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El Catoblepas, número 166, diciembre 2015
  El Catoblepasnúmero 166 • diciembre 2015 • página 5
Voz judía también hay

Schopenhauer en Ramala

Gustavo D. Perednik

De la frustración y su monopolio.

Wallstrom, Reepalu, Schopenhauer

El título de tapa de los diarios franceses después de los atentados del 13 de noviembre en París fue: Cette fois c'est la guerre. Guerra pues, anunciaban por «esta vez». Del título se desprende que hubo ocasiones pretéritas que, aunque similares, no llegaron a constituir casus belli.

En efecto, la historia de Francia no abunda en acciones sostenidas que enfrenten y venzan a la agresión, vestida en estos años de un islamismo plantado explícitamente como enemigo de la civilización y de los derechos humanos, alcanzados a lo largo de siglos de esforzado ascenso.

Ahora, la guerra -decían. Porque hasta este momento no hubo disposición en Francia, ni en Europa en su conjunto, para detener militarmente el rampante exterminio de los yezidíes, la esclavización de las mujeres, la destrucción de las comunidades cristianas, la tortura y ejecución de quienes se aparten de la norma, en fin, todo el cuadro dantesco de terrorismo islamista que día a día se jacta de su crueldad.

Ante el terror que quiere arrastrarla al medioevo, Europa se coloca una máscara de apatía cuando la agresión se produce en Nigeria o en Mali. Cuando ocurre en Israel, en ese único caso, la apatía se desliza frecuentemente hacia la simpatía.

La línea políticamente correcta establecida es que, por definición, el terrorismo contra Israel no existe. Acaba de expresarlo el Secretario General de la ONU, quien se tomó el trabajo de enumerar las ciudades que han padecido atentados en estas semanas y no incluyó en su lista ninguna ciudad israelí, aun cuando decenas de judíos fueron apuñalados en los últimos dos meses en nuestras calles bajo el grito de «Alá es grande» y bajo el estímulo de Mahmud Abbás quien lo denomina «levantamiento pacífico». Asesinar judíos es para él una forma de la paz.

Renovado ha quedado el apotegma de Ferdinand Kronawetter (generalmente atribuido a August Bebel), de que la judeofobia es «el socialismo de los tontos». Un siglo después, ha pasado a ser «el multiculturalismo de los inteligentes».

Multiculturalismo para todos, menos para el israelita, quien no parece aún haber sido aceptado plenamente al club de la especie humana. En efecto, algunos derechos de los socios del club le son huidizos, como por ejemplo el de ser víctima.

Si el atentado contra el teatro Bataclán parisino se hubiera perpetrado en una sala de Tel Aviv o de Jerusalén, el grito de los franceses no habría sido ¡terror! sino ocupación. Su proclividad sería en ese caso entender al victimario, y a ninguno más. Tal es el diagnóstico de muchos supuestos progresistas, del que se desprende una terapia que varía según la identidad de la víctima.

Cuando el blanco es Israel, se exige una reacción «mesurada y proporcionada», y que la víctima convenza a sus agresores a reunirse para negociar, para así poder atender sus legítimas demandas como es debido. Se exige adicionalmente (siempre del agredido) que en ningún caso ejerza la fuerza porque ello agravaría la «escalada de violencia».

Los consejos se evaporan cuando el blanco es Francia. En este caso, por el contrario, el presidente sabrá complementar el mentado mensaje bélico de los medios, tal como lo ha hecho: «Notre combat sera impitoyable». Me cuesta justipreciar la previsible furibunda si a un jefe de gobierno israelí se le ocurriera declarar exactamente lo mismo: que nuestra respuesta será despiadada.

El tedio de los suecos

Admitamos que más lejos aún que el promedio de los europeos se aventuró por televisión la Ministra sueca de Exteriores, Margot Wallstrôm. A los atentados ocurridos en Paris supo vincular con «la frustración de los palestinos, porque no tienen futuro» (16-11-15). Más lejos, puede ser, o digamos mejor: más rápido.

Como es bien sabido, es rosado y alentador el futuro de los somalíes y el de los sudaneses, de los yemenitas y los iraquíes, los cachemiros y malayos, e ibos y aimaras y mapuches, así que pues resulta obvio para todo multicultural inteligente que, si algunos mahometanos se lanzan a asesinar indiscriminadamente a centenares de europeos, necesariamente se deberá a la única causa posible: la omnipresente, ubicua y cósmica frustración palestina.

Cabría requerir de la ministra una nómina de pueblos frustrados, posiblemente asequible en su Ministerio de Exteriores, aunque preveo con temor que la lista abarca una sola línea con un solo pueblo.

Consideraciones parecidas, aunque afortunadamente más generales, expresó el papa durante su reciente viaje al África, cuando señaló a «la pobreza y la frustración» como fuentes del terrorismo. Estaba de visita precisamente en un continente en el que sobra la pobreza extrema y ésta no ha degenerado en el terror, y por ello Francisco debió haber señalado las causas donde estaban: la educación en el odio y una ideología necrófila.

Por lo menos no indicó que el sufrimiento fuera monopolio palestino. No se despeñó al patente racismo de la ministra sueca, para quien pareciera que el resto de los pueblos del mundo no pueden frustrarse, acaso porque carezcan de objetivos. El punto de partida europeo pareciera ser que nadie tiene derecho a la frustración salvo los palestinos, y que todos tienen derecho a ser víctimas salvo los israelíes.

Schopenhauer, quien hace dos siglos explicó la experiencia humana como un vaivén entre la frustración y el tedio, ya habrá de cosechar exégetas que en la demencial época que atravesamos interpreten su obra como una metáfora de los palestinos.

Lo curioso es que éstos, de entre todos los pueblos del mundo, son uno de los que menos causas abrigan para frustrarse. Exhiben universidades, centros comerciales e infraestructura energética, sostenidos por la maniabierta ayuda de las Naciones Unidas y de la Unión Europea; no padecen de indigencia y viven autogobernados.

Su gran frustración, eso sí, es que no logran destruir Israel como les ordenan sus líderes. Y porque no pueden, se ven en la desdichada obligación de soportar en su cercanía a una nación renacida que civiliza el desierto, que siempre avanza y celebra la vida, que no cesa de descubrir en medicina y en tecnología, y de aportar Premios Nobel y start-ups, y de ser un ejemplo de democracia dinámica y derechos humanos, de las mejores universidades y de un sólido marco legal.

No hay manera de eliminarnos, ay, por lo que se me hace que hay ventajas en que sigan frustrados.

O acaso los verdaderamente frustrados son los suecos, o los europeos en general, cuyos ojos contemplan impotentes cómo peligran los gloriosos logros que sus padres les han legado, y que podrían llegar a hundirse abandonados ante el asedio. Quizás, en efecto, la cacareada frustración de los palestinos no sea sino una proyección de la de los europeos, desconcertados como están porque Israel siga vibrando y les trabe su deseo de hacernos llegar su misericordia y sus admoniciones por el hecho de que, como no les hicimos caso, nuestro erróneo camino nos ha llevado al colapso.

Hace una década, Suecia fue el primer país occidental en recibir a un ministro de Hamas. A la sazón la banda ya había asesinado a más de 600 israelíes y lo festejaba con macabras danzas callejeras, y para no ocultar sus metas anunciaba (como anuncia hoy) en su plataforma que «el Islam destruirá Israel como ya ha destruido a otros», para luego citar de Los Protocolos de los Sabios de Sión y culpar a los israelitas de las revoluciones francesa y rusa y de las dos guerras mundiales, y advertir de que «el Día de Juicio llegará cuando los musulmanes maten a los judíos».

Suecia, cuya pequeña comunidad hebrea se esfuma emblemática e irreversiblemente, exhibe, además de a la palestinobsesiva Wallstrôm, al palestinobsesivo intendente de la ciudad de Malmô, Ilmar Reepalu, quien lejos de defender a los judíos que huyen despavoridos de su ciudad, los hostiliza.

Reepalu encarna a Europa en su conjunto, a su endémica judeofobia que sigue dinámica y letal, y que agrava la presente hesitación frente a la creciente violencia islamo-fascista.

En una entrada de hace un siglo en el diario de Teodoro Herzl, el fundador del sionismo político moderno incluyó un comentario del conde Sergei Witte, ministro de finanzas del zar Alejandro III. Decía Witte que «para los cristianos, el control islámico de los Lugares Santos en Palestina es más tolerable que si los tuvieran los judíos». «La autodefensa de éstos» -escribiría hoy- les parece un peligro más intolerable que el de la islamización de Europa.

 

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