Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Del estudio de Charles Taylor plasmado en su obra La era secular, sobresale un punto radicalmente importante que permite explicar mucho de lo acontecido a raíz de los nuevos atentados ocurridos en París el 13 de noviembre del pasado año. Sostiene el filósofo norteamericano que el proceso de secularización acaecido desde el siglo XVI en adelante no ha supuesto la negación de las religiones y sí una nueva manera de relacionarnos con ellas. Si vemos en la actualidad, existen más religiones que en ningún otro momento de la historia, advierte el autor. Por tanto, si eso es así ¿cómo podemos hablar de sociedad secularizada? A tenor de este análisis parece ser que aquello que hace secular a una sociedad no radica en el hecho de que los individuos practiquen o no un credo sino precisamente en que puedan hacerlo. En otras palabras, en su forma de relacionarse con ello. Una sociedad es secular porque exige como fundamento para el credo que el creyente tome parte en el asunto y se confiese creyente. Esto supone que aquello que identifica a una sociedad como secular es el hecho de que todo fundamento de la acción deriva de la libertad del individuo y no de ningún tipo de designio divino. Este suceso radicalmente transformador, removió las bases de la sociedad pre-moderna para ajustarla a la actualidad. El individuo es medio y fin; humanismo versus teología. ¿Qué consecuencias tiene esto en la actualidad? Frente a la estable autoridad de Dios aparece la fragilidad tenue de la voluntad. Desplazado Dios de los asuntos mundanos, y elevados estos a la categoría universal, no hay nada que se sostenga sino es por un ánimo de la voluntad de quien se dispone a ello. Esto que pudiera incluso ser razón de orgullo de la humanidad occidental tiene consecuencias inesperadas. Y es que como sabemos, la voluntad humana es siempre más frágil que la divina. El hombre puede apelar a la incertidumbre, la duda, el desencanto, mientras que Dios siempre se mantiene como Padre-Simbólico sereno e inescrutable. No es lo mismo creer en Dios cuando la decisión está fuera de toda voluntad particular que cuando es esta el sustento de la misma. Y, sin embargo, todo esto ¿para qué? ¿Qué ha hecho el hombre para superar la fragilidad de la voluntad humana como instrumento legitimador de lo Real?
II
La sociedad contemporánea ha sustituido al Dios-Amo (consciente) por el Super-Yo-Amo (inconsciente). Del prohibido por Dios al prohibido prohibir. Esta situación es más macabra si cabe. Pues no solo seguimos sometidos sino que ahora además lo somos sin saberse. Esta situación ya no genera injusticia, desánimo u odio, y sí culpa, angustia y desengaño. Dios ha dejado de ser un ente legitimador para ser un ente por legitimar. El problema de todo este asunto es que el hombre ahora no solo sabe que esta solo sino que además lo padece con profunda ansiedad.
Tal proceso de humanización ha tenido al menos una doble variante. En los países donde este proceso nació y se reprodujo ha implicado una emancipación del sistema económico capitalista sobre todos los niveles de la vida. De este modo los procesos simbólicos resultantes quedan categorizados a partir del fetiche de la mercancía producida-satisfecha. El mercado supera su dimensión estrictamente económica para servirse como fundamento de lo real. Su aparición en cuanto orden comercial no desempeña un rol fundador del nuevo orden de mercado, sino que es correlativo de la formación de dominios diversos que como un mantra envuelve toda dinámica social. De aquí, que lo líquido quede configurado como lo natural de lo real. Nada puede ser tan pesado como para que comprometa el proceso ingobernable de acción-reacción del mercado. Producción y consumo son sustantivados como modelos formales cuya acción reproductiva en nuevos productos consumibles exige de ellos que sean lo suficientemente «light», como para que no perturbe el mecanismo de auto-reproducción. Todas nuestras formas de socialización quedan atrapadas por esta dinámica. «Echar raíces» se configura como el mayor acto subversivo. Si bien, aquellas que presumen servir de contrapunto refuerzan y estabilizan la ideología capitalista. Precisamente tienen aquí mucho sentido las palabras de Jaspers «solo un acto radical nos saca realmente del sistema». El problema que afronta la sociedad occidental es que es ella misma ese monstruo radical. El totalitarismo es Occidente. Es a nuestro juicio desde una posición de superioridad desde donde se puede explicar la cuestión islámica. Los radicales del ISIS asesinan precisamente porque no son completamente radicales. Si lo fueran, no necesitarían demostrar su fe por Alá asesinando. Ya les bastaría el sentido de superioridad que te confiere el pensamiento radical (caso occidental) para mostrar condescendencia, y no odio, frente a tu adversario. Y, sin embargo, lo que parece que postula es un sentimiento de inferioridad. Como un niño que patalea para ser reconocido. Esto conlleva como ya advierte Zizek a que el pensamiento radical islámico sea moderno y no tradicional. Aunque su contenido sea antiguo se encuentra envuelto en un formato contemporáneo. ¿Cuál es este formato? El sentimiento de inestabilidad que provoca tener que «dar vida» a Dios. O volviendo a Taylor, saber que Dios depende de tú frágil elección. Es sobre ese inestable estado de la voluntad desde donde se eleva. Volveremos posteriormente sobre este asunto.
III
Retomemos por un momento el primero de los asuntos. ¿Qué quiere decir que la sociedad occidental haya sustituido la relación Amo-esclavo, por la relación esclavo-esclavo? ¿Cómo podemos entender estos términos y sus efectos en lo ocurrido en París? Si echamos la vista atrás y observamos panópticamente los últimos siglos vemos que la sociedad contemporánea ha conseguido eliminar cualquier rastro de Amo en su estética clerical/militar para convertirse en una sociedad emprendedora. Los reyes, obispos y militares si no han desaparecido de la sociedad sí han sido expulsados de su referencia simbólico-dominante. Los «Amos» se han evaporado de su representación objetiva para instalarse en el seno del propio individuo. Ahora el amo y el esclavo comparten el mismo soporte material. Soy esclavo y amo de mí mismo se podría decir. En términos psicoanalíticos podría argüir que estoy prendido de mi propio Super-Yo. Este es precisamente el sentido decisivo que ha ocupado el lugar de Dios como fundamento de lo Real en la sociedad contemporánea. Veamos un ejemplo que ponga luz sobre esta deducción.
El capitalismo representa en su formulación más moderna la expresión pura del Super-Yo; Goza, te advierte. Siendo un sistema que apela en sus fundamentos a la libertad de empresa y contrato se nos muestra en su cotidiano devenir como una relación de dominio y sometimiento. Este aspecto se releva contradictorio y sin embargo, lo es tan solo a condición de que establezcamos las categorías de manera muy específica. ¿Cuáles son las fuentes de dominio y sometimiento en el sistema capitalista? En primer lugar destaquemos un asunto. Si seguimos la lógica capitalista donde las personas solo pueden prosperar si se convierten en especialistas de necesidades ajenas hablar de dominio sí que parece obsceno. Frente a las posiciones pre-modernas o feudales donde solo el excedente de la producción personal pasaba por las manos del mercado, en el sistema actual solo aquella producción que es útil para otro podrá ser vendida y de ella sostenido el productor. Es como jugárselo todo a una sola carta. Solo viviré si con mi trabajo doy utilidad y satisfacción a otro. Esto suena bastante radical y la verdad es que lo es. ¿Cómo no admitir entonces que el capitalismo es la instauración de la solidaridad absoluta? ¿Una solidaridad donde mi vida solo es garantizada desde la apuesta de algún otro mediada por mi trabajo? Es cierto que el interés propio encarnado en la fórmula de egoísmo condiciona la voluntad. No obstante, ese egoísmo solo puede prosperar si se conduce hacia el bienestar del otro. Esto no es más que Adam Smith en estado puro. Pues no podemos no admitirlo. Sin embargo, en este razonar parece que estamos simplificando en exceso la cuestión. ¿Dónde incluimos, por ejemplo, las desigualdades, externalidades, injusticias, etcétera que genera la propia dinámica capitalista? ¿Dónde queda todo el discurso que fundamenta la izquierda política y económica? ¿Es que están todos equivocados? Volvamos al Super-Yo. El problema del sistema capitalista es que es radicalmente solidario. Su apuesta en el Otro solo es concebible de forma totalitaria, es decir, sin ningún tipo de ruptura. La solidaridad se desvanece de la voluntad individual. El hombre es solidario incluso si no quiere. De hecho en su negación de toda solidaridad, en su egoísmo más impertérrito es profundamente solidario. Mientras más capitalista, más solidario. Esta es la locura psíquica que acompaña al asunto. Ahora bien, este ser solidario acontece a condición de desprenderse de su propio ánimo. El sujeto ya no es solidario en tanto en cuanto actúa responsablemente. La unión entre determinación moral y acción resultante es destruida. El sujeto queda preso de toda una solidaridad que no reconoce como suya. Es absolutamente impersonal, de aquí que sea a su vez, completamente efectiva. Toda sustancia moral se desvanece ante el monstruo de lo solidario. El capitalismo representa la absoluta solidaridad del Super-Yo. Siendo el «Yo» su esclavo.
Con este ejemplo vemos como el Yo ha expulsado al amo «externo» para someterse a su Super-Yo. ¿Qué nos dice el Super-Yo? Goza. Pero goza liberándote. ¿De qué? Del propio goce. Goza sin gozar. O en otras palabras, goza liberándote del encadenamiento que supone el resultado del goce. En el caso del amor tenemos un ejemplo muy claro de cómo funciona este mecanismo de gozar sin goce. El miedo al compromiso que acompaña a la pareja moderna es un caso tipio del gozar sin goce (véase el estudio de Bauman sobre el amor líquido). ¿A qué aspecto del compromiso tiene realmente miedo la pareja? A comprometer el goce futuro. En este sentido, no estamos ante un gozo eterno. Un disfrute de un «verbo que se hace carne» para habitar in perpetum. Estamos ante otro tipo de goce. Un goce que goza de sí mismo. Un goce absoluto. No es un gozar de la cosa en cuestión. Es un goce que goza del acto mismo de poder gozar. Su única relación con el cuerpo que la encarna es vacua, evanescente y «liberada». Su relación es por tanto, la ausencia de relación la unidad absoluta, lo Total.
De alguna manera el pensar que la pareja tiene que estar unida (comprometida) con un algo que no es el goce que celebra el Super-Yo se manifiesta en forma miedo existencial como paralización. Como si algo irresistiblemente interesante estuviera ocurriendo en el otro que nosotros negamos al tomar tal decisión. ¿Qué es aquello que está ocurriendo aparentemente en el Otro y que sin embargo no es? La incapacidad del Yo para auto-ordenarse. Para poner sus asuntos en orden sin más voluntad que la que emana de su autonomía, totam libertatem. Esta invalidez es por otro lado la fuerza primaria que lo conecta con el Otro. Todo comportamiento está animado y sometido a una justificación. Justificar sería como un exceso que el individuo no puede asimilar «simbolizar» en su acción. De este modo expulsa hacia afuera el residuo para volver así en forma de justificación. El yo no puede manejarse a sí mismo y por medio de esta mediación «justificadora» de ida y vuelta consigue transformar ese residuo en un acto ahora sí simbolizable. ¿Por qué ahora y no antes? Porque toda voluntad exige un algo más que un «yo me determino hacia (.)». Busca instintivamente al amo. El amo es la contraparte que determina a la voluntad y que como es evidente por las características particulares del Yo no puede llenar por sí mismo. Ese residuo «amo» vuelve al sujeto (Yo) en forma de orden. Actúa, le dice. Toda justificación es a fin de cuentas una orden encubierta del Super-Yo.
IV
Volvamos a Taylor. El ansia de la post-modernidad por acabar con un Amo que es intrínseco al propio ánimo de la voluntad particular, exige que su única eliminación pueda ser aparente «estética». Creímos que todo el proceso humanista que ha vivido la modernidad en los últimos siglos suponía la liberación del hombre de todas aquellas cadenas que lo cercioraban. Y, sin embargo, esa es precisamente la ideología que inca sus raíces con el Renacimiento. Lo verdaderamente ideológico se encuentra no ya en que seamos libres; al fin y al cabo todos reconocemos que estamos sometidos a algo (ecologismo, religión, etcétera), sino en el hecho de que podríamos serlo si quisiéramos, conciencia de. La libertad se presenta como un estado a-problemático como un reino propio del sujeto contemporáneo. Sin embargo, un análisis más profundo nos muestra sus irreverencias. El Amo no es la encarnación de ningún mal propio, no es el fruto de la barbarie y la falta de moralidad, no es tampoco el resquicio de una sociedad esclavista. Cuando E. Fromm analiza psicoanalíticamente a la sociedad contemporánea concluye que el hombre tiene miedo a la libertad. Ese miedo del que habla no es sino desorientación. Es la pretendida aniquilación estética del Amo. En sí, el Amo se determina como la otra cara de la voluntad. Es, tal y como advertimos ese exceso que se le resiste al Yo, y que sin embargo, es consustancial a él mismo.
Nos vamos acercando al asunto que planteábamos en un comienzo. Si el estado contemporáneo reviste la matanza estética del Amo, solo nos queda aquél que se nos presenta como desprendimiento de la voluntad hacia su superación. El Super-Yo. Este ha tomado el disfraz del Amo clásico para encarnar su rol. El capitalismo es precisamente eso. No existe ningún Amo en el sentido clásico. Todas sus identificaciones en la masonería, los «capitalistas» (como si los demás no lo fuéramos acaso), el Estado, etcétera no es más que la idea de querer re-instaurar una episteme clásica en un sistema que se ha emancipado de la idea hegeliana Amo-esclavo. Todos los elementos que interfieren en la libertad no son más que los efectos de las reacciones «intersubjetivas» que dimanan del propio devenir del sistema de mercado privado. Esto supone que nuestra situación sea incluso más obscena que la del esclavo clásico. Pues como diría Zizek ahora tampoco somos libres (en referencia a la situación histórica) con la diferencia de que no somos conscientes de ello. Si el esclavo sabía de su condición y adaptaba su realidad a tal hecho, el hombre contemporáneo vive en un «sin-vivir» pues la falta de conciencia de tal circunstancia le impide rehacer su vida a ese estado. Conforma su existencia en un estado de angustia crónica, se convierte en un «camicace de la libertad».
Empero, la situación puede ser incluso más dramática. Pues ya no es solo una cuestión de falta de conciencia sobre su realidad, sino que en ese vacío que provoca tal desconocimiento se cobija lo ideológico de la libertad. El vacío siempre tiene que ser rellenado. Es decir, ahora ocurre que hacemos cosas que no queremos hacer y que sin embargo, las hemos elegido aparentemente libres. En este sentido, el estado de angustia torna a total confusión pues se establece una especie de resquebrajamiento entre la voluntad y el deseo, y por consiguiente, una pérdida en cuanto al dominio de nuestra identidad. Situaciones en las que no sabemos por qué hicimos lo que hicimos y sin embargo, lo hicimos «libremente». La violencia es aquí absolutamente radical pues pugna por arrancar por completo las bases mismas de la identidad «Yo» soy. La total ingratitud que nos provoca nuestras decisiones no procede en sí de los insatisfactorios logros alcanzados y revelados como consumo ostentoso, etcétera, sino más bien de que estos fueron elegidos por mí. Es un régimen perfecto de esclavitud que no contempla fisuras en su esquema, pues no es un Gran Otro que nos está convenciendo de que somos nosotros los forjadores de nuestra propia voluntad «no libre», sino que más bien somos nosotros mismos para nosotros los que simultáneamente jugamos ese rol. Es una unidad perfecta que no atiende a excepciones. En este asunto Zizek expone un ejemplo muy revelador. En uno de los ejemplos de su libro Islam y Modernidad: Reflexiones blasfemas, el filósofo eslovaco cuenta como un padre tiene dos métodos para hacer que su hijo se convenza de ir a visitar a su abuela. El padre puede ordenarlo. En este caso, el hijo no pierde su ánimo libre pues entiende que la acción viene determinada por una orden ajena a su voluntad de la que atiende sin rehusar. Empero, Zizek propone otra posibilidad. Aquella del padre post-moderno donde le dice al hijo que el libremente puede decidir si quiere o no visitar a la abuela PERO que considerando todo lo que ella lo quiere, y lo buena que ha sido con él debería de visitarla. Este acto segundo es mucho más autoritario que el primero. El hijo sabe que debe ir a visitarla pues del enunciado del padre se revela una orden implícita «yo que tu iría». Esta orden «sin ordenante» donde el padre niega su rol de Amo, pone al hijo ante una tesitura frustrante. No solo porque debe de visitar a su abuela a pesar de que no quiere, sino que además debe soportar el mismo la carga negativa que procede de la orden; «no quiero ir y sin embargo voy a pesar de que nadie me lo impide». Es un trastorno psíquico total que lo deja seriamente desorientado pues a pesar de lo que piensa, la orden «hazlo» se ha colado en la acción.
V
Con todo ello, el significado del Super-Yo no se consume encarnando el rol del Amo clásico. Su imperativo «Goza» impone igualmente un modo de acción. Existe una meta-imposición. Todo acto de imponer es una meta-imposición y este, que no es menos que ninguno, abre ya el camino hacia el modo de su ejercicio. Aquí precisamente conectamos con el Ser del capitalismo. El Goza del Super-Yo es un gozar vaciado de cualquier contra-venencia que impida la reproducción indefinida del goce. Gozar asume la ausencia de cualquier compromiso pues como vimos con anterioridad comprometerme es firmar un pacto con un algo ajeno al gozar perpetuo. De qué manera el gozar lleva ya implícito un vaciamiento total se observa muy específicamente en lo que hemos dado en llamar Sujeto Ausente (ver en Revista Catoblepas, núm., 156, p.10). Un sujeto cuyo forjamiento es un rehacerse continuo, un conquistar todos los estados a condición de no comprometerse con ninguno. Es como encontrarnos perennemente en un a priori; la libertad total, que nos utiliza para hacerse a sí misma. El hombre lleva la libertad como un peso, como un designio que se le superpone, que le exige desde lo más alto, sea libre, y en esa condición de libertad el individuo termina sometiéndose. El Sujeto Ausente es aquel que se dice «eres libre a condición de que no lo ejecutes».
Ahora bien, lo que observamos con los atentados del ISIS en París resulta diferente. Los radicales islámicos no parecen abandonarse a la libertad absoluta que manifiesta el Sujeto Ausente. Su fe ciega en el otro, Alá, descartaría en un principio esa enfermedad de la modernidad. Empero, si analizamos la cuestión con un poco de mayor detenimiento veremos que no es tal que así. Si bien su creencia responde a un hecho histórico, el modo en que lo hacen y el sentido que irradia de su fe es pura post-modernidad. ¿En qué sentido lo digo?
El proceso de secularización experimentado en el mundo árabe hace que el radical islámico trasponga al Super-Yo para proyectarlo en Alá. Al ser aplastado por la globalización, no tiene tiempo -como sostendrá Zizek- de establecer una barrera simbólica que lo proteja frente al arrojo cultural capitalista. ¿Qué hace entonces? Nada. Determina sus valores a la lógica imperante. No es contradictorio que siga creyendo en Alá a condición de que asuma la ontología capitalista. Ensancha el terreno del mercado para limitárselo a Alá, o mejor dicho, convierta a Alá en un fetiche. Creemos en Alá precisamente para poder ser consumistas. Esta se muestra como la estrategia simbólica que resulta de la colonización capitalista. Su creencia ya no tiene una raíz religiosa como podría asumirse sino económica y política. Esto tiene mucho de ligazón con la izquierda política y su desmembramiento en buena parte del mundo musulmán (ver en la obra de Zizek, Menos que Nada: Hegel y la sombra del materialismo dialéctico). Pero para establecer esta conexión es esencial explicar el rol de la izquierda en el sistema capitalista contemporáneo. Se habla constantemente de la crisis de la izquierda si bien, de un modo alterado ha conquistado el éxito que nunca fue capaz de instaurar políticamente. La izquierda de hoy no es un régimen alternativo económico ni político. Ha superado el socialismo heredero del siglo anterior. Hoy la izquierda representa una función clave, eso sí, dentro de la dinámica capitalista. Su rol tiene que ver con un defecto de forma del propio sistema. Y es que este sistema no es capaz de «simbolizar» muchas de las consecuencias que derivan de su propia auto-reproducción. La pobreza, desigualdad, contaminación, etcétera son efectos que el capitalismo no puede incorporarlos a su base narrativa, como un «efecto que excede sus causas». Un ejemplo muy evidente lo tenemos en la teoría del equilibrio general a través del concepto de competencia perfecta. La competencia perfecta es un intento por simbolizar totalmente todos los efectos que ocurren en el sistema de libre mercado. Todo conduce hacia la perfecta competencia donde los precios se acercan progresivamente a 0 y el bienestar del consumidor se maximiza. Empero, la imposibilidad de este estado total simbólico se aprecia en la propia incoherencia del concepto cuando se estira en extremo. La competencia es justamente lo contrario de cualquier perfección. Esta requiere desajustes donde unos ganan y otros pierden. La cuestión no es solo quienes competirían en un mercado donde el beneficio tiende a 0, sino que más allá de ello, la neutralización de cualquier asimetría conduce a la ausencia de mercado. La competencia perfecta es la absoluta incompetencia. Ante esta situación ¿Qué hace el relato económico-liberal? Traspone a un futuro no decible esta situación. Puesto que no podemos superarla, expulsémosla de la realidad. A este cometido dedica Hayek sus esfuerzos con el concepto de «tendencia al equilibrio». Esta tendencia es el resultado natural de la imposibilidad para incluir dentro de la lógica del sistema elementos estructurales como la exclusión, etcétera. Es precisamente aquí donde el juego de la izquierda tiene una relevancia total. El discurso de la izquierda económica y también política hace perfectamente su función de simbolizar los «excesos» del sistema. Su narrativa es muy eficaz de manera que consigue sin transponer al sistema completar lo que el sistema mismo es incapaz de hacer. De una manera muy específica la izquierda dota de simbolización la parte no simbolizable por el sistema mismo. Es su perfecta simbiosis. Veamos un ejemplo para hacer más claro aún el asunto. En el largometraje Titanic de James Cameron (1997) se observa después del accidentado siniestro con el iceberg, como los pasajeros corren despavoridos buscando a familiares y alternativas para sobrevivir. Esta parte de desesperación no puede ser simbólicamente asimilada por un barco que se presume titánico e insumergible. Si bien, a largo de este suceso que se narra en la proa del barco, aparecen unos músicos que pretender dar consuelo y tranquilidad al «exceso» que el Titanic no puede resolver. Pues bien, volviendo a la cuestión, podríamos sostener que estos músicos representan la izquierda y el Titanic el sistema capitalista. Como se observa, los músicos en ningún momento pretenden cuestionar la fortaleza del Titanic, más bien lo socorren con el fin último de completar aquello que ha excedido de su lógica.
Volvamos de nuevo a la cuestión islámica. En el mundo islámico Alá adopta el rol del músico del Titanic. Todos los excesos del sistema ya no son explicados desde una retórica de izquierda sino que son compensados desde las doctrinas radicales del ISIS. Si bien, los mismos miembros del ISIS son hijos del sistema. En ningún momento se presentan como lo contrario. Por ejemplo, el proceso de simbolización que requiere el llamado neo-colonialismo o la pobreza que aflige a muchos de los países islámicos es simbolizado por medio de la religión. En este sentido, el extremismo del ISIS no sería más que una manera de combatir la incapacidad del sistema para simbolizar «atraer para sí» los efectos que sobre el mundo árabe tiene la globalización. El movimiento del ISIS no sería una lucha de una civilización contra otra, sino la misma en su vano intento de simbolización total. Dice Rechtman «hasta ahora los terroristas atacaban sobre todo objetivos simbólicos, su idea era matar a seres humanos para atacar un símbolo. Pero parece que el ISIS es un caso diferente. Un policía es asesinado porque es policía, un judío porque es judío, un dibujante porque es dibujante y eso es algo que encontramos en otros procesos genocidas, donde la gente es asesinada por lo que se supone que deben ser. Pero los atentados del 13-N no tienen nada que ver, matan a la gente por lo que son, no por lo que representan» (en diario El País entrevista a Richard Rechtman, 28/11/215).
Esta declaración es del todo oportuna. «Matan a la gente por lo que son», es decir, se aleja de todo el proceso de representación pues tal y como argumentamos anteriormente, el problema ya no se encuentra en el símbolo sino en su incapacidad para hacerse extensible a todo el ámbito de lo Real. Por tanto, la reacción no puede ser más que a título ontológico. En este proceso de simbolizar el exceso decadente del sistema capitalista se produce una auto-destrucción. Una especie de «dinamitación» desde adentro que provoca la reacción de la completa simbolización. El hecho parece funcionar de este modo. El exceso que provoca la imposibilidad de la simbolización del sistema se presenta como repulso o alivio. Una vía de escape que impide que la realidad nos absorba por completo, es decir, que se haga totalitaria. Todo proceso de simbolización deja algo siempre fuera «residuo», que precisamente nos permita salirnos, saltárnoslo, es decir, lo que llama a la existencia al «libre albedrío», la posibilidad de decir no estamos completamente determinados, hay esperanza, libertad, historia. Los movimientos totalitarios son precisamente eso, un intento por simbolizar, por Ser completamente.
El caso del nazismo es especialmente interesante y nos ayudará a cerrar esta exposición. Originariamente surge como respuesta simbólica frente a la incapacidad de explicar completamente las consecuencias de la crisis económica en Alemania desde el discurso capitalista dominante. La idea de que los judíos son los responsables de todas las desgracias del pueblo alemán se podía entender como la reacción de una acción incontrolable. Empero, algo sucede dentro de la dinámica alemana que provoca que el exceso que recubre el proyecto «nacionalsocialista de finales de los años 20’s» se convierta en causa misma. Algo que se presentaba para «tapar agujeros» ahora se convierte en el muro mismo. ¿Qué ha tenido que suceder con el orden simbólico imperante para que quede destruido y sustituido por lo que pretendía ser su «arreglo»? Se genera una transposición de los hechos. El exceso ahora se configura como variable focal determinante en la nueva sociedad emergente.
Justo aquí se presenta la abrupta dispersión que genera la realidad y que entona necesariamente con lo parlamentado por Zizek. No es que no podamos comprender la realidad, es que la realidad es en sí incompleta. Una «abrupta dispersión» entre lo simbolizable y su exceso que se completa a partir de un profundo vacío ontológico (el Ser en cuanto que Nada). Una Nada que como diría Hegel se va revelando en tanto que devenir.