Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
«Como dice el filósofo Gustavo Bueno: las formas de nombrar condicionan las formas de pensar» (Página 17).
1. Nos encontramos ante un breve pero contundente opúsculo, que –como reconocen los autores– dejará indiferentes a los secesionistas catalanes más refractarios e impermeables, a aquellos que lo son por sentimiento y emoción. Pero que puede hacer recapacitar a aquellos otros que aún atiendan a razones. Además, el libro hará pensar al resto de españoles, en especial a los que creen ingenuamente que la independencia de Cataluña en nada les afectaría, cuando este suceso –en caso de que, simplemente, Cataluña no quisiese hacerse cargo del porcentaje de deuda estatal que le corresponde– pondría en cuestión la eutaxia de España durante décadas.
Un detalle muy interesante es que Josep Borrell y Joan Llorach, dos ingenieros y economistas (el primero bien conocido por todos tras su paso por la política nacional), no marcan el inicio de la escalada secesionista (cuyo origen se remonta a la década de los 60 y la modélica Transición) en la sentencia del Tribunal Constitucional de julio de 2010 que tiró para atrás el Estatut de Maragall-Zapatero (como suele esgrimirse contra el PP), sino en el viraje de Artur Mas coincidiendo con el 11 de septiembre de 2012, cuando el Presidentdecidió –cálculo electoral mediante– ponerse a la cabeza de la manifestación para no ser arrollado por ella (págs. 31-32).
2. Borrell y Llorach la emprenden contra el lema «España nos roba», contra los 16.000 millones de euros que los secesionistas catalanes afirman que anualmente pierden como consecuencia del «expolio fiscal». En primer lugar, dando por buena esa cifra, señalan que una Cataluña independiente no dispondría de esos 16.000 millones de euros libremente, porque habría de hacer frente a una serie de gastos relacionados con los servicios públicos que el Estado español presta a los catalanes (pág. 65 y ss.). En efecto, el Estado catalán habría de dotarse de una administración tributaria (cuyo coste sería de unos 750 millones de euros), de embajadas y consulados (unos 120 millones de euros) y de defensa (3476 millones, si tomamos como referencia lo que el gobierno escocés estimó que tendría que comprometer), así como contribuir en la Unión Europea (1400 millones). El suma y sigue continuaría con las partidas para ayuda al desarrollo, el fondo de rescate a Grecia, la pertenencia a la OTAN, tribunales superiores de justicia, control del espacio aéreo... y sin contar lo que el resto de España podría exigir como pago o devolución por las inversiones históricamente realizadas en territorio catalán en materia de infraestructuras, &c. En fin, que de los 16.000 millones de euros habría que restar un buen pellizco.
En segundo lugar, los famosos 16.000 millones de euros que airea la Generalitat no salen de un cálculo exacto sino de una estimación estadística, que depende de múltiples hipótesis teóricas relativas al método de obtención de la balanza fiscal. La Generalitat, en concreto,elige el método que más sobreestima el déficit fiscal catalán (pág. 74), puesto que sólo computa el gasto del Estado realizado en suelo catalán (no tiene en cuenta, por ejemplo, los gastos en defensa o representación exterior, pág. 75).
La respuesta correcta a la pregunta de cuánto es la diferencia entre lo que gasta el Estado en los catalanes y lo que recibe de ellos en impuestos y otros ingresos es, para los autores, basándose en las propias cuentas de la Generalitat, la siguiente: «sólo durante los dos años del pico de la burbuja inmobiliaria, 2006 y 2007, ha sido cierto que Catalunya [sic] ha aportado unos 15.000 millones de euros más de lo que recibió; pero esa cifra ya se redujo a 6.000 millones de euros en 2008; Cataluña recibió del Estado 4.105 millones de euros en 2009; aportó 774 millones en 2010 y 4032 en 2011» (pág. 91). Curiosamente, los secesionistas catalanes nunca hacen referencia al superávit de 2009, cuando Cataluña recibió más de lo que pagó. En cualquier caso, lo que arrojan las propias cifras del conseller de economía es que de 16.000 millones de euros anuales nada de nada.
Aún así, la retórica catalanista ha convencido a los suyos de que Cataluña presenta un déficit fiscal del 8,5% del PIB, algo que no tendría parangón en ninguna otra parte del mundo. Pero, aun dando por bueno ese inflado porcentaje, hay regiones en EE.UU. (Nueva Jersey) o en Italia (Lombardía, Véneto) que superan significativamente esa ratio. Lo que es una constante es la insolidaria retórica del expolio, que suelen hacer suya las regiones ricas, ya sea en Canadá o en Bélgica. Cataluña no es, pues, un caso excepcional.
3. Otra de las mentiras políticas de los secesionistas catalanes reside en su apelación desde los tiempos del molt honorable Pujol a que Cataluña sea tratada como los länderricos de Alemania, que (supuestamente) no podrían tener un déficit fiscal superior al 4,5% del PIB. Pero, como se pone de relieve (pág. 43), este dato es completamente falso, y esa cifra límite del 4,5% es un invento que ha sido negado por escrito por las autoridades alemanas a petición de los autores. El gobierno alemán, pese a lo que digan los nacionalistas, no publica las balanzas fiscales entre sus territorios.
Lo que Borrell y Llorach sí que puntualizan es que el actual sistema de financiación autonómica no es razonable: Andalucía o Madrid están por debajo de Cataluña, que a su vez está por debajo de la media, en la obtención de recursos, mientras que Extremadura, La Rioja o Cantabria están muy por encima de esa media. «No es que las comunidades pobres, o las ricas, estén sistemáticamente bien o mal tratadas, sino que hay un poco de todo» (pág. 113). Y añaden:
«La primera razón de lógica irritación es la excepción vasco-navarra. La forma en la que el sistema foral se ha implementado en la práctica permite que dos de las comunidades más ricas del país no sólo no contribuyan prácticamente nada a la nivelación interregional sino que ni siquiera paguen la parte que les toca de los servicios comunes que la Administración central nos presta a todos» (pág. 113).
Paradójicamente, Borrell cuenta que Pujol en su día no quiso el sistema de concierto del País Vasco por la impopularidad que significaba recaudar impuestos y el riesgo económico que aparejaba (pág. 113). La conclusión es que la mejora del sistema de financiación requerirá un presidente de gobierno con el coraje suficiente para anteponer el bien general del Estado a los intereses de los líderes autonómicos de los distintos partidos, empezando por el suyo (pág. 116).
4. Finalmente, los autores ponen de relieve que el derecho a la secesión, vía referéndum, no lo ampara, pese a las declaraciones de Artur Mas u Oriol Junqueras, ni el derecho internacional (Cataluña no es una colonia), ni la Unión Europea (que sentaría un peligroso precedente), ni mucho menos la Constitución española, al igual que tampoco se contempla en la Constitución alemana, francesa o estadounidense. De hecho, el Tribunal Supremo de Alaska ha fallado que la secesión de Alaska es claramente inconstitucional y por ello consideró correcta la decisión de prohibir una consulta sobre la independencia (págs. 26 y 133).
Además, Cataluña, Escocia o cualquier nuevo Estado que surgiera en Europa quedaría ipso facto fuera de la Unión y del euro, y habría de solicitar la adhesión, con todo lo que eso conlleva (por ejemplo, que la deuda de la República catalana, cuya ratingactual es de bono basura, no contase con la financiación prestada por el BCE). Y, ¿qué pasaría si el Parlamentproclama el Estat catalápero casi nadie lo reconoce (sirva como ilustración que EE.UU. se ha posicionado en contra de la independencia de Quebec)? Pues que los catalanes tendrían que seguir viajando con pasaporte español... (pág. 139).
5. Es cierto que el libro presenta un sesgo evidente hacia los argumentos económicos, en detrimento de los argumentos políticos. Si aceptamos que toda economía es, en el fondo, economía-política (pese a la obsesión anti-estatal de los economistas liberales), la lectura de este libro escrito a cuatro manos debería complementarse con la de otros que esgrimen otra clase de argumentos también necesarios: los que entroncan con la historia o con la filosofía política. Sin ánimo de ser exhaustivos, a la deconstrucción de las cuentas de los secesionistas catalanes, habría de unirse el desmontaje de sus mitos historiográficos (1640, 1714...), la crítica de la Idea de Nación (diferenciando los conceptos de nación étnica y de nación política), la crítica del derecho a decidir o de autodeterminación (que ya presupone la partición de la soberanía, lo que precisamente se discute), la crítica al federalismo (España sería el primer caso en la historia de un país que se federa no para unirse –como EE.UU. o Alemania– sino para disgregarse) o, por no seguir, la crítica al fundamentalismo democrático (que olvida que la base del derecho es, guste o no, la fuerza).
Sobre estos asuntos los autores apenas se pronuncian, pero ciertos comentarios (como la entradilla donde ponen al mismo nivel la identidad española, catalana y europea, su empleo reiterado del nombre «Catalunya» o su apuesta por una solución de tipo federal, pág. 13) hacen sospechar que seguimos donde estábamos. Por desgracia, la izquierda socialdemócrata (PSOE) y sus allegados anarquistas (PODEMOS, IU) siguen haciendo el juego al nacionalismo burgués catalán (la correlación entre independentismo y zonas con rentas altas se describe en las páginas 11-12), mostrando una consideración para con él que poco lugar deja a la redistribución de la riqueza, esto es, a la búsqueda de la igualdad entre las regiones ricas y pobres que componen España.