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El Catoblepas, número 164, octubre 2015
  El Catoblepasnúmero 164 • octubre 2015 • página 11
Polémica

Histeria e historiografía

Pedro Carlos González Cuevas

Respuesta a Miquel A. Marín Gelabert

La sociedad española atraviesa una de las crisis más graves de su historia. No sólo vive una crisis social, política y económica, sino que su momento cultural se caracteriza por una falta de creatividad ciertamente singular; lo que viene a ser un reflejo de la privatización, el hedonismo y el narcisismo de nuestra vida social, donde la improvisación, el dinero y la autogratificación marcan la pauta y se han convertido en norma general. Nuestra historiografía no ha sido tampoco inmune, por desgracia, a esta realidad tan descorazonadora. A lo largo de este período, han reaparecido algunos de los vicios más negativos de nuestra vida intelectual. Hemos retornado, de un tiempo a esta parte, al sectarismo activo, a la ausencia de una crítica solvente, al recurso a la seudología y a la violencia simbólica. La respuesta airada del señor Marín Gelabert es un resumen de todas estas patologías que ponen en cuestión el porvenir de la historiografía española. Más que una crítica parece un exabrupto. En mi respuesta, iré por partes.

Comenzaré confesando cristianamente mis errores. Reconozco que incurrí en dos errores. El primero, que considero un error venial, es haber confundido el nombre del señor Marín Gelabert: le pido disculpas por ello, ya que parece haberle ofendido mucho. Parece ser un hombre muy quisquilloso, pues hasta toma nota de los erratas tipográficas. Bien sabe Dios, no obstante, que eso es lo que menos le importa. El segundo error, este sí más importante desde el punto de vita de la erudición historiográfica, y que curiosamente mi contradictor no ha señalado, es que confundí a Henry Turner con Tim Mason, gran y malogrado historiador marxista del nacional-socialismo. En todo lo demás, sigo pensando lo mismo y, tras el exabrupto del señor Marín Gelabert, con una mayor convicción.

A continuación, señalaré los errores en que, a mi humilde entender, incurre el señor Marín Gelabert. Su primer error es considerar que yo interpreto unitariamente la obra que hace poco sometí a crítica, El pasado en construcción. En esto, como en todo lo demás, mi contradictor descubre la pólvora. Por supuesto que la obra no es unitaria en su contenido. Pero eso ya lo señalé al distinguir entre las colaboraciones de los historiadores extranjeros y la de los españoles. A los editores de la obra está claro que les ha sido imposible controlar al conjunto de los colaboradores extranjeros, aunque algunos de ellos coincidan con las interpretaciones defendidas por los señores Marín Gelabert, Robledo, Quiroga y Ruíz Torres. Señalé, además, que la mayor parte de los colaboradores extranjeros se ubicaban en posturas académicas y rigurosas, si bien algunas de sus interpretaciones me parecían discutibles. Por ello, el grueso de mi crítica se centraba en el caso español, porque ahí la coherencia era absoluta, total y me atrevería a decir que totalitaria. No voy a repetir aquí mis críticas a los señores Ruíz Torres, Robledo y Quiroga; pero sí diré que el contenido del artículo de mi contradictor sólo adquiere coherencia si los relacionamos con los postulados defendidos por sus compañeros de viaje. Sigo pensando, con Renzo de Felice, que el revisionismo o es una técnica inherente al oficio de historiador o no es nada. Y la tesis del señor Marín Gelabert me sigue pareciendo indefendible y, sobre todo, absolutamente presentista. No estamos ante un texto académico, sino directamente político, basado en la distinción amigo/enemigo. Prueba de su presentismo es que ahora mismo me compara, torpe y polémicamente, con Eduardo Aunós; lo cual tan sólo demuestra la histeria de mi contradictor, con su recurso a la seudología y a la violencia simbólica. Pero volvamos al artículo del señor Marín Gelabert, en el que, torticeramente, sin el menor escrúpulo intelectual, se identifica negacionismo y revisionismo –no parece haber leído a un historiador tan reputado como Henry Rousso-, se amalgama pasado y presente, aparece el Diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia y el contradiccionario de Ángel Viñas y sus acólitos, y los nombres de Fernando del Rey, Manuel Álvarez Tardío y el mío aparecen muy cerca de Pemán, Arrarás, Aparicio, Vegas Latapié, Álcazar de Velasco, Martínez Bande y otros intelectuales franquistas, para finalizar con una interpretación del revisionismo que más parece una diatriba de carácter político que una definición académica. Personalmente, no me importa aparecer al lado de, por ejemplo, Jesús Pabón o de Laín Entralgo, que me parecen dos autores muy apreciables. Pero no van por ahí, desde luego, los tiros –y nunca mejor dicho- del señor Marín Gelabert. Pretender, como señala mi contradictor, que El pasado en construcción en general y su artículo en particular son producciones meramente académicas, me parece absolutamente pueril. Yo, por lo menos, hace tiempo que dejé de creer en los Reyes Magos. Si él pretende recuperar su infancia, es problema suyo, no mío. A estas alturas de la vida, no vamos a caer en trampas tan poco sutiles, tan evidentes, tan groseras.

Al mismo tiempo, el señor Marín Gelabert se muestra absolutamente ignorante de las técnicas de la crítica conceptual. Como crítico, mi postulado básico ha sido siempre la necesidad de juzgar los textos desde una clara y nítida tabla de valores, estableciendo un diálogo con las ideas que defendidas por los autores del texto, desentrañar su esencia en sucesivas operaciones de inducción y deducción, y llegar a unas conclusiones. Es lo que he intentado hacer en esta reseña. Mezquino y sectario, el señor Marín Gelabert es incapaz de valorar el esfuerzo que esto supone. Naturalmente, existe en toda reseña un problema de espacio, y mucho más si se escribe en una revista. Para desarrollar una crítica exhaustiva y pormenorizada de todos los autores se necesitaría un libro entero. Pero no se preocupe, uno de mis proyectos intelectuales es el de abordar una historia de la historiografía española contemporánea, porque si la dejamos en manos del señor Marín Galabert y los editores de El pasado en construcción la cosa puede ser tremebunda. Seguro que mi nombre, y el de otros muchos, brillaría por su ausencia. Es una cuestión de salud pública e incluso de higiene personal. Afirmar, como hace el señor Marín Galabert, que yo pretendo «pasar a cuchillo todas y cada una de las aportaciones del libro», significa que mi contradictor o no ha leído mi reseña, o no sabe leer o que actúa de mala fe. En realidad, persigue la construcción de un maniqueo. Vieja táctica; vano intento. Cualquier lector normalmente constituido de mi reseña puede ver, sin la menor dificultad, que manifiesto mi discrepancia con algunos y mi acuerdo con otros. En concreto, manifesté mi acuerdo con algunas de las tesis de Aviezer Tucker, de Miclaal Kopecek, de Gilles Vergnon, Oliver Forlin y Xavier Tabet; y mis discrepancias con las de Bard, Ruíz Torres, Baller-Galanda, Campos Matos, Fernández Domingo, Robledo, Quiroga y Marín Gelabert.

Afirma el señor Marín Gelabert que, en un entorno historiográfico democrático, «no cabe ridiculizar o desacreditar». Pero si esto es así, el primero que se comporta en contradicción con estos postulados es el propio señor Marín Gelabert, quien, en su patético exabrupto, me acusa nada menos que de «ocultar» -¿el qué?-, de «mentir a sabiendas» -¿dónde?- y de «discutir con mi propia mentira» -¿cuál?-. Son acusaciones muy graves, que mi contradictor se cuida muy mucho de especificar. Sus diatribas son el reflejo de una perspectiva profundamente distorsionada, patética, irracional e histérica. La serenidad brilla aquí por su ausencia. Lo más risible de todo ello es que si aceptamos los postulados del señor Marín Gelabert sobre el «entorno historiográfico democrático», llegaríamos a la conclusión de que el primer antidemócrata es él, aunque no, desde luego, el único. No lo es, desde luego, el señor Ricardo Robledo, quien, en sus artículos, se limita a denunciar la ideología de los historiadores que no son de su agrado, para estigmatizarlos y expulsarlos del ámbito académico. No lo es el señor Quiroga, que me atribuye a mí y a otros historiadores ideas y planteamientos con los que ni de lejos nos sentimos identificados. No lo es, desde luego, el señor Ángel Viñas, que se autodefine como «historiador de combate» y califica de «franquista», «antidemócrata» o «anormal» a cualquiera que discrepe de sus discutibles tesis o de su obsesión antifranquista. No lo es Josep Fontana, para quien Fernand Braudel no fue otra cosa que un lacayo del capitalismo liberal, lo mismo que François Furet, Mona Ozouf o Karl Popper. No lo es Ismael Saz Campos, quien acusa de «negacionista» a quien no es partícipe de sus planteamientos. No lo son los editores de El pasado en construcción, que tachan de antidemócratas a todos los que considera «revisionistas»; y emplean expresiones tan groseras e incluso homófobas como «salir del armario». Parecer ser, pues, que, siguiendo las pautas del señor Marín Gelabert, hay pocos demócratas, casi ninguno, en el campo historiográfico español. En cualquier caso, lo de la «historia democrática» me sigue pareciendo un concepto polémico destinado a deslegitimar a todos los historiadores que no piensan como ellos. En España, la palabra «democracia» se ha convertido en un fetiche que sirve para cualquier cosa. Casi podríamos decir que tal y como se utiliza por algunos viene a ser, siguiendo al doctor Samuel Johnson, el último recurso de los canallas. Cuando alguien defiende tesis que no son de su agrado, pues las tachan de antidemocráticas y problema solucionado. Ya no hay debate posible. Sinceramente, creo que más que distinguir entre historia democrática y antidemocrática, sería mejor distinguir entre buena o mala historiografía. Jesús Pabón no era demócrata, pero fue un buen historiador: su Cambó me sigue pareciendo una gran obra. Edward Hallet Carr apoyó a Hitler en el período de entreguerras, se mostró favorable a Franco durante nuestra guerra civil, y luego fue un admirador ferviente de Stalin, pero sigue siendo uno de los grandes historiadores de la revolución rusa. Pierre Vilar manifestó en todo momento su admiración por Stalin, cuyas obras completas en español prologó, pero lo considero un historiador muy competente. Gioacchino Volpe militó en el fascismo, pero, como reconoció a regañadientes Norberto Bobbio, fue el historiador italiano más importante de la primera mitad del siglo XX. Si no deslindamos la ideología de la calidad intelectual, corremos el riesgo de acabar con nuestra vida cultural.

Demos un paso más. Y es que lo que resulta ya alarmante, amén de significativo, es que el señor Martí Gelabert no recuerde ni lo que ha escrito en su lamentable artículo. Afirma que nunca conceptualizó a Acción Española como «fascista». Sin embargo, lo cierto es que en la página 395 del libro en cuestión, el señor Martí Gelabert afirma que «Acción Española apoyaba «la solución fascista (¡) basada en lo esencial en elementos ideológicos surgidos del análisis de la historia moderna y contemporánea». Cualquiera que haya leído mi producción histórica sobre la derecha monárquica sabe que mi opinión es la antípoda. Desarrollé mi posición en el libro Acción Española. Teología política y nacionalismo autoritario en España (1913-1936), publicada en Tecnos en 1998. Se trataba de una versión resumida de mi tesis doctoral Perfil ideológico de la derecha española contemporánea. Teología política y orden social en la España contemporánea, leída en abril de 1992, y que mereció la calificación de «apto cum laude», por parte de un tribunal formado por Mercedes Cabrera, Manuel Espadas Burgos, Antonio Morales Moya, Julio Aróstegui y Julio Gil Pecharromán. El libro ha sido valorado y citado positivamente por autores ideológicamente tan diversos como Stanley Payne, Ferrán Gallego, Eduardo González Calleja, Joan Antón Mellón, Julio Aróstegui, Gonzalo Fernández de la Mora, Alfonso Bullón de Mendoza, Enrique Moradiellos, Alejandro Quiroga –sí: el mismo-, Enrique Selva Roca de Togores, Stephan Giocanti, José Luis Rodríguez Jiménez, Andrés de Blas, Ismael Saz Campos –sí: también él-, Carlos Dardé, Oliver Dard, Zira Box, Fernando del Rey Reguillo, etc, etc. Incluso Paul Preston lo cita en su obra El Holocausto español. Ignoro, y no me importa lo más mínimo, qué hará en próximas ediciones de su libro. No se trata, pues, como señala estúpidamente el señor Marín Gelabert, de una «autoindiscutida autoridad en la materia». Yo nunca he caído, ni caeré en semejante egolatría. El prestigio no es algo que pueda atribuirse alguien sin más; es un producto social. Por ello, estimo que sobre Acción Española tengo más que decir que el señor Marín Gelabert, que no ha escrito nada, que yo sepa, sobre el tema. Es más, parece, según hemos visto, que ni tan siquiera es consciente de lo que escribe. Mala cosa. Su lapsus, a ese respecto, resulta definitivo. Dice no haber dicho lo que, en realidad, ha dicho. Sin comentarios. Para fundamentar lo que ha dicho, pero no ha dicho, el señor Marín Gelabert recurre a un conocido texto del filósofo monárquico colaborador de Acción Española José Pemartín Sanjuán. Como Alejandro Quiroga, mi contradictor se basa en la interpretación defendida por Raúl Morodo en su libro sobre Acción Española. Esa interpretación siempre me ha parecido muy superficial. El texto de Pemartín ha de analizarse a través de su pensamiento filosófico «temporalista» y del contexto histórico-político en el que fue escrito. Para ello hay que tener en cuenta sus artículos de Acción Española, y sus libros Introducción a una Filosofía de lo Temporal y ¿Qué es lo nuevo?. Y el contexto es el de la Unificación y de la creación del partido único en 1937, algo que, como sabemos a través de su correspondencia, alarmó mucho al cardenal Gomá, a Eugenio Vegas y al propio Pemartín. El objetivo del filósofo jerezano en ese texto y otras obras suyas es precisamente obstaculizar la construcción de un régimen fascista en España que siguiera el modelo italiano o alemán. En su producción filosófica, Pemartín criticó el hegelianismo de Gentile, defendiendo, a partir de su interpretación de la nueva física, una filosofía temporalista que, frente al racionalismo hegeliano, que tachaba de mecanicista, primara el desarrollo orgánico de la sociedad en contra del estatismo totalitario. De ahí sus críticas, en ¿Qué es lo nuevo?, a la edificación de un partido único y de un régimen totalitario de masas. El «Fascismo Católico» era, en realidad, una nueva denominación para el tradicionalismo ideológico. Su alternativa no era el totalitarismo, sino una dictadura conservadora basada en la preeminencia del «Caudillo Hacedor de Reyes» y en la «recatolización», en la «remilitarización» de la sociedad española, y en el corporativismo gremial. Ya acabada la guerra civil, Eugenio Vegas elaboró un proyecto de Leyes Fundamentales para el general Juan Vigón, en un sentido político similar.

El tema de la militancia política del profesor Vicente Palacio Atard no creo que deba ser objeto de controversia. ¿Fue o no falangista?. Para mí, está claro que no lo fue. No es una opinión; es un hecho. El señor Marín Gelabert se ha confundido y punto. Yo lo único que hice fue señalar su error. Mi contradictor intenta disfrazarlo mediante una serie de reflexiones que no vienen al caso. Reconozca su error y ya está; no pasa nada; todos nos equivocamos alguna vez, salvo Ángel Viñas que siempre está en posesión de la Verdad. Con petulancias pseudofilosóficas y circunloquios pseudohistoriográficos no se subsana los errores. Su actitud se asemeja a la rabieta de un niño malcriado. Quede claro que mi mención a la persona del profesor Palacio Atard no supone una defensa o apología; nunca lo consideré uno de mis maestros. Salvo José María Jover, los maestros tuvimos que buscarlos, tras el desastre que supuso la labor de Manuel Tuñón de Lara y de sus acólitos, fuera de España; y comenzar, una vez más, prácticamente desde cero. Ahora vuelven los viejos fantasmas de la historia militante y de combate. Malos vientos.

Y, en fin, la última parte de su diatriba no tiene desperdicio; es una auténtica antología de disparates. El señor Marín Gelabert pretende ser irónico, pero carece de estilo, de «garra» para lograrlo; y acaba siendo patético e incluso grotesco. Su lectura «lúdica» de mis escritos debió ser sumamente superficial, porque no parece haberse enterado absolutamente de nada. Me acusa de mentir y de no sé cuántas cosas más; deberá demostrarlo, porque en su diatriba tan sólo aparece el pathos del resentimiento y del resquemor. No razona; no argumenta; sólo condena. Para colmo, se muestra servil hacia ciertos «historiadores consagrados» y de «prestigio», cuyos nombres no menciona, pero que todos conocemos. Sin embargo, lo absolutamente «espeluznante» no son las conclusiones de mi reseña, como afirma el señor Marín Gelabert. Lo escandaloso, a la par que patético, es su absoluta indigencia interpretativa, cuando relaciona mis planteamientos con los de Eduardo Aunós. Increíble, pero cierto. Es ahí donde puede verse el nivel intelectual y moral del señor Marín Gelabert, que se ve obligado, una vez más, a recurrir, ayuno de ideas y de razones, a la seudología y a la agresión simbólica. Así se escribe «su» historia de la historiografía. Dios nos pille confesados en el futuro; seremos borrados del mapa. Todo un retrato. Y es que resulta que mis planteamientos son diametralmente opuestos a los que mi contradictor me atribuye. En realidad, enlazan con el contenido de mis artículos publicados hace algunos años en El Catoblepas, en los que criticaba sin ambages cualquier pretensión de institucionalización de la memoria histórica y de cualquier interpretación del pasado nacional. En mi artículo «Miseria de la memoria histórica», lo mismo que en mis polémicas con el señor Saz Campos, critiqué la pretensión del historiador catalán Ricard Vinyes de instaurar lo que él denominaba «memoria de Estado», que juzgo contraria al legítimo pluralismo intelectual y político. Y señalaba que contra dicha pretensión se habían alzado en diversos países europeos, particularmente en Francia, no pocos historiadores de prestigio, como Marc Ferro, Jacques Julliard, Pierre Nora, Mona Ozouf, Pierre Vidal Naquet, etc. Es muy conocido el manifiesto «Liberté pour l´histoire», donde se decía: «En un Estado libre no corresponde ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica. La política del Estado, incluso animada de las mejores intenciones, no es la política de la historia». Está claro que lo que yo pedía en mi reseña era la neutralidad del poder político ante las controversias de tipo historiográfico, en un momento en que vuelve a hablarse, por parte de ciertos sectores políticos, intelectuales e historiográficos, de endurecer la Ley de Memoria Histórica, de institucionalización de la «Memoria Democrática» y de leyes de control ideológico de la investigación histórica. Lejos de mí, pues, cualquier veleidad de carácter autoritario y/o totalitario. Para mí, lo fundamental es la defensa y la garantía del pluralismo ideológico y cultural. Algo que reiteré, además, en mi diálogo con el historiador Micaal Kopececk en la reseña de El pasado en construcción. Tales objetivos totalitarios debe buscarlos, si sabe o se atreve, en otros ámbitos historiográficos y en otros sectores políticos, especialmente los capitaneados por el señor Viñas y sus acólitos. Ellos no han dudado en pedir, venga o no al cuento, como Shylock, su «libra de carne» a los partidos políticos de izquierda y luego, con toda seguridad, al Estado. A diferencia del Partido Popular, no se andarán con medias tintas.

Y termino. Reconozco que es la primera vez que leo al señor Marín Gelabert; y mi impresión no ha podido ser más negativa. Si es ese el método que sigue en sus artículos y en sus libros, mejor es dejarlo, porque carece del menor interés. He dicho.

 

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