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El Catoblepas, número 168, febrero 2016
  El Catoblepasnúmero 168 • febrero 2016 • página 6
Filosofía del Quijote

Crítica del argumento literario en pro del Quijote como libro apolíneo

José Antonio López Calle

Examen crítico de la interpretación del Quijote de Otero Novas (III).
Las interpretaciones filosóficas del Quijote (44).

Azulejo de El Quijote

Hasta aquí hemos analizado críticamente el argumento literario de Otero Novas como base de su interpretación apolínea de la magna novela. Ahora, nos queda por examinar del mismo modo crítico su interpretación de la gran novela de Cervantes desde el punto de vista histórico. Recordemos que Otero Novas reforzaba su exégesis con un argumento histórico, que le conducía a presentar el Quijote no meramente como un libro de contenido apolíneo y dialécticamente antidionisiaco, sino como un producto y reflejo de un tiempo histórico culturalmente apolíneo, y aun como un abanderado o heraldo de una nueva fase de esta laya. El Quijote tiene un contenido apolíneo, nos decía, porque fue concebido y escrito en un periodo histórica y culturalmente apolíneo.

Ahora bien, y tal sería nuestra primera objeción, si, como hemos visto en la precedente exposición, el gran libro cervantino no es una obra apolínea, porque ni don Quijote simboliza lo dionisiaco ni Sancho lo apolíneo, ni Cervantes, en muchos aspectos relevantes más próximo a lo dionisiaco que a lo apolíneo, censura los ideales y valores dionisiacos, carece de sentido pintarlo como un fruto y espejo de un tiempo apolíneo. La novela, como obra literaria, no tiene más de apolínea que lo que contiene de censura de los libros de caballerías como género literario, con lo que de alguna forma contribuye a fomentar cierto grado de racionalismo en los gustos literarios. Tampoco sería admisible el error opuesto de calificar la novela de obra alegóricamente dionisiaca por el hecho de que en gran medida el pensamiento de Cervantes en ella reflejado sea de carácter dionisiaco, pues tal pensamiento no forma parte del tejido temático y argumental de la novela, sino que pertenece a su trasfondo ideológico.

Pero no es sólo que el Quijote no pueda ser el producto y espejo de una fase apolínea, porque su contenido no es apolíneo; es que además el tiempo histórico del Quijote tampoco fue apolíneo, por lo que, incluso aunque la novela lo fuera, no podría ser producto y reflejo de una época que tuvo muy poco de apolínea y mucho de dionisiaca; sólo podría haber sido una obra a contracorriente de su tiempo por su espíritu ideológico. Otero Novas nos pinta un cuadro apolíneo del tiempo del Quijote ateniéndose sólo al supuesto cansancio de la fase cultural dionisiaca precedente y a la decadencia del idealismo y el crecimiento del pacifismo. Pero esto es doblemente inexacto y parcial.

Por un lado, porque no tiene en cuenta el conjunto de rasgos y tendencias que caracterizan, de acuerdo con su propio punto de vista, las etapas apolíneas. Parece olvidar que el autoritarismo, la exaltación religiosa y la intolerancia, entre otras cosas, son características del espíritu dionisiaco y que tales características formaban parte de la mentalidad de aquella época tanto en España como en el resto de Europa, en mayor o menor grado.

Ya hemos visto cómo el propio Cervantes participaba de esta mentalidad autoritaria; y también estaba imbuido de cierto espíritu de exaltación religiosa, como se percibe tanto en su evolución religiosa de los últimos años de su vida, en que se incrementó su religiosidad, como en su obra literaria, especialmente en el Persiles, básicamente una novela de aventuras de carácter religioso, pues las aventuras se enmarcan en el contexto de una peregrinación religiosa a Roma, el corazón de la cristiandad católica y en el curso de la cual hay muchos momentos de vibrante exaltación de los principios, ideales y valores del cristianismo católico. En esto Cervantes estaba en perfecta sintonía con su época. Tampoco Cervantes escapó a la intolerancia de aquel entonces: recordemos, como ya vimos en otros lugares, su hostilidad al mundo islámico, a los moriscos, su antijudaísmo y, como acabamos de ver hace poco, su apología de la censura literaria.

Asimismo parece olvidar que, según su punto de vista, las etapas apolíneas se caracterizan, en el campo del arte, por la tendencia al clasicismo y las dionisiacas, al barroco. Pues bien, en este asunto Cervantes parece ir a contracorriente de su tiempo, en el que empezaba a desarrollarse y consolidar el barroco. Mientras Cervantes se mantiene fiel al clasicismo renacentista en la defensa de un estilo literario liso y llano, sus contemporáneos más jóvenes, como Lope de Vega y, sobre todo, Góngora y Quevedo, las máximas figuras literarias junto con Cervantes de las primeras décadas del siglo XVII, declaradas apolíneas por Otero Novas, hacen tabla rasa de ese ideal literario y son ya completamente barrocos en su propensión a un estilo complejo y hermético.

Por otro lado, el análisis de Otero Novas tampoco se sostiene en su propio terreno centrado exclusivamente en la decadencia o abandono del idealismo y aumento del pacifismo como notas destacadas del tiempo del Quijote. No aporta datos sobre la supuesta caída del idealismo y, en cambio, sí los da sobre la tendencia creciente al pacifismo. Diríase que más bien une la suerte del idealismo a la del descenso del belicismo y el aumento del pacifismo, con lo que viene a sugerir, al menos tácitamente, pero erróneamente, que el idealismo se empareja con el belicismo, pero no con el pacifismo o la política de paz, o se defiende mejor con las armas que con la paz, pues sólo, bajo tales supuestos, se puede inferir que el supuesto descenso del belicismo y aumento del pacifismo, manifestado en la búsqueda de la paz por las potencias de aquel entonces, equivale a un cansancio del idealismo dionisiaco.

Que Otero Novas razona así es harto visible, de un lado, en el hecho de que como índice de la saturación de los idealismos y tránsito a un nuevo periodo apolíneo, a finales del siglo XVI, alegue que Francia se canse de las largas guerras civiles de religión entre católicos y hugonotes iniciadas en 1560 y saldadas con grandes matanzas o que España se agote con sus sueños, aventuras y grandes éxitos imperiales, y, de otro, en el hecho sobre todo de que preste una atención especial a la política exterior de paz de la España de Felipe III e igualmente de la Francia, Inglaterra y Holanda de aquel entonces como señal inequívoca del abandono de pasados idealismos dionisíacos y paso a una nuevo tiempo apolíneo. Así que, a la postre, toda la argumentación de Otero Novas descansa en la enumeración de los hechos que presumiblemente apuntan a un dominante espíritu pacifista en el periodo apolíneo que va de 1590 a 1620, según su propia datación, y que es el tiempo del Quijote, un pacifismo finalmente plasmado en la firma de la paz de Vervins con Francia en 1998, con Inglaterra en 1604 y la tregua con Holanda en 1609.

Ahora bien, ni el periodo de 1590-1620 es tan apolíneo como lo pinta Otero Novas en los escuetos términos en que él lo plantea de idealismo/no idealismo y de belicismo/pacifismo ni el Quijote es el producto y espejo de semejante fase apolínea carente de idealismo e inclinada a la política de paz. Primeramente, hay que decir que es una simpleza asociar el idealismo con el belicismo y la ausencia de idealismo o materialismo con la política de paz o pacifismo. No se entiende por qué el idealismo no puede florecer igualmente o más en tiempos de paz o en una fase apolínea. ¿No sería absurdo negar que, en la actual periodo de paz que vivimos en Occidente, un periodo que el propio Otero Novas califica apolíneo y que comenzó tras finalizar la Segunda Guerra Mundial, el país que lidera Occidente, los Estados Unidos, y los demás países de Occidente, carecen de ideales por el hecho de hallarnos en una fase de paz apolínea? Pues lo mismo cabe decir de aquel entonces. Otra cosa es la clase de ideales que en cada época se defienda, pero, en cada época, las potencias rivalizan igualmente con su repertorio específico de ideales.

Pero centrémonos en el énfasis de Otero Novas en la política de paz como rasgo característico de las grandes potencias europeas en el mentado periodo supuestamente apolíneo de 1590-1620, que, por la manera como presenta los hechos históricos, produce en el lector la impresión engañosa de ser un tiempo más pacífico de lo que realmente fue. Otero Novas sólo se fija en los momentos puntuales de las fechas en que se firma la paz, pero no tiene en cuenta que tales fechas estuvieron precedidas de largas y cruentas guerras entre las grandes potencias, y en algún caso, como el de Francia, por terribles guerras civiles, ni que la firma de la paz entre unos países no impedía que uno de los contendientes alentase conflictos internos en el territorio del otro, como el caso de Enrique IV de Francia que azuzaba en España el problema morisco para debilitarla, o que cuando se firmaba la paz entre unos países, como España y Francia, alguno de estos países, como España, estaba en guerra con otras potencias, como, por ejemplo, contra Inglaterra y Holanda. El tener todo esto en cuenta dibuja un panorama muy distinto, por lo que respecta a la guerra y la paz, del que nos dibuja Otero Novas.

Así la primera década de la presunta etapa apolínea (la de 1590-1600) fue básicamente, contra el cuadro ofrecido por Otero Novas, un tiempo de guerra, por más que en 1598 España y Francia firmasen la paz. Durante todo esa década hasta 1598 Francia estuvo sumida en una guerra civil, la octava y última de sus guerras de religión o guerra de los tres Enriques, la más larga y encarnizada de todas, en la que intervinieron Inglaterra, a favor de los protestantes, y España, para respaldar a los católicos. Pero firmada la paz, España seguía en guerra con Holanda y con Inglaterra, la cual también tuvo que afrontar al mismo tiempo la rebelión de Irlanda, que dio lugar a la guerra irlandesa de los Nueve Años (1594-1603), en la que España intervino a favor de los irlandeses en 1601. Así que durante toda la citada década hubo guerra en Europa. Y más guerra aún si tenemos en cuenta lo que sucedía en otras latitudes de Europa. Así en esa misma década Suecia y Rusia estuvieron enzarzadas en una guerra entre 1590 y 1595 y Suecia padeció una guerra civil entre 1597 y 1599.

Y durante la primera década del siglo XVII España estuvo en guerra, hasta 1604 con Inglaterra y, firmada la paz con ella, proseguía la guerra con Holanda hasta la tregua, que no paz, de 1609, que suponía la amenaza del reinicio de las hostilidades en cualquier momento, aunque ello no sucedió realmente hasta doce años después. En este estado de cosas, ¿qué sentido tiene calificar este periodo de apolíneo y del Quijote como un resultado y reflejo del mismo? La primera parte de la novela empezó a gestarse a finales del siglo XVI cuando España estaba en guerra con Francia, Inglaterra y Holanda, y luego ya sólo con éstas dos últimas. Cervantes la estaba terminando cuando se firmó la paz con Inglaterra, pero aún continuaba en guerra con Holanda. No sabemos lo que Cervantes pensaba de la firma de la paz con Francia e Inglaterra, pero pensase lo que pensase, lo cierto es que en la primera parte de su gran novela no hay apología alguna de lo apolíneo, sino, como ya indicamos más atrás, algo tan poco apolíneo y muy dionisiaco como la defensa de los ideales político-religiosos del Imperio español y una recomendación de la lectura de las biografías de los más importantes personajes históricos destacados como grandes militares o guerreros por sus proezas en el campo de batalla.

Sólo la segunda parte del Quijote, si, no toda, al menos una parte de ella,se concibió y escribió en unos años de paz, pues España disfrutó de ésta desde 1609 hasta más allá de su publicación en 1616, hasta 1618, en que se involucró en la Guerra de los Treinta Años. Pero esto no ayuda a la causa de Otero Novas, pues no olvidemos que, de acuerdo con su exégesis, el Quijote en su conjunto es el fruto y reflejo de una fase apolínea que afecta no sólo a España sino al conjunto de Occidente, que en esta época tiene a Europa como principal escenario del curso de la civilización occidental. Por tanto, es relevante tener en cuenta lo que sucedía en el resto de Europa para determinar si el pacifismo o la política de paz era el rasgo dominante de la supuesta fase apolínea que estaba atravesando Europa, entonces el centro o núcleo de Occidente.

Pues bien, lo cierto es que durante la primera mitad del siglo XVII la historia de Europa fue tremendamente belicosa, hasta tal punto de que, como ha escrito el historiador Geoffrey Parker, durante ese periodo, según revelan los registros históricos, sólo hubo un año (1610) sin guerra entre los Estados de Europa (véase su excelente El siglo maldito [Global crisis según el original inglés], Editorial Planeta, 2013, págs. 78-9).Varios países del norte y este de Europa están en guerra desde el comienzo de siglo hasta poco antes o después de la publicación de la segunda parte del Quijote. Tal es el caso de Polonia, en guerra con Rusia desde 1605 hasta 1619; o de Suecia, en guerra con Dinamarca desde 1611 hasta 1613, enfrentadas en la llamada guerra de Kalmar, contra Polonia desde 1600 hasta 1611 y contra Rusia, en la llamada guerra de Ingria, desde 1610 hasta 1617. La propia Rusia entre 1598, fecha de la muerte del zar Teodoro I, y 1613, año en que accede al trono la dinastía Romanov, estaba sumida en una fase de inestabilidad, conocida en la historia de Rusia como Periodo Tumultuoso, también llamada Época de las Revueltas, un tiempo de guerras civiles. Ni siquiera, contra lo sostenido por Parker, 1610 fue un año pacífico o sin guerra. Precisamente en el curso de la mentada guerra polaco-rusa, incrustada en el Periodo Tumultuoso, en 1610 las tropas polaco-lituanas estaban sitiando la ciudad de Smolensk, sitio que había empezado en 1609 y terminaría en 1611, y ese mismo año tropas también polaco-lituanas tomaron y saquearon la ciudad rusa de Pskov y también ese año tuvo lugar la batalla de Klúshino, en la cual el ejército polaco-lituano derrotó al de la coalición ruso-sueca.

En este estado de cosas tan terriblemente belicoso, aunque España pasase por unos años de paz en los que se incubó y se publicó la segunda parte del Quijote, no tiene mucho sentido hablar de éste como un producto de un tiempo supuestamente de pacifismo apolíneo, cuando fue todo lo contrario, un tiempo dionisiacamente belicoso. Por otro lado, España, aunque se hallase en paz con las principales potencias europeas, tradicionales enemigas suyas, no estaba en un estado tan pacífico en el ámbito de la política mediterránea. Las costas españolas del levante y del sur de España se veían amenazadas por los saqueos de los berberiscos norteafricanos. El propio Cervantes, como ya sabemos, hizo mención a ello en la segunda parte del Quijote (y también en el Persiles), en una de las aventuras de don Quijote en Barcelona. También existía el peligro siempre cercano de los turcos, a lo que también Cervantes alude en el primer capítulo de la segunda parte, en el curso de una plática del cura y el barbero con don Quijote, donde tal peligro no aparece como una realidad lejana, sino como algo cercano y del momento presente; allí se dice, que según noticias procedentes de la corte, una poderosa armada turca se movía por el Mediterráneo oriental sin propósito o designio conocido ni el lugar donde se pensaba atacar, pero ello suponía evidentemente una amenaza para las posesiones españolas en Italia, especialmente en Nápoles y Sicilia, y así lo entendió Felipe III, que tomó medidas proveyendo, según nos cuenta el propio Cervantes, las costas de Nápoles, Sicilia y la isla de Malta; el narrador habla de ello como si se tratase de un peligro grave, pues nos dice que el movimiento de la poderosa armada turca sin propósito conocido provocó un temor, que casi cada año ponía en alerta o alarma, no sólo en la corte española sino en toda la cristiandad.

Aquí cabría aplicar la idea de Hobbes sobre la guerra en el Leviatán: la guerra no es sólo la guerra efectiva, el acto real de batallar o luchar, sino también el estado de cosas generado durante todo el tiempo en que la existencia de una voluntad o disposición a la guerra es manifiesta, aunque durante ese tiempo no haya batalla alguna. Así era la situación de España entre 1609 y 1615, los años en que se debió de escribir la segunda parte del Quijote, en que España estaba en paz con las principales potencias europeas rivales, pero siempre bajo la amenaza de que la guerra terminase estallando, como lo acabó haciendo en 1618 con el inicio de la Guerra de los Treinta Años y durante esos años se mantuvo viva la amenaza bélica de los turcos, aunque no se llegó a materializar, y de las incursiones y saqueos de los moros berberiscos, que Cervantes, como acabamos de indicar, evocó en sus últimos años de vida. Lo mismo cabría decir del conjunto del Occidente europeo, que a lo largo de los siglos XVI y XVII padeció un estado de guerra casi continuo y en los escasos lapsos de paz se vivía, en el sentido hobbesiano, en un estado de inseguridad ante el inminente resurgimiento de la guerra efectiva

En cualquier caso, Cervantes no hizo en la segunda parte de su gran novela, supuestamente escrita en un tiempo apolíneo y bajo el influjo de éste, crítica alguna del idealismo y belicismo dionisiacos ni apología del pacifismo apolíneo, sino que, además de recordarnos el conflicto existente con los berberiscos y con los turcos, sus protectores, se permite, como ya señalamos, exaltar los ideales político-religiosos del Imperio español en el episodio del joven que va a la guerra y en la arenga sobre las causas legítimas del recurso a las armas.

Finalmente, no se entiende muy bien por qué Cervantes no impugnó en el Quijote, si supuestamente es una obra antidionisiaca y el fruto de una época apolínea, los ideales y belicismo dionisiacos del siglo XVI. De hecho, Otero Novas reconoce que es así, que en la novela no cabe encontrar semejante impugnación e intenta resolver el enigma generado artificiosamente por su exégesis con el fácil expediente de que habría censurado los ideales de una fase dionisiaca previa, los de la caballería medieval, en vez de los del siglo XVI, lo que intenta justificar con meras conjeturas extraliterarias, ya referidas en la exposición de su interpretación del Quijote. Pero tales conjeturas extraliterarias, a saber: que quizá Cervantes no se dio cuenta del cambio cultural sufrido por Europa del dionisismo al apolinismo o que quizá le resultaba doloroso combatir los ideales con que había comulgado o que puede ser que los poderes establecidos no toleraran aún la puesta en cuestión de nuestras pasadas e inmediatas glorias, parecen poco verosímiles.

La primera presupone que realmente hubo un cambio cultural entre 1590 y 1520 y que el Quijote se habría gestado en medio de esa ola de cambio cultural prodionisiaco. Pero lo cierto es que, como hemos visto más arriba, no hubo tal transformación y que en Europa no se dio tal oasis de pacifismo apolíneo, sino que los siglos XVI y XVII, sin que hubiera una ruptura apolínea en el tránsito del uno al otro, fueron de forma continua terriblemente dionisiacos por su belicismo hegemónico, pues, según el politólogo Jack S. Levy, fueron «los más belicosos en cuanto a la proporción de años en que hubo guerras en curso (el 95 por ciento), la frecuencia de la guerra (casi una cada tres años) y la media de duración en años, alcance y magnitud». Es más, incluso el siglo XVII fue aún más belicoso, si cabe, que el precedente, ya que, de acuerdo con el «índice de intensidad de guerra» propuesto por el sociólogo Sorokin, éste se elevó de 732 en el siglo XVI a nada menos que el 5193 en el XVII, una tasa de intensidad dos o tres veces superior a la de cualquier otro periodo anterior. Esta es también la opinión del historiador Geoffrey Parker, quien en apoyo de la misma cita las precedentes autoridades en la materia, que de él precisamente las tomamos, y añade de su propia cosecha que en el siglo XVII, que es el centro de su estudio, sólo hubo tres años sin guerra, aunque en su lista de ellos se equivoca, como señalamos más arriba, en la inclusión de 1610 y sólo acierta con la mención de 1670 y 1682 (cf. el libro antes citado de Parker, El siglo maldito, pág. 80 -para las referencias a Levy y Sorokin- y la pág. 78 -para la lista de años sin guerra durante el siglo XVII-, cuyo título, por cierto, contiene su calificación del siglo XVII como «el siglo maldito» no sólo en Europa sino en el resto del mundo). En fin, en el sentido de Hobbes, la situación en los siglos XVI y XVII en Europa se puede describir como la de un estado permanente de guerra, pues, aunque hubo algunos años sin guerra efectiva, más en el XVI que en el XVII, durante ellos no había seguridad de paz en virtud de la voluntad de luchar que no tardaba en volver a manifestarse en el campo de batalla. Nada, pues, de cambio cultural hacia un periodo apolíneo y, por tanto, es absurdo esperar que Cervantes se diese cuenta de algo que realmente no había sucedido o que lo registrase inconscientemente.

En cuanto a la segunda y tercera conjeturas las podemos despachar juntas. Se dice que Cervantes no habría atacado los ideales y belicismo dionisiacos del siglo XVI manifiestos en nuestras pasadas e inmediatas glorias porque le habría resultado hiriente combatirlos al haberse adherido a aquellos y participado en éstas (segunda conjetura) o porque los poderes establecidos no lo habrían tolerado (tercera conjetura). Pero ambas conjeturas se vienen abajo con la simple constatación de que Cervantes en los últimos años de su vida nos ha dejado testimonio escrito de su elogio de las pasadas glorias españolas y con ellas de los ideales que encarnan. Nada le obligaba a hacerlo y, sin embargo, lo hizo. Y, si como sostiene Otero Novas, había cambiado de modo de pensar, le quedaba la opción elegante al menos de no hablar del tema si es que supuestamente le resultaba doloroso por tratarse de algo con lo que personalmente había estado tan identificado o temía la reacción de los poderes establecidos en caso de someter todo ello a crítica. Pero lejos de evitar hablar de ello mostrando un cierto distanciamiento de un pasado que ya lo sentía, supuestamente, como ajeno y erróneo, se dedica a ensalzar las glorias del Imperio español, como en la historia del cautivo en la primera parte del Quijote, donde se exaltan también las figuras que lo representaron, como el emperador Carlos V («invictísimo»), Felpe II («nuestro buen rey don Felipe») Juan de Austria («el serenísimo»), don Álvaro de Bazán («aquel rayo de la guerra», «padre de los soldados», «venturoso y jamás vencido capitán») y el Duque de Alba («el gran Duque de Alba»), o en el prólogo a la segunda parte del Quijote, donde, como ya vimos, muestra su orgullo por haber participado en una batalla de tanta importancia histórica como fue la de Lepanto.

En cualquier caso, las conjeturas de Otero Novas están completamente fuera de lugar y mal concebidas o dirigidas, porque sencillamente pretenden explicar un problema irreal o un pseudoproblema, generado por una errónea exégesis del Quijote. Cervantes ni impugnó, desde luego, los ideales y belicismo dionisiacos del siglo XVI ni tampoco, en lugar de ellos, los de una etapa dionisiaca anterior, los ideales caballerescos de la Edad Media, con lo cual están de más sus pseudoexplicaciones de por qué Cervantes habría realizado algo que realmente no hizo.

En otros lugares de trabajos precedentes ya argumentamos que Cervantes no satirizó los ideales caballerescos medievales, sino sólo un género literario, el de las novelas caballerescas y que quienes presentan el Quijote como una sátira de los ideales de la caballería medieval están confundiendo además a la caballería real, histórica, con la caballería literaria de los libros de caballerías y entre ellos parece encontrarse también Otero Novas. Remitimos, pues, al lector para un tratamiento más amplio del asunto a entregas anteriores, como sobre todo la titulada «El Quijote, sátira de la caballería» (El Catoblepas, Nº 81, Noviembre de 2008).

Aquí nos limitaremos a ofrecer una prueba incontestable de que Cervantes no sólo no pone en cuestión los ideales y valores de la caballería medieval, sino que sentía un gran respeto por ellos. La prueba la encontramos en un pasaje del Quijote más atrás citado en que el canónigo exhorta a don Quijote a leer biografías de los más sobresalientes jefes militares y guerreros de las historia. Pues bien, entre ellos se enumera una larga lista de caballeros medievales como modelos de conducta para el hidalgo manchego, una lista que incluye desde Fernán González y el Cid hasta Manuel de León. Sería impensable que, si, como sostiene Otero Novas, Cervantes los viese como representantes de unos ideales y de unas obras carentes ya de valor, los recomiende encarecidamente como modelos de conducta para los lectores del presente histórico de comienzos del siglo XVII.

 

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