Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
«La cultura y la política siempre han ido de la mano. Incluso quienes sostienen lo contrario están haciendo política. Y uno de los ejemplos más trágicos y evidentes de esta relación lo tenemos en la cultura rusa del siglo XX. Aquí, quizás por primera vez en la historia, asistimos a un experimento brutal: la irrupción de la política en la vida cultural de un país enorme, durante un periodo de tiempo muy largo. Un proceso que continuó a través de guerras mundiales, revoluciones convulsas y el terror más implacable.»
Estas palabras bien medidas y templadas sobre asunto tan cautivador, pueden leerse en el comienzo del libro escrito por el periodista, historiador y musicólogo Solomon Volkov, El coro mágico. Una historia de la cultura rusa de Tolstói a Solzhenitsyn, en el que esboza una historia la cultura rusa a lo largo del siglo XX, tomando como referentes y linderos los dos autores citados en el subtítulo.
He aquí la sustantividad de la cuestión aquí propuesta para examen crítico: la relación entre la cultura y la política en la historia contemporánea de Rusia. No vayamos a creer, sin embargo, que la coexistencia entre la creatividad artística y literaria y el poder político haya sido siempre pacífica. De hecho, probablemente, no lo haya sido nunca. Los cortejos, coqueteos y conquistas que ambas esferas de influencia han mantenido entre sí, lejos de ser sorteados o desatendidos por ambas partes, han sido comúnmente consentidos, a menudo con resultados dramáticos.
Hablamos de una interferencia y también de solapamientos, por lo demás, tradicionales en Europa. En el viejo continente, Gobierno y Estado se han fundidos, por lo general y de facto, en un mismo brazo ejecutivo, dejando arrinconado, en un ángulo oscuro de la historia, el principio postulado por el barón Montesquieu acerca de la división de poderes. La intervención directa de Gobierno y/o Estado sobre la sociedad civil constituye incluso un rasgo típico en la cultura europea, un hábito hecho creencia, un esto es lo que hay, asumido sin apenas resistencias ni críticas por parte tanto de la población como de las élites. Este atributo genérico no es tangencial en el caso de Rusia, sino paradigmático. Y, desde luego, muy distinto del caso alemán, sobre el que tratamos en el anterior número de La Buhardilla.
Para empezar, el concepto de intelligentsia es de origen ruso. El término intelligentsia remite necesariamente a una casta o clase social privilegiada, formada por las élites intelectuales de una nación que asumen la dirección de la política cultural, marcando la dirección y el sentido de las tendencias y los gustos en la opinión pública, allí donde llega a haberla. Se trata de una entidad corporativa en la que intervienen actores de las artes y las letras en su conjunto, si bien en ella el papel de los escritores tiene un protagonismo primordial; de hecho, su impacto sobre la propaganda es mayor que el practicado desde otros campos, aunque en la «sociedad del espectáculo» y el desarrollo de las nuevas tecnologías, la influencia de la imagen acaso esté ya superando al de la palabra escrita. Por el trabajo de Volkov, circunscrito al siglo XX, desfilan gran parte de los grandes creadores nacidos en la «madre patria» rusa. Músicos: Rimski-Korsakov, Igor Stravinski y Sergéi Prokofiev. Cantantes: Chaliapin. Estrellas de la danza: Anna Pavlova, Vaslav Nijinski y Rudolf Nureyev. Profesionales del teatro y el cine: Sergéi Eisenstein, Kontantin Stanislavski, Andréi Tarkovski, Nikita Mijalkov.
Y, claro, están los escritores, sin los cuales no quedaría completado el «coro mágico», según expresión de la poetisa Anna Ajmátova, que de esa forma pone voz a las ideas y emociones del alma rusa. Rusia siempre ha sido un país que ha otorgado gran importancia a la palabra, señala Volkov. De Tolstói a Solzhenitsyn. ¿Por qué, precisamente, estas dos personalidades? Al parecer del autor del ensayo, ambos escritores simbolizan, con altura de gigante, una misma tendencia que ha atravesado el corazón ruso, sin evitar llegar a sangrarlo.
Desde el zarismo a la actual autocracia rusa instalada en Moscú con maneras eslavas de democracia occidental, pasando por la revolución bolchevique, el estalinismo y la perestroika, los escritores, con algunas loables excepciones (Antón Chéjov, por ejemplo), no se han conformado con pergeñar poemas, cuentos, dramas y novelas. Su vocación, su auténtico élan vital, por decirlo así, su imaginación creadora, aspira a influir en la sociedad, hasta el punto de condicionar la concepción del mundo, las ideas y las creencias que manipula, o por las que es manipulada. Este sería por lo demás el significado de «intelectual» (a diferencia, por ejemplo, de «hombre de letras») y que tanto ha condicionado el devenir de las últimas centurias, incluida la presente.
El escritor (elevado a estatuto de intelectual) acaba compitiendo, sin remedio, con el Gobierno en poder, proyección y prestigio. No por casualidad, Solzhenitsyn llegó a afirmar muy ufano que un gran escritor en Rusia es como un segundo gobierno. No hay aquí nada de extraordinario, sino la apoteosis de un sentimiento largamente expresado en la historia rusa: «El modelo de Solzhenitsyn era Lev Tolstói, con sus intentos de modificar la política mediante su enorme autoridad moral.» Examina Volkov el caso ruso, el cual muy bien podría parangonarse con la tradición francesa en dicho asunto (por lo demás, no es casual la relación estratégica común, la alianza de hecho, llevada a cabo por ambas naciones en los más diversos ámbitos).
Trazar una panorámica de la historia cultural rusa a lo largo del siglo XX supone toparse con un hecho fenomenal que, en su particularidad, determina prácticamente la totalidad del espectro resultante y que salta a la vista: el régimen totalitario impuesto en 1917 por los bolcheviques ha marcado más de setenta años de historia en Rusia, es decir, prácticamente la totalidad del periodo referenciado. Volkov sintetiza en tres consecuencias fatales esta extraordinaria circunstancia: muerte, vidas arruinadas y devastación creativa. Los escritores e intelectuales no fueron un sector especialmente reprimido por el politburó comunista, hecho llamativo por cuanto en la URSS se masacraba sin compasión cualquier desobediencia o desafección ideológica sin miramiento alguno. Cuando la maquinaría del poder comunista actuaba sobre el mundo de la cultura, porque la actuación de alguno de sus actores no se ajustase al guión dictado por las autoridades del régimen, fuera el realismo socialista o cualquier otro patrón estético para mayor gloria de las actuaciones del Partido, en tal caso, digo, la eliminación física representaba para el artista o el escritor más que un riesgo, un peligro real. La alternativa era la servidumbre o la entrega a la «causa», fuese por obligación o por persuasión.
[Tolstoi inaugurando la Biblioteca de Yasnaia Poliana]
La propaganda política, en la que los comunistas han sido acreditados expertos (dentro y fuera de Rusia), necesitaba de agitadores, pero también de publicistas, de creativos, procedentes, por lo general, de las filas de la intelligentsia. No es inteligente cortar la mano que escribe los discursos oficiales y populariza las consignas políticas, aunque semejante máxima no siempre conmueve la antojadiza y dogmática voluntad del poder autocrático que depura todo aquello que considera no revolucionario o impuro.
Con todo, la mayoría de los «trabajadores de la cultura» se dejaron tentar por el poder y la prebenda, lo que se traducía en mantenerse con vida o en activo un poco más tiempo que el vecino u otro compañero de viaje eliminado, deportado, acallado. El resto fue silencio o exilio. Sea como fuere, la consecuencia tenebrosa de semejante política cultural totalitaria no logra superarse con facilidad. Antón Chéjov, enunció en su día con una sentencia de acero la fatalidad de la cultura (y la sociedad) rusa, del espíritu eslavo: «Es difícil expulsar al esclavo que llevamos dentro.»
[Aleksandr Solzhenitsyn, prisionero nº 282]
La obediencia al líder del partido no suponía, en efecto, una garantía de supervivencia. El número de casos de entusiastas publicistas caídos en desgracia por efecto de cambios en la nomenklatura, en personas y tendencias en los despachos del Kremlin o por simple capricho del supremo dirigente resulta abrumador, no son pocos. Los duelos materiales y los pulsos dialécticos que tuvieron lugar, por ejemplo, entre Máximo Gorki y José Stalin, así como, posteriormente, los que mantuvo Alexander Solzhenitsin con Mijaíl Gorbachov y Boris Yeltsin, a fin de fijar el área del dominio a favor del magister o del minister, producen un espectáculo poco edificante para el verdadero destino de la cultura, en el sentido más libre de la expresión.
Recientemente, ha saltado a los medios de comunicación la noticia de que el Presidente de Federación Rusa, Vladimir Putin, antiguo responsable del KGB soviético, ha firmado un acuerdo con la viuda de Solzhenitsin por el cual una versión reducida de Archipiélago Gulag pasará a ser texto de lectura obligatoria en las escuelas del país. Acaso el fatalismo consustancial al alma rusa, y que los bardos nativos han cantado con tanto realismo, esté, al fin y a la postre, más que justificado. O se prohíben leer o se obligan a leer determinados textos.
Y no sólo cabe hablar de fatalismo. El alma rusa se ha reconocido desde antiguo por una fuerte componente rural, campesina y esteparia, fervientemente religiosa e inclinada a la sugestión supersticiosa, al misticismo, al curanderismo, a la devoción al santón y al cenobita. Que haya atracción del escritor y del intelectual por la política no significa, en consecuencia, afirmar la proposición inversa, a saber, que el político en Rusia adopte necesariamente un cariz de sujeto ilustrado o al menos de notoria formación académica. El paradigma del contraejemplo que señalo podría recibir un emblemático nombre propio: Grigori Yefímovich Rasputín.
Rasputín fue un personaje fascinador y desconcertante, quien sin apenas saber leer ni escribir, admiraba a Tolstoi, al tiempo que influía con sus supuestos poderes sobrenaturales, con su habilidad hipnotizadora, sanadora y acreditado carisma, en la corte de los Romanov y las altas esferas de la sociedad de San Petersburgo (o Petrogrado) durante las primeras décadas del siglo XX. Hasta el punto llegó el influjo del brujo, del «monje loco», del staretz (elegido de Dios), del mago siberiano, del mujik con modales y conductas bárbaras, que para bastantes historiadores y analistas representó una pieza fundamental en la caída del régimen zarista y el consiguiente ascenso del bolchevismo al poder, un suceso fenomenal que determinó a su vez la deriva totalitaria de todo un siglo, una ideología que tras su propio derrumbe, ha sabido y podido reconstituirse milagrosamente. Pero, esa es otra historia.