica. Por ello obedeció con entusiasmo la labor legislativa gaditana, pero no sospechó siquiera que la Constitución que se estaba elaborando fuera a erigirse como una barrera al poder absoluto del rey. La desinformación popular era a éste respecto, como a otros muchos, absolutamente total y aunque ahora en plena «era de la información» esto parezca increíble, lo cierto es que la época decimonónica no se distinguía ni por la ilustración popular (80% de analfabetos) ni por una suficiente diseminación informativa. Menos aún por una formación política y social del pueblo suficiente para comprender de forma aceptablemente o mínima cual era el espíritu de los legisladores de Cádiz.

Sin embargo todo lo antedicho no empece en absoluto al hecho de que las elites que alumbraron la Constitución gaditana recogieron en ella cuanto de sano liberalismo y de brillante ilustración había en la España de su tiempo.

Su aportación al constitucionalismo europeo fue de gran magnitud y fue acogida como propia por varias naciones en los años 46-48 del siglo que es cuando en toda Europa (Estados Vaticanos incluidos), tiene lugar la gran revolución constitucionalista y liberal. Es entonces cuando las palabras liberal y liberalismo fueron una aportación política española y constituyeron un auténtico tributo a la iniciativa de nuestros próceres legisladores.

Pero la Constitución, pese a todos estos rasgos de excelencia y de iniciativa pionera en la Europa del XIX, fue hecha, guste o no, a espaldas del pueblo y su aspecto más negativo es que desafortunadamente no contribuyó en absoluto a establecer un régimen de paz y de prosperidad en España.

Nació la Constitución bajo el signo de la violencia y bajo el mismo signo se desarrollaron tanto sus periodos de vigencia como de latencia. Fue puesta en vigor el día 19 de Marzo de 1812 gracias a una guerra, la de la Independencia. Después abolida por un golpe de estado que a su regreso a España en 1818 dio el propio rey Fernando VII apoyado, todo hay que decirlo, por una parte del Ejército, por otra parte significativa de los diputados gaditanos (los llamados «Persas») y por el propio pueblo español en su inmensa mayoría.

Fue vuelta a poner en vigor por el pronunciamiento militar de Riego en Cabezas de San Juan y la subsiguiente rebelión de gran parte del Ejército en 1820. De nuevo abolida por otro golpe militar, ésta vez los Cien Mil Hijos de San Luis en 1823, y, tras la llamada «Década Ominosa», vuelta a poner en vigencia por el pronunciamiento de los Sargentos de la Guardia del Palacio de la Granja el 12 de Agosto de 1836, los cuales obligaron a la Reina Gobernadora, María Cristina De Borbón, a reponerla, sustituyendo al Estatuto Real de Martínez de la Rosa.

Insistimos en que, incluso durante sus periodos de vigencia, fue motivo de enfrentamientos políticos, disensiones sociales e incluso de guerras intestinas.

No trajo pues nunca la paz a España. Más bien todo lo contrario y, además, como un claro argumento contra quienes ahora, en ésta efeméride de sus doscientos años, pregonan su democratismo, hemos de contradecirles porque a la Constitución de 1812 le faltó algo fundamental para ser verdaderamente democrática, pues aparte de las irregularidades y arbitrariedades en virtud de las cuales fueron elegidos de sus diputados, que ya hemos comentado antes, nunca fue sometida al referendum de la Nación, requisito imprescindible en Derecho Político y Constitucional para legitimar la norma jurídica fundamental de un país.

APÉNDICE

Listado profesional de los diputados en Cádiz:

Eclesiásticos

97

Títulos del reino

8

Militares

37

Catedráticos

16

Abogados

60

Funcionarios públicos

55

Propietarios

15

Marinos

9

Comerciantes

5

Escritores

4

Médicos

2

(Listado según Fernández. Almagro: «Orígenes del régimen constitucional en España»)

Diputados asturianos:

Agustín Argüelles (el Divino)

Francisco Calello Miranda (abogado)

Alonso Cañedo y Vigil (canónigo)

Pedro Inguanzo (canónigo)

Francisco José Sierra y Llanes (coronel)

José Queipo de Llano (conde de Toreno y diputado no por Asturias, sino por León)

Felipe Vázquez Canga (catedrático de la Universidad de Oviedo)

Andrés Ángel de la Vega Infanzón (de igual título que el anterior)

Bibliografía y fuentes:

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Zweig, S. (1951) «Maria Antonieta» Editorial Juventud. Barcelona.

Notas

{1} La primera generación fundacional de «Annales» la constituyeron Favre y Bloch, con sus discípulos, uno de los cuales, Ferdinand Braudel, continuó brillantemente el trabajo historiográfico de sus predecesores.

{2} Marañón Posadillo, G. Las ideas biológicas de P. Feijoo.

{3} Blasco Ibáñez, V.2007 Las Cortes de Cádiz. Historia de la Revolución Española (pp. 75-76)

{4} Cit.: Álvarez Balbuena, F. 2010. Figuras y paisajes políticos de la España del XIX (p. 24)

{5} Fuentes Mases, J. 1984: 139-140. vol. II)

{6} Seco Serrano, C. (1986:32)

{7} Riego, por sí solo y con su pronunciamiento, no fue el reimplantador de la Constitución del 12, pues en realidad su alzamiento fue un rotundo fracaso. Un movimiento militar mucho más extenso en casi todo el país, fue la verdadera causa de la vuelta al sistema constitucional, aunque la tantas veces aludida historiografía liberal, ha consagrado a Riego como del héroe antiabsolutista y motor del cambio político en 1820. (vid. «Rafael del Riego, el héroe que perdió un imperio», en «Figuras y Paisajes políticos de la España del XIX» (Álvarez Balbuena, F. 2010:37 y sgts.)

{8} En Cataluña se había constituido un grupo realista y absolutista muy cohesionado que había establecido en Urgell una Junta de Regencia (Regencia de Urgell) que siempre hizo guerra contra los partidarios de la Constitución de Cádiz.

{9} Cierva, R de la. (1997) «Historia total de España»

{10} Las Cortes medievales, establecían tribunales independientes del poder ejecutivo (Ejemplo: El Justicia Mayor en Aragón) y vetaban la voluntad real a la hora de recabar impuestos de forma excesiva o indiscriminada.

{11} Blasco Ibáñez, V. Op. Cit. (p.159)

{12} J. Paredes (coordinador), Historia Contemporánea de España (Barcelona, 2004 pag. 63)

{13} Nombela, J. 1976, Impresiones y recuerdos

{14} Maurois A. (1973 )

{15} Recuérdese la fórmula del juramento real en el reino aragonés, en que los estamentos y la nobleza, decían al rey: «Nos que somos tanto como vos y todos juntos más que vos, os nombramos principal entre los iguales, para que defendáis nuestras libertades y fueros. Y si no, no»

{16} Véase como más de doscientos años antes de las formulaciones políticas de Hobbes, Locke y Montesquieu, la separación de poderes era ya en España un sentimiento incardinado en la conciencia popular.

{17} Los índices de analfabetismo durante todo el siglo XIX fueron muy elevados. Existen diversos estudios y, según cada uno de ellos, diversas cifras, pero, aún suponiendo que todos ellos carezcan de una exactitud absoluta, la cifra de un 80% de analfabetos, parece ser la más cercana a la realidad social de la época.

{18} Juana de Vega , editora. Memorias del General Espoz y Mina. (1851, p.339, volumen. IV)

{19} Vallespín El Centauro transmoderno

{20} Fdz-Miranda. El problema político de nuestro tiempo

{21} Ortega, Reflexiones sobre los Castillos, El Espectador.

{22} El Prícipe fue dedicado por Maquiavelo a Fernando el Católico, modelo según el florentino de sagacidad y de pragmatismo y de oportunismo político ¿No resulta chocante tanto alabar al católico y tanto denostar al «felón»?

{23} Maquiavelo, N. «El Príncipe» y «Discursos sobre la primera década de Tito Livio»

{24} García Carcel, R. El sueño de la nación indomable (p.261)

{25} Prof. Joaquín Varela Sánchez (Universidad de Oviedo)

 

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