Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
La lectura del minucioso recorrido que José Luis Pozo Fajarnés hace por los recovecos fundamentalistas ejercitados y representados de la Carta Encíclica de San Pío X Pascendi Dominici Gregis (El Basilisco nº 45, 2015), nos suscitó algunos comentarios que formulamos en forma de consideraciones, atribuibles a cada una de las partes contendientes en el combate dialéctico entre Pío X, defensor de las «tradiciones católicas» y los «modernistas», término que utiliza el santo Padre para referirse, implícitamente, a una suerte de personajes teístas o ateos, clérigos o seglares, que, dejándose seducir por el dogma de «sentimiento religioso», ponen en peligro el porvenir de la Iglesia Católica y el de las doctrinas que la sustentan.
I) Primera consideración
La destrucción de la destrucción de la Teología Católica
1) Desde una perspectiva emic Pío X, asumiendo su oficio de «pastor de la grey del Señor», se ve obligado a salir al paso de la marcha triunfante de los modernistas, esos impostores que promulgan «novedades profanas», «falsa ciencia», y «sofismas» (calificativos que atribuye a sus proclamas en las páginas 1 y 29 de su Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis, página Web del Vaticano), con el fin de refutarlas, porque sus contenidos son corrosivos, deletéreos y claramente destructivos para los creyentes católicos a los que está apacentando.
De las numerosas veces que San Pío X utiliza el verbo destruir y el sustantivo destrucción valgan estos ejemplos que tomamos de su Encíclica a modo de muestra:
«Así, pues, venerables hermanos, reconocemos que el método apologético de los modernistas, que sumariamente dejamos descrito, se ajusta por completo a sus doctrinas; método ciertamente lleno de errores como las doctrinas mismas; apto no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión». (PDG., págs. 25 y 26).
Pero el asunto se agrava cuando son los propios católicos, tanto en calidad de clérigos como bajo la condición de seglares laicos, quienes abrazan semejantes «sofismas» relativos a la dogmática católica, a los Libros Sagrados, a la Institución eclesiástica, a la naturaleza de Jesucristo. a la idea de evolución:
«Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Están entre los seglares; también entre los sacerdotes, y no faltan donde menos eran de esperarse: en las mismas órdenes religiosas». (PDG., págs. 2 y 31).
Además, esta preocupación del «Pastor de la Iglesia» se extrema en tanto en cuanto considera, no sin razón, que el modernismo es la antesala del ateísmo. Así termina San Pío X la primera parte «Exposición de las doctrinas modernistas» de su Encíclica Pascendi Dominici Gregis:
«Pero por ahora, baste lo dicho para mostrar claramente por cuantos caminos el modernismo conduce al ateísmo y a suprimir toda religión. El primer paso lo dio el protestantismo; el segundo corresponde al modernismo; muy pronto hará su aparición el ateísmo». (PDG., p. 28).
La tesis de la vinculación entre el protestantismo y el modernismo en forma de «síndrome de Estocolmo» es común entre los pensadores católicos del presente. Así, por ejemplo Antonio Amado Fernández en su artículo «A los cien años de la Encíclica Pascendi» (En Humanitas 47) nos dice:
«Para encontrar la raíz de la crisis modernista hay que atender al preDominicio del racionalismo y del idealismo en la cultura europea durante el siglo XIX. Es conocido cómo el influjo de estas corrientes afectó de manera particular el mundo protestante dando lugar a una forma de teología que, dependiendo muy estrechamente de aquellas corrientes filosóficas, negó la divinidad de Cristo, la institución por Cristo de la Iglesia y los Sacramentos, la inerrancia de las Sagradas Escrituras, etc. Estas ideas del protestantismo liberal si bien originariamente toma cuerpo en Alemania son rápidamente introducidas en el resto del mundo católico. De esta manera lo que el protestantismo liberal fue en Alemania es el modernismo en el mundo católico.
Podemos situar los orígenes de la crisis modernista a partir del último cuarto del siglo XIX con algunos nombres como Duschene, Loisy, Hébert, von Hügel, Houtin, Tyrrell, Turmel, Le Roy etc., dedicados unos a la revisión de la historia de la iglesia, otros a la apologética o a la filosofía, y con el propósito común le elevar la cultura eclesiástica por medio de las ciencias profanas para dialogar con la mentalidad de la época». (Antonio Amado, «A los cien años de la Encíclica Pascendi», En Humanitas 47, p.1).
Ante aquel panorama «destructivo» de finales del siglo XIX y primera década del XX, ¿qué hacer?, ¿cómo debía atajar la Iglesia Católica esta galopante «enfermedad», cuyo síntoma en forma de «Síndrome de Estocolmo» se extendía, como si de una epidemia se tratara, por los seminarios, los conventos, incluso por las parroquias, y, desde luego, por las Universidades, los Centros de Enseñanza Media y Primaria, las editoras de libros, las librerías, las bibliotecas. etc.?
San Pío X, ejerciendo de «médico de almas» antes que de «pastor de cuerpos», puso en funcionamiento un plan para «la destrucción de la destrucción» de la Religión Católica con el fin de administrar «antídotos soteriológicos» contra la «peste modernista», una vez detectada su etiología. Y esto es, precisamente, lo que hace en la segunda parte «Causas y remedios» de su Carta Encíclica Pascendi.
En efecto, en este segundo apartado Pío X:
a) Hace explícita la noción de «destrucción de la destrucción»:
«Cualquiera que de algún modo estuvieren imbuidos de modernismo sin miramiento de ninguna clase sean apartados del oficio, así de recibir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destruidos». (PDG., p. 33).
b) Prohíbe los factores de riesgo:
«También es deber de los obispos cuidar que los escritos de los modernistas o que saben a modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean leídos; y, si no lo hubieren sido, no se publiquen.
No se permita tampoco a los adolescentes de los seminarios, ni a los alumnos de las universidades cualesquier libros, periódicos, revistas de este género». (PDG., página 34).
c) Y prescribe la medicina soteriológica adecuada para el caso:
«Lo principal que es preciso notar es que cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la cual, cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga vigente y, en cuanto sea menester, lo restablecemos y confirmamos, mandando que por todos sea exactamente observado. A los obispos pertenecerá estimular y exigir, si en alguna parte se hubiese descuidado en los seminarios, que se observe en adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. Y a los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio». (PDG., página 32).
2) Otra cosa bien distinta a la efectuada por San Pío X desde una perspectiva emic, es lo que hace José Luis Pozo Fajarnés en su artículo «Fundamentalismos ejercitados y fundamentalismos representados en la Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis de San Pío X», por la sencilla razón de que contempla esta polémica entre Pío X y los modernistas desde una perspectiva etic.
Y en su caso esa perspectiva etic consiste en tomar al Materialismo Filosófico como atalaya necesaria para seguir los movimientos del combate dialéctico:
«Se trataba de una reacción contra la Teología liberal protestante (que culminaría en la Alemania de los años cuarenta con el movimiento «desmitificación de la Biblia», centrado en torno a Bultmann) paralela a la reacción católica neoescolástica (la Pascendi de Pío X contra el modernismo». (Gustavo Bueno, Panfleto contra la Democracia realmente existente, la esfera de los libros, 2004, págs. 35-36).
Fragmento del texto que escoge Fajarnés (El Basilisco nº 45, 2015, página 33), sacado del capítulo I: «El fundamentalismo democrático. Fundamentalismo e integrismo», del citado libro del profesor Bueno, para iniciar su andadura por los recovecos de la Carta Encíclica Pascendi en busca de fundamentalismos, andadura que precisará de avituallamientos filosóficos como iremos viendo: Ensayo sobre el fundamentalismo y los fundamentalismos, Tomo 5 de la Teoría del cierre categorial., obras todas ellas del mencionado profesor.
Y desde esta potente plataforma descubre Fajarnés, precisamente y en primer lugar, el fundamentalismo religioso católico de San Pío X con sus dos senderos: el fundamentalista (defender los fundamentos escolásticos del catolicismo) y el integrista («mantener intacto el depósito de la fe, y no sólo sus fundamentos»); y que él formula de la siguiente manera:
«La doctrina católica que describe la Pascendi se aferra a unas verdades originales. Se atrinchera frente a los enemigos de la Iglesia, apelando a los fundamentos de la teología dogmática, a las revelaciones dadas de forma directa por el Dios, y las dadas por mediación de los profetas. La divinidad de Jesús es para los católicos una verdad inquebrantable que garantiza otras verdades como las de los sacramentos instituidos por él a través de la Iglesia. En estas verdades es en las que Pío X se apoya para contrarrestar los argumentos de los modernistas». (J. L. P. Fajarnés, op. cit., pág. 35).
Descubrimiento éste que hace mostrando, minuciosamente, fragmentos oportunos de la Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis de San Pío X.
También desvela, como veremos más adelante, y con la misma minuciosidad, los fundamentalismos científicos y democráticos de los modernistas que están implícitos en la crítica que Pío X les hace, acuñando, en tal indagación, el afortunado sintagma: «criticismo de Pío X».
3) Nada extraño hay en el propósito tradicionalista, fundamentalista e integrista de Pío X, anunciado en los primeros compases del introito de su Carta Encíclica Pascendi:
«Al oficio de apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiado de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las contradicciones de la falsa ciencia». (PDG., pág. 1).
Porque sabe, perfectamente, que ésa ha sido siempre la tarea primordial, recurrente e inexcusable de todos los «pastores» de la Iglesia Católica, así como la de sus auxiliares y colaboradores, y de esta manera lo explicita en la primera página de su Carta Encíclica Pascendi:
«No ha existido época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor Supremo; porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano «hombres de lenguaje perverso» (Hch. 20, 30), «decidores de novedades y seductores» (Tit. 1, 10), «sujetos al error y que arrastran al error» (Tim. 3, 13)».
En función de estas razones y empujado por la fuerza de los fragmentos bíblicos, tomados del Nuevo Testamento (Hechos de los Apóstoles y cartas de San Pablo a dos de sus colaboradores: Tito y Timoteo), Pío X nos muestra algunos ejemplos de «destrucción de la destrucción» de las doctrinas católicas representadas en las personas y obras de varios predecesores suyos, inmediatos como León XIII (1878-1903), Pío IX (1846-1878), y Gregorio XVI (1831-1846), o no tan inmediatos como Pío VI (1775-1799), o Urbano VIII (1623-1641), o los papas del siglo XVI Pío IV(1559-1565), y León X (1513-1521), e incluso papas de la Edad Media como Gregorio IX.
De entre todos ellos acaso el ejemplo más emblemático sea el de Gregorio IX, en cuyo pontificado (1227-1241), atravesado por los gravísimos conflictos entre la Iglesia Católica y Federico II de Nápoles, o con el «movimiento epocal» de los cátaros, se instituyó el Tribunal Extraordinario de la Inquisición (1231), y se canonizó a Santo Domingo Guzmán, fundador de los Dominicos, de cuya orden seleccionará Gregorio IX a sus teólogos más cualificados para oficiar de inquisidores en dicho Tribunal Extraordinario, «a mayor gloria de la Iglesia Católica», y con el fin de evitar su destrucción.
Mutatis mutandis, Pío X hará lo propio, poniendo, precisamente, la Filosofía del Dominico Santo Tomás de Aquino como emblema y salvaguarda de la Teología Católica contra la «destrucción» anunciada y propiciada por los modernistas.
Pues bien, en la página 10 de su Encíclica Pascendi, Pío X escoge varios fragmentos de una carta de Gregorio IX enviada a los maestros de Teología de París en 1223:
«Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas. a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia. Estos mismos seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza la cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava». (Gregorio IX, Epístola ad Magistros Theologiae, París, 1223).
Esta música atronadora, «dedicada» a los demoledores de la «reina de las ciencias», que Gregorio IX dirige a los maestros de Teología para que se empleen a fondo contra los vanidosos, los insensatos y los necios destructores de la Religión católica, fue una de las muchas variaciones sobre una partitura que se remonta al siglo primero de la era cristiana.
En efecto, en su Carta a los Romanos, San Pablo les dice a los colaboradores suyos, con los que todavía no había establecido contacto personal, pues fue escrita, según la tradición más segura hacía el año 57 después de Jesucristo en Corinto, cuando desde Éfeso San Pablo se dirigía a Roma, y enviada por el mensajero Febe, que se disponía a viajar a esa ciudad por negocios personales, algo similar a lo que Gregorio IX les dijo a los maestros de Teología:
«De manera que son inexcusables, por cuanto, conociendo a Dios, no le glorifican como a Dios ni le dieron gracias sino que se entontecieron en sus razonamientos viniendo a oscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios se hicieron necios». (San Pablo, Carta a los Romanos, 21, 22.)
(Versión directa y comentario sobre la carta de San Pablo a los Romanos de Eloíno Nácar Fuster y Alberto Colunga O.P., Sagrada Biblia, vigésima novena edición, Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), 1970, página 1344).
Pío X escoge de estos versículos 21 y 22 de la parte dogmática de la Carta de San Pablo a los Romanos dos fragmentos traducidos con términos sinónimos:
«Desvaneciéronse en sus pensamientos., pues, jactándose de ser sabios, han resultado necios». (PDG., página 21).
Y entre San Pablo y Gregorio IX, intercalamos esta otra variación sobre el mismo tema, con el fin de mostrar un registro más amplio de esta preocupación pastoral por el ejercicio y la representación de la «destrucción de la destrucción» de la doctrina católica, como un asunto primordial sin solución de continuidad:
«He aquí pues la necedad de los sabios y la ciega y vana temeridad de los investigadores, ya que si vuelven hacia Dios malévolamente los argumentos de la dialéctica convierten a Dios en impotente y débil no sólo en el pasado sino también en el presente y futuro. Estos tales, que todavía no han aprendido los elementos de las palabras, pierden los fundamentos de su fe a través de las oscuras nieblas de sus argumentos, e ignorantes todavía de lo que aprenden los niños en la escuela calumnian los divinos sacramentos con sus quejas. Y después que no han aprendido los rudimentos de los estudios ni poseen conocimiento de ninguna arte humana, enturbian con sus nieblas las enseñanzas de la pureza eclesiástica». (San Pedro Damián (1007-1072), Arzobispo de Ostia, De Divina Omnipotentia, P. L. CXLV).
San Pablo escribió su Carta contra los gentiles y los judíos, San Pedro Damián su tratado sobre la Divina Omnipotentia contra los dialécticos, rétores y retóricos, Gregorio IX su Epístola Ad Magistros Theologiae contra los herejes., y San Pío X su Encíclica Pascendi Dominici Gregis contra los modernistas, en tanto en cuanto vio en ellos la «versión católica» del protestantismo: Gentiles, judíos, dialécticos, rétores, retóricos, herejes, modernistas y protestantes son pues variantes del género «destrucción del catolicismo», según la percepción emic de los Pastores de la Iglesia Católica y sus colaboradores, con independencia de que cada una de esas especies anti católicas tengan morfología propia.
En suma, los Papas, en tanto que sucesores de San Pedro están obligados a «apacentar al rebaño del Señor», pero también lo están, por derivación sus colaboradores los Arzobispos, Obispos, Priores de Órdenes Religiosas, Directores de Seminarios Diocesanos, Maestros de Teología, Párrocos., etc., en sus respectivas circunscripciones: arzobispados, obispados, monasterios, seminarios, universidades, parroquias.; y todos ellos tienen, necesariamente, que ejercitar y representar, en la medida de sus funciones y responsabilidades, la defensa de la Iglesia Católica y sus doctrinas. Por eso Pío X les recuerda a sus colaboradores esta obligación en la parte segunda de su Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis, bajo el rótulo «Causas y Remedios».
No faltan en esta Encíclica de San Pío X oportunas referencias a varios Concilios Ecuménicos; concretamente, y por orden cronológico: Concilio segundo de Nicea (787), cuarto de Constantinopla (869-870), implícitamente el quinto de Letrán (1512-1517), a propósito de León X, el de Trento (1545-1563), y el Concilio Vaticano primero (1869-1870), concilios, en los que se aprobaron medidas, en consonancia con los «remedios terapéuticos» prescritos por Pío X, para atajar «epidemias» contagiosas y mortíferas similares a la del modernismo; con independencia de que en los mencionados concilios se aprobaran otras muchas cosas como la condena de la iconoclastia en el Niceno II, la desaprobación del cisma oriental de Focio en el Constantinopolitano IV, el rechazo del galicanismo y la simonía en el Lateranense V, la condenación de la Reforma protestante en el Tridentino, y la declaración de la infalibilidad personal del Papa en el Vaticano I.
Con estas referencias conciliares Pío X quiso reforzar y amplificar las tesis y medidas defendidas por los predecesores que menciona en sus encíclicas, cartas pastorales, bulas, decretos. etc., dada la excelencia normativa de los concilios, y que, además, armonizan con sus «remedios».
Medidas conciliares tales como:
a) La repulsa al desprecio de las tradiciones eclesiásticas en el concilio segundo de Nicea, «reinando» el papa Adriano I.
b) La conservación y salvaguarda de las reglas que la santa, católica y apostólica Iglesia ha recibido de los apóstoles y de los concilios ortodoxos, reglas decretadas por el concilio cuarto de Constantinopla, siendo papa Adriano II.
c) La enervación de la autoridad de los concilios, según consta en la Bulla Exurge Dominici de León X (1520), papa que clausuró el concilio quinto de Letrán contra la simonía y el galicanismo, si bien fura convocado por el papa Julio II.
d) La defensa de los Sacramentos y las tradiciones apostólicas en Trento, concilio que fue clausurado por Pío IV (1559-1565), otro de los papas citados en la Pascendi.
Como es bien sabido, este concilio, que tuvo larga duración (1545-1563), con parón y conflicto armado entre el Imperio (Duque de Alba) y la Iglesia (Carlos Carafa, cardenal de asuntos político-militares y sobrino de Pablo IV) incluidos, coincidiendo esto con el brevísimo papado (veintiún días) de Marcelo II (1555-1555) y, sobre todo con el papado de Pablo IV (1555-1559), fue convocado por Pablo III (1534-1549), y pasó por numerosas vicisitudes: traslado parcial a Bolonia, presiones de Carlos I de España para retornar a Trento, ciudad que controlaba con ventaja y más aún tras su victoria sobre el elector de Sajonia Juan Federico en la batalla de Mühlberg (1547), conflictos manifiestos entre los prelados adictos al Emperador y los Padres conciliares partidarios de Paulo III, suspensión indefinida del llamado «Concilio de Bolonia» en su décima sesión, reapertura del concilio en 1551, tras la publicación de la bula Cum ad tollenda de Julio III (1550-1555), nueva suspensión (1552) por dos años en la sesión decimosexta, reapertura de la tercera etapa del concilio en 1562, y clausura definitiva en la vigésimo quinta y última sesión del 3 y 4 de diciembre de 1563.
Si a estas vicisitudes político-militares añadimos otros avatares no menos «agitados» pero en este caso de índole científica como: la publicación en 1543 del Revolutionibus Orbium Coelestium, obra escrita por Nicolás Copérnico, canónigo de la catedral de Frauenburg, que contenía una preocupante derivada teológico-astronómica, y la envenenada dedicatoria de esta «revolucionaria Suma de Astronomía», dirigida al mismísimo convocante del concilio de Trento, nos haremos una idea del turbulento momento por el que atravesaba la Iglesia Católica, cuando trataba de ajustar su doctrina en aras de contrarrestar los efectos destructivos para el catolicismo de la Reforma protestante, tan turbulento o más que el momento de los «años convulsos» que van desde el papado de Pío IX al de Pío XI, pasando por el de San Pío X.
El De revolutionibus orbium coelestium hizo temblar los cimientos del Salmo 93: «Reina Yavé, se vistió de majestad, vistió-se de poder Yavé y se ciñó; cimentó el orbe: no se conmoverá». (Sagrada Biblia, BAC, vigésima novena edición, p. 741); y la dedicatoria «Al Santísimo Señor Pablo III, Pontífice Máximo», enviada por Copérnico en 1542 (poco antes de sufrir el derrame cerebral que le llevó a la muerte en mayo de 1543, dos años antes del comienzo del Concilio de Trento), comprometió seriamente al Sumo Pontífice, porque contenía «jaculatorias tan poco piadosas» para un papa de aquella época, como éstas:
«Santísimo Padre, puedo estimar suficientemente lo que sucederá en cuanto algunos aprecien, en estos libros míos, que he escrito acerca de las revoluciones del mundo, que atribuyo al globo de la tierra algunos movimientos y clamarán para desaprobarme por tal opinión. Las Matemáticas se escriben para los matemáticos, a los que estos trabajos nuestros, si mi opinión no me engaña, les parecerán que aportan algo a la república eclesiástica, cuyo Principado tiene ahora tu Santísima. Pues así, no hace mucho, bajo León X, en el Concilio de Letrán, cuando se trataba de cambiar el Calendario Eclesiástico todo quedó indeciso únicamente a causa de que las magnitudes de los años y de los meses y los movimientos del Sol y la Luna aún no se consideraban suficientemente medidos». (Copérnico, De revolutionibus orbium coelestium, Edición preparada por Carlos Mínguez y Mercedes Testal para la Editora Nacional, 1982).
La obra de Copérnico, aunque no precipitó las alarmas teológicas en aquel mismo momento, acaso porque Pablo III estuviera más centrado en la convocatoria del Concilio de Trento, éstas sonaron algo más tarde hasta el punto de que la Iglesia Católica, siendo papa Pablo V (1605-1621), las pretendió desactivar condenando el De revolutionibus orbium coelestium en 1616.
Desde luego, este Concilio de Trento tuvo como objetivo prioritario «la destrucción» de la Reforma Protestante, que a su vez había pretendido «destruir» a la Iglesia Católica.
Además, Pío X hace entrar en juego (PDG., P. 37) a San Carlos Borromeo (1538-1584), Cardenal Arzobispo de Milán y sobrino de Pío IV, proponiéndole acaso como ejemplo a seguir para sus colaboradores, debido al «celo incansable y la prudencia», que le atribuye su hagiógrafo Alban Butler (1711-1773), en el cumplimiento y defensa de todos los decretos contra-reformistas surgidos del cónclave tridentino, a propósito de las disposiciones promulgadas por los Obispos de Umbría en 1849 «para expulsar los errores ya expandidos e impedir que se divulguen más, siguiendo las huellas de San Carlos Borromeo»; huellas que dejó en los seminarios, escuelas y catequesis de su Arzobispado, y en las medidas que tomó en los once sínodos y seis concilios provinciales que convocó.
e) El recordatorio de las prescripciones de excomunión para los casos de «extravío teológico» en materia de instrucción y elevación para el conocimiento de las verdades reveladas, cuyo logro es absolutamente imposible, según la doctrina de la Iglesia Católica, por la sola vía de la experiencia individual en forma de «sentimiento o vivencia religiosa»; recordatorios contenidos en los decretos del Concilio Vaticano I (1879-1870), convocado por Pío IX, cuyas encíclicas, Qui Pluribus (1846), y Syllabus, a propósito de la revelación divina son citadas por San Pío X en las páginas 18-19 y 29-30 de su Pascendi Dominici Gregis, respectivamente.
En buena medida las disposiciones y medidas tomadas en el Concilio Vaticano I vienen a ser el apuntalamiento de los decretos tridentinos, no existiendo pues, desde la perspectiva de «la destrucción de la destrucción» que venimos empleando, solución de continuidad entre ambos concilios.
4) Este género teológico-filosófico de la «destrucción de la destrucción» no es ajeno a otras religiones. Tenemos como ejemplo, que estará en la «mente» de todos, la obra de Averroes «La destrucción de la destrucción de los filósofos de Algazel».
Como es sabido, Averroes refutó las obras de Algazel «Maqasid al falasifa» (Intenciones de los filósofos, según la traducción de M. Alonso, y que Asín Palacios traduce por «La espiritualidad de Algazel»), y, fundamentalmente, la «Tahafut al falasifa» (Destrucción de los filósofos), en su libro «La destrucción de la destrucción de los filósofos de Algazel».
Respecto a la Maqasid al falasifa, Miguel Cruz Hernández asegura que tan solo habría escrito el prólogo: «Porque ¿hasta dónde es al-Gazzalí su autor? Hablando en puridad en nada, excepción hecha del prólogo». (Historia del pensamiento en el mundo islámico, tomo 1, p. 276, El sentido de las Maqasid, Alianza Editorial, 2000).
Con su «Tahafut al-Tahafut al-falasifa li-al-Gazzalí» (Destrucción de la destrucción de los filósofos de al-Gazzalí), Averroes pretendió demostrar que el verdadero «Preservativo contra el error» (Manquid min al-dalal), otra de las obras de Algazel, de la que existe traducción parcial de Asín Palacios, no consistía en renunciar a Platón, Aristóteles, Avicena o al-Farabí, sino en la aplicación, sensu stricto, de la doctrina aristotélica del Acto Puro y el Motor Inmóvil para comprender la naturaleza divina de Alá, recuperando así la tradición filosófica, puesta en tela de juicio por Algazel, y restaurando su función auxiliar, siempre yuxtapuesta a las creencias en las verdades coránicas.
Ahora bien, desde esta yuxtaposición es totalmente imposible la sinexión entre la razón aristotélica y la fe sobrenatural, por mucho que Averroes se empeñara en defender que por ambas vías se llegaba al mismo puerto, porque no cabe una especie falaz de «identidad teológico-filosófica» resultante de la integración de estos dos cursos yuxtapuestos: «el camino sencillo y narrativo de la tradición coránica que conduce a la acción», y la senda de las «demostraciones silogísticas de Aristóteles».
Mutatis mutandis, tampoco es posible desde la pretendida articulación entre la razón aristotélica y neoplatónica y la fe trinitaria, es decir la fórmula tomista «Philosophia ancilla Theologiae», pretender una conexión diamérica porque, sencillamente, la razón filosófica verá impedida su penetración en las partes misteriosas de la Theología trinitaria, cuando sus preambula fidei se formulen como aprioris indiscutibles.
Y esto es así, porque aunque las doctrinas de Averroes y de Santo Tomás de Aquino sean verdaderas filosofías en tanto en cuanto recurren a los filósofos Platón, Aristóteles o Plotino, nunca podrán ser filosofías verdaderas, precisamente, por la tiranía de la fe sobrenatural.
Como hiciera San Pío X con respecto a las tradiciones católicas, también Algazel vio peligrar la integridad de la tradición ortodoxa del Corán, saliendo en su defensa:
«Pero luego Satanás infundió en las sugestiones de los herejes introductores de nuevas doctrinas cosas contrarias a la Tradición ortodoxa a las que éstos se entregaron con pasión estando a punto de crear confusiones entre los seguidores de la fe verdadera. Fue entonces cuando Dios suscitó el grupo de los teólogos y les movió a defender la Tradición ortodoxa mediante un discurso metódico para poner al descubierto las mentiras de los herejes contrarias a la Tradición ortodoxa. De aquí surgió, pues, la ciencia de la Teología y sus representantes». (Algazel, Confesiones: el salvador del error, traducción de Emilio Tornero para Alianza Editorial, 1989).
¿Son equiparables, por tanto, Algazel y San Pío X?
Creemos que no, y a riesgo de equivocarnos en nuestro pequeño ensayo sobre «la destrucción de la destrucción de los filósofos» proponemos la lectura de este otro fragmento de las Confesiones de Algazel, que puede servir para el asunto que nos ocupa, con el fin de apuntar la distancia filosófica entre uno y otro:
«Aristóteles, además, refutó a Platón a Sócrates y a los teístas anteriores a él sin quedarse corto, tanto que quedó desligado de ellos, aunque retuvo algunos residuos de sus malvadas impiedades y herejías de las que no logró deshacerse.
Por consiguiente, tenemos que tachar a todos estos de infieles e igualmente a los filósofos islámicos que les han seguido como Avicena, al-Farabí y otros más». (Algazel, op. cit. P. 45)
San Pío X, además de reivindicar los Libros Sagrados y las Tradiciones Católicas, no renuncia a la Filosofía escolástica y neoescolástica. Por ejemplo, con respecto a esta última y a propósito del tratamiento del monismo, José Luis Pozo Fajarnés afirma:
«En el texto de Pío X encontramos, pese a que sea de forma sesgada una crítica a ese monismo -el término «monismo» no aparece en ningún momento en la encíclica- cuando leemos que la finalidad de la Pascendi es rearmar a los católicos y este rearme sólo es viable mediante el neoescolasticismo que quiere fomentar. La neoescolástica desarrollada a fines de siglo XIX incide en derrocar el argumento relativo a la «unidad del mundo». Esta doctrina es incompatible con los argumentos neoescolásticos que defienden un pluralismo diferenciador de lo que es Dios y lo que son las criaturas». (J. L. P. Fajarnés, op. cit., pág., 44).
Esto, en relación a la filosofía neoescolástica, y en cuanto a la Filosofía escolástica remito al fragmento de la Pascendi Dominici Gregis antes citado, en el que el mismísimo San Pío X nos dice que:
«Lo principal que es preciso notar es que cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino». (PDG., p.32).
Por estas razones, creo que la Pascendi Dominici Gregis de San Pío X encaja mejor con el «espíritu de la destrucción de la destrucción» de Averroes, aunque haya que forzar un poco este encaje analógico puesto que Algazel no es, precisamente, un «modernista medieval», y Averroes utilice, si yo no interpreto mal su doctrina de la llamada «doble verdad», un esquema de conexión metamérico de yuxtaposición entre la fe coránica y la razón aristotélica, diferente, incluso incompatible, con la articulación (esquema metamérico de articulación) ejercitada por Santo Tomás de Aquino entre la Filosofía y la Teología (Philosophia ancilla Theologiae), fórmula por la que en ningún caso «la reina se vea forzada a servir a la esclava», como apunta Pío X, utilizando un fragmento de la Carta de Gregorio IX dirigida a los Maestros de Teología:
«Estos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava». (PDG., p.10)
Es decir, no cabe en modo alguno la yuxtaposición entre la «reina de las ciencias» y su esclava.
5) José Luis Pozo Fajarnés, aunque no haga explicita la fórmula «destrucción de la destrucción» la ejercita a lo largo y ancho de todo su escrito, bien mencionando el término «destruir» al citar a Pío X :
«¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!» (El Basilisco nº 45, 2015, pág., 41);
Bien, usando el concepto «destrucción», con el sentido apuntado aquí, en varias ocasiones:
«Se esfuerza en que veamos que su ataque a las verdades fundamentales y a los dogmas es precisamente una destrucción de la religión». (Página 41).
«El modernismo, cuando se enfrenta a la Iglesia, es un cuerpo doctrinal sin fisuras cuya meta es la destrucción de su dogmática y después de la propia institución milenaria». (Página 41).
«Este panteísmo es la excusa que da Pío X para reconocer que en el futuro se dará la destrucción de toda religión». (Página 42).
Y concluye que el resultado de esta «destrucción de la destrucción» es el «rearme teológico»:
«.la finalidad de la Pascendi es rearmar a los católicos». (Página 44)
6) En suma, con la expresión «destrucción de la destrucción» hemos querido situarnos dentro de la dialéctica hegeliana de la «negación de la negación», que tendría, a mi juicio, su correlato autoformante en el postulado booleano de la involución (--a = a), que nosotros interpretamos como un principio gnoseológico de las operaciones lógicas, surgido in medias res, con los teoremas booleanos de la idempotencia, la absorción, la absorbencia y las leyes de De Morgan, y que aplicada esta dialéctica al campo de las construcciones teológico-filosóficas da como resultado una afirmación de nuevo cuño.
Es decir, la pretensión modernista de la negación destructiva de la Teología Católica, que se sustentaba sobre bases aristotélico-tomistas, generó una construcción más asentada y sólida como resultado de esta dialéctica de la «destrucción de la destrucción»; esta nueva edificación incorporó fundamentos neoescolásticos, más potentes que los medievales, aunque éstos no desaparecieran después de su rehabilitación, acogiéndonos al símil arquitectónico, sugerido por la primera de las acepciones del término fundamento.
Desde esta nueva construcción se hizo posible el «rearme de los católicos», que supuso, además, la «resurrección» de la tolerancia religiosa, entendida como «la intolerancia de la intolerancia modernista», de la misma forma que menos por menos es igual a más ( - x - = +), si nos acogemos ahora al símil aritmético.
Y en esta «destrucción de la destrucción», a la que nos estamos refiriendo, la Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis de San Pío X jugó un papel importante en la representación de lo que José Luis Pozo Fajarnés llama el Fundamentalismo religioso católico.
II) Segunda Consideración
El fundamentalismo voluntarista de los modernistas.
José Luis Pozo Fajarnés, partiendo de la doctrina que sobre el fundamentalismo y los fundamentalismos el profesor Bueno ha defendido en varias de sus obras (Panfleto contra la Democracia, El fundamentalismo democrático.), y ha expuesto, recientemente, en sus cuatro lecciones sobre fundamentalismo y fundamentalismos, pronunciadas en el mes de noviembre de 2014, dentro del marco de la Escuela de filosofía de Oviedo, y que han sido transcritas y publicadas por la Revista El Basilisco, Nº 44, 2ª época, bajo el título Ensayo sobre el fundamentalismo y los fundamentalismos, ha descubierto y reconocido fundamentalismos científicos y democráticos ejercitados en los «modos de hacer» del modernismo, de forma ejercitada por Pío X en la Pascendi Dominici Gregis.
En efecto, a la pregunta que él mismo se hace en el apartado 3.2, ¿Qué fundamentalismos podemos reconocer en el modernismo?, responde, en primer lugar, desechando un fundamentalismo religioso en los modos de ser del modernismo, y lo hace con este convincente argumento:
«Para que pudiese expresarse como fundamentalista la religiosidad de los modernistas, deberíamos reconocer en su base el mismo fundamentalismo científico que aparece en la dogmática de los católicos. Como hemos comprobado por las palabras de Pío X este no es el caso, pues las experiencias íntimas que reconocen como verdaderas no tienen fuerza probatoria, tal fuerza sólo la tiene la ciencia. El creyente modernista no parece desde esta perspectiva como un fundamentalista religioso en la Pascendi.
La religión desaparecerá por el hecho de dar relevancia al sentimiento religioso y por dejar de lado la ciencia aristotélica». (J. L. P. Fajarnés, op. cit., pág., 39 de El Basilisco nº 45, 2015).
Pero aunque en sus modos religiosos de ser los modernistas no sean fundamentalistas, sí lo son en sus modos científicos y políticos de hacer. Éste es, a mi juicio, el interesante y original descubrimiento de Fajarnés tras su lectura de la Pascendi Dominici Gregis de San Pío X.
Además, su descubrimiento tiene la virtualidad añadida de presentarlo como resultado de un «criticismo», ejercitado por el mismísimo Pío X:
«Contra el fundamentalismo científico de los agnósticos modernistas aparece el criticismo de Pío X, un criticismo que podemos alinear con el de otros científicos, creyentes algunos y no creyentes otros, y es que contra los fundamentalismos gnoseológicos han surgido siempre voces discordantes: contra el fundamentalismo de los geómetras griegos, el escepticismo de Protágoras, que aseguraba que en el mundo físico nunca se daba el hecho definido por la ley de la tangente; o frente al fundamentalismo biológico de Carlos Darwin o Ernesto Haeckel, el «Ignorabimus» de Emilio du Bois-Raymond.
Pero el criticismo de Pío X también se refleja en afirmaciones relativas a otros fundamentalismos hoy muy desarrollados y que a principios del siglo XX estaban sólo despuntando. Nos referimos al fundamentalismo democrático». (J. L. P., Fajarnés, op. cit., pág. 44 de El Basilisco nº 45, 2015)
Naturalmente Fajarnés fundamenta su tesis mostrando, minuciosamente, fragmentos de la Pascendi Dominici Gregis que no dejan lugar a la duda.
En el caso de la crítica de Pío X al fundamentalismo democrático de los modernistas, que Fajarnés pone al lado del Panfleto contra la Democracia realmente existente y El fundamentalismo democrático, la democracia española a examen de Gustavo Bueno, salvando las diferencias claro está, sugiero yo que acaso Pío X, con independencia de que quisiera, naturalmente, apuntalar la tradición jerárquica de la Institución eclesiástica ante la demanda modernista del reparto de la autoridad papal «demasiado concentrada y centralizada» y la pretensión del «poder ascendente» de laicos y seglares de acceder al gobierno de la Iglesia, también hubiera en su ánimo el proporcionar armas doctrinales a los militantes de la recién nacida Democracia Cristiana, envuelta aún en los «pañales» de la Rerum Novarum de León XIII.
Dicho partido político aspiraba a gobernar en la católica Italia y en otras sociedades políticas, y su praxis política no encajaba con fundamentalismo democrático alguno, fuera de signo capitalista («Democracia occidental»), o de estirpe comunista («Democracia popular oriental»), por la sencilla razón de que el lema de los militantes de la Democracia Cristiana era: «antes que demócratas somos cristianos».
Este supuesto de la alianza doctrinal contra terceros entre el Vaticano y el partido político Democracia Cristiana se corroborará, políticamente, catorce años después de la muerte de Pío X en 1914, recién estallada la Primera Guerra Mundial, con ocasión del asilo político que, siendo papa Pío XI, el Vaticano concedió en 1928 al líder Alcide De Gasperi, verdadero artífice y fundador del cuerpo político de la Democracia Cristiana.
A estos fundamentalismos de los modernistas: el científico y el democrático, descubiertos y reconocidos por Fajarnés en su análisis de la Pascendi, podríamos añadir un tercer fundamentalismo atribuible a los filósofos, creyentes, apologistas y reformadores modernistas, fueran clérigos o laicos, sacerdotes o seglares, que denominaremos «fundamentalismo voluntarista».
Esta consideración se hace posible por el hecho de que el autor de esta indagación sobre «Fundamentalismos ejercitados y representados en la Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis» parte de otra doctrina del profesor Bueno, contenida en el tratamiento de la contraposición ejercicio/representación:
«Es en la Pascendi Dominici Gregis de Pío X donde vamos a rastrear los distintos fundamentalismos representados y ejercidos. Ejercicio/representación es un tándem clasificatorio muy fructífero que reconocemos como apropiado para rastrear los fundamentalismos que estamos buscando en la carta encíclica papal. El par conceptual estaba ya definido en el tomo quinto de la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno. En el glosario añadido al final de este tomo se menciona, como ejemplo de aplicación de los dos conceptos, la obra que aquí traemos a colación, y se señala que el modernismo que Pío X define en su encíclica, es precisamente el momento de la representación, mientras que el modernismo ejercido es la actitud de los criticados por él. Constatamos por tanto que el trabajo que estamos desarrollando está ya incoado tanto en la obra de Bueno señalada como en las lecciones dadas por él, sobre los diferentes fundamentalismos, en la Escuela de Filosofía de Oviedo, el pasado año». (J. L. P. Fajarnés, op. cit., pág., 35 de El Basilisco nº45, 2015).
Pues bien, si aplicamos en toda su extensión esta entrada ejercicio/representación del glosario del tomo 5º de la Teoría del Cierre Categorial de Gustavo Bueno, con la que Fajarnés inicia su andadura por el «territorio» de la Pascendi, y que, dicho sea de paso, es, a mi juicio, un verdadero tratado u opúsculo del asunto, aunque el profesor Bueno lo haya hecho en tan sólo diez páginas, creemos tener fundamento para sugerir este tercer fundamentalismo, que calificamos de voluntarista, atribuible también a los modernistas.
Desde luego, con esta distinción Fajarnés ha sabido ofrecernos el lado fundamentalista de ambos contendientes sobre un campo de batalla que perfila, magistralmente, recurriendo a los «convulsos años» que van desde el pontificado de Pío nono (1846-1878) al de Pío XI (1922-1939), pasando, claro está, por los papados de León XIII (1878-1903), San Pío X (1903-1914) y Benedicto XV (1914-1922), marcados por la recuperación del poder temporal de la Iglesia Católica tras numerosos episodios conflictivos, y el auge «filosófico» de la Escuela Superior de Teología de París y de la Escuela de Tubinga, verdaderos «nidos» de modernistas.
Y esta indagación, llevada a cabo por Fajarnés, es, a mi juicio materia suficiente para las pretensiones de su comunicación en los XX Encuentros de Filosofía de Oviedo (27 y 28 de marzo de 2015).
Pero el análisis que el profesor Bueno hace de ese par conceptual ejercicio/representación permite también, a mi juicio, realizar prospecciones en el subsuelo «sentimental» de ese campo de batalla, en el que midieron sus fuerzas el papa San Pío X y los modernistas.
En efecto, si en lo que el profesor Bueno denomina trámite denotativo de la cuestión en una de las situaciones que nos presenta, la tercera, el sentimiento vital la «vivencia», la «compunción» de Tomás de Kempis o el sentimiento religioso de los modernistas, tal y como lo vio Pío X en la Pascendi, son muestras del ejercicio mismo de la religiosidad; y la dogmática escolástica y neoescolástica su representación:
«La situación implícita en el célebre dicho de Tomás de Kempis, «más vale sentir la compunción que saber definirla». «Sentir la compunción» puede interpretarse como un ejercicio (acaso no operatorio) de la compunción; definirla es representarla. En gran medida, toda la concepción de la religión que (desde su condena por Pío X en su encíclica Pascendi) se llamó modernismo podría ponerse en paralelo con Kempis: El sentimiento vital (la «vivencia», se dirá después) es el ejercicio mismo de la religiosidad; la dogmática es sólo representación suya». (Gustavo Bueno, Teoría del cierre categorial, tomo 5º, glosario, página 186, Pentalfa Ediciones, 1993);
Pues si esto apunta en lo que denomina trámite denotativo, cuando aborda el trámite connotativo de la cuestión, nos propone otras distinciones conceptuales emparentadas, entre las que aquí interesa resaltar el par conceptuales: acción (ejercicio de la religiosidad)/reflexión (dogmática aristotélico-tomística), que desde coordenadas ontológicas se transforma en la contraposición: esse/intelligere, cuyas versiones antropológica y psicológica nos conducen a la oposición: vis apetitiva/vis cognoscitiva; o a la contraposición: Voluntad (voluntad de Schopenhauer, élan vital de Bergson o «libido» de Freud)/Conciencia (la representación de esa actividad voluntaria, más que como conciencia iluminadora, como una conciencia encubridora y deformadora).
Y, a renglón seguido, el profesor Gustavo Bueno añade:
«Los «voluntaristas» conferían un mayor peso y valor al ejercicio (las representaciones serán meros «epifenómenos».» (Gustavo Bueno, op, cit., p. 188).
¡Con el voluntarismo que estábamos buscando nos hemos topado, amigo Sancho!
Pero en este opúsculo sobre los conceptos ejercicio/representación hay más.
En efecto, después de tratar esta cuestión con premisas y coordenadas ontológicas de naturaleza antropológica, psicológica y teológica, el profesor Bueno emprende una «segunda navegación», abordando ahora el mismo asunto desde una perspectiva lógico-material. Y desde ella ofrece dos enfoques distintos: el enfoque irreferencial y el enfoque referencial.
El primero de estos enfoques propicia planteamientos irreferenciales relativos a la posibilidad de entender la conexión entre ambos órdenes de series conceptuales de varias maneras. Por ejemplo si se relacionan entre ellos como conceptos contrarios, o como conceptos correlativos, o como conceptos conjugados.
Pues bien, si ahora nosotros escogemos la tercera de estas relaciones propuestas por Gustavo Bueno para abordar la conexión entre los conceptos ejercicio/representación desde este enfoque irreferencial de la perspectiva lógico-material, podríamos obtener un valor funcional, lógico-material, para el término voluntarismo.
En efecto, si miramos el par conceptual ejercicio/representación desde la óptica de los conceptos conjugados y nos ceñimos a una de sus conexiones posibles (el esquema metamérico de reducción de un concepto a otro), el valor buscado para el caso que nos ocupa sería: la reducción de la representación teológica de la religiosidad al «sentimiento religioso», es decir otorgar a la voluntad, que sustenta al ejercicio religioso, como hemos visto, siguiendo al pie de la letra el análisis del profesor Bueno («Los «voluntaristas» conferirán un mayor peso y valor al ejercicio»), el fundamento o la razón suficiente de toda religiosidad.
De hecho, esta forma de obtener valores lógico-materiales a partir de conexiones conjugadas ya fue realizada por el profesor Bueno en 1978.
En efecto, en su artículo Conceptos Conjugados del primer número de El Basilisco nos presenta «algunas muestras destinadas no tanto a «ilustrar», cuanto a realizar el concepto de los «conceptos conjugados».
Pues bien entre los dieciocho ejemplos que nos pone, el segundo de ellos es, precisamente, Conocimiento/Acción; y esto nos dice en sus cinco primeras líneas:
«La conexión entre las ideas de Conocimiento (percepción) y Acción (voluntad, apetito, praxis), ha sido establecida -cuando no se ha postulado, sencillamente su yuxtaposición, «ilustrada», a lo sumo, con alguna metáfora o diagrama- según diversos esquemas: o bien el esquema reductivo (el conocimiento es, él mismo, una actividad: la praxis intelectual de los escolásticos, o más recientemente, la práctica teórica de Althusser)». (Gustavo Bueno, El Basilisco, Nº 1, 1ª época, 1978, página 91).
Pues en este reduccionismo del entendimiento o la «conciencia» a la voluntad, ciframos la esencia del fundamentalismo voluntarista que atribuimos a los modernistas; y que, para el caso que nos ocupa, podríamos formular como «sentimiento religioso de la voluntad inteligente».
¿No es éste, acaso, uno de los reproches que San Pío X les hace a los modernistas?
Desde luego, si yo no he entendido mal, este reproche está en el propósito de Pío X al escribir esta Cata Encíclica Pascendi Dominici Gregis. Creo que una buena parte de la recriminación papal, dirigida a los modernistas, lo es, precisamente, por su apostasía de la dogmática escolástica de Santo Tomás de Aquino para entender la religiosidad, o dicho de otra manera por su rechazo a la representación teológica de su propio ejercicio religioso, en forma de «sentimiento religioso voluntarista».
Otra cosa bien distinta a este planteamiento es el enfoque referencial, mediante el cual el ejercicio y la representación no son «partes extra partes», sino, en realidad, dos momentos de un mismo proceso, quedando «fuera de lugar» todas las cuestiones relativas al tipo de relación entre ambos conceptos y muy en particular «la hipótesis de una conjugación de los conceptos ejercicio y representación» (G. Bueno, op. cit., p. 190), conjugación que, a su juicio, «puede ser descartada como fuera de lugar» (G. Bueno, op. cit., p. 190).
Con esta concepción referencial del asunto, según la cual más que hablar de los conceptos ejercicio y representación, hay que hablar de momento-ejercicio y de momento-representación de un mismo proceso, aplicada al asunto que nos ocupa, evitamos, de entrada, recaer en nociones metafísicas como «Actividad Pura» (energeia) frente a «Conciencia Pura» (inactiva, inmóvil, especulativa), que subyacen en los tratamientos «voluntaristas» o «intelectualistas» de esta cuestión referida al ejercicio religioso y su representación.
Es decir, desde la perspectiva referencial el ejercicio no está exento de toda representación, y al mismo tiempo, no cabe representación flotando en el vacío. En consecuencia la representación relativa al ejercicio no es constitutiva de ese ejercicio, pero el ejercicio es de algún modo constitutivo de su representación referencial, que no es, ni mucho menos, una mera conciencia «epifenoménica» de los ejercicios operatorios de referencia, porque pueden ser transformaciones anamórficas de esos mismos ejercicios de referencia, y en estas transformaciones quedan neutralizadas las operaciones en el concepto resultante.
En suma, hay tanta religiosidad en el momento-ejercicio (el sentimiento religioso) como en el momento-representación de ese sentimiento religioso a través de la dogmática escolástica y neoescolástica.
Mutatis mutandis, pasando ahora de la Teología a la Ciencia: en las ciencias α-operatorias, cuyos ejercicios operatorios han sido neutralizados, cabe hablar de representaciones dependientes enteramente de su génesis operatoria, primando la construcción o ejercicio sobre la representación referencial, por lo que la cientificidad estará tanto en la representación cuanto en el ejercicio.
Además, las representaciones científicas de ejercicios tecnológicos o políticos pueden ser teorías verdaderas y desbordar ampliamente el ejercicio referencial, porque al representarlo lo descompone, lo vincula a relaciones diferentes o estructuras envolventes que abren el camino a ejercicios mucho más amplios.
Ahora bien, aunque pueda establecerse alguna analogía de proporción entre la Ciencia y la Teología, respecto al enfoque referencial de sus ejercicios y sus representaciones, no podemos perder de vista que la Teoría del Cierre Categorial tritura, enteramente, la segunda acepción de ciencia, formulada por Aristóteles en los Segundos Analíticos según la cual : «Ciencia es un sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios»; y la tritura por la sencilla razón, entre otras muchas, y sin entrar en más detalles, de que para el Materialismo Gnoseológico los «principios gnoseológicos» se dan «in medias res» del proceso de construcción de las verdades (identidades sintéticas) de las ciencias; y como sabemos, es precisamente sobre esta acepción aristotélica de ciencia sobre la que se ha pretendido defender la «cientificidad» de la Teología, desde Santo Tomás de Aquino hasta San Pío X.
¿Pudo tener, no obstante, San Pío X «conciencia» de la dialéctica referencial entre el ejercicio religioso y la «Ciencia teológica»?
Creemos que no.
La identificación de Dios con el Motor Inmóvil y el Acto Puro de Aristóteles, siguiendo las vías de Santo Tomás de Aquino, arrastró, inexorablemente, a Pío X hacia el enfoque irreferencial, en el que trató de articular, como pudo, los conceptos de entendimiento y voluntad, para corregir el esquema metamérico de reducción de la representación teológica al ejercicio religioso, fundado en el sentimiento y la voluntad, que los modernistas habían ejercitado.
Y en el «hipotético» caso de que sí hubiera tenido «conciencia» de ese enfoque referencial de los conceptos: ejercicio religioso y representación teológica del mismo, el intento por su parte hubiera quedado arruinado por el «deductivismo gnoseológico» de tradición aristotélico-tomista con el que «operaba», al considerar él que la «ciencia teológica» (la representación de la religiosidad): «es un sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios dogmaticos, revelados y verdaderos.
En definitiva, la filosofía neoescolástica de tradición tomista con la que «operó» San Pío X bloqueó esta posibilidad de pensar el tratamiento del ejercicio religioso y su representación en términos referenciales.
Pero tampoco los modernistas pudieron atisbar esta dialéctica relacional, «cegados que no iluminados» por el Idealismo Trascendental de Kant, con el que fundamentaron filosóficamente, según el propio San Pío X, su agnosticismo fenomenista:
«Los modernistas establecen como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no poseen facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas». (PDG., p. 3);
O su inmanentismo apriorístico:
«Agnosticismo éste que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital. abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en el interior del hombre; pero como la religión es una forma de vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre; por tal procedimiento se llaga a establecer el principio de la inmanencia religiosa». (PDG., páginas 3 y 4).
Y no pudieron atisbar (nos referimos, claro está, a los modernistas) esta dialéctica relacional entre el sentimiento religioso y su representación teológica, porque esta dialéctica relacional descarta por completo la posibilidad de recurrir a la idea metafísica de una «voluntad pura», pieza central del «autonomismo ético» de Kant, tan venerado por los modernistas.
III) Final
Para terminar estas consideraciones en torno al escrito de Fajarnés: Fundamentalismos ejercitados y fundamentalismos representados en la Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis de San Pío X, quiero destacar otra virtualidad implícita en su trabajo.
En efecto, su afortunada fórmula «el criticismo de Pío X», abre, a mi juicio, un interesante campo de investigación, a saber, un ejercicio de contraste a dos bandas sobre el tablero kantiano.
Es decir, un ejercicio de comparación entre el criticismo del papa Pío X contra el agnosticismo fenomenista y el inmanentismo apriorístico kantiano, que él apreció en los modos de hacer de los modernistas, ejercitado en su Carta Encíclica Pascendi Dominici Gregis desde la escolástica tomista y la neoescolástica, y la crítica realizada (representada) por el filósofo Gustavo Bueno en su artículo: «Confrontación de doce tesis características del Sistema del Idealismo Trascendental con las correspondientes tesis del Materialismo Filosófico» (El Basilisco, Nº 35, 2ª época, Julio- Diciembre, 2004), hecha desde su Gnoseología y su Ontología materialistas.
Tomás García López
Oviedo, mayo-junio de 2015