Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
1. Juventud sesentayochista.
A finales de 1971 salía a la luz, de la mano de Francisco Rico, en la colección de Textos Hispánicos de la editorial Labor, Falange y Literatura, una antología prologada y elaborada por el joven profesor universitario José-Carlos Mainer Baqué. El hecho resulta significativo, pero no extraño. Hacía tiempo que, tanto en el interior como en el exterior, el tema falangista era objeto de controversia. En 1961, el antiguo gerifalte falangista Dionisio Ridruejo había hecho explícita su disidencia en su libro Escrito en España. Años después, se produjo una significativa y violenta polémica entre el falangista desencantado Maximiano García Venero, que había publicado en la editorial antifranquista Ruedo Ibérico su libro Falange en la guerra civil: la Unificación y Hedilla, y el polemista norteamericano Herbert Rutledge Southworth, autor de una réplica brutal con el significativo título de Antifalange{1}. Por aquellas mismas fechas, el historiador de la literatura Gonzalo Sobejano publicaba su obra Nietzsche en España, en cuyos últimos capítulos se analizaba críticamente la influencia del pensador germano en los líderes e intelectuales falangistas: Ledesma Ramos, Onésimo Redondo, José Antonio Primo de Rivera, Pedro Laín Entralgo, etc{2}. Desde las esferas oficiales, el filósofo Adolfo Muñoz Alonso manifestaba su nostalgia y sus temores ante el porvenir de Falange y del propio régimen en su libro Un pensador para un pueblo, primera biografía intelectual seria del fundador de Falange{3}. Incluso una editorial contestataria y de izquierdas como Ariel había publicado en 1968 ¿Fascismo en España?. Discurso a las juventudes de España, del ya prácticamente olvidado Ramiro Ledesma Ramos. Y es que, por aquellas fechas, era ya un secreto a voces la decadencia del falangismo. Tras la crisis de 1956, el fracaso de los proyectos políticos de José Luis Arrese{4} y el ascenso de los denominados «tecnócratas» habían ya dejado claro esa ausencia de horizonte político. La Ley de Principios del Movimiento Nacional, obra de los monárquicos Laureano López Rodó y Gonzalo Fernández de la Mora, supuso un triunfo más de los sectores conservadores, ya visible, por ejemplo, en la Ley de Sucesión de 1947. En dicha Ley no se reconocía ningún papel esencial a Falange, como supuesto partido único del régimen. El Movimiento Nacional pasó a definirse como «comunión de los españoles en los ideales que dieron lugar a la Cruzada». Progresivamente, el régimen buscó su legitimidad en la modernización social y económica. En ello incidió igualmente la repercusión en la sociedad española de los vientos del Concilio Vaticano II, que dieron al traste con sus fundamentos teológico-políticos. Por otra parte, el franquismo experimentó una clara liberalización política y económica. Buena prueba de ello fue el contenido de la Ley de Prensa de marzo de 1966, obra de Manuel Fraga Iribarne, ministro a la sazón de Información y Turismo, que supuso la derogación de la dura Ley de febrero de 1938. Declaraba la libertad de expresión y la supresión de la censura previa de prensa{5}. No obstante, limitaba el ejercicio de los derechos, en relación con el respeto a la «verdad» y el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional. La Ley Orgánica del Estado significó la culminación de aquel proceso institucional y político{6}.
Todo ello tuvo importantes repercusiones en el campo cultural, que experimentó nuevas formas de autoría, iniciándose paulatinamente una clara lucha por la definición del «universo de lo políticamente pensable o, si se prefiere, la problemática legítima»{7}. Buena prueba de ello fue la proliferación de nuevas editoriales y órganos de expresión, como Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, Revista de Occidente, Cambio 16, Anagrama, Ariel, Ayuso, Seix Barral, Fontanella, Fundamentos, Península, Siglo XXI, Tecnos, etc, etc. Incluso apareció una corriente contestaría de izquierda falangista, cuyos órganos de expresión fueron Nuevo Índice, SP y Criba. Manuel Cantarero del Castillo, antiguo miembro del Frente de Juventudes, publicó, por entonces, una serie de libros muy discutibles como Falange y socialismo e Historia y libertad, en los que se pretendía sintetizar social-democracia y falangismo.
Casi al mismo tiempo, aunque sus orígenes podrían remontarse a la crisis universitaria de 1956, se fue desarrollando un amplio movimiento de disidencia intelectual y política, protagonizada la mayoría de las veces por antiguos falangistas y franquistas, como Pedro Laín Entralgo, Antonio Tovar, Dionisio Ridruejo, José Antonio Maravall, José Luis López Aranguren, etc. Junto a ello, tuvo lugar entre los estudiantes y las nuevas promociones intelectuales una clara actitud de rebeldía contra lo establecido, paralelo, aunque en otro contexto político, a lo sucedido en otras latitudes, y que podríamos denominar el espíritu del 68, con las referencias del mayo francés y de la denominada «Primavera de Praga»{8}. Lo cual era perceptible en el liderazgo intelectual ejercido por Manuel Sacristán, Enrique Tierno Galván, Ramón Tamames o José Luis López Aranguren; y, desde el exilio, por el historiador Manuel Tuñón de Lara. Un fenómeno político-cultural que se tradujo en la reivindicación de las tradiciones más o menos marginadas entonces por el régimen político, como la representada por la Institución Libre de Enseñanza -poco a poco, asumida por historiadores católicos como Vicente Cacho Viu y Maria Dolores Gómez Molleda{9}-, el liberalismo de izquierda, o el movimiento obrero. Algo que naturalmente tenía como complemento el rechazo visceral de las distintas tendencias culturales e intelectuales confluyentes en el régimen vigente. Y que ya resultaba visible en la obra de Enrique Tierno Galván, Tradición y modernismo, cuyos planteamientos luego tendrían continuidad en el discutible libro de Javier Herrero, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, o en la producción de Antonio Elorza Domínguez. Un eclosión, pues, del pensamiento de izquierda que bebía en fuentes muy diversas: Marx, Lenin, Lukács -cuyo Asalto a la razón hizo auténticos estragos-, Goldman, Althusser, Mao, Marcuse, Adorno, etc, etc{10} .
La obra de José Carlos Mainer Baqué es inseparable de esa circunstancia. Nacido en Zaragoza el 11 de julio de 1944, era miembro de una familia de cuatro hermanos. Su padre ocupaba el cargo de teniente médico en el Ejército Nacional, en cuya biblioteca el futuro historiador de la literatura pudo leer no sólo los clásicos juveniles como La isla del tesoro, o las obras de Julio Verne, sino a Valle-Inclán, Octave Mirbeau, Gabrielle D’Annunzio, Tolstoi, Fernández Flórez, Dostoyewski, etc; y, lo que es más significativo para el tema que nos ocupa, la colección completa de una revista tan característica de la guerra civil como Vértice, algo que, según confiesa en una significativa página autobiográfica, influyó en su posterior actitud política, intelectual y moral: «Gracias a esos tomos, y a los de La Ametralladora, yo era un verdadero erudito en la guerra civil a los trece o catorce años. Y poco después, pude cambiar de bando con conocimiento de causa. Y entender que la razón y la emoción estaban con aquellos que aparecían retratados en los campos de concentración, o en las mujeres enlutadas que alzaban el brazo con todo el miedo del mundo ante los vencedores, o en los políticos que vejaban aquellas páginas satinadas o las bromas siniestras de La Ametralladora. Pero nunca quise olvidar que yo había sido de los otros, aunque fuese por nacimiento o por fascinación infantil. Y me pareció que alguien tenía que contar la experiencia purgativa, que siempre es compleja, de una defección y de un saludo a unas nuevas banderas, que nunca es fácil, salvo para el fanático incurable al que gusta cualquier tipo de banderas»{11}.
No deja de ser significativo que, muchos años después, en una entrevista, Mainer Baqué, comentando la producción literaria más reciente dedicada a la guerra civil, afirmara: «Literariamente hay dos cosas fundamentales: la identificación con el padre (y la violenta ruptura edípica) y la necesidad de venganza»{12}. A ese respecto, es muy probable que hablara por propia experiencia. Quizás sea todo un retrato.
Mainer Baqué estudió bachillerato con los Escolapios de Zaragoza; y la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona. Fue uno de los alumnos predilectos de Martín de Riquer, quien poco antes de morir, lo recordaba como «un joven más bien delgado y de tez bastante blanca». «Era listo y de los que no dudaba en intervenir en clase. Tenía un tono de voz grave y un verbo reposado y ajustado»{13}. Sin embargo, su maestro por excelencia fue Francisco Yndurain, que le dirigió la tesis sobre las novelas de Wenceslao Fernández Flórez, y a quien describe como «un exigente director de tesis», que «siempre le dio muestras de afecto». Igualmente fructífero fue el magisterio de Juan Manuel Blecua, «un guía excepcional, irradiaba entusiasmo por lo que hacía y era una continua mina de estímulos lectores»{14}.
Su formación intelectual estuvo escorada, desde el principio, hacia la izquierda, inserto claramente en el espíritu sesentayochista. Sus escritos juveniles delatan claramente la influencia de Karl Marx, Georg Lukács, Jean Paul Sartre, Lucien Goldman, Wilhelm Reich y Herbert Marcuse {15}. Una tradición intelectual que, tras la crisis terminal de los regímenes comunistas de Europa del Este, Mainer Baqué se resistía a abandonar: «Presenció, en fin, el entierro del marxismo -señalaba en 1988-, pero, con tenacidad sebastianista, guarda la fe de entonces y cree que no había más forma de humanismo moderno que la derivada del materialismo histórico»{16}. Sin embargo, en la obra de Mainer Baqué no sólo resulta necesario destacar su componente ideológico, su compromiso político o su erudición, sino su indudable voluntad de estilo. Sin duda, estamos ante un artista de la palabra. La suya es una prosa acerada, lúcida. Es, además, dura y sarcástica, en ocasiones; y, como tendremos oportunidad de ver a menudo, no siempre ajena al improperio y a la descalificación global del adversario, teñida, además, de lo que un historiador de la talla de Renzo de Felice ha denominado moralismo sublime{17}. Y es que, según él, en la prosa resulta «inevitable la vibración humana», porque es «la única que, a la postre, salva nuestros trabajos y les da sentido hablar de los hombres y de sus afanes»{18}. Este tipo de lenguaje radical, como ha señalado J.G.A. Pocock, resulta unidireccional, ya que define al otro de un modo que no admite réplica y, con ello, lo confina a la destrucción{19}
Claro que, en ocasiones, eso que llama «vibración humana» se traduce en un cierto maniqueísmo aderezado, a veces, con un claro componente de humor negro y de desprecio hacia los que considera sus enemigos. Un ejemplo claro de ello es cuando afirma que Pedro Muñoz Seca murió «víctima de sus ideas conservadoras»{20}. No; el autor de La venganza de Don Mendo -una pieza teatral que a mí, personalmente, me desagrada profundamente- no fue víctima de sus ideas conservadoras, a menos que éstas sean consideradas delictivas por Mainer Baqué; murió asesinado en Paracuellos del Jarama por las izquierdas revolucionarias. Una obviedad que es necesario dejar muy clara, aunque sólo sea para evitar las licencias y patentes de corso a que son tan aficionados los intelectuales de izquierda.
Mainer Baqué templó sus primeras armas intelectuales en revistas como Cuadernos para el Diálogo, Insula, Cuadernos Hispanoamericanos, Papeles de Son Armadans, El Urogallo, Letras de Deusto, etc. Y su interés se centró en la sociología de la literatura y de los intelectuales, cuyo estudio reflejaba, según sus propias palabras, la «irritación» por el pasado español, es decir, por el fracaso de las izquierdas durante la II República y por el estallido de la guerra civil. Se trataba, en fin, de la incapacidad de la burguesía y, sobre todo, de la pequeña burguesía españolas, profundamente divididas, para llevar a cabo una transformación real de la sociedad española: «No ha habido revolución burguesa en España -creo que podemos concluir- en cuanto esto significa la implantación de un espíritu y de unas formas de vida bien conocidas»{21}.
En ese sentido, el tema del fascismo español formaba parte esencial de esa problemática histórico-social. De ahí la publicación, y el relativo éxito, de Falange y Literatura. La obra adolecía, en un principio, de un cierto provincianismo. El autor citaba la célebre monografía de Stanley Payne sobre Falange publicada en 1965 por Ruedo Ibérico; pero desconocía los estudios de Ernst Nolte, los de A. James Gregor, Alasdair Hamilton, etc, algunos de los cuales ya habían sido publicados en españól. Tampoco hacía la menor mención al primer tomo de la biografía de Mussolini obra de Renzo de Felice, publicada en 1965, de la que ya dio noticia en España el historiador conservador Jesús Pabón{22}.
Mainer Baqué no ofrecía, en su introducción a la antología, una definición de fascismo; pero estaba clara su inserción metodológica en el marxismo, al lado de un talante rebelde muy marcado por el espíritu sesentayochista. Casi podríamos decir que el contenido de la introducción tenía unos claros perfiles autobiográficos. Para el autor, Falange Española era «la formulación más atractiva y violenta de una rebeldía que venía larvando de tiempo atrás; en gran medida, fue la vocación juvenil muy pura que, pese a la hipoteca burguesa que la lastró y acabó por disolverla, planteó una primordial protesta contra lo más caduco del derechismo contemporáneo». El falangismo fue, así, la consecuencia de «una juventud exasperada que vio una crisis mundial y que sentimentalmente desgajada de su condición burguesa sintió el aguijonazo de un proletariado militante». «Ser joven fue para ellos -continuaba Mainer Baqué en pleno pathos sesentayochista- un pasaporte de validez universal; de esta forma, se aglutinaron en fórmulas de rebelión tan diversas como los movimientos literarios de vanguardia o las primeras formas de asociación estudiantil». «Creían también en la cultura, término en que, para ellos, confluían oscuros intereses de clase y altruistas consideraciones humanistas».
En la genealogía del falangismo, Mainer Baqué destaca la primacía del 98 y de Ortega y Gasset. En el primero, incide en la meditación sobre la decadencia, la «virginidad histórica del pueblo español», «el desprecio por las formas de capitalismo moderno», «la admiración por Castilla». Igualmente, hace hincapié en la influencia de la escuela nacionalista liberal española, cuyo máximo representante era Ramón Menéndez Pidal, con su idea de «un volkgeist castellano, adalid de una nueva fórmula de poder frente al anacronismo visigodo del reino de León». Sin embargo, es Ortega y Gasset con quien el falangismo tuvo una mayor deuda intelectual perceptible en Giménez Caballero y José Antonio Primo de Rivera. No obstante, el autor incide igualmente en la influencia de las nuevas tendencias de «contrarreforma derechista», presentes en Acción Española y en la Asociación Católica de Propagandistas. A ese respecto, Mainer Baqué confunde, al dar la lista de colaboradores falangistas en la revista monárquica dirigida por Ramiro de Maeztu, a Julián Pemartín con su hermano José, muy distanciados políticamente por el tema de la Monarquía. De la misma forma, ve en Eugenio D’Ors y la denominada Escuela Romana del Pirineo otro de los caminos intelectuales que confluyen en el falangismo, sobre todo con las figuras de Rafael Sánchez Mazas y Pedro Mourlane Michelena, a quienes se debe «el nacimiento del ensayismo divagatorio, lleno de alusiones culturales, refinado e intelectual», donde, según él, resulta perceptible «cómo la cultura puede convertirse en una implícita defensa de los valores de una clase amenazada: en una nostalgia burguesa, no por última vez refugiada en el mito europeísta». Y continúa el autor: «El predicamento d’orsiano fue largo -ya como Jefe Nacional de Bellas Artes, ya como catedrático de ciencia de la cultura- y, en no pequeña medida, el grupo falangista universitario le rindió la pleitesía debida en la tesis doctoral que José Luis López Aranguren dedicó a su obra». Esta última aseveración resulta, una vez más, errónea. La tesis doctoral de López Aranguren no versó sobre D’Ors, sino sobre El protestantismo y la moral.
Entre los predecesores del falangismo, Mainer Baqué hace referencia a Ernesto Giménez Caballero como director de La Gaceta Literaria, «la revista más importante del vanguardismo español». «Su figura representaba la aproximación al fascismo desde la vanguardia artística en un proceso de interacción tan significativo como el que unió en su día futurismo y la ideología mussoliniana o el surrealismo francés y el comunismo». Igualmente, hace mención como predecesor al «hidalgo sin fortuna» Luis Santa Marina, fundador de la revista Azor y autor de la novela Tras el águila del Cesar.
La Conquista del Estado fue «el primer clarinazo de atención» del fascismo español, que luego daría origen a las JONS, poco después fusionadas con Falange Española de José Antonio Primero de Rivera. En esta obra, Mainer Baqué no da excesiva importancia a la figura de Ramiro Ledesma Ramos, lo que no deja de ser significativo, ya que el mordiente doctrinal del falangismo descansa sobre la obra del zamorano. Su interés se centró en el análisis literario del diario falangista Arriba, cuyo contenido consagraba «una retórica destinada a hacer fortuna: la intemperie, lo exacto, máximo o inexcusable, la milicia y lo imperial, la impasibilidad, la claridad, el heroísmo frente a lo bárbaro, lo turbio, lo chillón y lo estéril son los mots-clé de una generación». Menciona también la incidencia literaria de las tertulias falangistas como la de la Ballena Alegre, o las cenas de Carlomagno o los banquetes-homenaje. A lo que añade la presencia del Sindicato Español Universitario y su revista Haz.
Tras el estallido de la guerra civil, el autor señala que «la atractiva retórica falangista fue el elemento idóneo para cubrir las necesidades de simbología y exasperación que necesitaba el nuevo movimiento». Sin embargo, al lado de la simbología falangista surgieron «los rosarios, las grandes medallas y las procesiones penitenciales, junto a la exaltación de la revolución nacional-sindicalista, un larvado anhelo de aristocratismo -bellos uniformes militares, mantillas de blonda- invadió el país, hasta caer en la cursilería de las madrinas de guerra y las chicas-topolino». En ese contexto, aparece la revista Jerarquía, bajo la dirección del sacerdote Fermín Yzurdiaga, que reelaboró el vocabulario falangistas con términos nuevos: ardiente, gozoso, jerárquico, ejemplar, vigilante, heroico, altivo, delirante, augusto, etc, que, en muchas ocasiones, recuerdan poderosamente la terminología de ciertos libros de piedad». Por supuesto, la revista Vértice, vieja lectura del autor, se configuró, a su entender, como un «magazine lujoso y caro» lleno de «nostalgias burguesas, de evocaciones del pasado próximo -los felices años finiseculares- y de bellas elegías culturales sobre una Europa cuya realidad -Munich, Polonia y Stalingrado- está muy lejos de los términos de la nostalgia». Sin embargo, la victoria falangista fue «pírrica» ante la «cursilería pacata» dominante en la sociedad española de la época; lo que llevó al grueso de la intelectualidad falangista «a la inevitable decepción de los resultados, con una doble actitud: la nostalgia y el escapismo de un lado; la meditación crítica y la reconciliación por otro». Con todo, correspondió a los falangistas «la reapertura de la vida intelectual madrileña con posterioridad a 1939». Revistas como Garcilaso y, sobre todo, Escorial, obra de Pedro Laín Entralgo y Dionisio Ridruejo, fueron prueba de ello. En la segunda, Mainer Baqué ve «una idea sacramental y nacionalista de la cultura», «una idea estamental y platónica de la cultura destinada a irradiar desde el olimpo sobre un hipotético pueblo en demanda de guía espiritual». Interpretación que no le impide, al mismo tiempo, sostener que Escorial fue «una revista liberal casi prototípica».
Al lado de todo ello, destaca las fundaciones del antiguo jonsista Juan Aparicio López, El Español y La Estafeta Literaria, así como, en otro orden de cosas, la Revista de Estudios Políticos. Y señala: «Los primeros pasos de una renovación mental -más liberal e integradora- estaban ya dados en Escorial y la Revista de Estudios Políticos: faltaba únicamente abandonar aquel recelo histórico a la realidad que se habían disfrazado de nacionalismo, destino espiritual y negación de la lucha de clases». Frente a estas posturas, la ofensiva conservadora se cifró en la revista Arbor, en cuyas páginas se gestó «una verdadera contrarreforma ideológica». La polémica entre Laín Entralgo y Calvo Serer sobre el problema de España fue uno de los episodios más llamativos de ese conflicto. El grupo de Escorial perdió su influencia cultural tras la caída de Ramón Serrano Suñer, pero la recuperó en parte con el ministro de Educación Nacional Joaquín Ruíz Giménez. A ese respecto, destaca la importancia de la publicación de la Revista, «portavoz de una brillante ofensiva cultural de publicaciones liberalizadoras», como Indice e Insula o El Ciervo.
En la antología, aparecían textos de Luis Santa Marina, Ernesto Giménez Caballero, Agustín de Foxá, Rafael García Serrano, José María Fontana, Felipe Ximénez de Sandoval, Victor de la Serna, Gonzalo Torrente Ballester, Dionisio Ridruejo, Eugenio Montes, Rafael Sánchez Mazas, Jacinto Miquelarena y Álvaro Cunqueiro{23}.
El libro fue bien recibido por el antiguo falangista, y entonces, como sabemos, disidente del régimen, Dionisio Ridruejo. El poeta soriano estimaba que, desde el punto de vista estrictamente literario, la aportación falangista quedaba «muy entre paréntesis». No así desde el punto de vista sociológico, y, por ello, «era de agradecer que alguien lo haya presentado sin prejuicios de hostilidad global, ni complacencia de devoción», sino con «espíritu crítico y perspectiva de erudito». Sin embargo, Ridruejo ponía algunos reparos a las opiniones de Mainer Baqué. En primer lugar, señalaba que López Aranguren no había pertenecido al grupo falangista y que el falangismo orsiano había sido «muy circunstancial». Señalaba, además, que él nunca había colaborado en la revista Jerarquía. Al revés de lo sustentado por Mainer Baqué, recordaba que había sido director de Escorial, y no Laín Entralgo. Al mismo tiempo, reivindicaba el «tufillo liberal» que, según él, se desprendía de las páginas de la revista{24}.
Mainer Baqué agradeció el contenido de la crítica de Ridruejo, en una carta, donde se mostraba mucho más explícito que en la antología, a la hora de perfilar los significados y los motivos de su elaboración: «la requisitoria de la tentación fascista que, desde fecha bastante lejana, amenazó al escritor español». Señalaba, además, que el libro de Ridruejo, Escrito en España, le había supuesto «una aleccionadora ratificación de las ideas que oscuramente había desarrollado». En el final de la carta, aparecía ya explícita la peculiar retórica maineriana a la hora de mostrar su desprecio y hostilidad hacia los restos del falangismo: «De todo aquello no queda hoy más que cierto machismo cerril, ciertas fidelidades caninas y un montón de funcionarios o de tenientes coroneles procedentes de la Academia de Transformaciones, el olor cuartelero de las Hermandades de Alféreces Provisionales o la plácida semiclandestinidad de ciertas entidades que semiprotege la Delegación de Asociaciones»{25}.
Mainer Baqué logró una plaza de profesor en la Universidad Central de Barcelona y luego en la Autónoma. Según el testimonio de algunos de sus discípulos, fue un profesor popular entre los alumnos. Fernando Valls señala que «siempre con chaqueta, llegaba a clase cargado con un buen puñado de libros en la mano, hablaba sentado, sin levantarse, y sin apenas mirar un papel, con una fluidez y una memoria asombrosa, que desplegaba con datos, argumentos y citas literarias constantes, dejándote embelesado»{26}. «La suya era la oratoria de un estilista que, más que pronunciar las frases, las dejaba escritas en el aire, perfectas en su elaboración, se diría que listas para un análisis sintáctico», señala Ignacio Martínez de Pisón. No obstante, parece ser que se mostraba «algo distante en el trato personal»{27}.
Sin embargo, la aparición de Falange y Literatura suscitó cierto recelo entre los sectores más izquierdistas de la Universidad. Y es que, según el historiador Ferrán Gallego, su interés por el falangismo resultaba chocante en un momento en que se juzgaba que lo fundamental era la reconstrucción histórica de los vencidos en la guerra civil. «Se atrevía a afirmar que existió una cultura fascista y que, en una parte importante de los casos, existía lucidez de construcción narrativa, sabiduría en el manejo de la intuición poética e incluso honestidad política»{28}. Otro coetáneo como Enric Bou consideraba que, por aquel entonces, el título resultaba «sospechoso»{29}.
En 1973 leyó su tesis doctoral dedicada a las novelas de Wenceslao Fernández Flórez, cuya obra interpretó como el fruto de la insatisfacción característica de la mesocracia española, algo que se traducía en «el humor corrosivo, la crueldad manifiesta, la angustia de desesperanza, que afloran entre una compacta praxis conservadora que, para su público y sus críticos, la definió sin apelación posible». Al mismo tiempo, hacía hincapié en las contradicciones del escritor gallego «entre la sagacidad y la torpeza cerril, entre la finura humorística y el burdo chascarrillo, entre la afectación de intelectualismo y una formación cultural que daba muy poco de sí». Y sentenciaba: «En otras latitudes, casilleros parecidos al que ocupa Fernández Flórez en nuestras letras están ocupados por Anatole France o por Gilbert K. Chesterton., pero ni nuestra sociedad ni nuestro escritor pudieron hacer más: ni ABC era el Times, ni el cardenal Gomá era un Primado anglicano»{30}. Claro que si el escritor gallego hubiese nacido en Gran Bretaña no hubiera sido Fernández Flórez, sino otra persona. Y es que nuestro habitual patriomasoquismo suele incurrir en la ucronía.
Su abandono de la universidad catalana estuvo motivado, al menos en parte, por sus escasas posibilidades de conseguir una cátedra, algo que le fue ofrecido en Zaragoza, su ciudad natal; e igualmente a causa de ciertos conflictos con un catalanismo ya hegemónico. Según narra su amigo Arcadi Espada: «Una mañana advirtió a una alumna de que no siguiera redactando en su examen en catalán. Ella reivindicó su derecho a hacerlo. Hubo un forcejeo. De pronto se miró y se vio a sí mismo como un extravagante lector de español en una universidad extranjera. Como pudo marcharse, se marchó»{31}. Según señala el propio Mainer Baqué en una página autobiográfica: «El autor piensa que no hay nacionalismo bueno, pues todos acaban justificando lo más mezquino de nosotros mismos: la pulsión violenta ante lo extraño, la tautología como sistema mental (somos los que somos), la obstinada voluntad de no cambiar. Y entre los nacionalistas que sueñan con tener un Estado al servicio del renacer identitario y los Estados que reemplazaron en los siglos XVIII y XIX el principio de autoridad divina por la apelación al espíritu de la colectividad histórica, prefiero los últimos: al cabo, prefiero ser pacífico heredero de la suma de Hegel y Renan que el ciudadano irredento de una Nación sin Estado, acosado por los fantasmas de Hamann y Herder»{32}.
No obstante, Mainer Baqué había ya acumulado ya cierta cantidad de capital simbólico. Además de Falange y Literatura, publicó, en 1974, la primera edición de uno de sus libros más celebrados, Le Edad de Plata, una obra que, en aquellos momentos, no quiso publicar Francisco Rico en la editorial Ariel{33}. Esta obra, reiteradamente editada y actualizada, supuso su consagración como historiador de la cultura española. Para Mainer Baqué, la Edad de Plata se iniciaba en 1900, en el período de la crisis finisecular, y finalizaba en 1939, con la guerra civil. Destacaba el autor que en este espacio de tiempo, la sociedad española experimentó un proceso de modernización de sus estructuras sociales y económicas, e igualmente en las expectativas con respecto a la literatura, a su función y a la de los intelectuales. En ese sentido, la irrupción de Ortega y Gasset marcó una huella indeleble en la vida cultural española. El advenimiento de la II República supuso, para Mainer Baqué, la culminación de todo aquel proceso, fruto de la acción de los intelectuales de la Institución Libre de Enseñanza, el orteguismo y el movimiento obrero reformista. En el desarrollo de esta narración histórica, el falangismo y el conjunto de las derechas adquieren ya un perfil muy torvo, siniestro. En aquella nueva circunstancia, Mainer Baqué parecía verse libre ya de toda coacción psíquica o/y política, a la hora de expresar su auténtica opinión sobre Falange. Su moderación anterior, quedó completamente eclipsada. El fascismo español fue, a juicio de Mainer Baqué, «poco más que un servidor vergonzante de la reacción pura y simple (que lo sufragó sin largueza)», «que alcanzó a ilusionar a algún estudiante de clase media tradicional que hubo de compartir tales sentimientos con antiguos pistoleros de los «sindicatos libres», militares retirados por la Ley Azaña y señoritos con ínfulas». Uno de los personajes peor parados era Ramiro Ledesma Ramos, a quien, como ya sabemos, apenas había dado importancia en Falange y Literatura. El fundador de las JONS aparecía ahora como «un desequilibrado que había escrito artículos de divulgación filosófica para Revista de Occidente y La Gaceta Literaria y al que su temperamento -digno de un personaje de novela de Carranque de los Ríos- y su frustración profesional llevaron a un fascismo de perfiles muy duros», «algo psicópata». El fascismo de Giménez Caballero era ya «reaccionarismo mondo y lirondo», aunque reconocía en su obra Arte y Estado «aceradas intuiciones». En cualquier caso, el conjunto de los falangistas eran calificados de «cabezas huecas». Todo aquel desahogo catárquico culminaba en una descalificación global y sin paliativos de la España nacional y de su política cultural, al tiempo que una exaltación de la republicana y de los exiliados que, según su particular opinión, «escribieron las mejores canciones y novelas de las tres décadas siguientes». «Peregrina o prisionera, la historia de la literatura española -concluía Mainer Baqué- pudo más que la fuerza de sus enemigos»{34}.
2. Hegemonía incontestada.
En 1983, Mainer Baqué consiguió la cátedra de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza. Para entonces, el general Franco había fallecido, lo que el profesor aragonés no ha dejado, desde entonces, de celebrar a lo largo de su obra, viniera o no al cuento: «Cerraba aquella piedra -diría, con la peculiar retórica maineriana, describiendo su entierro- años de historia viva e historia aplazada o reprimida, y más concretamente ponía una nota gris en una cripta hecha con granito de rosa de Porrino y verde de Compostela»{35}. En alguna ocasión, el profesor aragonés se ha ocupado de la vertiente literaria de Francisco Franco. Hombre en extremo previsible, Mainer Baqué juzga su Diario de una bandera como una obra «impersonal, algo pretenciosa de estilo y tan convencional en su patriotismo como en sus ideas sobre la cuestión colonial». Franco, en fin, era «un hombre de muy escasas lecturas y oratoria desdichada», un «personaje llamado a larga e infausta notoriedad»{36}.
A partir de ahí, Mainer Baqué,próximo al PSOE{37}, se convirtió en una de las personalidades más carismáticas de lo que podríamos llamar «Cultura de la Transición», una suerte de canon/pensamiento hegemónico, que ha proporcionado, al menos hasta ahora, una narrativa histórico-cultural complaciente con el sistema político actual. En el caso de Mainer Baqué, este tipo de legitimación viene dada por la reiteración de su esquema interpretativo de la cultura española contemporánea, cuyo canon se cifra en la Institución Libre de Enseñanza, el legado orteguiano -del que se obvian sus claros contenidos conservadores-, la II República, la figura de Manuel Azaña Díaz y la literatura del exilio y la disidente del régimen de Franco; todo lo cual excluye las tradiciones conservadoras, tradicionalistas o de la cultura oficial franquismo. Por supuesto, esta visión cultural no sólo se encuentra presente en las obras de Mainer Baqué, sino que se ha convertido, en buena medida, en canónica, en una especie de vulgata difundida por diarios como El País -convertido, como diría José Luis López Aranguren, en «nuestro gramsciano-neocapitalista-intelectual colectivo, la empresa cultural de la España postfranquista»{38}- y por el conjunto de los mass-media. En ese sentido, por ejemplo, el autor distingue, con su habitual maniqueísmo, entre un nacionalismo «falso», representado por las derechas, y el más o menos aceptable de liberales y progresistas: «Y digo falso porque esta nación de la alianza del reaccionarismo romántico y del constantinismo eclesiástico, fue hijo de la apologética francesa antirrevolucionaria y de ciertos barrios del costumbrismo artístico decimonónico (lo demostró hace años Javier Herrero (¡) por cuenta de los apologetas del fines del XVIII y Fernán Caballero) y nunca se ha secularizado del todo. Su animal emblemático no sería la Quimera abstrusa, sino algún solípedo testarudo: la mula parda de los dichos, el borrico de noria. Y ha sido quizá su fuerza maniquea lo que ha prestado ese aire quimérico y doliente, inquisitivo y vacilante, a su nacionalismo enemigo»{39}.
No deja de ser significativo que Mainer Baqué fuese un asiduo asistente a los coloquios historiográficos convocados en la universidad francesa de Pau, «bajo la autoridad moral» -dirá-{40}, del historiador comunista Manuel Tuñón de Lara. Junto a su esposa María Dolores Albiac, José Luis Abellán, Jean Louis Guereña, Carlos Blanco Aguinaga y Rafael Pérez de la Dehesa, fue uno de los representantes de la historia de las ideas y de la literatura en aquellos momentos. La importancia de aquellos coloquios no fue sólo cultural, sino claramente política. Y es que a lo largo de su existencia se crearon una serie de redes[41]de influencia y de amistad, cuyos beneficiarios coparían no pocas de las cátedras universitarias de la España postfranquista, algo que han marcado de forma indeleble la trayectoria de la historiografía española{42}. No existe, pues, la menor duda de que estas redes han sido, y son, muy eficaces a la hora del logro de la hegemonía intelectual, cultural y moral. La izquierda intelectual instauró en el «campo» cultural, en general, y en el historiográfico en particular, casi sin resistencia, su hegemonía; lo que le facilitó sobremanera el ejercicio de la «violencia simbólica»{43} frente a sus adversarios/enemigos.
Además, la circunstancia española ha tenido sus propias características. A diferencia de lo ocurrido en Italia, no existió un fenómeno semejante al Movimiento Social Italiano, que, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, pudo mantener, por decirlo en palabras de Renzo de Felice, «una vasta memoria de la otra parte»{44}. Recién muerto Franco, Pedro Laín Entralgo, publicaba sus palinodias en Descargo de conciencia. Falange, por su parte, desapareció, dividida en multitud de facciones antagónicas, como fuerza política. La derecha tradicionalista, representada por Fuerza Nueva, quiso apropiarse de la retórica y de la simbología falangista, pero careció de iniciativa cultural y de proyecto político, disolviéndose como partido tras las elecciones de octubre de 1982, después de una trayectoria errática y violenta. Alianza Popular y luego el Partido Popular optaron por el liberalismo y por la renuncia a cualquier proyecto de hegemonía cultural alternativo al de la izquierda. Manuel Fraga Iribarne procuró hacer olvidar, en lo posible, su pasado político; y su sucesor no sólo calificó el período franquista de «largo período de excepción» y de «dictadura», sino que se identificó, o dijo identificarse, con la figura de Manuel Azaña Díaz{45}. Otro gran éxito de la izquierda intelectual. Nadie ya, por lo visto, al menos a nivel político e histórico, quería identificarse ni con el bando nacional ni con el régimen de Franco. Su «memoria histórica» quedaba así abolida. Sin razones de su razón.
Claro que ello tuvo como consecuencia un empobrecimiento radical de la vida cultural y política española. Dada aquella hegemonía incontestada, la izquierda intelectual e historiográfica pudo bloquear, con toda libertad, sin la menor resistencia, la emergencia de nuevas tradiciones historiográficas alternativas, como las representadas, en el campo de estudio del fenómeno fascista, por Ernst Nolte, George L. Mosse, Eugen Weber, Renzo de Felice o François Furet. Aunque igualmente puede sospecharse que estos representantes de la izquierda cultural ignorasen su existencia, pues, por lo general, eran -y son- gentes dogmáticas, no excesivamente leídas, completamente sectarias y, por lo tanto, enemigas encarnizadas de la pluralidad política e intelectual.
Ignorante hasta hace poco tiempo de esas tradiciones, Mainer Baqué siguió escribiendo sobre Falange y sus escritores, con un talante entre acre y despectivo. Volvió a emprenderla soezmente con Ledesma Ramos, al que reiteró los insultos de «desequilibrado» y «atrabiliario»{46}. Diatribas que culminan en exabruptos de marcado carácter denigratorio y clasista, cuando lo considera «condenado a ser empleado de Correos» {47}. Se ensañó cruelmente con la persona y la obra literaria de Francisco Guillén Salaya, denunciando «lo mezquino de una prosa tan pretenciosa y la miseria del espíritu que la sustentaba pudieron más que la significación histórica del texto»; y, como ya era su costumbre, lo calificó de «cabeza hueca»{48}. Su crítica de Madrid de corte a checa, de Agustín de Foxá, a quien tachó de «infantiloide», no pasaba, en aquellos momentos, del tópico y la obviedad. La novela era la expresión del «temor a la igualdad»{49}. El Rafael García Serrano de Eugenio o la proclamación de la primavera era un «botarate pegado de la pistola». «Resulta difícil de leer sin repugnancia -dirá- la prosa de García Serrano»{50}. No salía mejor parado Felipe Ximénez de Sandoval, autor de Camisa azul, representante, según él, del «vacuo arquetipo de una clase media que ya vamos conociendo», obsesionado por «la necesidad de violencia, la subversión contra el raciocinio, la inquina antiintelectual»{51}. De tal hecatombe censoria, salía, de nuevo, mejor parado Giménez Caballero, pero se apresuraba a decir que «nunca ha habido un fascismo inocente»{52}.
No sabemos qué es lo que piensa Mainer Baqué sobre el culto a la violencia gratuita de, por ejemplo, un surrealista como André Breton, o de su exaltación por parte del joven Malraux comunista y de tantos otros representantes de la izquierda revolucionaria. George Steiner destacaba, no sin razón, en uno de sus ensayos más célebres, el «tedio atroz» y «el insaciable deseo de destrucción» que producía entre los intelectuales finiseculares el régimen político liberal anterior a la Gran Guerra{53}. El período de postguerra, la crisis económica y el desafío bolchevique no harían sino extremar dicho pathos, común a los intelectuales tanto de izquierda como de derecha, instalados en el paradigma de lo que he denominado «política de lo sublime»{54}. En cualquier caso, como ha señalado el filósofo alemán Peter Sloterdijk, el mismo concepto de «clase social» defendido por los socialistas revolucionarios y por los comunistas era un concepto polémico que establecía «a quien y bajo que pretexto está justificado eliminar». «Todavía el público -continúa Sloterdijk- no ha tomado conocimiento de que el «clasismo» prevalece sobre el «racismo» en lo que se refiere a la liberación de las energías genocidas del siglo XX». Esto es algo que Mainer Baqué, como buen marxista, tiende a ocultar. Y es que, volviendo a los planteamientos de Sloterdijk, el «antifascismo» supone, y Mainer Baqué es un buen ejemplo de ello, «la salvación de la conciencia»{55} para los simpatizantes de la izquierda revolucionaria, pasando por alto la profunda monstruosidad no ya del experimento soviético, sino de los proyectos anarquistas y revolucionarios dominantes en la izquierda española a lo largo de los años treinta.
A ese respecto, no deja de resultar un tanto discutible su análisis de la literatura conservadora en la que se describían y denunciaban las persecuciones sufridas por las gentes de derecha a manos de los revolucionarios a lo largo de la guerra civil. Así, Wenceslao Fernández Flórez es acusado por Mainer Baqué de defender, en su novela Una isla en el Mar Rojo, un «húmedo egoísmo individualista»{56}. Y, con suma malevolencia, interpreta la denuncia del terror republicano, como fruto de una «secreta pulsión sádica que conocen muy bien los confesores y los educadores de adolescentes». Claro que, al mismo tiempo, se equivoca al situar la consagración del monumento al Sagrado Corazón de Jesús en la Dictadura de Primo de Rivera, cuando tuvo lugar en 1919, bajo un gobierno presidido por Antonio Maura{57}. En realidad, este análisis tiende a banalizar los hechos, que, pese a que el conjunto de esas obras resultasen literariamente muy mediocres, fueron muy reales. El que Cristo en los infiernos, de Ricardo León, sea una novela infumable, no resta un ápice de gravedad a las matanzas de Paracuellos del Jarama o a la persecución religiosa a lo largo de la guerra civil.
No obstante, en alguna ocasión, abandona esa posición maximalista y rechaza la interpretación sobre la cultura durante el franquismo defendida por el periodista Gregorio Morán, en su avieso e indocumentadopanfleto antiorteguiano El maestro en el erial, o la indigencia de Julio Rodríguez Puértolas en su endeble Historia de la literatura fascista española, cuyos contenidos califica de «Nüremberg incruento»{58}. Entre las novedades positivas del primer período franquista señala el regreso de la novela representado por Cela; y el auge y desarrollo del ensayismo universitario de divulgación que incluye los trabajos de Laín Entralgo, José Antonio Maravall, Antonio Tovar, López Aranguren y Marías{59}. Por otra parte, señalaba, con mayor rigor analítico e histórico, que los rudimentos de un «Estado cultural» se dieron en esta etapa, que llegó «más allá lo que inició tímidamente la República», y sin cuya iniciativa no podría explicarse el ulterior desarrollo intelectual. Mainer Baqué estima que un ejemplo de ello fue la revista Clavileño, dirigida por Francisco Javier Conde, cuyo objetivo era configurar «una imagen estética y moral de España», y que contribuyó «decisivamente al reconocimiento del verdadero canon moderno de las letras y la estética española, que la guerra había subvertido»{60}.
Sin embargo, su sectarismo continúa. E incluso llega a plantear, contra no pocas racionalidades y evidencias, que una eventual victoria republicana en la contienda hubiera supuesto una postguerra semejante a la de Italia y Francia en 1945, «dos paisajes culturales admirables donde convivieron el radicalismo político y la vigorosa búsqueda de lo popular, el deseo de implicar al Estado en la cultura y la fuerte huella de la creatividad de los particulares»{61}. Han leído bien: no es una broma pesada. Quizás hasta se lo cree el propio Mainer Baqué, al igual que Ángel Viñas. Tal ilusión supone una descontextualización tan radical de la situación histórica española que no puede ser tomada en serio. Y es que este tipo de razonamientos, a nivel historiográfico, no pueden ser calificados más que, como señala Marc Angenot, de «acrobáticos»{62}. Además, lo que no nos dice Mainer Baqué es la situación de aquellos dos países, y sobre todo de Francia, estuvo muy lejos de ser tan idílica para no pocos intelectuales, cuyos nombres aparecieron en las «listas negras» elaboradas por los comunistas, fueron represaliados e incluso asesinados. La lista es larga y significativa: Robert Brasillach, Jacques Benoist-Mechin, Abel Bonnard, Henri Béraud, Alphose de Chateaubriand, P.A. Cousteau, Pierre Drieu La Rochelle, Alphonse Fabre-Luce, Bernard Fay, Jean Giono, Bernard Grasset, Sacha Guitry, René Jolivet, Bertrand de Jouvenel, Camille Auclair, Charles Maurras, Henri de Montherlant, Henri Massis, Paul Morand, Lucien Rabatet, Georges Suarez, Robert Vallery-Radot y muchos más{63}. Mainer Baqué no tiene nada que decir del asesinato por parte de los comunistas del filósofo Giovanni Gentile{64}, cuya obra es hoy reivindicada en Italia y no precisamente por la derecha neofascista {65}. Tampoco a las padecimientos que hubo de sufrir Ezra Pound, tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Muchas veces me pregunto si Ortega y Gasset hubiera podido retornar de su exilio en una España frentepopulista, tras las diatribas de Luis Araquistain en la revista Leviatán.
Por cierto, Mainer Baqué menciona al escritor británico Gilbert K. Chesterton como uno de los intelectuales que apoyaron al bando nacional durante la guerra civil{66}, algo realmente difícil porque el creador del Padre Browm había fallecidoun mes antes del estallido de la contienda. Y, por otra parte, se mofa de la «exigüidad» de los apoyos de escritores extranjeros a Franco; algo cuando menos discutible: Paul Claudel, Francis Jammes, Charles Maurras, Maurice Legendre, Pierre Drieu La Rochelle, Goorges Guyau,Maurice Denis, Ramón Fernández, Louis Madelin, León Daudet. Abel Bonnard, Hilaire Belloc, René Benjamin, Igor Strawinski, Robert Brasillach, Jorge Santayana, Tolkien{67}, Roy Campbell -que no era irlandés, sino sudafricano{68}-, Maurice Bardèche, Evelyn Waugh, etc no son autores desdeñables; lo que ocurre es que no pocos de ellos cayeron, como hemos señalado, en desgracia, o murieron, por causas políticas tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Claro que en Francia la intelectualidad no es tan sectaria e ignorante como en España y, por ejemplo, ha dedicado un número de la prestigiosa revista Cahiers de L’Herne a Maurras{69}. Tampoco hace hincapié Mainer Baqué en que no pocos de los escritores favorables a la República frentepopulista se arrepintieron con posterioridad de sus veleidades filocomunistas; fue el caso de Spender, Koestler, Dos Passos, etc. La excepción fue Pablo Neruda, sin duda un excelente poeta, cuyos versos de homenaje a Stalin, de los que nunca abjuró, no pueden leerse sin estupefacción. De todas formas, por si hubiera alguna duda, hay que señalar que la mayoría de los grandes poetas contemporáneos -Gotfried Benn, T.S. Eliot, William Butler Yeats o Ezra Pound-, fueron conservadores o filofascistas. Esto podrá gustar o no, pero es así. Si aplicásemos la censura política al canon literario nos quedaríamos sin autores. Ese sí que sería un erial.
Mainer Baqué vuelve a dedicar sus pesquisas a la literatura falangista. En esta ocasión, reconoce el valor literario de Madrid, de corte a checa, «una brillante crónica del Madrid republicano». El Eugenio de García Serrano configura, a su entender, «la etopeya del perfecto fascista»; mientras que Camisa azul, de Ximénez de Sandoval, «deja traslucir involuntariamente la pulsión homosexual que, de hecho, animaba a tantos de aquellos nuevos parsifales falangistas»{70}.
Muy tardíamente, Mainer Baqué se hizo eco de las tesis del revisionismo histórico italiano defendidas por Renzo de Felice y su escuela. Estimaba que «la polémica revisionista acerca de la naturaleza del totalitarismo es terreno minado pero debe dejar indemne alguna certeza». Frente al historiador italiano, estima, casi como un acto de fe, que el fascismo italiano «no es un radicalismo de base revolucionaria y optimista, que se malogró al constituirse en régimen, mientras que el nazismo o la Guardia de Hierro son formas de racismo de tono pesimista». «Todos se originan en los mismos miedos y comparten prejuicios de ideas. Todos son pesimistas y apocalípticos, aunque postulen la exaltación: de hecho, lo que convirtió al reaccionarismo en fascismo fue ese plan de empresa colectiva que tomó en préstamo de la ética de la revolución progresista. A partir de ese presupuesto, el mundo se puede dividir ya en amigos -pocos- y enemigos -los más- y se justifica la acción por la acción que llega sin vacilar al sacrificio y a la muerte: la muerte del individuo importa poco cuando lo respalda la solidez pétrea de la masa de leales»{71}.
Este alegato tan sólo es reflejo de la perplejidad de Mainer Baqué ante los nuevos planteamientos del historiador italiano. Y, sobre todo, de su tenacidad en la pretensión de conservar, casi podríamos decir de petrificar, los esquemas interpretativos tan maniqueos como simplistas. Ni tan siquiera parece tener en cuenta los distintos contextos en que se desenvuelven fascismo, nacional-socialismo o el nacionalismo rumano de un Codreanu, a quien, por cierto, De Felice no consideraba fascista, sino «populista»{72}. ¿Tiene algo que ver el idealismo de Giovanni Gentile con el racismo de Alfred Rosenberg o con el nacionalismo místico-religioso de la Guardia de Hierro?. Y es que en el caso de Mainer Baqué el viejo Lukács hizo auténticos estragos de carácter intelectual.Siempre El asalto a la razón. Quede claro que manifiesto mi admiración por el Lukács de El alma y las formas y La novela histórica. Y de nuevo la demonología campa por sus respetos a la hora de definir el «fascismo literario» como «la fascinación por lo perverso», «la vergüenza moral», «un cáncer», un «lenguaje sin palabras (¡) y, por eso mismo cerrado al matiz y solamente dispuesto a la obediencia ciega, a la consigna y a la muerte»{73}. Una vez más nos encontramos ante criterios de carácter moral, no analíticos.
En 2013 Mainer Baqué publicó una segunda edición revisada de Falange y Literatura, pero ese hecho merece párrafo aparte.
3. Madurez sin empatía.
Hace más de treinta años, decía Renzo de Felice: «Los historiadores que hacen una afirmación a los veinte años, a los veinticinco años, y la repiten a los setenta años son casi siempre mediocres. Raramente una afirmación que no sean meramente factual puede mantenerse hasta muchos años después, ya sea porque el conocimiento objetivo aumenta, se hace cada vez más preciso, ya sea porque madura paso a paso, ya sea porque todo el contexto de los estudios históricos progresa»{74}. Por su parte, George L. Mosse afirmaba en sus significativas memorias: «El historiador, si quiere entender correctamente la Historia, no puede ser ni prejuicioso ni intolerante. Para mí, la empatía constituye todavía el núcleo de intereses de la Historia, pero comprender no significa negar la posibilidad de juicio. Yo mismo he tratado mayoritariamente con gente y con movimientos que he juzgado con dureza, pero la comprensión debe preceder a todo juicio consistente e interesado»{75}.
Así se expresaban los dos grandes representantes del revisionismo histórico europeo, a la hora de poner de relieve sus dos imperativos categóricos: revisión permanente y empatía. En no pocas ocasiones, me he preguntado el por qué un excomunista como De Felice y un liberal de izquierdas, judío y homosexual como Mosse podían expresarse con tanta libertad y objetividad sobre el fenómeno fascista, y en España pasaba todo lo contrario, sobre todo con historiadores como Ángel Viñas o Mainer Baqué, en cuyas obras el odio y la animosidad prevalecían a la hora de analizar el régimen de Franco. Y es que, en realidad, tanto Viñas como Mainer Baqué siguen un itinerario antagónico del que recomendaba, ya en el ocaso de su vida, el conocido historiador marxista Eric J. Hobsbawm: «Aún nos queda un poco de camino por andar para emanciparnos de la herencia intelectual de la era de las guerras religiosas que dominó el siglo XX. Tal vez deberíamos hacer el intento de acelerar nuestra emancipación»{76}. ¿Ha conseguido Mainer Baqué revisar el contenido de su obra sobre el falangismo con un talante más próximo a la empatía que a la mera condena maximalista?. En la nueva edición de Falange y Literatura existen, desde luego, no pocas revisiones y el talante maireniano se ha dulcificado un poco; pero, por debajo de las apariencias, el pathos dogmático y demonológico permanece intacto.
Por un lado, Mainer Baqué reconoce la influencia de la nueva historiografía revisionista europea sobre el fascismo, representada por Renzo de Felice, Emilio Gentile, George L. Mosse, Pierre Milza, Roger Griffin, etc, si bien, al mismo tiempo, permanece fiel a sus ancestros intelectuales, es decir, el ya citado Lukács, el ininteligible Theodor W. Adorno, el mediocre Furio Jesi -cuyo única motivación parecía ser la destrucción de la figura intelectual de Mircea Eliade- y el inclasificable y bufo Wilhelm Reich{77}.
En la nueva edición de Falange y Literatura, Mainer Baqué dice aspirar a una «visión más madura y matizada», a que su libro «perdiera el tono de impertinencia autosuficiente y la mezcla indigesta de benevolencia con respecto al falangismo, en nombre de la buena fe de algunos falangistas y de un análisis demasiado convencional -aunque por supuesto condenatorio-de los intereses de los otros vencedores de la guerra civil, todo ello manufacturado por añadidura en una terminología que, a menudo, resultaba delatoramente sesentayochista»{78}. En cualquier caso, lo que llama la atención es la incapacidad de Mainer Baqué a la hora de ofrecer una definición de fascismo mínimamente objetiva. Mientras, por ejemplo, Emilio Gentile define el fascismo de forma precisa como «un fenómeno político, moderno, nacionalista y revolucionario, antiliberal y antimarxista, organizado en partido milicia, con una concepción totalitaria de la política y del Estado, con una ideología activista y antiteórica, con fundamentos míticos, viriles y antihedonistas, sacralizada como una religión laica, que afirma el primado absoluto de la nación entendida como una comunidad orgánica, étnicamente homogénea, organizada jerárquicamente en un Estado corporativo, con vocación belicista a favor de la política de grandeza, de potencia y de conquista, que aspira a la creación de un nuevo orden y de una nueva civilización»{79}; Mainer Baqué se limita, como de costumbre, a ofrecer al lector moralizante galimatías, de tópicos reiterados a lo largo de sus libros, y carentes, en el fondo, de capacidad analítica e histórica. Como fenómeno cultural, el fascismo es «una importante zona (aunque errónea) de la modernidad», una «patología internacional», etc, etc{80}. Así de simple. Es decir, lo de siempre. Ignora, además, libros importantes sobre la cultura fascista italiana, como los de Alessandra Tarquini y de Gabrielle Turi{81}. Al igual que la obra del historiador israelí Zeev Sternhell sobre los orígenes franceses del fascismo{82}.
Mainer Baqué reitera, como en la primera edición de la obra, la influencia del noventayochismo, Ortega y Gasset, el nacionalismo liberal, L’Action Française -Azorín, Salaverría, Acción Española, el noucentisme d’orsiano-. Pero apenas menciona, por ejemplo, la herencia que D’Ors dejó en Cataluña, en las figuras de Joan Estelrich, Josep M. Junoy, Jaume Bofill, J.V. Foix, Josep Carbonell, etc, todos ellos admiradores de Maurras y filofascistas{83}. Tampoco la vertiente autoritaria del movimiento maurista, con Antonio Goicoechea, José Calvo Sotelo, José Félix de Lequerica o César Silió, al frente, donde ya aparece el nacionalismo económico, la superación dialéctica de la dicotomía derecha/izquierda y el corporativismo{84}. Y no parece tener noticia de la influencia de Maurice Barrès en España, perceptible, además, en Giménez Caballero{85}.
Mainer Baqué se muestra más cauto, a la hora de hacer mención a las JONS, con la figura de Ledesma Ramos, a quien, en esta ocasión, denomina «relapso». Sin embargo, comete el craso error -seguramente no involuntario- de establecer un paralelo entre Mein Kampf de Adolfo Hitler y El sello de la muerte, la novela autobiográfica de Ledesma Ramos. A mi modo de ver, el libro juvenil del zamorano estaría más cerca de El fuego fatuo, de Drieu La Rochelle, pero no hay duda que la mención al líder nazi tiene muy mala intención{86}. En ese sentido, creo que los herederos de Ledesma Ramos han hecho bien en rechazar la publicación de sus textos en la antología. Los insultos de Mainer Baqué debían tener un precio, y lo ha pagado. Destaca, en cambio, su valoración más bien positiva de la figura de José Antonio Primo de Rivera, «atractivo y apuesto, con aire de señorito», «tenía buena pluma y una oratoria fluida con reminiscencias orteguianas, y calculados rasgos fascistas, siempre brilló en los arranques, en las metáforas y en las frases sentenciosas que se retienen en la memoria, aunque no resistan el análisis». Además, «no era un pistolero». Incluso reitera su valoración positiva de Arte y Estado, la obra de Giménez Caballero: «No existe en la bibliografía española una reflexión más original y, a su manera, tan documentada y sugerente sobre el alcance de un tema que, en rigor, permanece vigente todavía y que vertebró la vida artística entre 1920 y 1950, cuando menos». Una de las novedades de la obra es la mención al cine falangista, con las obras de José Antonio Nieves Conde, Balarrasa y Surcos, «una lección formal del cine neorrealista italiano». Ahora, renuncia a la «leyenda» de los «falangistas liberales», cuyo significado conocería mejor de haber leído la producción italiana sobre la política cultural llevada a cabo por Giovanni Gentile durante el fascismo, porque es ahí donde está la clave de lo que en Italia se denominó «fascismo liberal» y en España «falangismo liberal». Y es que Gentile integró a los intelectuales no fascistas e incluso antifascistas en la elaboración de la Enciclopedia italiana, y protegió a intelectales marxistas como Rodolfo Mondolfo{87} En la antología, aparecen nuevos autores, junto a los anteriormente editados: Luis Santa Marina, Giménez Caballero, Sánchez Mazas, Guillén Salaya, Ximénez de Sandoval, Víctor de la Serna, Samuel Ros, José María Alfaro, Ismael Herraiz, Ridruejo, D’Ors, Torrente Ballester, Luis Felipe Vivanco, Federico Sopeña, Antonio Tovar, Mourlane Michelena, Julian Ayesta, Antonio Obregón, Miquelarena, Cunqueiro y Ángel María Pascual.
Por otra parte, lo que llama la atención en la nueva antología son los numerosos errores históricos. En sus páginas, Mainer Baqué repite su equivocación sobre López Aranguren, que ya le había sido señalada por Ridruejo en 1971. «El Caballero Audaz», es decir, José María Carretero Novillo, no pasó «Al servicio del Pueblo» en 1938, sino a la caída de la Monarquía, en 1931. Sus libros son un intento de popularización del proyecto de Acción Española, como lo demuestran sus «biografías» de Juan de Borbón y de Antonio Goicoechea. Víctor Pradera no fue asesinado en Madrid, sino en el cementerio de Polloe, en San Sebastián. Alejandro Salazar, líder del SEU, no sobrevivió a la guerra civil. Murió asesinado en Madrid{88}. El historiador Jesús Pabón no fue monárquico de Acción Española; militó en la CEDA y siempre mostró cierto desdén hacia Maeztu y sus acólitos{89}. «El Filósofo Rancio» no tenía por nombre Rafael, sino Francisco Alvarado. Mainer Baqué lo confude, sin duda, con el Padre Rafael Vélez, autor de Preservativo contra la irreligión y Alianza del Trono y el Altar. Antonio Sardinha nunca colaboró en Acción Española; había muerto en 1925. En la obra de Vilfredo Pareto no existe «culto al Estado»; fue un liberal de estricta observancia. En un principio, apoyó, como Benedetto Croce, a Mussolini; pero murió en 1923 y no tuvo tiempo de enjuiciar la posterior trayectoria del fascismo. Oswald Spengler nunca se afilió al NSDAP, al que criticó en su libro Años decisivos, siendo marginado de la vida pública hasta su muerte en 1936{90}.Mainer Baqué no ha tenido tiempo de leer, por lo visto, el diario del conservador crítico del nacional-socialismo Friedrich Reck, amigo de Spengler, quien afirmaba, en sus páginas, que no conocía a nadie que hubiera odiado tanto a los nazis como el autor de La decadencia de Occidente{91}.
Errores que reitera en la prensa, cuando sostiene que León Degrelle murió en Madrid «bajo la protección de Franco»{92}, cuando falleció en Málaga ¡el 31 de marzo de 1994!, veinte años después de la desaparición del dictador español. Quizás hemos estado, ya que entonces gobernaba todavía Felipe González, en una democracia filofascista y no lo sabemos.
De todas formas, Mainer Baqué no se ha mostrado excesivamente vehemente en relación al tema de la denominada «memoria histórica»: «Yo tampoco soy partidario de legislar sobre memoria histórica (aunque sí sobre la supresión de los símbolos del franquismo)»{93}. Salvo la novela de su amigo Javier Cercas Soldados de Salamina, la literatura reciente dedicada a la guerra civil, le parece «blanda»: «Uno de los riesgos que corre el tema de la Guerra Civil es una cierta trivialización sentimental»; «es algo que está en el libro de Dulce Chacón. Y lo siento porque haya fallecido, pero en su obra había una visión más dulzona». Fenómeno que atribuye «a la comercialización» y «al haber conocido la guerra de forma casi exclusivamente bibliográfica»{94}. Sin embargo, Mainer Baqué se siente alarmado por un supuesto o previsible revival del franquismo. Y es que, según él, al régimen anterior con «su imagen de pragmatismo y eficacia, de orden y paz, ha podido reactivarse fácilmente en un país, donde las peculiares circunstancias de la Transición política aconseja no hablar demasiado del pasado cercano». Esto lo decía en 2006, bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero y en plena vorágine de la memoria histórica. El motivo de su extemporánea alarma era, ¡fíjense ustedes!, el éxito de la serie televisiva Cuéntame cómo pasó, que, a su entender, se ha convertido en una «velada añoranza» del franquismo: «Nos presenta una sociedad que puede evolucionar gracias a los valores inconmovibles de la unidad familiar y de las posibilidades de progreso social que le daba una época de vacas gordas. Y tal ha sido la falsísima imagen que muchos jóvenes habrán retenido de unos años en que los que, a tenor de los episodios de la serie, se mezclan los sustos y las canciones pegadizas, los encarcelamientos y los buenos negocios, los discursos y las sanas alegrías»{95}.
Sin embargo, no es precisamente el revival del «franquismo» -o su caricatura o fantasma- lo que se avizora, hoy por hoy, en el horizonte político, ni en la opinión de las nuevas generaciones. Más bien todo lo contrario, el populismo de izquierda radical representado por Podemos. Y es que, en un sector de la historiografía española de izquierdas, existe una cierta paranoia respecto a la posibilidad de un revival del franquismo. No hace mucho el conocido erudito Ángel Viñas se escandalizaba, en su demencial libro La otra cara del Caudillo, de que Mariano Rajoy, presidente del gobierno, definiera al franquismo como un «régimen autoritario», siguiendo las conocidas tesis de Juan José Linz {96}. Lo cierto es que, en el desarrollo de su argumentación, Viñas es incapaz de proporcionarnos una alternativa a la defendida por el célebre sociólogo español. De hecho, considero que La otra cara del Caudillo supone, aunque el autor no parezca ser consciente de ello, un auténtico suicidio intelectual. No obstante, ese es su problema, no el nuestro. Sin embargo, podemos preguntarnos si Francisco Franco disfruta hoy, en España, de mejor fama que otros dictadores contemporáneos en sus respectivos países. Por de pronto, el cuarenta aniversario de su muerte ha pasado, historiográficamente hablando, sin pena ni gloria. En una revista, se decía al respecto: «Murió hace 40 años y es objeto de un rechazo (casi) unánime»{97}. No hace mucho el conocido historiador británico Richard J. Evans -experto en el III Reich- señalaba que Silvio Berlusconi solía citar elogiosamente a Mussolini; que los partidos de la derecha italiana que ocupaban el poder político desde el final de la guerra fría «han rechazado de manera sistemática el legado de la resistencia al fascismo que representaban los democristianos y los comunistas; que los partidos neofascistas y postfascistas «han tenido un protagonismo notable en las maniobras y fusiones que han caracterizado la política italiana de las dos últimas décadas»; que las críticas serias dirigidas en público al dictador italiano «se han convertido en un rasgo cada vez más excepcional». «Su régimen se describe por lo común como relativamente benigno». «En Predappio, la ciudad natal de Mussolini -señala Evans- las tiendas de recuerdos que llenan la vía principal, ofrecen camisas negras, estandartes fascistas, esculturas del dictador, libros, DVD que celebran su vida y -lo que resulta aún más alarmante- manganelli o porras con inscripciones tales como Molti nemici, molto onore (.) Cada año, durante el aniversario de su nacimiento, de su muerte y de su marcha sobre Roma de 1922, se reúnen miles de simpatizantes, vestidos muchos de ellos con camisas negras ornadas de insignias fascistas, para desfilar desde el centro de la ciudad hasta el mausoleo en que yacen sus restos entonando canciones y gritando consignas de ultraderecha»{98}. En unas recientes memorias, un antiguo terrorista de izquierdas, Alessandro Stella, militante de Potere Operario, se dolía de la libertad de que disfrutaban los fascistas italianos a la hora de exaltar a Mussolini y honrar a sus muertos{99}.
Este proceso ha sido más significativo, por obvias razones, en los países del Este de Europa, tras el estrepitoso fracaso de los regímenes comunistas. En septiembre de 1993 se asistió en Hungría al retorno de las cenizas de Nicolas von Horthy. En Bulgaria, se rehabilitaba al rey Boris III, aliado del III Reich, pero opuesto al antisemitismo nazi. En Rumanía se asistía igualmente a la rehabilitación del mariscal Ion Antonescu{100}. Nada de esto ocurre hoy en España; más bien todo lo contrario. Claro que a la mayoría de los antifranquistas les hubiera gustado una ruptura total con el pasado, algo que, por fortuna, no se produjo. En cualquier caso, para ellos, el antifranquismo no ha comenzado todavía.
Un balance.
A la altura de 1969, el historiador Jesús Pabón señalaba, haciéndose eco de los primeros tomos de la biografía de Renzo de Felice sobre Mussolini, que la contribución española al estudio del fenómeno fascista «no constituye en general motivo de orgullo»{101}. Pese a las apariencias, poco parece haber cambiado desde entonces. La obra de Mainer Baqué es un buen ejemplo de ello. Salvo los estudios del politólogo y sociólogo Juan José Linz -buen conocedor de la obra de Renzo de Felice y de George L. Mosse{102}-, la originalidad ha brillado, hasta prácticamente hoy, por su ausencia. Y es que mientras De Felice, Mosse, Furet, Sternhell o Nolte escribían y publicaban sus obras, en España todavía causaban furor, sobre todo en los ámbitos académicos, los libros de Poulantzas, Mandel, Colloti, Guérin, Reich, Lukács, Barrington Moore, etc. De ahí que el contenido de las obras de Javier Jiménez Campo, Sergio Vilar, Seelagh Ellwood, Ricardo Chueca, o los diversos libros de Paul Preston, haya podido tomarse en serio. Por decirlo en términos de Renzo de Felice, ni a nivel ético-político, ni a nivel historiográfico, hemos pasado de un esquemático franquismo/antifranquismo, «que es inaceptable en una cuestión de este género, y sólo es válido en las plazas o en los comités»{103}. En el caso de Mainer Baqué no es sólo una cuestión de método, cuya deuda con el materialismo histórico del peor Lukács resulta evidente; es cuestión de talante, fruto, al menos en parte, de su propia trayectoria vital. Bien es verdad que no ha caído en los excesos de otros historiadores, que hacen referencia a supuestos holocaustos y genocidios. Mainer Baqué se rasga las vestiduras ante el franquismo y el falangismo. Y yuxtapone improperios, venga o no al cuento; algo impropio de un estudio académico. Además, Mainer Baqué ha ignorado, hasta fechas muy recientes, la bibliografía más seria y solvente sobre el fenómeno fascista. A ese respecto, no podemos sin concluir que su influencia ha sido obstaculizadora. Si el conocimiento histórico sobre el fascismo europeo y español, como fenómeno cultural, experimentó progresos entre nosotros ha sido al margen de su obra. Y es que su producción histórica adolece de pesimismo histórico, dogmatismo metódico y apasionamiento. Todo lo cual contribuye a deformar la interpretación histórica, prohíbe la reconstrucción de los hechos e impide identificar los motivos que subyacen bajo los acontecimientos. Actitud que me sigue pareciendo lo contrario de lo que necesitamos. La historia, desde luego, no puede ser ajena a lo político, porque nada humano lo es; pero ha de ser escrita desde una perspectiva armonizadora, asumiendo el pasado de España como asumimos nuestra genealogía, con orgullo crítico y optimismo creador. Algo de lo que, por desgracia, nos encontramos aún lejos, ya que las inercias y los complejos políticos son aun excesivamente grandes y poderosos. Y es que en el «campo» historiográfico español sigue dominando, por parte de ese sector que conquistó su hegemonía en los años setenta y ochenta del pasado siglo, el «sectarismo activo», al igual que el recurso a la agresión simbólica y a la seudología{104}. Y es que, como señaló hace años Renzo de Felice: «El fascismo ha provocado infinitos daños, pero uno de los más graves ha sido dejar en herencia una mentalidad fascista a los no fascistas, a los antifascistas, a las generaciones posteriores más decididamente antifascistas (según lo declaran y ciertamente lo creen). Una mentalidad fascista que debe ser, según creo, combatida de todas las maneras posibles, porque es muy peligrosa. Una mentalidad de intolerancia, de atropello ideológico, de descalificaciones del adversario para destruirlo»{105}. Es ya tiempo, pues, de poder investigar ciertos episodios de la historia reciente de España con un mínimo de espíritu liberal. Fair play, por favor.
Notas
{1} Véase Albert Forment, José Martínez, La epopeya de Ruedo Ibérico. Barcelona, 2000, pp. 257 ss.
{2} Gonzalo Sobejano, Nietzsche en España. Madrid, 1967, pp. 375 ss.
{3} Adolfo Muñoz Alonso, Un pensador para un pueblo. Madrid, 1969.
{4} Alvaro de Diego, José Luis de Arrese o la Falange de Franco. Madrid, 2001.
{5} Véase Elisa Chuliá, El poder y la palabra. Prensa y poder en las dictaduras. El régimen de Franco ante la prensa y el periodismo. Madrid, 2001.
{6} Pedro Carlos González Cuevas, La razón conservadora. Gonzalo Fernández de la Mora, biografía político-intelectual. Madrid, 2015.
{7} Pierre Bourdieu, La distinción. Madrid, 1990, pp. 470 ss.
{8} Algunos maliciosos hablaron, por entonces, de «La Primavera de Fraga».
{9} Vicente Cacho Viu, La Institución Libre de Enseñanza. Madrid, 1962. María Dolores Gómez Molleda, Los reformadores de la España contemporánea. Madrid, 1968.
{10} Sobre este tema, véase el lúcido libro de Gabriel Plata Parga, De la revolución a la sociedad de consumo. Ocho intelectuales en el tardofranquismo y la democracia. Madrid, 2010.
{11} José Carlos Mainer, Prólogo a La corte literaria de José Antonio, de Mónica Carbajosa y Pablo Carbajosa. Barcelona, 2003, pp. XI-XII. Juan Marqués, «La filología en el limbo. Conversación con José Carlos Mainer», en Para Mainer de sus amigos y compañeros de viaje. Granada, 2011, pp. 235-236.
{12} «La Guerra Civil como tema literario corre el riesgo de la trivialización», El País, 12-XI-2008.
{13} Martín de Riquer, «Recuerdo de José Carlos Mainer», en Para Mainer, pp. 203.
{14} Juan Marqués, op. cit., pp. 257-258.
{15} José Carlos Mainer, Literatura y pequeña burguesía en España (Notas 1890-1950). Madrid, 1972, pp. 12-13.
{16}José Carlos Mainer, Historia, Literatura. Sociedad. Madrid, 1988, pp. 13-14.
{17} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michael Leeden. Buenos Aires, 1979, p. 10.
{18} José Carlos Mainer, Prólogo a La cultura socialista en España 1923-1930, de Francisco de Luis Martín.Salamanca, 2000, p. 13.
{19} J.A.G. Pocock, «Verbalinzing a Poolitical Act Toward a Politics of Speech», en M.J. Shapiro, Lenguage and Politics. Oxford, 1984, p. 41.
{20} José Carlos Mainer, «Consideraciones sobre Benavente, los intelectuales y la política», en Literatura y pequeña burguesía en España., p. 137.
{21} José Carlos Mainer, Literatura y pequeña burguesía en España (Notas 1890-1950). Madrid, 1972, p. 25.
{22} Jesús Pabón, Cambó. Tomo II. Barcelona, 1969, p. 497.
{23} José Carlos Mainer, Falange y Literatura. Barcelona, 1971.
{24} «Literatura falangista», en Destino, 1-I-1972. Dionisio Ridruejo, Sombras y bultos. Barcelona, 1983, pp. 183-189.
{25} Carta, 29-I-1972. Inserta en Jordi Gracia, El valor de la disidencia. Barcelona, 2008, pp. 510-511.
{26} Fernando Valls, «José Carlos Mainer en Bellaterra», en Para Mainer. Granada, 2011, p. 200.
{27} Ignacio Martínez de Pisón, «Lecciones magistrales», en Para Mainer. Granada, 2011, pp. 228-229.
{28} Ferrán Gallego, «El hombre que sabía ver pasar los trenes», en op. cit., p. 17.
{29} Enric Bou, «José Carlos Mainer, profesor de la nueva España», en op. cit., p. 185.
{30} José Carlos Mainer, Análisis de una insatisfacción: las novelas de Wenceslao Fernández Flórez. Madrid, 1976, p. 9.
{31} Arcadi Espada, «Matinal», en Para Mainer, pp. 215.
{32} José Carlos Mainer, La doma de la Quimera. Ensayos sobre nacionalismo y cultura en España. Madrid, 2004, p. 17.
{33} Fernando Valls, «José Carlos Mainer en Bellaterra», en op. cit., p. 199.
{34} José Carlos Mainer, La Edad de Plata. 2ª edición. Madrid, 1981, pp. 331-333, 340.
{35} José Carlos Mainer, «La cultura», en Manuel Tuñón de Lara (dir.), Transición y Democracia (1973-1985). Barcelona, 1992, p. 325.
{36} José Carlos Mainer, «La huella de Marruecos en las Letras Españolas (1893-1936)», en El protectorado español en Marruecos. La historia trascendida. Madrid, 2013, p. 214.
{37} José Luis Melero, «Mainer, Zaragoza y lo aragonés», en Para Mainer., p. 207.
{38} José Luis López Aranguren, España: una meditación política. Barcelona, 1983, p. 138.
{39} José Carlos Mainer, La doma de la Quimera., p. 18.
{40} José Carlos Mainer, «La cultura», en Manuel Tuñón de Lara (dir.), Transición y Democracia (1973-1985). Barcelona, 1992, p. 432.
{41} Sobre la nación de red, véase Randall Collins, Sociología de las filosofías. Barcelona, 2005.
{42} Una visión triunfalista y acrítica de los coloquios de Pau, en Eloy Fernández Clemente, «Hacia un hispanismo total», en Manuel Tuñón de Lara (dir.), Historiografía española contemporánea. X Coloquio del Centro de Investigaciones Hispánicas de la Universidad de Pau. Balance y resumen. Madrid, 1980, pp. 15-23. Más ajustado a la realidad nos parece el análisis de José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente Monge, en «La evolución del relato histórico», en Las historias de España. Visiones del pasado y construcción de la identidad. Madrid/Barcelona, 2013, pp. 414-419.
{43} Pierre Bourdieu, Meditaciones pascalianas. Barcelona, 1999, pp. 215-251.
{44} Renzo de Felice, Rojo y negro. Barcelona, 1996, p. 23.
{45} Pedro Carlos González Cuevas, «El retorno de la tradición liberal-conservadora», en Ayer nº 22, 1996, pp. 71-88.
{46} José Carlos Mainer, «Notas sobre La Gaceta Literaria», en La corona hecha trizas (1930-1950). Una literatura en crisis. Barcelona, 2008, pp. 67 y 136.
{47} José Carlos Mainer, «Conversiones: algunas imágenes del fascismo», en La doma de la Quimera., p. 304.
{48} José Carlos Mainer, «Literatura y fascismo: la obra de Guillén Salaya», en La corona., pp. 137 y 165.
{49} José Carlos Mainer, «La retórica de la obviedad», en op. cit., p. 169. «Conversiones: algunas imágenes del fascismo», en La doma de la Quimera., p. 304.
{50} Ibidem, p. 176.
{51} Ibiden, p. 177.
{52} José Carlos Mainer, «Robinson en el camino de Damasco», en La corona.., p. 74.
{53} George Steiner, En el castillo de Barbazul. Barcelona, 1992, p. 37.
{54} Pedro Carlos González Cuevas, «Política de lo sublime y teología de la violencia en la derecha española», en Violencia política en la España del siglo XX. Madrid, 2000, pp. 105-143.
{55} Peter Sloterdijk, Ira y tiempo. Madrid, 2010, pp. 199, 201-202.
{56} José Carlos Mainer, «De Madrid a Madridgrado (1936-1939)», en Mechthid Albert (ed.); Vencer no es convencer. Literatura e ideología del fascismo español. Madrid, 1998, p. 189.
{57} Ibidem, pp. 191 y 195.
{58} José Carlos Mainer, «El ensayismo bajo la tormenta: Guillermo Díaz Plaja (1928-1941)», en La filología en el purgatorio. Los estudios literarios en torno a 1950. Barcelona, 2003, p. 29.
{59} Ibidem, p. 30.
{60} José Carlos Mainer, «Clavileño (1950-1957), cultura de Estado bajo el franquismo», en La filología en el purgatorio., p. 200 ss.
{61} Ibidem, p. 130.
{62} Marc Angenot, El discurso social. Los límites de lo pensable y de lo decible. Buenos Aires, 2010, pp. 202 ss.
{63} Véase Pierre Assouline, L’epuration des intellectuels. París, 1996, pp. 161-162.
{64} Véase Gabriele Turi, Giovanni Gentile, Una biografía. Torino, 2006.
{65} Véase Emanuelle Severino, Introduzione a L’attualismo, de Giovanni Gentile. Firenze, 2015, pp. 7-71. Roberto Esposito, Pensamiento viviente. Origen y actualidad de la filosofía italiana. Buenos Aires, 2015, pp. 201-217 ss. Diego Fusaro, Antonio Gramsci. Milano, 2015, pp. 81-93.
{66} José Carlos Mainer, Año de vísperas., p. 171.
{67} Véase Joseph Pearce, C.S. Lewis y la Iglesia católica. Madrid, 2013, p.116-117.
{68} Véase Joseph Pearce, Roy Campbell. España salvo mi alma. Madrid, 2012. Isaías Gómez López, Estudio preliminar a Poemas escogidos, de Roy Campbell. Almaría, 2010.
{69} VVAA, «Maurras», en Cahiers L¨Herne nº 96, 31-XII-2011.
{70} Mainer, Año de vísperas., p. 196.
{71} José Carlos Mainer, «Conversiones: algunas imágenes del fascismo», en La doma de la Quimera., pp. 308-309.
{72} Renzo de Felice, Entrevista., p. 102-103.
{73} Mainer, «Conversiones: algunas imágenes del fascismo», en La doma de la Quimera., pp. 302-308, 327.
{74} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo., p. 29.
{75}George L. Mosse, Haciendo frente a la Historia. Valencia, 2008, pp. 198-199.
{76} «Cuando la pasión ciega a la Historia», Clarín, 2-IV-2000.
{77} José Carlos Mainer, Falange y Literatura. Barcelona, 2013, pp. 181-182.
{78} Mainer, Falange y Literatura., p. 14.
{79} Emilio Gentile, Fascismo. Storia e interpretazione. Roma-Bari, 2002, pp. 16-17.
{80} Mainer, Falange y Literatura., p. 20.
{81} Véase Alessandra Tarquini, Storia della cultura fascista. Bologna, 2011. Il Gentile dei fascisti. Gentiliani e antigentiliani nel regime fascista. Bolgna, 2009. Gabriele Turi, Giovanni Gentile. Una biografia. Torino, 2006.
{82} Una síntesis de su pensamiento, en Zeev Sternhell, L’Histoire el les Lumières. Changer le monde par la raison. Entretiens avec Nicolas Weill. París, 2015.
{83} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «Charles Mauras en España», La tradición bloqueada. Madrid, 2002, pp. 106-132.
{84} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «El pensamiento sociopolítico de la derecha maurista», en Boletín de la Real Academia de la Historia. Tomo CXC. Cuaderno III, Madrid, 1993.
{85} Véase Pedro Carlos González Cuevas, «Maurice Barrès y España», en Historia Contemporánea nº 34, 2007.
{86} José Carlos Mainer Baqué, Falange y Literatura. Barcelona, 2013, p. 101 ss. Véase igualmente su mediocre semblanza del líder jonsista, «Ramiro Ledesma Ramos: años de literatura (1924-1930)», en Cahiers de civilisation espagnole contemporaine, 2/2015, pp. 1-20.
{87} Aparte de las obras de Alesandra Tarquini y de Gabriele Turi, resulta muy significativo el artículo de Noberto Bobbio, «Giovanni Gentile», en Ensayos sobre el fascismo. Buenos Aires, 2006.
{88} Véase Rafael Ibáñez Hernández, Estudio y acción. La Falange fundacional a la luz del Diario de Alejandro Salazar. Madrid, 1993, pp. 28-29.
{89} Véase Jesús Pabón, Palabras en la oposición. Sevilla, 1935, pp. 209-211.
{90} Los errores de Mainer Baqué, en Falange y Literatura. Antología. Barcelona, 2013, pp. 56, 131, 175, 260, 438 y 509.
{91} Friedrich Reck, Diario de un desesperado. Barcelona, 2009, p. 13.
{92} «Lo peor es que no tiene remedio», El País, 2-VI-2011.
{93} «Lo peor es que no tiene remedio», El País, 2-VI-2011.
{94} «La guerra civil como tema literario corre el riesgo de la trivialización», El País, 12-XI-2008.
{95} José Carlos Mainer, «Una revisión de la guerra civil: Punta Europa (1956)», en Francisco Javier Lorenzo Pinar (ed.), Tolerancia y fundamentalismo en la Historia. Salamanca, 2006, pp. 279-280.
{96} Angel Viñas, La otra cara del Caudillo. Mitos y realidades de la biografía de Franco. Barcelona, 2015, pp. 7 ss.
{97} Borja Martínez, «El legado invisible de Franco», Leer nº 267, noviembre 2015, p. 12.
{98} Richard J. Evans, «El aliado de Hitler», en El iii Reich en la historia y la memoria. Barcelona, 2015, p. 222.
{99} Allessandro Stella, Días de sueños y de plomo. Vivir la insurrección en la Italia de los años 70. Barcelona, 2015, p. 175.
{100} Véase los comentarios al respecto de la historiadora Regine Robin, La memoria saturada. Buenos Aires, 2013, pp. 130-131, 146 ss.
{101} Jesús Pabón, Cambó. Tomo II. Barcelona, 1969, p. 497.
{102} Véase Juan José Linz, Fascismo, perspectiva histórica y comparativa. Madrid, 2008.
{103} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo., p. 35.
{104} Pedro Carlos González Cuevas, «Sobre historia, política, sectarismos activos, agresiones simbólicas y seudologías», en El Catoblepas nº 122, abril 2012. Un buen ejemplo de ese modo de bloquear cualquier interpretación alternativa es el utilizado por el conocido erudito Ángel Viñas, en la coordinación de un número de la revista Studia Histórica, (nº 42, 2014)dedicado a la guerra civil. Según se deduce del mensaje de este equipo de investigación, y sobre todo de su dogmático coordinador, todo el que no coincida con sus planteamientos es representante de un engendro denominado «revisionismo neofranquista». Así resulta imposible una vida intelectual mínimamente civilizada. Lo mal no es eso, con serlo y mucho; lo peor es que existen historiadores dispuestos a denunciar a sus colegas -para ellos enemigos- por sus ideas políticas. Lo cual es manifiestamente grave. Esta obra despide un infecto espíritu de delación, más propio del stalinismo que de un período liberal y democrático. Así son las cosas.
{105} Renzo de Felice, Entrevista sobre el fascismo con Michel Leeden. Buenos Aires, 1979, pp. 13-14.