Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
Hasta aquí hemos intentado mostrar que los fallos del sistema de filosofía de la historia de Otero Novas arrastran consigo su exégesis del Quijote, en la medida que ésta se levanta sobre aquél. A partir de aquí vamos a procurar mostrar que, aunque su forma de entender la historia como proceso cíclico bifásico en el que alternativamente se suceden fases apolíneas y dionisiacas fuera correcta, su comentario del magno libro cervantino seguiría siendo erróneo, pues su sentido no tiene nada que ver con semejante filosofía de la historia o cualquier otra.
Empecemos por el argumento literario basado en el texto del Quijote. Hemos visto que se presenta a don Quijote como la personificación de lo dionisiaco por reunir en su persona los rasgos de irracionalismo, idealismo, entusiasmo, espiritualismo y amor a lo común, e integracionismo, en el sentido de identificación de la persona con su tierra. Es cierto que, con matices, don Quijote reúne estos rasgos o algunos de ellos, pero ello no le convierte en un símbolo de lo dionisiaco; hay una explicación más sencilla de ellos que el suponer que son el reflejo de una fase dionisiaca. Por lo que respecta al irracionalismo, es indudable que, cuando actúa con la convicción de ser un caballero andante al que se le ha encomendado una misión caballeresca, se comporta irracionalmente, pero ello nada tiene que ver con el irracionalismo filosófico que caracteriza, según Otero Novas, las fases dionisiacas, sino sencillamente con la locura del sedicente caballero. Es irracional porque está loco, pero, en cambio, en las fases dionisiacas la tendencia al irracionalismo no es un producto de la locura, sino de la adhesión meditada y voluntaria a alguna forma de irracionalismo. Por otro lado, no hay que olvidar que el autoproclamado caballero manchego sólo piensa y se conduce irracionalmente en las fases maníacas de su locura, cuando ésta se focaliza en la materia caballeresca, pero no en las fases lúcidas de aquélla, en las cuales se muestra cuerdo y racionalista, hasta el punto de merecer la aprobación de quienes le escuchan, que se quedan sorprendidos de la cordura y sensatez de quien, sin embargo, cuando se apodera de él la enfermedad caballeresca se entrega a las más diversas irracionalidades.
Es cierto que el personaje es idealista y entusiasta, pero simplemente porque Cervantes trata de parodiar a los inverosímiles héroes caballerescos de la literatura andantesca, dotados de elevados ideales; por tanto, para cumplir su función paródica, era menester que don Quijote, héroe paródico, defendiese altísimos ideales, que, contra lo que sostiene Otero Novas, Cervantes no ridiculiza, pues su objetivo es sólo ridiculizar la literatura caballeresca burlándose de lo que don Quijote pretende que sean sus grandes aventuras y hazañas, pero que no son ni lo uno ni lo otro, sino un puro fiasco. Pero de esa forma Cervantes se burla de las fantásticas e inverosímiles aventuras y hazañas caballerescas, no de lo nobles ideales últimos que buscaban los caballeros andantescos y el propio don Quijote, tal como deshacer agravios, ayudar a los desvalidos y, en fin, hacer triunfar la justicia en el mundo. Esto no es objeto de las befas de Cervantes, sino la vana pretensión de don Quijote de pretender realizar en el mundo una misión imbuida de ideales para lo que no tiene ni la legitimidad ni el poder de realizarla.
En cuanto a lo que Otero Novas llama el espiritualismo de don Quijote, por lo cual parece entender el elevado sentido ético o moral que don Quijote tiene de su empresa, tiene una parte de razón. Y también es verdad que don Quijote tiene amor a lo común en tanto se propone servir a la república. Ahora bien, la búsqueda de renombre y fama parece tener poco de espiritualismo y mucho de vanidad. Por otra parte, don Quijote, en cuanto busca imitar a los héroes andantescos, se propone metas que muy poco tienen de espiritualismo o de idealismo desinteresado. Algunas de ellas son tan pedestres como la de creerse, a imitación de los heroicos caballeros de sus lecturas, con el derecho de enriquecerse con el botín arrebatado a los caballeros derrotados o apropiado en sus aventuras victoriosas. Asimismo, como hemos señalado en otras ocasiones, aspira a heredar un reino o imperio que gobernar como recompensa a sus gloriosas proezas. El pensamiento caballeresco de don Quijote es una mezcla de noble idealismo y de intereses muy mundanos, incluso muy groseros, como el de la obtención de botines.
Por último resulta ridículo ver en el hecho de incluir en su nombre el lugar de procedencia («de la Mancha») o en el de Dulcinea («del Toboso») una señal inequívoca de la integración de la persona con su tierra, que sería otra característica de los periodos dionisiacos. Esta forma de interpretar el sentido de los nombres del hidalgo manchego y su dama es una muestra más, presente en muchos otros intérpretes del Quijote, de los errores en que se puede incurrir cuando se ignora el hecho de que la gran novela es una parodia de los libros de caballería y que, por tanto, para llevar a cabo tal tarea es necesario imitarlos en muchas cosas. Si se aísla el Quijote de su contexto literario de referencia, se pueden sacar muchos de sus contenidos de lugar para darles, como hace Otero Novas y tantos otros, significados descontextualizados y muchas veces descabellados.
Cualquiera que esté mínimamente familiarizado con los libros de caballerías sabe que en ellos es costumbre que sus protagonistas y otros caballeros completen su nombre con su región o país natal. Así el nombre completo de Amadís es Amadís de Gaula (Gales en español antiguo) y el de Palmarín, Palmarín de Inglaterra. Y don Quijote, para darse ínfulas caballerescas, se atiene a estos ejemplos de grandes héroes caballerescos por él tan admirados y de lo que Cervantes se burla. Nada tiene, pues, que ver con la supuesta integración o identificación con la tierra también presuntamente característica de los tiempos dionisiacos. Y si a ello se replica que la costumbre imitada por don Quijote de los libros de caballerías es ella misma un reflejo de la necesidad dionisiaca de integración de la persona con la tierra que entraña aversión al internacionalismo y al universalismo, la respuesta es que ello está bien lejos de ser así, pues los héroes de la literatura caballeresca hacían gala precisamente de internacionalismo y universalismo, sin dejar por ello de recordar en sus nombres su tierra natal o su origen nacional. Así, Amadís de Gaula, por escoger al héroe predilecto de don Quijote, se pone al servicio, no obstante su origen galés, del rey Lisuarte, rey de Inglaterra, y después de caer en desgracia ante él, emprende una serie de aventuras por Europa central y finalmente se ve conducido hasta Constantinopla. Es más, el internacionalismo forma parte interna de la condición del caballero andante, quien ha de recorrer el mundo en busca de aventuras para que sus proezas tengan el más amplio reconocimiento público, más allá de las fronteras del propio país de origen; y lo mismo su universalismo, pues su misión caballeresca de socorrer a los necesitados, deshacer agravios e instaurar la justicia, no conoce fronteras.
Del mismo modo que don Quijote no es la encarnación de lo dionisiaco, tampoco Sancho lo es de lo apolíneo. ¿Cómo podría serlo quien comparte con su amo la creencia de que éste es realmente un caballero andante y se suma a su misión caballeresca convirtiéndose en su escudero, creyendo que realmente lo es? Que tomando parte activa en el supuesto proyecto caballeresco de don Quijote Sancho tenga un percepción más realista de las cosas no quita nada a su ingenua participación en los planes caballerescos de su amo; si es más realista y sensato que su amo es sólo porque no está loco; pero su credulidad viene a suplir en él la locura de su amo en otros aspectos, de modo que si Sancho no ve gigantes, sino molinos, ni ejércitos a punto de entablar batalla, sino rebaños de ovejas, sí se ve a sí mismo formando parte de la empresa caballeresca de su amo y capaz de gobernar la ínsula o condado que su amo, según el cree, le entregará como recompensa a sus servicios como fiel escudero, a todo lo cual debe sumarse su creencia en el encantamiento de Dulcinea y de que él podrá desencantarla administrándose latigazos. Nadie con todas estas facetas puede ser un símbolo de lo apolíneo. No puede serlo quien es tan irracionalista como su amo y comparte con él la creencia en tan descabelladas fantasías, lo que se opone frontalmente a una personalidad apolínea.
Y aunque se acerca a lo apolíneo en la medida en que se aleja del noble idealismo que caracteriza a su amo, ello queda neutralizado por el hecho de que se aproxima a lo dionisiaco en la misma medida en que participa activamente de las empresas de su señor, envueltas e impregnadas, al menos prima facie, de tan alto idealismo, pues a la postre, como ya hemos visto, este idealismo no hace ascos a veleidades mundanas, como la búsqueda de la fama, ni a los bajos intereses, como la apropiación del botín arrebatado a los vencidos, o a las recompensas, ya sea en poder (el gobierno de un reino o imperio) o en riquezas.
Así, pues, si ni don Quijote es un símbolo de lo dionisiaco ni Sancho de lo apolíneo, carece de sentido afirmar que la novela de Cervantes exalta los valores apolíneos mediante el método eficaz de ridiculizar sus contrarios dionisiacos. Carece de sentido incluso aunque aceptásemos que realmente don Quijote se caracteriza por las cinco notas indicadoras de dionisismo (irracionalismo, idealismo, entusiasmo, espiritualismo e integracionismo) destacadas por Otero Novas en su personalidad. Puesto que la mente de Sancho está tan llena de fantasías, encantamientos, disparates e imaginación, en lo cual cifra Otero Novas el irracionalismo de don Quijote, como la de su señor, y se convierte en seguidor de quien se halla imbuido de un idealismo tan desaforado que cree que con la sola fuerza de su brazo enderezará el mundo, no sirve de contraste para poder ridiculizar los valores dionisiacos supuestamente encarnados por su señor. Además, Sancho no escapa a las burlas de Cervantes, quien ridiculiza las vanas aspiraciones de Sancho tanto como las de don Quijote, por lo que resulta absurdo oponer el uno al otro de forma que el primero, tan vapuleado por su creador como su amo, reúna todo lo positivo, lo apolíneo, y don Quijote, todo lo negativo, en el contexto histórico del tiempo del Quijote, en que, bajo la hegemonía transitoria de lo apolíneo, lo dionisiaco se vería en términos negativos.
Pero no es sólo que don Quijote y Sancho carezcan del simbolismo dionisiaco y apolíneo que pueda permitir interpretar la novela de Cervantes como una exaltación de lo apolíneo frente a lo dionisiaco; es que difícilmente se puede encasillar al propio Cervantes bajo el rótulo de pensador apolíneo fustigador de lo dionisiaco. Como a lo largo de este estudio sobre la interpretación del Quijote se ha podido ver, Cervantes es un pensador racionalista, que ejerce su racionalismo hasta donde su fe cristiana se lo permite. Y como ya hemos indicado en diversas ocasiones, suscribía la doctrina de los preámbulos de la fe, lo que nos autoriza a pensar que él, en la línea de la escolástica tomista, suscribía la tesis de la armonía entre la fe y la razón. En este aspecto, no cabe calificarlo como un autor puramente apolíneo, puesto que su componente apolíneo se halla limitado por su adhesión a la doctrina irracionalista de que la fe es una fuente de conocimiento y un modo autónomo y alternativo a la razón de justificarlo, lo que es un componente dionisiaco. Además, en la obra de Cervantes no hay nada que nos pueda conducir a retratarlo como pacifista. En ésta encontramos rasgos inequívocos de un pensamiento que hoy se calificaría más bien como belicista, aunque la verdadera posición de Cervantes no es ni la de un belicismo agresivo ni de la de un pacifista al estilo de Erasmo o de Vives. Pero desde la perspectiva actual sobre lo que se entiende habitualmente por pacifismo, la actitud de Cervantes no encaja bajo este molde.
Sin salir del Quijote y sin necesidad de echar mano del resto de su producción literaria, tenemos suficiente material en la gran novela para apreciar su postura que hace saltar por los aires la habitual oposición entre pacifismo y belicismo. En el discurso sobre las armas y las letras, donde por letras debe entenderse leyes, don Quijote, que cuenta con la aprobación final de su audiencia y, por tanto, del propio Cervantes, coloca las armas por encima de las leyes, lo que equivale a decir que en el ejercicio del poder en las repúblicas o estados, reinos o imperios, las armas y, por tanto, los militares tienen primacía sobre las leyes o los magistrados, pues las leyes son papel mojado sin la fuerza de las armas. Por si esto fuera poco, en el discurso sobre las causas del uso legítimo de las armas, don Quijote (y no hay duda sobre la conformidad de Cervantes con las ideas expuestas por su criatura) sostiene no sólo que los hombres prudentes y las repúblicas bien concertadas pueden levantase en armas en defensa del rey y de la patria en guerra justa, sino también de la fe católica, y esto sí que es más difícil que pueda ser admitido por un pacifista. No es de extrañar que Cervantes respaldase las guerras de religión emprendidas por España contra potencias en las que la religión católica estaba en peligro, como Inglaterra, Francia y Holanda, y que en sus canciones sobre la armada contra Inglaterra, valorase la empresa como justa y animase a los soldados al combate. Otero Novas podría replicar que la identificación de Cervantes con los ideales del Imperio español pertenece al pasado dionisiaco de Cervantes. Pero es improbable que Cervantes hubiese cambiado de forma de pensar (otra cosa es la oportunidad de la puesta en práctica de los planes de España en defensa de la religión católica), como lo refleja su llamada a las armas en defensa de la fe católica y que incluso anteponga ésta a la defensa del rey y de la patria. Añádase a todo esto que don Quijote, en ese mismo discurso sobre las razones del uso legítimo de las armas, también aprueba el recurso a ellas en defensa de la honra y de la familia, lo que también cuadra poco con un espíritu pacifista. Finalmente, y otra vez sin salir del Quijote, deben recordarse la posición nada pacifista y los términos más bien agresivos, incluso beligerantes que se reflejan en el elogio de Cervantes a Felipe III por el decreto de la expulsión de los moriscos, lo que se halla ratificado en los mismos términos agresivos en El coloquio de los perros y en el Persiles.
Ahora bien, si el racionalismo de Cervantes se halla atemperado por su fe católica hasta el punto de convertir la fe religiosa en algo tan capital en la sociedad española y en un ideal tan elevado e imperioso que puede ser un motivo suficientemente fuerte como para levantarse en armas en su defensa y si en su obra se da cabida a una posición que hoy describiríamos más como belicista que como pacifista, incluso el Quijote, como acabamos de ver, es una muestra principal de ello, difícilmente puede esperarse que quien así piensa vaya a convertir su gran novela en un campo de batalla en el que los valores apolíneos triunfen sobre los dionisiacos. Quien sitúa las armas por encima de las leyes, ya que son las custodias de éstas, llama a las armas en defensa de la fe católica, de la honra y de la familia y, por supuesto, de la patria y del rey, aprueba laudatoriamente la expulsión de los moriscos, a los que se refiere en términos muy beligerantemente denigratorios, es más bien, por decirlo en los términos de Otero Novas, un dionisiaco que un apolíneo y, por tanto, es absurdo pensar que el mismo libro que exhibe estos valores dionisiacos se interprete como una crítica apolínea de éstos. Y si se habla de lo apolíneo en el Quijote,el único racionalismo apolíneo que cabe reconocer en él es un racionalismo puramente literario, consistente en su crítica de la literatura andantesca y en su constante exhortación a abominar de los libros de caballerías.
Por si lo precedente fuera poco, se pueden traer a colación otros hechos, también extraídos del Quijote, que contradicen su interpretación como un libro apolíneo y antidionisiaco. En primer lugar, se compadece poco con el espíritu apolíneo, tal como lo retrata Otero Novas, la apología de la milicia, de los valores militares y de los ideales políticos y religiosos de la Monarquía española. Recuérdese a este respecto el episodio del mozo que va a la guerra, en que don Quijote anima al joven a enrolarse en el ejército ensalzando la milicia por los ideales y valores que ésta encarna, como el servicio a Dios y al rey, y hasta tal punto llega en su exaltación de la milicia que proclama que «no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho» (I, 24, 739) y, comparándola de nuevo con las letras, sostiene que el ejercicio de las armas en la milicia aporta más honra que aquéllas.
Similar defensa de la milicia y de los ideales político-religiosos que a éste le incumben proteger se halla en El curioso impertinente, donde Lotario, caballero florentino, encomia a los valerosos soldados capaces de realizar cosas dificultosas y arrostrar peligros manifiestos exponiéndose a mil formas de morir por causa de su fe, su nación y de su rey; el propio Lotario, alistado en el ejército español bajo el mando del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, morirá combatiendo por los ideales político-religiosos del Imperio español, en los tiempos de los Reyes Católicos, en la batalla de Cerignola (1503), en el reino de Nápoles (I, 33, 334-5 y 36, 374). Igualmente en la historia del cautivo se enaltece, a través de la heroica vida del capitán leonés Ruy Pérez de Viedma, la profesión de soldado al servicio de la religión y de la monarquía. El protagonista de la historia confiesa que su camino es el de seguir el ejercicio de las armas sirviendo mediante él a Dios y al rey (I, 39, 400).
Podría argüir Otero Novas que Lotario pertenece, de acuerdo con su visión de la historia, a una época dionisiaca y lo mismo podría decir de la historia del cautivo, un reflejo de la propia vida de Cervantes al servicio del Imperio. Pero no le serviría de mucho esta objeción, porque está bastante claro que el autor no toma distancias con respecto a esas historias militares del pasado. Lejos de eso, según podemos apreciar a partir de las reacciones de su público auditor ubicado en el presente que escucha atentamente tanto la historia de Lotario como la del capitán Pérez de Viedma, Cervantes las relata ante sus lectores como si en el presente histórico de la publicación de su gran novela ofrecieran modelos válidos para los lectores de entonces. El curioso impertinente es una ficción literaria leída ante sus escuchantes en el mesón de Juan Palomeque; pero la historia del cautivo, que en el mismo escenario es relatada por su protagonista, se nos ofrece como un relato histórico frente al cual, lejos de tomar una distancia crítica desde un presente supuestamente apolíneo, no sienten sino admiración sus oyentes, que sin duda comparten los mismos valores políticos y religiosos que el capitán Pérez de Viedma.
Además, es bastante obvio que la exaltación cervantina del valor militar y de los soldados que se mueven por los ideales de la religión, la nación y la monarquía, refleja su propio pensamiento en el momento en que se publica el Quijote. En los años en que se publica tanto la primera parte (1605) como la segunda (1615) del Quijote,Cervantes no había modificado su punto de vista sobre este asunto, como así se pone de manifiesto tanto en el episodio del mozo que va a la guerra como en el discurso sobre las causas de legítimo uso de las armas, pasajes ambos de la segunda parte de la novela, escritos muy poco antes de su muerte.
Otro hecho significativo, que amén de reforzar la argumentación precedente desde una perspectiva diferente, milita contra la visión de la gran novela cervantina como un libro apolíneo, de espíritu pacifista, que combate el belicista espíritu dionisiaco, es la recomendación que el canónigo, sin duda portavoz de las ideas de Cervantes, hace a don Quijote, en su conversación con éste sobre los libros de caballerías, de que, en vez de hacer mal en leer y creerse éstos, que son inverosímiles y dañinos para sus lectores, y más mal aún en imitarlos, lea los libros de hazañas y caballerías protagonizados por los grandes personajes históricos que han destacado como guerreros, militares o caballeros, tal como los jueces hebreos, Viriato, Julio César, Aníbal, Alejandro el Magno, Fernán González, el Cid, el Gran Capitán, Diego García de Paredes, Garci Pérez de Vargas (caballero del principios del siglo XIII, célebre por su osadía frente a los moros), etc., de cuya lectura don Quijote o el lector saldrá «erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costumbres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía» (I, 49, 504). Este pasaje, que contiene el propio pensamiento de Cervantes es toda una apología de lo dionisiaco en su dimensión belicista y, por tanto, pone en ridículo cualquier pretensión de presentar al autor del Quijote como un crítico del espíritu dionisiaco y un exaltador del pacifismo apolíneo, cuando él mismo es un entusiasta de los ideales y valores ligados de índole dionisiaca.
Pero el pasaje es además extraordinariamente relevante por otras razones. En primer lugar, porque pone de relieve que Cervantes no critica los libros de caballerías por los ideales que encarnan los caballeros andantes, sino por su falsedad o inverosimilitud y sus dañinas consecuencias morales para sus lectores; la contraprueba está en que los libros de historia que, en su lugar, recomienda el canónigo tratan de personajes que se movieron por ideales, que se modularon de diferente manera según las circunstancias históricas de los personajes históricos enumerados: los ideales político-religiosos de los jueces hebreos, los ideales políticos de Viriato, Julio César, Aníbal o Alejandro, los ideales caballerescos de Garci Pérez de Vargas o los ideales de la España de los Reyes Católicos encarnados por el Gran Capitán.
Ahora bien, si el canónigo pone como modelo a personajes históricos movidos por grandes ideales, esto también refuta la idea de que Cervantes se propone censurar el idealismo dionisiaco encarnado por don Quijote. Eso se halla reforzado además por el hecho de que, como hemos visto más arriba al hablar de la disertación de don Quijote sobre las causas legítimas del recurso a las armas y del episodio del mozo que va a la guerra, el autor de la gran novela profesaba los altos ideales del Imperio español, cifrados en la defensa de la religión católica y la monarquía. Quien pensaba de este modo no puede ser un crítico del idealismo y, por tanto, es más lógico pensar que las burlas de las aventuras de don Quijote no van dirigidas contra el idealismo, sino contra el carácter inverosímil y fantástico de los libros de caballerías.
El pasaje de marras es relevante por otra razón más: por poner la historia en primer plano y recuérdese que Otero Novas caracteriza el espíritu dionisiaco por el interés por la historia frente al desinterés por ésta típico del espíritu apolíneo. Recordemos que Otero Novas veía en el discurso de don Quijote sobre la edad de oro, en el que se expresaría la típica nostalgia dionisiaca de los pasados tiempos colectivistas, un interés por la historia. De entrada, resulta bastante ridículo encontrar un interés por ésta en la referencia nostálgica de don Quijote a una mítica edad dorada, en una fabulación pseudohistórica. Pero si Otero Novas está dispuesto a percibir en el hidalgo manchego un genuino interés por la historia en un relato pseudohistórico, con más facilidad debería atribuir a Cervantes un genuino interés por la historia a la luz del pasaje precedente en que pone como modelo para leer y de guía para la vida de sus lectores la lectura de libros realmente históricos. Cervantes resulta ser verdaderamente dionisiaco, si es que la afición a la historia es un rasgo indicativo de un espíritu de este carácter.
Pero aún hay más razones que invitan a pensar que Cervantes hacia el final de sus vida, a la altura de 1615, se mantenía firme en la defensa de los ideales del Imperio español y en la exaltación de los valores militares, lo que vuelve completamente inverosímil la pretensión de presentarlo como un crítico del idealismo dionisiaco y un abogado del pacifismo apolíneo. En primer lugar, hay razones de orden biográfico que apuntalan la argumentación precedente. Queremos referirnos con esto a la manera como el propio Cervantes en el prólogo a la segunda parte de su gran novela, rememora con orgullo, y no con una distante indiferencia y menos aún con desdén, su pasada vida como soldado al servició de la Monarquía española. Ante el reproche del autor del Quijote apócrifo de Avellaneda de ser manco, Cervantes se defiende recordando que su manquedad no es fruto de una reyerta tabernaria, sino de la guerra «en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros». Y no se conforma con referirse de esta forma tan viva y vibrante a la batalla de Lepanto, sino que desde el presente histórico de 1615 aprovecha la ocasión para hacer una apología de la milicia al proclamar con orgullo que antes quisiera haberse hallado en la empresa militar prodigiosa de Lepanto que sano ahora de sus heridas sin haberse hallado en ésta. No se trata de una mera rememoración del pasado, sino que pretende que sigan vivos los valores de la milicia en el presente, como se refleja en las palabras que añade Cervantes a continuación de lo anterior, en las que abandona ya la remisión al pasado, para hacer hincapié en el valor permanente de las heridas de un soldado en tiempos de guerra, incluso su alta significación moral hasta el punto de servir de guía para los demás. Las heridas del soldado en el rostro y en el pecho, afirma, «estrellas son que guían a los demás al cielo de la honra, y al de desear la justa alabanza». Como ya dijimos en otro lugar, Cervantes habría aprobado sin duda las palabras de Calderón cuando se refería a la milicia como una especie de religión y escuela moral.
Vale la pena aludir también, en relación con lo anterior, al hecho notable de que, incluso muchos años después de haber dejado la milicia, incluso observadores externos viesen a Cervantes ante todo como un militar, incluso cuando ya se había consolidado como un escritor popular. Tal es el caso del licenciado Márquez Torres, amigo de Cervantes, quien en su aprobación de la publicación de la segunda parte del Quijote, nos cuenta la interesante anécdota de que, en el curso de un encuentro con el embajador de Francia y de un cortejo de caballeros franceses, en el que éstos elogiaron encendidamente la obra literaria del gran escritor español, le preguntaron, entre otras cosas, por la profesión de éste y asombrosamente, la respuesta de Márquez Torres no fue, teniendo en cuenta que estaba hablando del Cervantes de la vejez, al que sólo le faltaba un año para morir, decir que era escritor, sino soldado. Cuesta creer que el propio Cervantes no se viese a sí mismo de este modo. Y si Cervantes, aun en su vejez, se veía antes como soldado que como escritor es un buen indicio de hasta qué punto mantenía su fe en la milicia y en los ideales de la Monarquía española, no obstante algunos reveses recibidos por ésta. Parece más probable que, en caso de haberse vuelto un pensador apolíneo antiidealista y pacifista, prefiriese identificarse ante todo como escritor y que evitase ser calificado como soldado, cuando ya de todos modos no lo era.
Para terminar este punto, vamos a referirnos a otro rasgo del pensamiento de Cervantes que desentona del retrato que nos hace de él Otero Novas como un pensador apolíneo: se trata del autoritarismo, el cual, como ya vimos, va asociado a lo dionisiaco. Pues bien, Cervantes, que vivía en el seno de una sociedad política autoritaria, desborda el autoritarismo de su época llevándolo más lejos de lo que estaban dispuestos a llevarlo sus coetáneos. Esto se refleja perfectamente en su opinión en el Quijote sobre la censura literaria, una censura que existía en su tiempo, pero que él propone darle un mayor alcance (cf. I, 48, 497). En aquel entonces toda publicación, antes de ser impresa para el público, debía contar con la licencia real y la aprobación de los encargados de supervisarla. Pero los censores de su tiempo dejaban pasar toda una serie de comedias, que, a juicio de Cervantes, debían prohibirse bien por su mala calidad literaria, bien por razones morales (según él, se representaban cosas «en perjuicio de algunos reyes y en deshonra de algunos linajes»). Es muy probable que, por las mismas o parecidas razones, hubiese visto con buenos ojos la prohibición de la publicación de los libros de caballerías, prohibición por la que abogaban algunos de sus críticos.
En suma, si, como hemos probado, en muchos de sus rasgos el pensamiento de Cervantes es más dionisiaco que apolíneo, según el cuadro que de ambos modos de pensar nos ofrece Otero Novas, no tiene mucho sentido esperar de él que escriba una obra como el Quijote como crítica de un pensamiento y valores dionisiacos que son los suyos. De hecho, el que la obra esté nutrida de elementos de pensamiento dionisiacos invalida la posibilidad misma de semejante espera.