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El Catoblepas, número 164, octubre 2015
  El Catoblepasnúmero 164 • octubre 2015 • página 4
Los días terrenales

Los manantiales del pasado

Ismael Carvallo Robledo

Sobre Profetas del pasado. Quince voces de la historiografía sobre México, de Christopher Domínguez Michael, ERA, México DF, 2011 y 2015.

Para Héctor Zarauz. Historiador y amigo.

El Pegaso novohispano. Pegaso sobre fuente, ubicado en el patio central del Palacio Nacional, ciudad de México [El Pegaso novohispano. Pegaso sobre fuente, ubicado en el patio central del Palacio Nacional, ciudad de México.]

El Pegaso como el símbolo de la Nueva España, no sólo por razones simbólicas sino aun etimológicas: resulta que Pegaso viene de pegué, que significa «fuente» o «manantial». Torquemada compara la ciudad de México con una fuente o manantial, y el nombre de México lo entiende así: «Pegaso quiere decir "México" y quiere decir "fuente" y por eso está encima de una fuente».
Guillermo Tovar de Teresa.
Profetas del pasado, página 248.

I

Han sido cinco los años transcurridos desde que tuviera lugar la conmemoración del bicentenario mexicano, que recordó los inicios de la guerra de independencia, 1810, y de la revolución, 1910, dispuestos como pivotes históricos en torno de los cuales se organiza la historiografía nacional. Como era de esperarse, pasado el año en cuestión el interés general se fue poco a poco desvaneciendo para terminar replegado nuevamente a su lugar natural: la academia, las universidades y los institutos de investigación. Fuera de esos espacios es poco o casi nada lo que se dice al respecto: ni en los medios, ni en la prensa ni los periodistas, ni los literatos ni los intelectuales ni los especialistas se molestan demasiado en incorporar a sus análisis, o a su sistema de coordenadas, algún elemento o argumento o referencia a las cuestiones relativas a la historia nacional o a su crítica historiográfica. La única ocasión en que lo hacen es cuando el calendario cívico lo demanda, pero nada más.

El sentido común general se mantiene entonces formateado según el molde de la historia oficial, que, por maniquea, es oscura y confusa, simplista: los malos fueron y serán siempre, por ejemplo, Iturbide, Santa Ana y Porfirio Díaz; los buenos, por su parte, fueron y han sido siempre, también, ¿qué duda cabe?, Hidalgo, Juárez, Flores Magón o Zapata. Y ahí se detiene la historia y la crítica. Acaso se sigan editando biografías de lectura fácil, se escribirán novelas históricas de no menos accesible factura y se filmarán películas, estructuradas todas, más o menos, en fidelidad al relato maniqueo de héroes y villanos. Y al que se le ocurra decir, por ejemplo, que Porfirio Díaz tan malo en realidad no fue, verá acabada su carrera política al instante, o nublado su prestigio intelectual para siempre. Y de Cortés mejor ni hablar.

En el plano político las cosas son aún peores, pues son prácticamente inexistentes los políticos o los funcionarios que incorporan sus discursos, en campaña o en funciones, en el sistema de la historia -o en el de la historia como sistema, para decirlo con Ortega-. Y el dramatismo de todo esto se incrementa en función directa del hecho de que es precisamente la política el ámbito pragmático en donde la historia se configura, que es lo que hizo decir a Mariátegui, nos parece, que la política es la trama de la historia. El hecho de que los políticos, o los partidos políticos, sean incapaces de concebir históricamente su conducta, sus programas y sus decisiones, bien sea por ignorancia, bien sea por estupidez o estulticia o por una mezcla desafortunada de la una y de la otra, son sintomáticos del nivel silvestre y en blanco en el que se encuentra la sociedad mexicana en su conjunto, que es la que vota a -y de la que provienen- los políticos.

Pero hay en este terreno solamente una excepción, y es la de Andrés Manuel López Obrador, el dirigente histórico del Movimiento Regeneración Nacional (MORENA) que de manera orgánica, constitutiva y explícita, ha organizado el discurso de su lucha política como módulo de un sistema de coordenadas históricas, y tanto en su campaña presidencial de 2006 como en la de 2012 y la que está en marcha ha sido y es persistente en su empeño por incorporar el movimiento que encabeza en una línea de concatenación política con un azimut histórico que eslabona a MORENA con el bloque popular de la revolución mexicana (Zapata, Villa y Cárdenas más que Obregón o Calles), con el bloque central y dominante de la Reforma (Juárez) y con lo que podríamos denominar como la tendencia de Chilpancingo en la guerra de independencia, encabezada, sobre todo, por José María Morelos y Pavón, que en 1813 convoca, como contrafigura del de Cádiz -y aquí está la clave de esa dialéctica-, el Congreso constituyente en esa ciudad, en el hoy estado de Guerrero, y que es en donde comienzan a dibujarse, de alguna manera, los perfiles concretos de la nación política mexicana. Habría que analizar a detalle el lugar que, si es el caso, ocupa José Vasconcelos en la plataforma de López Obrador, sobre todo por la presencia, en su equipo más inmediato de colaboradores, de mi querido amigo Héctor Vasconcelos.

En todo caso, si bien es cierto que el esquema histórico general de López Obrador se mantiene dentro del formato de esa historia un tanto maniquea, con un énfasis, ya lo vemos, en la línea nacional popular que podría muy bien representarse en los murales de Diego Rivera -que son esquemáticos y simplistas, vale decir ramplones, en grado superlativo-, no se le puede escatimar ni mucho menos el hecho de que su discurso y su acción política están determinados por una precisa consciencia de la historia, que ni en el PAN ni en el PRI, y difícilmente en el PRD, se puede advertir. Se puede compartir o no, o criticar en parte o en bloque la perspectiva histórica de López Obrador; pero no se le estaría haciendo honor a la verdad si negamos que el sentido de su lucha política está inscrito en la historia.

II

Pero hay también otra excepción, que estimamos de primer orden, como si una caja de diamantes fuera puesta en cualquier acera de la ciudad de México, a disposición de quien quiera tomarla. Se trata de la edición de un libro que no está hecho para los especialistas, sino para el público en general -precisamente-, aunque su contenido sí es de especialistas. El resultado nos parece perfecto. Nos referimos a Profetas del pasado. Quince voces de la historiografía sobre México, de Christopher Domínguez Michael y editado por Ediciones Era en 2011 y reeditado en 2015.

Domínguez Michael es uno de los más solventes, capaces y agudos críticos literarios de México. A mí, por lo general, solo me interesa leer Letras Libres por lo que escribe él ahí cada mes, y su Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V me parece una obra potente y de obligada lectura. En esta ocasión, en quince entrevistas espléndidamente bien desarrolladas y estructuradas nos ofrece Domínguez Michael un panorama sintético de los avances, descubrimientos, revisionismos y polémicas que las distintas escuelas y corrientes historiográficas han desarrollado a lo largo de, por lo menos, los últimos cincuenta años, si tomamos como punto de referencia, pongamos por caso, la publicación de Visión de los vencidos de Miguel León-Portilla, en 1959.

David Brading (1936), Christian Duverger (1948), John H. Elliott (1930), Brian R. Hamnett (1942), Friedrich Katz (1927-2010), Alan Knight (1946), Enrique Krauze (1947), Miguel León-Portilla (1926), Rodrigo Martínez Baracs (1954), Eduardo Matos Moctezuma (1940), Jean Meyer (1942), Guilhelm Olivier (1962), Hugh Thomas (1931), Guillermo Tovar de Teresa (1956-2013) y Eric Van Young conforman la espléndida nómina convocada por Domínguez Michael para la confección de este libro que se lee prácticamente de un tirón, y que te permite descubrir, con verdadera fascinación, el grado de complejidad y la amplitud y vastedad de nuestra historia, bien sea que se observe desde su costado prehispánico (León-Portilla, Matos Moctezuma) o desde el virreinal o novohispano (Brading, Tovar de Teresa), bien sea que se observe para desentrañar las características sociales o ideológicas o políticas de la Conquista, o las del imperio español o monarquía hispánica (Duverger, Elliott, Martínez Baracs, Thomas), o para apreciar -también- el detalle al que se puede llegar cuando se estudian las vidas de Villa o de Juárez, o la trascendencia de la rebelión cristera, que con el paso del tiempo se nos va revelando con cada vez mayor claridad, o de las distintas revoluciones dentro de la Revolución mexicana (Katz, Hamnett, Knight, Meyer).

El resultado es un libro imprescindible, conformado por estas conversaciones realizadas y publicadas en Letras Libres con motivo del bicentenario, y utilizadas también, algunas de ellas, como la de Guilhelm Olivier y Martínez Baracs, para la realización de la serie de televisión La Conquista (Clío TV). Aquí circulan de una manera natural y hasta coloquial comentarios sobre obras verdaderamente grandes y profundas sobre nuestra historia y nuestra historiografía, de compleja y dilatada hechura, de trescientas o cuatrocientas o quinientas o setecientas páginas, muchas de ellas, si no es que casi todas (¿quién que no sea historiador se puede leer un libro de 700 páginas, o de más de mil como La Cristiada?), conocidas solamente por historiadores o especialistas (la caja de diamantes), pero que cuando se nos ofrecen así nomás, en formato de conversación periodística (en cualquier acera), hacen de Profetas del pasado un libro generoso y vivo, que pone a disposición de cualquier lector obras fabulosas y apasionantes que pueden considerarse canónicas en la historiografía americana y mundial.

A mil leguas están todos ellos, en general, por cuanto a solidez metodológica y por cuanto a rigurosidad historiográfica, del libro maniqueo, panfletario y cursi del no menos cursi ideólogo que fue Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina. ¡Cómo nos produjo pesar el comandante Hugo Chávez cuando fue ese el libro que entregó a Barak Obama en aquél encuentro cuya noticia dio la vuelta al mundo! Vaya ocasión la que perdió el presidente Chávez, habiéndole podido dar, por lo menos, no ya Imperios del mundo Atlántico de John Elliott -del que ni Obama tiene noticia-, sino Historia de la nación latinoamericana, de Jorge Abelardo Ramos, qué él, Chávez, de hecho, conocía muy bien.

En todo caso, ¿cómo no agradecer a Domínguez Michael que ponga al lector no especializado en contacto con obras como La otra rebelión de Eric Van Young, o el hermoso, barroco y definitivo Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867 de Brading o la no menos decisiva La Cristiada de Jean Meyer? ¿Y qué decir de la pasión que, a través de Domínguez Michael, nos transmite Katz por el México cardenista y por la revolución mexicana, defendidas con tanto o más fervor que cualquiera de nosotros, los mexicanos, en libros tan imprescindibles y vehementes como La guerra secreta en México o Pancho Villa?

Y la conversación con Guillermo Tovar de Teresa, que nos parece abarrotada de claves fundamentales y que nos descubren un mundo sinfónico y totalmente desconocido, el virreinal y novohispano, y desafortunadamente eclipsado por el maniqueísmo a estas alturas ya estúpido de la historia oficial, de libro de texto o de mural de Diego Rivera. Atiéndase, por ejemplo, a lo que le dice a Domínguez Michael en lo que sigue este historiador apasionado y autodidacta que fue Tovar de Teresa, que imaginamos como fraile renacentista, o como un Petrarca o un Espinosa o un Alfonso Reyes o un Olivares o un Feijoo, o también un Carlos Marx, inmerso en un manantial histórico de potencia y densidad oceánica, que abarca siglos y siglos de pacientemente acumulada información, poniendo en práctica la divisa de Isidoro de Sevilla según la cual «progresar es crecer en el conocimiento»:

«La penetración de la vida propiamente novohispana todavía depende mucho de la gran investigación que se lleve a cabo de los archivos de protocolos, no el de México ni el de Puebla o del de Guadalajara sino otros, de interés: el de Morelia, por ejemplo, que ha trabajado El Colegio de Michoacán.

Hay muchos archivos que te ofrecen cosas impresionantes, por ejemplo el de Colima, que lo trabajó José Miguel Romero de Solís. Es impresionante la publicación de Andariegos y pobladores, una maravilla que habla de una serie de personajes insólitos, que no te explicas cómo van a dar a Colima en el XVI más que por la fascinación que les produce estar al borde del Pacífico y la posibilidad de emigrar desde ahí a China, de conocer Oriente. Aparece entonces ese otro territorio, que a veces olvidamos, que también formó parte de la vida novohispana: Filipinas. Desde el viaje de Legazpi, desde la expedición de Urdaneta, cuando Juan Pablo Carreón construye aquellos barcos y encuentran el derrotero hacia las islas: esto les permite luego el acercamiento a China, a Japón. Son los franciscanos descalzos y los jesuitas los que llevan a cabo esa conquista. Hubo mucho mexicano que anduvo por allá en esas regiones remotas de Oriente, personajes que no se han estudiado y son fabulosos, como Guido de Lavezaris, que es prácticamente el segundo gobernador de las islas Filipinas, un señor de origen italiano que viene asociado como empresario con un alemán y con alguna otra gente, y su familia, los Isla, que se instalan en Nochistlán, Zacatecas. El señor se va a Filipinas y de ahí a la India, a China, a Macao, al Tíbet. Es una especie de Marco Polo mexicano, novohispano: ahí está el material sobre Guido de Lavezaris esperando en el Archivo de Indias y en el Archivo General de la Nación, de México.» (Profetas del pasado, páginas 246 y 247).

¿En qué mural de Diego Rivera está refractado esto que acabamos de leer de Tovar de Teresa? En ninguno. ¿Y cómo incorporarlo al sentido común nacional? Difícil cuestión. Pero precisamente es esta la razón que eleva la relevancia de Profetas del pasado, que pone estas ideas, por lo menos, de entrada, en circulación general.

Y Rodrigo Martínez Baracs no es menos interesante, aunque polémico a ojos de la relatoría nacionalista maniquea, toda vez que, para él -mi querido amigo Rodrigo, que, según me dijo, se leyó y estudió El Capital de Marx, entero, en el seminario de Bolívar Echeverría-, la verdadera modernización no ya nada más de «México» sino de América, su gran revolución -ni más ni menos-, no fue otra que la producida por la Conquista:

«La primera gran diferencia entre los dos mundos (el Viejo y el Nuevo, en 1492, I.C.) fue una diferencia tecnológica de miles de años, pues la revolución agrícola sucedió en el Viejo Mundo miles de años antes que en el Nuevo Mundo, donde se produjo sin el complemento de la ganadería, y la formación de las grandes civilizaciones sucedió también miles de años antes en el Viejo Mundo que en el Nuevo. Este desfase tecnológico ayuda a entender por qué los españoles fueron los conquistadores y los indios los conquistados; por qué los indios no se subieron a las naves de Colón y se fueron a conquistar las ciudades de Europa. Esta diferencia tecnológica ayuda también a entender por qué la Conquista trajo consecuencias tan grandes, fuertes, variadas e irreversibles en América, que constituyen una verdadera revolución, sin duda la más radical de la historia americana, después del primer poblamiento. La diferencia tecnológica militar entre los conquistadores y los conquistados la vemos bien expresada en la exposición sobre Moctezuma Xocoyotzin en el Museo del Templo Mayor: una espada de hierro y un macuahuitl, la macana de madera con incrustaciones de piedra. Y se agrega que Europa vivía en el siglo XVI el inicio de una gran transformación tecnológica, económica, política y social que la llevaría de las sociedades agrarias tributarias a las sociedades industriales capitalistas.» (Profetas, página 100.)

Jean Meyer, por su parte, el contemporáneo y colega de Regis Debrary, el estudioso de Rusia y México desde el contexto braudeliano de la larga duración, reconstruye la historia personalísima que está detrás de ese libro canónico, piedra angular del estudio de la Revolución mexicana, La Cristiada, además de develarnos, en su charla, verdades incómodas hasta decir basta, como cuando le cuenta a Domínguez Michael que:

«El Antiguo Régimen y la Revolución, y Tocqueville me dio la clave: la idea fundamental de que los jacobinos y Napoleón terminan la obra emprendida por la monarquía. La mano invisible de la historia actúa donde el revolucionario cree destruir un antiguo régimen. Es una ironía de la historia que quien cree destruir un régimen lo lleve a su perfección. La obra centralizadora de los monarcas franceses desde el siglo X hasta Luis XIV, y que fracasa con Luis XVI, la realizan Robespierre y Napoleón. Así también, en los supuestos enemigos de Porfirio Díaz, y digo "supuestos" porque en Obregón, que era un hombre muy inteligente -y decía que "el único error de don Porfirio había sido llegar a viejo"-, no había ningún elemento ideológico antiporfirista. Calles es el gran estadista de la Revolución mexicana que viene, como Alejandro, a cortar el nudo gordiano. Resuelve todo el reto del siglo XIX: crear un Ejecutivo fuerte. Espero que algún día un personaje notable como Phil Weigand termine su libro, que probará de manera indiscutible que el fascismo italiano fue el inspirador de Calles. Weigand, arqueólogo estadounidense y sabelotodo, encontró un ejemplar de los estatutos del partido fascista anotado por Calles. Después Cárdenas organiza el partido sobre cuatro pilares, es decir, el modelo corporativista. Esa herencia corporativista se la debemos al régimen Calles-Cárdenas, cuyo modelo fue el fascismo de Mussolini. Lo digo fríamente, pues en esos años veinte y treinta, antes de la calamitosa alianza que subordina a Mussolini con Hitler, muchísimos jóvenes de Europa veían a Mussolini como un líder revolucionario, tal como mi generación vio a Castro.» (pp. 368 y 369)

Y en otro momento de la conversación, cuenta Meyer sobre el interés que a la escala de la Historia Universal suscitó su monumental y definitivo trabajo sobre la guerra cristera, que lejos de ser un conflicto estrictamente local o nacional, o simplemente un capítulo más dentro del cuadro general de la revolución mexicana, estaba, al participar de la dialéctica interna de la Iglesia, refractando un proceso de envergadura mundial:

«Volviendo atrás, Chaunu (Pierre Chaunu, un historiador del tamaño de Bloch y Braudel) estaba en el jurado cuando presenté la tesis. Era un hombre exaltado y generoso. Cuando hablaba, ya fuera en su salón de clase, en un coloquio o en un examen profesional, tenía, además de mucho conocimiento, una inspiración increíble. Cuando comentó mi tesis no sólo no me hizo ninguna pregunta, sino que realizó unos comentarios infinitamente superiores a lo que yo había sostenido. Esos comentarios los retomé a la hora de re-redactar la tesis para la publicación en México de La Cristiada. Recuerdo cómo se levantó, bajó del podio y siguió caminando entre el público, para terminar diciendo: «Ese México del altiplano, en la historia de la Iglesia, comparte un lugar privilegiado con la Europa de la Edad Media y con Rusia». En mi libro recojo lo de Chaunu. De la misma manera él entendía que los cristeros «no podían quedar bien con nadie, ni con la Iglesia ni con el Estado, porque eran los compañeros de la imposible fidelidad».» (p. 365)

Es preciso detenerse, porque podría seguir así, sustrayendo citas de cada una de las quince entrevistas de Domínguez Michael a estos gigantes de la historia sobre México; a estos estudiosos de nuestros manantiales del pasado, que es como he querido titular estas líneas en alusión a la fantástica idea de Tovar de Teresa en su libro El Pegaso o el mundo barroco novohispano en el siglo XVII, de 1993; el libro surgido de la pregunta por saber la razón por la cual está puesto un Pegaso, un caballo alado, en la fuente de Palacio Nacional, y para cuya terminación se tardó Tovar un aproximado de veinte años. Veinte años para descifrar o clarificar ese enigma de la historia mundial vista desde nuestra plataforma americano-novohispana, que duró tres siglos.

Dispuestas así las cosas, desde la objetividad de la historia, no hay en realidad tema, ya sea prehispánico, hispánico-virreinal o nacional, ya sea de la Conquista, de la Reforma o de la Revolución, o sobre Cortés o Moctezuma, o sobre Villa, Calles o Morones, que no suscite una gran pasión por su conocimiento y, sobre todo, una gran pasión por México; un conocimiento y una pasión que, gracias a Domínguez Michael, se ve racionalizado y enriquecido de una manera orquestal en Profetas del pasado, este libro editado por Era en 2011, y cuya primer edición en formato de Bolsillo no debe pasar de los ciento sesenta pesos más o menos.

Son imperdibles las conversaciones de Katz o Knight sobre la Revolución, y sobre la obra de Womack Jr. -el gran ausente en este libro junto con Lorenzo Meyer y Arnaldo Córdoba- sobre Zapata; tampoco tienen desperdicio lo que cuenta León-Portilla sobre la influencia que sobre él tuvo el padre Garibay, o lo que Brading cuenta sobre Las Casas, el arzobispo Palafox o fray Antonio de Calancha o sobre su interés por la descripción de las batallas de Tolstói en La guerra y la paz; tampoco tiene precio conocer el detalle apasionado con el que Tovar de Teresa explica la manera en que las ideas de lo bello, lo bueno y lo verdadero fueron puestas en circulación, respectivamente, por el virrey Mendoza, Vasco de Quiroga (en la línea de Moro) y Zumárraga (en la de Erasmo), en un orbe americano que bajo la morfología hispánica virreinal estaba siendo partícipe del despliegue del mundo renacentista y barroco, y que luego, durante el siglo XIX y el XX, serían modificados radicalmente por la Reforma y la Revolución nacionalista.

En definitiva: hay unas cuantas cosas, no muchas, rescatables de la conmemoración de los Bicentenarios. Profetas del pasado, con la reserva que tenemos por las ausencias antedichas (Womack Jr., Meyer, Córdoba) pero que en todo caso contribuye al entendimiento y comprensión de una historia que por definición es muy compleja, y que sólo cuando se proyecta sobre por lo menos cinco o seis o siete siglos se hace entonces verdaderamente inteligible, y que lo hace -además- con la frescura de los manantiales, es una de ellas.

 

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