Separata de la revista El Catoblepas • ISSN 1579-3974
publicada por Nódulo Materialista • nodulo.org
[Giulio Andreotti. 1919-2013. Político católico italiano de misteriosa y maquiavélica serenidad.]
En 2013 pasado, el minutero de la historia marcaba que habían sido ya quinientos los años transcurridos desde la redacción de aquella obra de tan emblemático y de tan raro y único y de también poco entendido destino: El Príncipe. Su autor, Nicolás Maquiavelo (1469-1527), fue un hombre absorto y apasionadamente arrastrado por la tempestad de la política de su tiempo de la que extraería grandes lecciones.
Hombre absorto y apasionado, aunque extrañamente sereno. Y esto constituye un misterio que ha perdurado siglos. Entre la encendida y demagógica cólera de Savonarola y la fuerza y prudencia de César Borgia y la de su no menos oscuro pero astuto padre Rodrigo, Sumo Pontífice de Roma bajo el nombre de Alejandro VI; sabedores en realidad los tres -los Borgia y Maquiavelo: y por eso se entendieron tan bien-, de que en asuntos de Estado la verdad absoluta, además de ser un imposible político, no es ni siquiera ni necesariamente una virtud. Este hombre misterioso, amante de la alta política y que se vestía de gala por las noches en su casa para disponerse a leer con la gallardía y dignidad propicias en función del rango de gravedad de los autores a los que consagraba sus más exclusivas horas de estudio no podía ser consciente ni mucho menos de la sombra que con los perfiles de su figura se habría de proyectar durante siglos por el mundo entero.
Tampoco podía ser consciente de la triste fama póstuma que le esperaba. Porque aunque de él se haya escrito y hablado tanto por las plumas y los talentos más refinados de la tradición filosófico-política occidental, desde Gramsci hasta Leo Strauss o Maurice Joly, desde Meinecke hasta Croce o Chabod, de Mansfield o Bobbio a Pocock y Althusser, de Lefort y Viroli a T.S. Elliot, Schmitt o Hegel, desde Espinosa y Skinner a Feijoo o Gustavo Bueno; aunque todos ellos hayan desarrollado elaboraciones teóricas de una manera sutil y penetrante, fascinante al tiempo que compleja y densa: criticado o encumbrado, nunca ignorado; recorriendo desde uno u otro ángulo, desde esta arista o desde aquella otra de más allá el complejo universo histórico, biográfico y político de Nicolás Maquiavelo; aunque tanta tinta y tantas palabras hayan sido regadas a lo largo de esos ya quinientos dilatados años, la triste fama de este consigliere florentino parece mantenerse intacta en el sentido común de un ciudadano cualquiera, ajustándose más o menos a lo que Rafael del Águila describe con claridad cristalina y de manera cruda y despiadada en Sócrates furioso. El pensador y la ciudad (Anagrama, Barcelona, 2004), cuando, al comparar al mentor de Platón con nuestro querido e irónico florentino, y señalando críticamente con el dedo el mito del intelectual apolítico, moralmente impecable y crítico del poder, preso de lo que él llama la falacia socrática, afirma lo siguiente: 'si Sócrates es en nuestra tradición un santo sin mácula, nuestro santo patrón, Maquiavelo es el diablo, nuestro canalla. Si alguien es «socrático» es porque es reflexivo, dialogante, irónico. Si alguien resulta un «maquiavélico» es porque es sencillamente un cerdo sin escrúpulos. Si uno estudia a Sócrates es que quiere aprender y ser un sabio; si lee a Maquiavelo es un ambicioso que sueña con hacerse con el poder absoluto o un bruto o un sádico'.
De acuerdo, diría Leo Strauss, pero si Maquiavelo es el diablo, no olvidemos entonces que, en la tradición teológica, el diablo es un «ángel caído». De acuerdo, diría Gramsci, Maquiavelo será el diablo, pero no olvidemos que la característica fundamental de El Príncipe es la de no ser otro tratado frío y sistemático más: es un libro vivo, en el que la ideología política y la ciencia política se fusionan en la forma dramática del mito, configurando de una manera más concreta, «encarnada», a la pasión política. De acuerdo, diría Espinosa, si Maquiavelo es el diablo no perdamos de vista el hecho de que lo que él ha querido mostrarnos es el grado de imprudencia del que da muestras la masa cuando suprime a un tirano sin poder al mismo tiempo suprimir las causas que hacen que un príncipe se convierta en tirano. De acuerdo, nos diría también Chabod, si Maquiavelo es el diablo no olvidemos entonces que, en una época –única en la historia del mundo cristiano– en la que se estaban creando, dentro de los escombros del ordenamiento social y político del medievo, los estados unitarios, no fue otro sino él quien afirmó con claridad la libertad y la grandeza y la virtud de la acción política, la fuerza y la autoridad trágica del poder central. De acuerdo, nos diría acaso Althusser, pero no olvidemos que lo verdaderamente extraordinario de El Príncipe de Maquiavelo es que el lugar donde sitúa su punto de vista no es en realidad el del gobernante, sino el del pueblo, toda vez que, como muy bien señalara él en la dedicatoria de nuestro libro en cuestión, 'para conocer bien la naturaleza de los pueblos hay que ser Príncipe, y para conocer bien la de los Príncipes, hay que ser del pueblo'.
De acuerdo, en fin, nos dirá quizá también Gustavo Bueno, convengamos en que Maquiavelo es el diablo, siempre que no se nos escape el hecho de que la concepción de la política asociada a la nueva idea de la razón de Estado, en términos, por ejemplo, maquiavelianos, restaura en cierto modo la idea aristotélica, sólo que desvinculando las posibilidades de la prudencia o el arte políticos de las leyes morales, y centrando la atención en la tecnicidad del Estado y en la necesidad estratégica de lograr que el régimen en cuestión pueda dar cada día «un paso más en el tiempo».
Tenemos a la vista, así, una variada y rica multitud de tratados y teorías, de biografías e interpretaciones, realizadas desde las más diversas latitudes, escuelas y tradiciones filosóficas o teóricas, que se nos ofrecen como fondo donde se dibujan los perfiles de una figura indiscutiblemente fascinante, encarnación del mal y del misterio, de la intriga y la pasión, del realismo y la ironía, del hombre político y del estadista por antonomasia pero que, digámoslo una vez más, contrastan de manera quizá grosera con la imagen que de él se tiene en el foro, y que ha pasado a ser, acaso como ninguna otra figura en la historia, inequívoca seña o atributo constitutivo de una personalidad: sin necesidad de haberlo siquiera leído, no hay nadie que no sepa que, ante una persona «maquiavélica», lo más prudente es tomar la mayor distancia posible o retirarle de inmediato la confianza. Porque un maquiavélico es sencillamente un cerdo sin escrúpulos.
¿Cómo situar fenómeno histórico-social, ideológico y cultural semejante a 500 años de haberse redactado libro de tanta fama como la de El Príncipe? ¿Tiene sentido volver a leer hoy a un autor que escribió en los albores del Antiguo Régimen? ¿Y cuál podría ser, de entre las diversas plataformas y coordenadas de interpretación, la más adecuada para entender a Maquiavelo en nuestro tiempo, marcado por el prestigio de mitos ideológicos tan potentes aunque oscuros como los de la democracia, la libertad individual, la felicidad, el relativismo cultural, la tolerancia y los derechos humanos? ¿Puede un «demócrata» ser también «maquiavélico»? ¿Era Maquiavelo mismo un demócrata, o más bien quizá un tirano en potencia? ¿Tiene sentido plantearse pregunta semejante? ¿Cómo es posible que, en los tiempos del humanismo renacentista, apareciera solitario el pensador implacable de la necesidad de encarar y ejercer el mal en política? ¿Es dable querer interpretar a Maquiavelo desde la dicotomía izquierda-derecha, siendo que esta distinción no aparece sino hasta el siglo XIX? ¿Y quiénes serían los Savonarolas o los Maquiavelos de hoy en día? ¿Se podrá concluir quizá que, ante el triunfo y predominio de la democracia liberal como única forma política posible, la herencia de Maquiavelo se ha desvanecido por completo? ¿O no será que son precisamente esos mitos impecables –democracia, diálogo, tolerancia, armonía, felicidad– los que nos confirman que Maquiavelo está más presente que nunca, por aquello de que, como decía Tucídides en dirección similar a la señalada por Maquiavelo, 'no se puede gobernar una ciudad sin mentirle'? Y si Tucídides ya lo dijo, ¿en que habrá consistido entonces la clave de la novedad «moderna» de Maquiavelo?
El misterio, en todo caso, y por paradójico que parezca, habiendo sido ya cinco los siglos transcurridos, nos sigue pareciendo intacto. Paradójico y obtuso: un amante de los clásicos que para leerlos se viste de etiqueta pero que es considerado por el indocto y el hombre sin letras como un cerdo sin escrúpulos. Algo, nos parece, habrá en el libro. Y Maquiavelo quizá lo sabía. Por eso fue siempre un hombre sereno, estabilizado por la certeza que tenía de que, como Eneas, él era un hombre con un destino. No era ni un aventurero ni un simple intrigante o un oportunista, que es a lo que chocantemente se reduce casi siempre con galopante simplismo el adjetivo de maquiavélico. Tampoco fue alguien necesariamente exitoso. No eran esas las claves definitorias de Maquiavelo. Era la consciencia de un destino político y el repliegue sereno a los designios que en función de la estructura de su necesidad se le ofrecían como derrotero inevitable y solemne.
Sabía que las tempestades, en política, vendrían y vendrán una y otra vez y otra más, y que lo que verdaderamente importaba eran dos cosas: la lectura solemne de los clásicos y el registro acucioso, y para la posteridad, de los relieves más operativamente prácticos y objetivos de esa veritá effettuale delle cose que determinaba en su plano esencial de configuración la dialéctica política de todo tiempo y lugar.
En la valoración suprema que hacía él de los clásicos está definida la clave esencial de su peso específico como pensador de la política. Esa clave no es otra que la capacidad para reconocer una tradición fundamental, al tiempo de estar consciente de que para mantenerla se requiere de un gran esfuerzo, y por eso el atuendo de gala para sus horas de estudio. Una tradición no puede heredarse con facilidad. Implica primero una responsabilidad. También implica, precisamente, un sentido dialéctico de la historia, que se caracteriza no ya solamente por la capacidad para reconocer lo acaecido del pasado, sino para apresar su presencia dinámica y los relieves que al presente en marcha imprime en su decurso.
Esa tradición, ese reconocimiento de lo clásico es lo que nos ofrece un criterio. Y fue éste criterio histórico, nos parece, el punto de apoyo de esa rara y quizá todavía misteriosa serenidad de Maquiavelo. No es que fuera un cerdo sin escrúpulos. Es que sencillamente estaba en otro grado de madurez y comprensión. Como los estoicos, lo imaginamos con el control de las claves de la realidad de la política en su puño. Y quizá haya sido por eso que, con serenidad, pero sobre todo con discreción, lo haya mantenido casi siempre cerrado. Saberlo o no constituye ya para nosotros, también, un misterio.