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El Catoblepas, número 169, marzo 2016
  El Catoblepasnúmero 169 • marzo 2016 • página 7
La Buhardilla

La riqueza de la libertad

Fernando Rodríguez Genovés

Introducción del ensayo La riqueza de la libertad. Librepensamientos, recientemente publicado en Amazon

«Nunca conseguirán apartar al hombre del amor a la riqueza; pero sí pueden persuadirle de que sólo utilice medios honrados para lograrla.»
Alexis de Tocqueville, La democracia en América, II, Primera Parte, Capítulo V

Ser libre para poder ser rico. Ser rico para poder ser plenamente libre. He aquí, en síntesis, las líneas maestras que orientan el desarrollo argumental del presente ensayo. Dos ideas que, desde la perspectiva aquí sostenida, están necesariamente unidas.

La condición necesaria, aunque no suficiente, para ser rico es la libertad. Toda forma de organización económica, social y política que ponga severos límites y trampas varias al pleno desarrollo de la libertad está condenando a quienes en su seno habitan, simplemente, a sobrevivir, pero de ninguna manera a vivir con desahogo en un horizonte de prosperidad. Al hecho de vivir en precario -seguir adelante y poderlo contar.- suele llamársele «supervivencia», aunque más preciso sería calificar semejante estado de «subsistencia».

Para «sobrevivir», como paso previo en la mejora de la condición humana, no basta vivir con lo justo sino vivir en condiciones justas, seguridad jurídica, en un marco regido por unas leyes que no coarten ni coaccionen la acción humana; al menos, no más de lo imprescindible para poder conservar la dignidad y la integridad de las personas. Pero, sobre todo, es necesario seguir unas (buenas) costumbres, compartidas con la comunidad y que no sean hostiles a la libertad.

En puridad, uno, sencillamente, sobrevive, si logra conservar la vida, la libertad y la propiedad habitando en regímenes políticos contrarios al libre desarrollo de las potencialidades humanas, que son la mayor parte de los realmente existentes. Por ejemplo, un ciudadano de cualquiera de las naciones sometidas a un régimen socialista es un superviviente, en sentido estricto; y poco más. Un empresario o un empleado de una sociedad occidental desarrollada, quien, tras pagar impuestos, tasas y otros gravámenes, consigue cuadrar los números y llegar a fin de mes, es, también un superviviente. Leemos en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua en la entrada Sobrevivir: «Vivir uno después de la muerte de otro o después de un determinado suceso.» Pues, eso.

Vivir en libertad significa estar en condiciones de poder vivir lo mejor posible, desarrollar y completar el máximo de posibilidades inherentes a la naturaleza humana. Palpita en nuestro ser la potencia de conservarse y perfeccionarse en todos los órdenes de la vida. Procurar la felicidad, prosperar y mejorar personalmente no son, por tanto, unos propósitos demasiado humanos, sino humanos, sin más. Estos objetivos representan el máximo valor ético que el ser humano pueda anhelar y alcanzar.

Baruch de Spinoza, el más genial y divino de los filósofos, nos enseñó el camino para comprender la ética de la vida en la alegría y la plenitud. No es casualidad, el sabio de Ámsterdam dejó escrito que el dinero es el compendium omnibus rerum, el compendio de todas las cosas. Otro prohombre del buen saber y la vida buena, el ensayista norteamericano Ralph Waldo Emerson, afirma con concisión que la riqueza es moral; que el hombre ha nacido para ser rico.

Asimismo, la condición necesaria, aunque no la suficiente, para ser plenamente libre es la riqueza. La riqueza de las naciones y de los individuos permite que los ciudadanos no queden sometidos a la peor de las servidumbres: la miseria. La depauperación de las personas y las sociedades concentra en su interior funesto el genuino significado de lo que cabe entender por carestía de la vida.

Una vida carente de libertad conduce a una existencia menesterosa, obliga a las personas, literalmente hablando, a la estrechez, a conformarse con poco, a un subsidio, a una caridad, por favor, a ir tirando con un poco de aquí y otro de allá, con lo que pueda cogerse de cualquier sitio, no con lo que sean capaces de producir, obtener y ganar por efecto del propio esfuerzo, trabajando, emprendiendo constantes proyectos, arriesgando, soñando con ir a más. La vida pobre animaliza a los hombres, los rebaja y devalúa hasta niveles insoportables para la dignidad humana.

Y el caso es que los términos «rico» y «pobre» comportan una tremenda imprecisión significativa. Términos ambos que un lenguaje técnico y riguroso estaría obligado a relegar, o, cuando menos, a precisar con sumo cuidado a poco que se usen. Los servicios y las comodidades, el nivel de confortabilidad y la esperanza de vida de los que gozaba un príncipe del siglo XI en Europa o los de un rey de un poblado africano del siglo XXI no tienen parangón con los que asisten hoy a un soberano pobre en la isla de Manhattan o en el centro de Estocolmo. Nadie podrá afirmar con firmeza que un pobre en Puerto Príncipe (Haití), es un decir, pertenece a la misma «clase social» que un pobre en París.

En la mayoría de los casos, dichas nociones ?«rico», «pobre»? funcionan como juicios de valor, más que como juicios de hecho; cuando no como armas arrojadizas, con inmediato impacto en las emociones y las pasiones de los hombres. Se trata de palabras que podrán servir para la propaganda o la catequesis, pero no para entendernos, según la guía de la razón. En el peor de los casos, son empleadas con el objetivo primario de enfrentar a los individuos entre sí. Pues, ¿no es cosa criminal, bellaca y muy rancia el auspiciar, todavía hoy, la «lucha de clases»? Por lo que respecta al autor del presente ensayo, es preferible distinguir entre vida valiosa y vida devaluada.

Hombre rico, hombre pobre: expresiones vetustas, en efecto. Aunque sigan siendo todo un clásico en el lenguaje de la política y en el habla ordinaria, en la ideología del pobrismo, un humilde recurso que llevarse a la boca..., cuando no hay otra cosa que masticar, ni cosas más inteligentes que decir. Todavía hoy (aunque siempre lo será.), en el momento de escribir esta Introducción, observo peleas en la arena política y disputas en la plaza pública a cuento de los ricos y los pobres.

¡Que los ricos paguen la crisis que ellos han provocado! ¡Más impuestos para los ricos! ¡Los pobres siempre tienen que pagar los platos rotos! Cosas así tiene uno que oír todos los días, ay, por acá y por allá. Me pregunto por qué quienes semejantes disparates profieren no hablan con propiedad, no gritan lo que acaso quieren decir pero no saben expresar con claridad; por ejemplo: ¡Abajo la riqueza! ¡La pobreza y los miserables al poder.!

Tras el derrumbe del Muro de Berlín, en los primeros compases del siglo XXI, aquel que hoy mantiene todavía el bruto discurso o la dialéctica en contra de los ricos y en defensa de los parias de la Tierra, no es, justamente hablando, un superviviente, sino un zombi, o acaso un ave poco felix, que renaciendo de sus cenizas, amenaza con incendiarlo todo, otra vez. ¡Y todavía hay quienes le escuchan y atienden! ¡Pobres...!

 

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